58

La costurera

La carretera se extendió durante casi otro par de kilómetros antes de que los bosques dieran paso a un terreno vacío y ondulante que en otro tiempo debieron de ser campos de cultivo. Ahora no era más que un desierto cubierto por la nieve, interrumpido sólo por árboles ennegrecidos, retorcidos en figuras agónicas y surrealistas. Pero allí había una especie de ciudad: apiñadas a ambos lados de la carretera se veían unas trescientas barracas hechas con tablas ya muy desgastadas por el tiempo. Josh pensó que siete años atrás una vista como esta le habría indicado que estaba a punto de entrar en un gueto, pero ahora se alegró tanto de verlo que casi se echó a llorar. Entre las barracas se extendían unas callejuelas llenas de barro, y el humo salía ensortijado de las chimeneas formadas con tuberías de estufa. Los faroles brillaban por detrás de las ventanas, aisladas con periódicos amarillentos y páginas de revistas. Unos perros huesudos aullaron y ladraron alrededor de las patas de Mulo, y Josh condujo el carro hacia el centro del conglomerado de barracas. Al otro lado de la calle y un poco más arriba se veían un montón de maderos chamuscados, allí donde antes se había elevado uno de los edificios de Mary’s Rest, quemado hasta los cimientos. El incendio debía de haberse producido hacía ya algún tiempo, porque la nieve se acumulaba ahora entre las ruinas.

—¡Eh! —gritó Josh—. ¡Que alguien nos ayude!

Unos pocos niños delgados, con ropas harapientas, salieron de entre las callejuelas para ver lo que ocurría.

—¿Hay algún médico por aquí? —les preguntó Josh. Pero los niños volvieron a desaparecer entre las callejas. Luego, se abrió la puerta de una barraca cercana y un rostro de barba negra se asomó por ella, con curiosidad—. ¡Necesitamos un médico! —le pidió Josh.

El hombre de la barba meneó la cabeza con un gesto negativo y cerró la puerta.

Josh arreó a Mulo para introducirse más entre las barracas. Siguió lanzando gritos, pidiendo un médico, y algunas personas abrieron las puertas y le observaron pasar, pero nadie le ofreció ayuda. Más adelante, un grupo de perros que habían estado desgarrando los restos de un animal tendido en el barro, ladraron y se abalanzaron contra el animal, pero el viejo caballo mantuvo la serenidad y continuó su camino. Por una puerta surgió el rostro demacrado de un viejo, también envuelto en harapos, con el rostro cubierto de queloides rojos.

—¡Aquí no hay espacio! ¡Ni comida! ¡No queremos extraños! —espetó el hombre golpeando el costado del carro con un bastón nudoso.

Aún seguía balbuceando mientras ellos se alejaban.

Josh había visto hasta entonces muchos lugares desvencijados, pero este era el peor de todos. Se le ocurrió pensar que aquel era un pueblo de extraños donde a nadie le importaba lo más mínimo quién vivía o moría en la barraca de al lado. Parecía existir una amplia sensación de derrota y de fatal depresión, y hasta el aire olía a podredumbre. Si Rusty no hubiera estado tan malherido, Josh habría mantenido la marcha del carro y habría atravesado la úlcera en que se había convertido Mary’s Rest, saliendo de allí para dirigirse a cualquier lugar donde el aire oliera un poco más a decencia.

Una figura con una cabeza malformada avanzó tambaleante por un lado de la calle, y Josh reconoció en ella la misma enfermedad que padecían tanto él como Swan. Llamó a aquella persona, pero fuera quien fuese, hombre o mujer, la figura dio media vuelta y echó a correr, perdiéndose por una calleja. A unos pocos metros de distancia, sobre el suelo, había un hombre muerto, completamente desnudo, tan delgado que se le destacaban las costillas. Tenía la boca abierta y mostraba los dientes, como en una última mueca de fuga. Unos pocos perros olisqueaban a su alrededor, pero aún no habían iniciado el festín que se adivinaba.

Entonces, Mulo se detuvo como si se hubiera quedado sin resuello, relinchó agudamente y casi se encabritó.

—¡Eh! ¡Tranquilo, ahora! —gritó Josh teniendo que esforzarse por controlar al caballo.

