El deber del cirujano
Custodiados por una banda de veintisiete pequeños bandidos, que gritaban y armaban una gran algarabía, Paul, Hermana y Hugh fueron empujados con los cañones de los rifles y las puntas agudas de las lanzas a través del bosque nevado. A unos cien metros de distancia de la carretera, se les ordenó que se detuvieran, y esperaron mientras unos cuantos chicos quitaban los matojos y las ramas de lo que resultó ser la boca de una pequeña cueva. El cañón de un rifle empujó a Hermana hacia el interior, y los otros la siguieron.
Más allá de la abertura, la cueva se ampliaba, formando una gran cámara de techo alto. Había mucha humedad en el interior pero se habían dispuesto y encendido docenas de velas, y el humo se elevaba en rizos y salía por un agujero existente en el techo. Otros ocho muchachos, todos ellos muy delgados y de aspecto enfermizo, esperaban el regreso de sus compinches, y cuando se abrieron las bolsas que habían tomado del jeep, los chicos gritaron y rieron al desparramar las ropas extra de Hermana y Paul. Los bandidos se apoderaron de abrigos y suéteres demasiado grandes, se envolvieron en bufandas y gorros de lana y bailotearon alrededor del fuego, como apaches. Uno de ellos destapó una de las botellas de licor destilado que Hugh había traído consigo, y los gritos se hicieron más fuertes y el baile más salvaje. Además del desenfrenado clamor, se escuchó el sonido de unos tacos de madera, calabazas huecas y bastones que golpeaban una caja de cartón, con un ritmo acompasado.
Hugh se balanceó precariamente sobre su pata de palo y la única pierna, mientras los chicos giraban a su alrededor, lanzándole puyazos con las lanzas. Ya había oído contar historias sobre los bandidos de los bosques, y no le gustaba nada la idea de que le arrancaran la piel y el cuero cabelludo.
—¡No nos matéis! —gritó por encima del tumulto—. Por favor, no…
Y entonces cayó sobre su muñón cuando un muchacho de aspecto duro, de unos diez años de edad y con un enmarañado cabello negro, le pegó una fuerte patada a la pata de palo, arrancándosela. Un coro de risas siguió a su caída y más lanzas y rifles empujaron a Paul y a Hermana. Ella miró hacia el fondo de la cueva y, a través del humo, distinguió a un muchacho pequeño y delgado, con el cabello rojizo y una tez cerúlea. Sostenía el círculo de cristal entre las manos, y miraba en él intensamente. Entonces, un segundo muchacho se lo arrebató y se alejó corriendo. Un tercer chico atacó al que llevaba el círculo, tratando de apoderarse del tesoro. Hermana vio a un puñado de muchachos harapientos gritando y luchando con la excitación de la caza, y perdió de vista el círculo. Otro muchacho le colocó su propia escopeta delante de la cara y sonrió, como advirtiéndole que no se atreviera a hacer un solo movimiento. Luego, se dio media vuelta, tomó la botella de licor destilado y se unió a la danza de la victoria.
Paul ayudó a Hugh a incorporarse. Una lanza empujó a Paul en un costado y este se volvió encolerizado hacia quien le atormentaba, pero Hermana lo sujetó por el brazo para contenerlo. Un muchacho que llevaba pequeños huesos de animales atados en el enmarañado cabello rubio extendió una lanza contra el rostro de Hermana y la retiró justo antes de introducirla en uno de sus ojos. Ella le miró fijamente, impasible. El muchacho se echó a reír como una hiena y luego se alejó.
El chico que se había apoderado de la Magnum de Paul pasó bailando a su lado, apenas capaz de sostener la pesada arma con las dos manos. La botella de licor pasaba de mano en mano, inflamándolos y aumentando su frenesí. Hermana temía que fueran capaces de empezar a disparar al azar, y se dio cuenta de que las balas rebotadas serían mortales en un lugar cerrado como aquel. Distinguió el destello del círculo de cristal en el momento en que un chico se lo arrebató a otro; luego, dos muchachos empezaron a luchar por su posesión, y Hermana sintió náuseas ante la idea de que el círculo pudiera hacerse añicos. Dio un paso hacia adelante, pero inmediatamente hubo media docena de lanzas que la hicieron retroceder.