Vio que había alguien en la calle, delante de ellos. La figura llevaba una desvaída chaqueta de dril y un gorro verde en la cabeza, y se sentaba en un cochecito rojo de juguete. La figura no tenía piernas, llevaba subidas las perneras del pantalón, que aparecían vacías por debajo de los muslos.

—¡Eh! —le gritó Josh—. ¿Hay algún médico por aquí? —El rostro se volvió lentamente hacia él. Era un hombre con una escuálida barba marrón, y unos ojos vagos y atormentados—. ¡Necesitamos un médico! —dijo Josh—. ¿Puede usted ayudarnos?

Por un momento, Josh pensó que el hombre había sonreído ligeramente, aunque no estuvo seguro de ello.

—¡Bienvenidos! —dijo el hombre.

—¡Un médico! ¿Me comprende?

—¡Bienvenidos! —repitió el hombre, y se echó a reír.

Josh se dio cuenta de que debía estar loco. El hombre extendió los brazos, hundió las manos en el barro y empezó a empujar el cochecito a través de la calle.

—¡Bienvenidos! —gritó, alejándose por una calleja.

Josh se estremeció, y no sólo a causa del frío. Los ojos de aquel hombre… eran los más horribles que había visto jamás. Consiguió tranquilizar a Mulo y logró hacerlo seguir adelante.

Continuó lanzando gritos de ayuda. De vez en cuando, un rostro se asomaba por una puerta y luego desaparecía con rapidez. Josh temía que Rusty pudiera morir. Pensaba que se iba a desangrar sin que un solo bastardo de aquel condenado pueblo levantara un dedo para ayudarlo.

Un humo amarillento cruzó la calleja. Las ruedas del carro se movieron sobre montones de estiércol humano.

—¡Que alguien nos ayude! —siguió gritando Josh—. Por favor… Por el amor de Dios… ¡que alguien nos ayude!

—¡Señor! ¿A qué viene tanto grito?

Asombrado, Josh miró hacia el lugar de donde había surgido la voz. De pie ante la puerta de una barraca decrépita se encontraba una mujer negra, con un cabello largo y grisáceo. Llevaba un abrigo que había sido cosido y recosido con trozos de telas diferentes.

—¡Necesito encontrar un médico! ¿Puede usted ayudarme?

—¿Qué le pasa? —preguntó la mujer, estrechando los ojos del color de un centavo de cobre—. ¿Tifus? ¿Disentería?

—No. Mi amigo ha sido herido. Está en la parte de atrás.

—No hay ningún médico en Mary’s Rest. El médico murió de tifus. No hay nadie, que pueda ayudarle.

—¡Está sangrando mucho! ¿No hay ningún lugar adónde pueda llevarlo?

—Puede llevarlo al Pozo —sugirió la mujer, de rasgos agudos y regios—. Está a un kilómetro carretera abajo. Allá es adónde van a parar todos los cuerpos. —El rostro negro de un niño de siete u ocho años se asomó por la puerta, al lado de la mujer, y ella le puso una mano en el hombro—. No hay ningún lugar adónde pueda llevarlo, excepto allí.

—¡Rusty no está muerto, señora! —le espetó Josh—. ¡Pero morirá si no encuentro ayuda para él!

Hizo restallar las riendas de Mulo, dispuesto a seguir su camino. La mujer negra le dejó avanzar unos metros más antes de exclamar:

—¡Espere un momento!

Josh tiró de las riendas del caballo.

La mujer bajó el escalón formado por un bloque de ceniza y se aproximó a la parte posterior del carro, mientras el niño la observaba con nerviosismo.

—¡Abra esto! —dijo.

La lona trasera se abrió de pronto y la mujer se encontró cara a cara con Swan. Retrocedió un paso, emitió un profundo suspiro, volvió a reunir valor y miró en el interior del carro, observando al hombre ensangrentado y blanco que yacía bajo una manta roja. El hombre no se movía.

—¿Está aún con vida? —preguntó a la figura sin rostro.

—Sí, señora —contestó Swan—. Pero no respira muy bien.

La mujer comprendió el «sí» pero nada más, a causa del habla dificultosa de Swan.

—¿Qué ocurrió?

—Lo atacó un lince —contestó Josh acercándose a la parte trasera del carro. Su cuerpo temblaba tanto que apenas si podía mantenerse en pie. La mujer le dirigió una larga y dura mirada, con sus penetrantes ojos de color cobre—. El condenado monstruo tenía dos cabezas.

—Sí, hay muchos así por los bosques. Quien se encuentra con ellos, es hombre muerto. —Miró hacia la casa y luego se volvió a mirar a Rusty, que emitió un débil gemido. La mujer observó la terrible herida de un lado de su cara. Dejó escapar la respiración entre unos dientes apretados y dijo—: Bueno, métalo dentro entonces.

—¿Puede usted ayudarlo?

—Ya nos las arreglaremos. —Empezó a caminar hacia la barraca y a medio camino se volvió y dijo—: Soy costurera. Soy bastante buena con la aguja y el catgut. Métalo dentro.

El interior de la barraca era tan horrible como el exterior, pero la mujer tenía encendidos dos faroles, y de las paredes colgaban piezas de ropa de brillantes colores. En el centro había una estufa artesanal, construida con partes de una lavadora, un refrigerador y varias piezas de lo que podría haber sido un coche o un camión. Unos pocos trozos de madera ardían detrás de una parrilla que en otro tiempo pudo haber sido la rejilla del radiador de un coche, y la estufa sólo proporcionaba calor en un radio de dos o tres pasos. El humo se filtraba por el tubo que salía por el techo, lo que daba al interior de la cabaña una amarillenta atmósfera neblinosa. Los muebles de que disponía la mujer —una mesa y dos sillas— habían sido toscamente aserrados de madera de pino comida por la carcoma. Unos periódicos viejos cubrían las ventanas, y el viento penetraba por las grietas de las paredes. Sobre la mesa de madera de pino había retales de ropa, tijeras, agujas y otros objetos de costura, y una cesta contenía más piezas de ropa, en una variedad de colores y modelos.

—No es mucho —dijo la mujer con un encogimiento de hombros—, pero es mejor de lo que tienen algunos. Tráigalo aquí.

Invitó a Josh a pasar a una segunda habitación, más pequeña, donde había un catre de hierro y un colchón relleno con periódicos y trapos. En el suelo, junto al catre, se había dispuesto una pequeña cama hecha a base de trapos, una pequeña almohada muy recosida y una delgada manta, donde Josh supuso que debía de dormir el niño. En esta habitación no había ventanas, pero brillaba un farol, con una pequeña pieza de estaño detrás para reflejar la luz. De la pared colgaba una pintura al óleo de un Jesús negro, sobre una colina, rodeado por un rebaño de ovejas.

—Déjelo ahí —dijo la mujer—. No en mi cama, estúpido. En el suelo.

Josh dejó a Rusty en el suelo, con la cabeza apoyada sobre la almohada recosida.

—Quítele esa chaqueta y el suéter para que pueda ver si aún le queda algo de carne en ese brazo.

Josh hizo lo que se le decía, mientras Swan permanecía junto a la puerta, con la cabeza ladeada para poder ver. El niño pequeño estaba en el otro lado de la habitación, mirando fijamente a Swan.

La mujer tomó el farol y lo dejó en el suelo, cerca de Rusty. Entonces, lanzó un suave silbido.

—Tiene la carne desgarrada hasta el hueso. Aaron, trae aquí las otras lámparas. Luego me preparas la aguja larga de hueso, el rollo de catgut y un par de tijeras afiladas. ¡Vamos, date prisa!

—Sí, mamá —dijo Aaron, y pasó rápidamente junto a Swan.

—¿Cómo se llama su amigo?

—Rusty.

—Está en muy mal estado. No sé si podré coserle todas las heridas, pero haré lo que pueda. No dispongo de nada, excepto de agua de nieve, para limpiar las heridas y desde luego no hay que utilizar esa porquería. —Miró las manos moteadas de Josh en el momento en que este se quitó los guantes—. ¿Es usted blanco o negro?

—¿Acaso sigue importando eso?

—No, desde luego que no. —Aaron trajo las dos lámparas y ella las colocó cerca de la cabeza de Rusty, mientras el niño volvía a salir para traer las otras cosas—. ¿Tiene usted algún nombre?

—Josh Hutchins. La muchacha se llama Swan.

Ella asintió con un gesto. Sus largos y delicados dedos tantearon los bordes desgarrados de la herida del hombro de Rusty.