Y entonces sucedió lo más horrible de todo: uno de los chicos, ya mareado por el licor, levantó el círculo de cristal sobre su cabeza, y fue atacado desde atrás por otro chico que intentaba arrebatárselo. El círculo salió despedido de sus manos, girando en el aire, y Hermana estuvo a punto de lanzar un grito. Lo vio caer, como en un terrible movimiento de cámara lenta, hacia el suelo de piedra, y finalmente se oyó gritar a sí misma:
—¡No!
Pero no podía hacer nada por evitarlo. El círculo de cristal siguió cayendo…, cayendo…, cayendo.
Una mano lo recogió antes de que se estrellara contra el suelo, y el círculo relució con feroces colores como si unos meteoros hubieran explotado en su interior.
Había sido atrapado por la figura del abrigo con capucha que había saltado sobre el capó del jeep. Superaba por lo menos en treinta centímetros de altura a todos los demás, y cuando se aproximó a Hermana, los muchachos que la rodeaban se apartaron para abrirle paso. Su rostro seguía oscurecido por la capucha. Los gritos y el ruido del tamborileo se fue apagando hasta que se desvaneció, mientras el muchacho más alto avanzaba sin prisas por entre los demás. El círculo de cristal destellaba con un pulso fuerte y lento. Y entonces el muchacho se plantó ante Hermana.
—¿Qué es esto? —preguntó sosteniendo el objeto delante de él.
Los demás ya habían dejado de bailar y gritar, y empezaron a reunirse alrededor de ellos para observar.
—Me pertenece a mí —contestó Hermana.
—No. Te pertenecía a ti. Te he preguntado qué es.
—Es… —Se detuvo, intentando pensar qué debía decir—. Es mágico —dijo por fin—. Es un milagro si se sabe utilizarlo. Por favor… —dijo, escuchando en su voz el insólito sonido de su ruego—. Por favor, no lo rompas.
—¿Qué pasaría si lo hiciera? ¿Qué ocurriría si lo dejase caer y se rompiera? ¿Se derramaría la magia que contiene? —Ella guardó silencio, sabiendo que el muchacho se estaba burlando. Él se apartó la capucha, poniendo al descubierto su rostro—. Yo no creo en la magia. Eso es para los tontos y los niños.
Era mayor que los otros, quizá tuviera diecisiete o dieciocho años, y casi tan alto como ella misma. A juzgar por el tamaño de sus hombros se convertiría en un hombre corpulento cuando completara su crecimiento. Su rostro era delgado y pálido, con agudos pómulos y ojos del color de las cenizas; llevaba pequeños huesos y plumas anudados en el cabello castaño oscuro que le caía hasta los hombros, y parecía tan severo y serio como un jefe indio. La parte inferior de la cara aparecía cubierta por los finos y escasos pelos de una barba incipiente, pero Hermana se dio cuenta de que tenía una mandíbula fuerte y cuadrada. Unas cejas espesas y oscuras aumentaban su aspecto de dureza, y mostraba el puente de la nariz aplastado como el de un boxeador. Era un joven agraciado pero, desde luego, peligroso. Y Hermana advirtió que ni era un estúpido, ni tampoco un crío.
Él observó el círculo de cristal en silencio.
—¿Adónde ibais? —preguntó al cabo de un momento.
—A Mary’s Rest —contestó Hugh con nerviosismo—. Sólo somos pobres viajeros. No teníamos ninguna…
—Cállate —le ordenó el muchacho, y la boca de Hugh se cerró de inmediato. El joven miró un instante a Paul, luego lanzó un gruñido y no le hizo el menor caso—. Mary’s Rest —repitió—. Estáis a unos veinticinco kilómetros al este de Mary’s Rest. ¿Por qué ibais allí?