—Yo soy Glory Bowen. Me gano la vida cosiendo ropas para la gente, pero no soy médico. Lo más cerca que he estado de eso ha sido ayudar a unas pocas mujeres a parir, pero sé coser ropas, pieles de perro y cuero de vaca, y quizá la piel de una persona no sea tan diferente.

De pronto, el cuerpo de Rusty se puso rígido; abrió los ojos y trató de incorporarse, pero Josh y Glory Bowen lo sujetaron contra el suelo. Forcejeó un momento, luego pareció darse cuenta de dónde se encontraba y volvió a relajarse.

—¿Josh? —preguntó.

—Sí, estoy aquí.

—Ese bastardo me la jugó, ¿verdad? Un bastardo de lince con dos cabezas. Me dejó bien sentado en el suelo. —Parpadeó y miró a Glory—. ¿Quién es usted?

—Soy la mujer a la que va a maldecir dentro de tres minutos —contestó ella con serenidad.

Aaron regresó con una astilla de hueso muy fina y afilada, de unos ocho centímetros de largo, que entregó a su madre, junto con un pequeño rollo de catgut, de aspecto ceroso, y un par de tijeras. Luego, se retiró al otro lado de la habitación, mirando alternativamente a Swan y a los otros.

—¿Qué me va a hacer? —preguntó Rusty al ver la aguja de hueso mientras Glory pasaba el extremo del hilo por el ojo de la aguja y hacía un pequeño nudo—. ¿Para qué es eso?

—No tardará en saberlo. —Tomó un trapo y le limpió a Rusty sudor y la sangre de la cara—. Voy a tener que coserlo un poco. Voy a dejarlo arreglado como si se tratara de una camisa nueva. ¿Le parece bien?

—Oh… Dios —fue todo lo que pudo decir Rusty.

—¿Vamos a tener que atarlo, o se va a comportar como un hombre? No tenemos nada con que aliviar el dolor.

—Sólo… hable conmigo —le dijo Rusty—. ¿De acuerdo?

—Desde luego. ¿De qué quiere hablar? —Situó la aguja cerca de la carne desgarrada del hombro de Rusty—. ¿Qué le parece si hablamos de comida? De pollo a la parrilla, por ejemplo. Un buen plato de pechuga de pollo con un montón de patatas fritas. ¿Le parece bien? —Situó la aguja en el ángulo exacto que deseaba y empezó a trabajar—. ¿Verdad que puede oler el aroma de ese delicioso pollo a la parrilla?

Rusty cerró los ojos.

—Sí —susurró medio mareado—. Oh, sí… claro que lo huelo.

Swan no pudo soportar seguir viendo el dolor de Rusty. Se retiró a la otra habitación, donde se calentó ante la estufa artesanal. Aaron se asomó para mirarla pero inmediatamente apartó la cabeza. Swan escuchó a Rusty conteniendo la respiración y después se dirigió hacia la puerta, la abrió, y salió al exterior.

Subió a la parte posterior del coche para recoger a Bebé Llorón, y luego se quedó un rato acariciándole el lomo a Mulo. Se sentía preocupada por Killer. ¿Cómo iba a encontrarlos? Y si un lince había herido tan gravemente a Rusty, ¿qué podía haberle hecho a Killer? «No te preocupes —le había dicho Josh—. Él nos encontrará».

—¿Tienes una cabeza ahí dentro? —preguntó cerca de ella la voz curiosa del pequeño. Swan distinguió a Aaron a pocos pasos de distancia—. Puedes hablar, ¿verdad? Oí que le decías algo a mi mamá.

—Puedo hablar —contestó ella—. Pero tengo que hacerlo muy despacio, porque si no, no comprenderás lo que digo.

—Oh. Tu cabeza parece como una vieja calabaza.

Swan sonrió, con la carne del rostro tan tirante que pareció estar a punto de desgarrarse. Sabía que el chico estaba siendo honesto, no cruel.

—Supongo que sí. Y sí, tengo una cabeza aquí dentro. Sólo que está cubierta.

—He visto a otras personas igual que tú. Mamá dice que es una enfermedad muy mala. Dice que si tienes esa cosa, la tienes para toda la vida. ¿Es verdad eso?

—No lo sé.

—Pero dice que no es contagioso, porque si lo fuera ya lo tendrían todos los habitantes del pueblo. ¿Qué clase de palo es ese?