—Pretendíamos pasar por allí en nuestro camino hacia el sur —contestó Hermana—. Supusimos que encontraríamos algo de comida y agua.
—¿De veras? Pues entonces no habéis tenido mucha suerte. La comida ya casi se ha terminado en Mary’s Rest. Allá se están muriendo de hambre y el pozo que tenían se secó hace unos cinco meses. Ahora funden la nieve para poder beber, como hace todo el mundo.
—Hay radiación en la nieve —dijo Hugh—. Beber nieve derretida os matará a todos.
—¿Qué eres tú? ¿Un experto?
—No, pero soy…, bueno, era médico, y sé de qué estoy hablando.
—¿Médico? ¿Qué clase de médico?
—Era cirujano —contestó Hugh con un tono de voz que había recuperado una parte de su orgullo—. Antes era el mejor cirujano de Amarillo.
—¿Cirujano? ¿Quieres decir que operabas a los enfermos?
—En efecto. Y jamás se me murió ningún paciente.
Hermana decidió dar un paso hacia adelante. Instantáneamente, el muchacho se llevó una mano a la pistola que le colgaba del cinturón, por debajo del abrigo.
—Escucha —dijo Hermana—, dejemos de perder el tiempo. Ya tenéis todo lo que poseemos. Seguiremos nuestro camino a pie, pero quiero que me devuelvas el círculo de cristal. Y lo quiero ahora. Si vas a matarme, será mejor que lo hagas ahora, porque o me devuelves el círculo o te lo quitaré.
El muchacho permaneció inmóvil, con la mirada de halcón fija en ella, desafiante.
«¡Allá va!», pensó Hermana, con el corazón acelerado. Empezó a avanzar hacia él, pero el joven se echó a reír de repente y retrocedió. Sostuvo el círculo en alto como si se dispusiera a arrojarlo sobre el suelo de la cueva.
—No —dijo Hermana, deteniéndose—. No lo hagas.
La mano del joven permaneció suspendida en el aire. Hermana tensó el cuerpo, preparándose para recogerlo en cuanto se abrieran los dedos que lo sostenían.
—¿Robin? —llamó entonces una voz débil desde el fondo de la cueva—. ¿Robin?
El joven miró unos segundos más el rostro de Hermana, con unos ojos de mirada dura y astuta; luego parpadeó, bajó el brazo y le ofreció el círculo.
—Aquí tienes. De todos modos, no vale una mierda.
Hermana tomó el círculo de cristal, sintiendo como una sensación de alivio se extendía por todos sus huesos.
—Ninguno de vosotros va a ninguna parte —dijo el joven—. Y especialmente tú, doctor.
—¿Eh? —exclamó Hugh aterrorizado.
—Dirigíos al fondo de la cueva —ordenó el joven—. Todos. —Ellos vacilaron—. Ahora mismo —ordenó con un tono de voz que no estaba acostumbrado a ser desobedecido.
Hicieron lo que les dijo y al cabo de un momento Hermana vio más figuras al fondo de la cámara. Tres de ellos eran niños con la máscara de Job en diversas fases de intensidad, y uno de entre estos tres apenas si podía sostener erecta la cabeza, gravemente deformada. En el suelo, en un rincón, tumbado en una cama hecha con paja y hojas, había un niño delgado, de cabello moreno, de unos diez u once años de edad, con el rostro brillante a causa de la fiebre. Sobre el pecho blanco se le había colocado una cataplasma de hojas de aspecto grasiento, justo por debajo del corazón, y la sangre la había ido empapando. El niño herido intentó levantar la cabeza al verlos, pero no tuvo fuerzas suficientes.
—¿Robin? —susurró—. ¿Estás ahí?
—Estoy aquí, Bucky.
Robin se inclinó a su lado y le apartó de la frente el cabello húmedo por el sudor.
—Me duele… tanto. —Bucky tosió y un líquido sanguinolento y espumoso apareció en sus labios. Robin se lo limpió rápidamente con una hoja—. No dejarás que me marche a donde está oscuro, ¿verdad?
—No —dijo Robin serenamente—. No te dejaré marchar a donde está oscuro. —Levantó la mirada hacia Hermana, con unos ojos que parecían tener un siglo de edad—. A Bucky le dispararon hace tres días —explicó. Luego, con unos dedos suaves, apartó cuidadosamente la cataplasma de hojas. La herida era un feo agujero de color escarlata, con los bordes grisáceos e hinchados a causa de la infección. La mirada de Robin se posó en Hugh, y luego en el círculo de cristal—. No creo en la magia ni en los milagros —dijo—. Pero quizá haya sido un milagro que te hayamos encontrado hoy, doctor. Porque vas a sacarle esa bala.
—¿Yo? —casi gritó Hugh—. Oh, no, no puedo. Yo no.
—Dijiste que antes operabas a las personas enfermas. Dijiste que nunca habías perdido un paciente.
—¡Pero de eso hace ya mucho tiempo! —dijo Hugh con un quejido—. ¡Mira esa herida! ¡Está demasiado cerca del corazón! —Extendió una mano temblorosa—. ¡No podría cortar ni una lechuga con una mano como esta!
Robin se incorporó y se acercó a Hugh hasta casi tocarle la cara con la nariz.
—Eres médico. Vas a sacarle esa bala y vas a conseguir que se ponga bien, porque si no lo haces así ya puedes empezar a cavar tumbas para ti y tus amigos.
—¡No puedo hacer eso! Aquí no hay instrumental, ni luz, ni desinfectantes, ni sedantes. Hace siete años que no opero, y de todos modos no era cirujano del corazón. No, lo siento. Ese chico no tiene una…
Robin desenfundó la pistola y la apretó contra el cuello de Hugh.
—Un médico incapaz de ayudar a nadie no debería seguir viviendo. Lo único que haces es consumir el aire, ¿verdad?
—Por favor…, por favor… —balbuceó Hugh, con los ojos muy dilatados.
—Espera un momento —intervino Hermana—. Hugh, el agujero ya está ahí. Todo lo que tienes que hacer es sacarle la bala.
—¡Oh, claro! ¡Claro! ¡Sólo hay que sacar la bala! —exclamó Hugh, casi al borde de la histeria—. Hermana, esa bala puede estar en cualquier parte. ¿Con qué crees que puedo detener la hemorragia? ¿Cómo voy a sacar esa condenada bala…, con los dedos?
—Tenemos cuchillos —le dijo Robin—. Podemos calentarlos en el fuego. Eso los esteriliza, ¿no es así?
—¡En condiciones como estas no puede hablarse de esterilización! Dios santo, no sabes lo que me estás pidiendo que haga.
—No te lo estoy pidiendo. Te lo ordeno. Hazlo, doctor.
Hugh miró a Hermana y a Paul, como pidiendo ayuda, pero ellos no podían hacer nada.
—No puedo —susurró con voz ronca—. Por favor… Lo mataré si intento sacarle esa bala.
—Seguro que morirá si no lo intentas. Yo soy el jefe aquí. Y cuando doy mi palabra, la cumplo. Bucky recibió esa herida porque yo lo envié junto con otros a detener un camión que pasaba por la carretera. Pero él aún no estaba preparado para matar a nadie, y tampoco fue lo bastante rápido para esquivar una bala. —Apretó la pistola contra el cuello de Hugh—. Yo, en cambio, sí que estoy preparado para matar. Ya lo he hecho antes. Ahora, le he prometido a Bucky que haría por él todo lo que pudiera. Así que tú dirás lo que prefieres: o le sacas esa bala, o bien os mato a los tres.