—Es una vara de zahorí.

—¿Y qué es eso?

Le explicó cómo se suponía que funcionaba una vara de zahorí para encontrar agua si se sostenían bien rectos los extremos separados, pero añadió que nunca había encontrado agua con ella. Recordó la suave voz de Leona Skelton, como si se desplazara por el tiempo, susurrándole: «Bebé Llorón todavía no ha hecho su trabajo, ni mucho menos».

—Entonces, quizá sea porque no la sostienes correctamente —dijo Aaron.

—Sólo lo utilizo como una especie de bastón. Ahora no veo muy bien.

—Me lo imagino. ¿Es que no tienes ojos?

Swan se rio y sintió que los músculos de su cara se descongelaban. El aire trajo consigo una nueva vaharada de nauseabundo olor a descomposición, pero Swan ya lo había percibido desde el momento en que llegaron a Mary’s Rest.

—¿Aaron? —preguntó—. ¿Qué es ese olor?

—¿Qué olor?

Se dio cuenta de que el niño estaba acostumbrado. Había basuras y desperdicios humanos por todas partes, pero este era un olor fétido.

—Es un olor que viene y va —dijo ella—. Lo lleva el viento.

—Oh, creo que eso viene de la charca. Quiero decir, de lo que queda de ella. No está muy lejos. ¿Quieres verla?

«No», pensó Swan. No quería acercarse tanto a algo tan horrible. Pero Aaron parecía ávido por agradar, y ella sentía cierta curiosidad.

—Está bien, pero tendremos que caminar muy despacio. Y no eches a correr y me dejes sola, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —contestó el chico.

Sin embargo, el pequeño echó a correr por la calleja llena de barro, y recorrió unos diez metros antes de detenerse y volverse, esperando a que ella le alcanzara.

Swan lo siguió por las callejas estrechas y sucias. Muchas de las barracas habían sido incendiadas, y la gente seguía excavando entre las ruinas, buscando refugio. Tanteó su camino con Bebé Llorón y le asustó un escuálido perro que salió de improviso por una callejuela lateral; Aaron le lanzó una patada y el perro se alejó corriendo. Por detrás de una puerta cerrada, un niño lloraba de hambre. Más adelante, Swan estuvo a punto de tropezar con un hombre tendido en el barro, encogido. Ella empezó a inclinarse y le tocó el hombro, pero Aaron le dijo:

—¡Está muerto! ¡Vamos, no estamos lejos!

Pasaron por entre las miserables barracas de tablas y llegaron a un campo abierto, cubierto de nieve grisácea. Aquí y allá se encontraban los cuerpos congelados de un ser humano o de un animal, contorsionados sobre el terreno.

—¡Vamos! —la llamó Aaron, saltando con impaciencia arriba y abajo.

El chico había nacido en medio de la muerte, había visto demasiadas cosas, y estaba acostumbrado a todo aquello. Saltó por encima del cadáver de una mujer y continuó por una colina que descendía con suavidad, hacia la charca que durante años había apagado la sed de cientos de emigrantes que habían acudido al asentamiento de Mary’s Rest.

—Ahí está —dijo Aaron señalando cuando Swan llegó a su lado.

A unos treinta metros de distancia se encontraba lo que de hecho había sido una gran charca, en medio de unos árboles muertos. Swan vio que quizá aún quedaba un centímetro de agua verde amarillenta, justo en el centro, mientras que todo el terreno de los alrededores aparecía agrietado, o formando un barro amarillento de aspecto nauseabundo.

Y en aquel barro había docenas de esqueletos de seres humanos y de animales medio enterrados, como si hubieran sido absorbidos al tratar de conseguir las últimas gotas del agua contaminada. Los cuervos se posaban sobre los huesos, esperando. En el barro también había montones de excrementos humanos y basuras, y el hedor que despedía todo aquello hizo que a Swan se le retorciera el estómago. Era tan fétido como una pústula abierta, o como la taza de un váter que no se hubiera limpiado en mucho tiempo.

—Esto es todo lo cerca que se puede llegar sin vomitar —dijo Aaron—, pero quería que lo vieras. ¿No te parece que tiene un color muy peculiar?

—¡Dios santo! —exclamó Swan luchando por evitar la necesidad de vomitar—. ¿Por qué no se dedica alguien a limpiar esto?