Hugh tragó saliva, con los ojos acuosos por el temor.
—Hay…, hay muchas cosas que he olvidado.
—Pues recuérdalas. Y con rapidez.
Hugh estaba temblando. Cerró los ojos y los volvió a abrir al cabo de un rato. El muchacho seguía allí tumbado. Todo su cuerpo era como un solo latido. «¿Qué es lo que recuerdo? —se preguntó a sí mismo—. ¡Piensa, maldita sea!». No se le ocurría nada. En su mente, todo era como un nebuloso galimatías. El joven estaba esperando, con el dedo sobre el gatillo. Hugh se dio cuenta de que tendría que confiar en su instinto, y que Dios les ayudara a todos si fallaba.
—Alguien… va a tener que ayudarme —consiguió decir—. Mi equilibrio no es muy bueno. Y necesito luz. Tengo que disponer de toda la luz que se pueda. Necesito… tres o cuatro cuchillos afilados, con hojas estrechas. Frotadlos con cenizas y ponedlos en el fuego. Necesito trapos y… ¡oh, Jesús!, necesito pinzas y fórceps y sondas y… ¡no puedo matar a este muchacho, maldita sea! —exclamó dirigiéndole una mirada furiosa a Robin.
—Te traeré todo lo que necesitas. Aunque no tenemos nada de toda esa mierda médica. Pero te traeré todo lo demás.
—Y licor destilado —dijo Hugh—. La botella. Tanto para el chico como para mí mismo. Quiero algo de ceniza para limpiarme las manos, y es posible que también necesite un cubo donde vomitar. —Se irguió con una mano temblorosa y apartó la pistola de su cuello—. ¿Cómo te llamas, joven?
—Robin Oakes.
—Muy bien, Robin. Cuando empiece, no tienes que ponerme un solo dedo encima. No importa lo que haga, no importa lo que tú pienses que yo esté haciendo. Yo ya estaré lo bastante asustado por los dos. —Hugh bajó la mirada para observar la herida y parpadeó; tenía un aspecto muy feo—. ¿Con qué clase de arma le dispararon?
—No lo sé. Supongo que fue con una pistola.
—Eso no me dice nada acerca del tamaño de la bala. ¡Oh, Jesús, esto es una locura! No puedo sacar una bala de una herida situada tan cerca del…
La pistola volvió a levantarse. Hugh vio el dedo del joven sobre el gatillo, preparado para disparar, y al sentirse tan cerca de la muerte algo se produjo en su mente y volvió a recuperar la fachada de arrogancia que había ostentado en Amarillo.
—Aparta esa pistola de mi cara, pequeño cerdo —dijo, viendo como Robin parpadeaba, asombrado—. Haré lo que pueda, pero no te prometo ningún milagro, ¿me comprendes? ¿Y bien? ¿A qué estás esperando? ¡Tráeme en seguida todo lo que he pedido!
Robin bajó el arma y se alejó para traer el licor, los cuchillos y las cenizas.
Tardaron unos veinte minutos en dejar a Bucky tan borracho como Hugh deseaba que estuviera. Siguiendo las órdenes de Robin, los otros chicos trajeron velas y las colocaron en círculo alrededor de Bucky. Hugh se fregó las manos con cenizas y esperó a que las hojas de los cuchillos se hubieran calentado.
—Te ha llamado Hermana —dijo Robin, dirigiéndose a ella—. ¿Acaso eras una monja?
—No, sólo es mi nombre.
—Oh.
Pareció sentirse desilusionado, y Hermana decidió preguntarle:
—¿Por qué?
—Solíamos tener monjas donde estábamos, en un gran edificio —contestó Robin encogiéndose de hombros—. Yo les llamaba pajarracos, porque siempre parecían volar sobre uno cada vez que hacía algo que ellas consideraban mal hecho. Pero algunas eran buenas. La hermana Margaret decía estar segura de que las cosas me saldrían bien. Se refería a fundar una familia, y tener una casa y todo eso. —Miró a su alrededor, contemplando la cueva—. Esto también es una especie de hogar, ¿no?