—¿A limpiar qué? —preguntó Aaron.

—¡La charca! No siempre habrá estado así, ¿verdad?

—¡Oh, no! Recuerdo cuando la charca tenía agua. Verdadera agua para beber. Pero mamá dice que se secó. Dice que, de todos modos, no podía haber durado siempre.

Swan tuvo que volver el rostro. Miró por el camino por el que habían llegado y distinguió una figura solitaria sobre la colina, acumulando nieve sucia en un cubo. Fundir la nieve grisácea para obtener agua que beber significaba una muerte lenta, pero era mucho mejor que beber lo que quedaba de aquella charca envenenada.

—Ahora estoy preparada para regresar —le dijo al chico.

Inició el camino de regreso colina arriba, tanteando lentamente ante sí con Bebé Llorón.

Ya sobre la colina, Swan casi se dio de bruces al tropezar con un cuerpo en su camino. Se detuvo, miró hacia abajo y vio la pequeña forma de un niño, aunque no sabía de qué sexo. El pequeño había muerto sobre su estómago, con una mano hundida en la nieve y la otra congelada en un puño. Observó aquellas manos pequeñas, pálidas y cerosas, destacadas sobre la nieve.

—¿Por qué están todos estos cuerpos por aquí? —preguntó.

—Porque aquí es donde mueren —contestó Aaron como si ella fuera la más vieja y estúpida calabaza del mundo.

—Pero este parece que trataba de excavar algo.

—Probablemente raíces. A veces se excava y se encuentran raíces en la tierra, pero otras veces no. Cuando podemos encontrarlas, mamá hace una sopa con ellas.

—¿Raíces? ¿Qué clase de raíces?

—Desde luego, haces un montón de preguntas —replicó el chico, exasperado, y empezó a caminar por delante de ella.

—¿Qué clase de raíces? —repitió Swan con lentitud, pero con firmeza.

—¡Supongo que son raíces de maíz! —contestó Aaron con un encogimiento de hombros—. Mamá dice que antes había aquí un gran campo de maíz, pero que todo murió. Ahora no quedan más que unas pocas raíces…, si es que alguien tiene la suerte suficiente para encontrarlas. ¡Vámonos ahora! ¡Tengo frío!

Swan observó el terreno estéril existente entre las barracas y la charca. Había cuerpos tumbados, como extraños signos de interrogación sobre una tablilla gris. La visión de su ojo venía y desaparecía, y lo que hubiera existido antes bajo la espesa costra de queloides le quemaba y le hervía. Las manos blancas y congeladas del niño volvieron a llamar su atención. Había algo en aquellas manos, pensó. Algo…, pero no sabía de qué se trataba.

El hedor procedente de la charca le producía náuseas y volvió a seguir a Aaron, de regreso hacia las barracas.

«Antes había aquí un gran campo de maíz…, pero todo murió», había dicho Aaron.

Apartó la nieve del terreno con la ayuda de Bebé Llorón. La tierra tenía un color oscuro y una consistencia dura. Si quedaba allí alguna raíz, tenía que estar enterrada muy por debajo de aquella costra.

Aún seguían caminando por las callejas cuando Swan escuchó el relincho de Mulo; fue un relincho de alarma. Apresuró el paso, tanteando el camino delante de ella con la vara de zahorí.

Al llegar a la calleja donde estaba situada la barraca de Glory Bowen, Swan escuchó a Mulo emitir un agudo relincho que expresaba cólera y temor a un tiempo. Ladeó la cabeza para ver lo que estaba sucediendo y finalmente lo distinguió: gentes vestidas con harapos se habían abalanzado sobre el carro, destrozándolo. Estaban rasgando la tela de lona de la tienda y se peleaban por apoderarse de los restos, de las mantas, la comida enlatada, las ropas y los rifles y luego echaban a correr con su botín.

—¡Alto! —les gritó, aunque, desde luego, no le prestaron la menor atención.

Uno de ellos intentó quitarle los arneses a Mulo, pero el caballo se encabritó y coceó tan furiosamente que el asaltante desistió de su empeño. Incluso intentaban quitarle las ruedas al carro.

—¡Alto! —volvió a gritar, avanzando tambaleante hacia adelante.

Alguien chocó contra ella, arrojándola sobre el barro frío y casi pisoteándola. Cerca, dos hombres se peleaban sobre el barro por la posesión de una manta, y la lucha terminó cuando un tercero se apoderó de la manta y echó a correr.

La puerta de la barraca se abrió. Josh había escuchado los gritos de Swan y al salir vio el carro que estaba siendo desmantelado. El pánico se apoderó de él. ¡Eso era todo lo que tenían! Un hombre se alejaba corriendo con un montón de suéteres. Josh echó a correr tras él, pero resbaló en el barro. Los asaltantes se desperdigaron en todas direcciones, llevándose consigo lo último que quedaba de la lona, toda la comida, las armas, las mantas, todo. Una mujer con un queloide anaranjado que le cubría la mayor parte del rostro y el cuello trató de arrancarle el abrigo a Swan, pero la muchacha se dobló y la mujer la golpeó, llena de frustración. En cuanto Josh se puso en pie, la mujer echó a correr y desapareció por una de las callejas.

Un instante después, todos habían desaparecido, así como el contenido del carro, incluyendo la mayor parte del propio carro.

—¡Maldita sea! —rugió Josh.

No había quedado nada, excepto la estructura del carro y Mulo, que seguía bufando y coceando. «Estamos sentados en la mierda —pensó—. Sin nada que comer. No nos quedan ni unos malditos calcetines».

—¿Estás bien? —le preguntó a Swan, acercándose a ella para ayudarla a levantarse.

Aaron estaba junto a ella, y extendió una mano para tocarle el extraño amasijo de su cabeza, pero en el último instante retiró la mano.

—Sí —contestó. Sólo tenía un pequeño moratón en un hombro, allí donde la habían golpeado—. Sí, creo que estoy bien.

Josh la ayudó a incorporarse, con suavidad.

—¡Nos han robado todo lo que teníamos! —exclamó con voz irritada.

En el barro aún quedaban unos pocos objetos: una taza de hojalata mellada, un chal sucio, una bota agujereada que Rusty había tenido intención de arreglar pero nunca lo había hecho.

—¡Si dejáis las cosas aquí fuera, seguro que las roban! —dijo Aaron con mucho sentido común—. ¡Eso lo saben hasta los tontos!

—Bueno —dijo Swan—, quizá ellos las necesiten más que nosotros.

El primer impulso de Josh fue el de echarse a reír con incredulidad, pero contuvo la risotada. Swan tenía razón. Al menos, a ellos les quedaban pesados abrigos y guantes, y llevaban calcetines gruesos y botas recias. Algunos de aquellos ladrones apenas si tenían unos harapos sobre los únicos trajes que había en el Génesis, sólo que, desde luego, esto estaba muy lejos de ser el jardín del Edén.

Swan rodeó los restos del carro para acercarse a Mulo y tranquilizó al caballo acariciándole la nariz. A pesar de todo, el animal siguió removiéndose inquieto.

—Será mejor que entres —le dijo Josh—. El viento vuelve a soplar con fuerza.

Ella se dirigió hacia él y de pronto se detuvo cuando Bebé Llorón tocó algo duro en el barro. Se inclinó con cuidado, removió el barro y extrajo el oscuro espejo ovalado que alguien había dejado caer. «El espejo mágico», pensó, enderezándose de nuevo. Hacía mucho tiempo que no se miraba en él. Ahora, limpió el barro en la pernera del pantalón y lo sostuvo delante de ella, sosteniéndolo por el mango, con las dos máscaras talladas que miraban en direcciones diferentes.

—¿Qué es eso? —preguntó Aaron—. ¿Puedes verte tú misma ahí?

Sólo podía percibir los rasgos más débiles de su cabeza, y pensó que, en efecto, se parecía a una vieja e hinchada calabaza. Dejó caer el brazo a lo largo de un costado y, al hacerlo, algo relució en el cristal. Lo volvió a levantar y lo movió, para que el espejo mirara en otra dirección; buscó el destello de luz pero no pudo encontrarlo. Luego, lo desplazó, moviéndolo hacia la derecha, y entonces contuvo la respiración.

Aparentemente, a menos de tres metros por detrás de ella se encontraba la figura que sostenía el reluciente círculo de luz. Y ahora estaba cerca, muy cerca. Swan aún no podía distinguir con claridad los rasgos de su cara. La figura aparecía distorsionada y deformada, pero en modo alguno como la suya. Pensó que aquella podría ser la figura de una mujer, a juzgar por la forma en que se movía. Estaba tan cerca, tan cerca… Y, sin embargo, Swan sabía que si se volvía para mirar no encontraría más que callejas y barracas destartaladas.

—¿En qué dirección está mirando el espejo? —le preguntó a Josh.

—Hacia el norte —contestó él—. Nosotros hemos venido desde el sur. Por ese camino —dijo señalando en la dirección opuesta—. ¿Por qué me lo preguntas?

No comprendía lo que ella pudiera estar viendo en aquel objeto. Cada vez que le preguntaba, ella se encogía de hombros y apartaba el espejo. Pero el espejo siempre le había recordado un verso que a su madre le gustaba leer de la Biblia: «Porque ahora vemos oscuramente en un cristal, pero luego veremos cara a cara».

La figura del círculo de luz reluciente nunca había estado tan cerca como ahora. A veces, había parecido tan lejana que la luz apenas si era un punto destellante en el cristal. No sabía quién era aquella figura, o qué podría ser aquel objeto de luz, pero estaba segura de que se trataba de alguien y de algo muy importante. Y ahora aquella mujer estaba cerca, y Swan pensó que debería encontrarse en alguna parte al norte de Mary’s Rest.

Estaba a punto de decírselo a Josh cuando por encima de su hombro izquierdo apareció la cara que parecía tener lepra. El rostro monstruoso llenó todo el espejo, con la boca de labios grisáceos abriéndose en una mueca burlona, y un solo ojo escarlata, con una pupila de ébano, emergiéndole de la frente. Una segunda boca, llena de dientes muy afilados, se abrió como una cuchillada en la mejilla, y los dientes se adelantaron como si se dispusieran a morder a Swan en el cuello.

Se volvió con tanta rapidez que el peso de su cabeza casi la hizo girar como una peonza.

Detrás de ella, la calleja estaba desierta.

Bajó el espejo. Ya había visto suficiente por hoy. Si lo que le mostraba el espejo mágico era cierto, la figura que llevaba el círculo de luz se encontraba muy cerca.

Pero aún más cerca estaba aquella otra figura que le recordaba el Diablo que había visto en la carta de tarot de Leona Skelton.

Josh observó a Swan subir el escalón de bloque de ceniza que conducía a la barraca de Glory Bowen, y luego miró hacia el norte. No distinguió ningún movimiento, excepto el humo de las chimeneas que era arrastrado por el viento. Volvió a mirar el carro y meneó la cabeza con un gesto de pesar. Se imaginó que Mulo se encargaría de destripar a coces a todo aquel que intentara robarla, y no había quedado nada de todas sus cosas que pudiera proteger.

—Esa era toda nuestra comida —dijo casi hablando consigo mismo—. ¡Hasta el último mendrugo!

—Oh, yo conozco un lugar donde se pueden coger unas cosas enormes —dijo Aaron—. Sólo hay que saber dónde están, y ser rápido para atraparlas.

—¿Rápido para atrapar…, qué?

—Ratas —contestó el chico, como si cualquier tonto supiera de qué había sobrevivido la mayor parte de la gente en Mary’s Rest durante los últimos años—. Eso es lo que comeremos esta noche, si os quedáis.

Josh tragó una saliva espesa, aunque no le resultaba extraño el sabor manido de la carne de rata.

—Espero que tengáis sal —dijo siguiendo a Aaron escalón arriba—. Las mías me gusta que estén muy saladas.

Pero antes de llegar a la puerta sintió que la espalda y el cuello se le tensaban. Escuchó un bufido y un relincho de Mulo y volvió a mirar hacia la calle. Tuvo la inquietante sensación de que era observado…, no, era algo más que eso. Era como si estuviese siendo diseccionado.

Pero no había nadie allí. Nadie en absoluto.

El viento se arremolinó a su alrededor, y con él creyó percibir un sonido chirriante, como el de unas ruedas que necesitaran una buena capa de grasa. El sonido se desvaneció en un instante.

La luz también desaparecía con rapidez, y Josh sabía que aquel no era un lugar por el que se pudiera caminar a solas por la noche. Entró en la barraca y cerró la puerta.