Hermana comprendió de qué estaba hablando Robin.
—¿Vivías en un orfanato?
—Sí. Todos nosotros vivíamos allí. Muchos enfermaron y murieron cuando empezó a hacer tanto frío, sobre todo los más pequeños. —La mirada de sus ojos se oscureció—. El padre Thomas murió y lo enterramos detrás del edificio grande. La hermana Lynn murió, y luego la hermana May y la hermana Margaret. El padre Cummings se marchó una noche. No se lo reprocho, ¿quién quiere seguir haciéndose cargo de un montón de pobres ratas? Algunos de los demás también se marcharon. El último en morir fue el padre Clinton. Y luego sólo quedamos nosotros.
—¿No había contigo muchachos mayores?
—Oh, sí. Unos pocos de ellos se quedaron, pero la mayoría prefirió marcharse y vivir su vida por su cuenta. De algún modo, me convertí en el mayor de todos. Me imaginé que si yo también me marchaba, ¿quién iba a hacerse cargo de estos pobres?
—¿Así que encontraste esta cueva y empezasteis a robar a la gente?
—Claro. ¿Por qué no? Quiero decir, el mundo se ha vuelto loco, ¿no es así? ¿Por qué no íbamos a robar a la gente si esa era la única forma de seguir con vida?
—Porque eso está mal hecho —contestó Hermana. El joven se echó a reír. Ella dejó que su risa se disipara y luego añadió—: ¿A cuántas personas has matado?
Los últimos vestigios de la risa abandonaron la expresión de su rostro. El joven se miró las manos. Eran unas manos de hombre, duras y callosas.
—A cuatro. Pero todos ellos me habrían matado a mí si hubieran podido. —Se encogió, inquieto—. No había otra alternativa.
—Los cuchillos están preparados —dijo Paul regresando de la hoguera.
De pie sobre su pata de palo, algo inclinado sobre el muchacho herido, Hugh lanzó un profundo suspiro y bajó la cabeza.
Permaneció en esa posición durante un minuto.
—Muy bien —dijo finalmente, con un tono de voz bajo y resignado—. Traedme los cuchillos. Hermana, ¿quieres arrodillarte a mi lado y sujetarme con firmeza, por favor? También necesitaré que varios chicos sostengan con firmeza a Bucky. No quiero que se mueva para nada.
—¿No podemos golpearlo para que pierda el sentido o algo así? —preguntó Robin.
—No. Correríamos el riesgo de causarle daño a su cerebro, y el primer impulso que tiene una persona después de haber quedado inconsciente es precisamente el de vomitar. Y no queremos que eso suceda, ¿verdad? Paul, ¿quieres sostenerle las piernas a Bucky? Espero que no sientas náuseas por ver un poco de sangre.
—No las tendré —dijo Paul.
Hermana recordó entonces el día en que lo vio, junto a la Interestatal 80, abrirle el vientre a un lobo.
Trajeron los cuchillos calientes en un recipiente de metal. Hermana se arrodilló junto a Hugh y le permitió apoyar su débil peso contra ella. Dejó el círculo de cristal a su lado, sobre el suelo. Bucky estaba borracho y delirante, y hablaba de que escuchaba el canto de los pájaros. Hermana escuchó: sólo percibió el silbido del viento pasando junto a la entrada de la cueva.
—Santo Dios, te ruego que guíes mi mano —susurró Hugh al tomar el cuchillo.
La hoja era demasiado ancha, y eligió otra. Hasta el más estrecho de los cuchillos de que se disponía sería tan tosco como un pulgar roto. Sabía que un solo desliz podía cortar el ventrículo izquierdo del muchacho y entonces nada podría detener el géiser de sangre.
—Adelante —le urgió Robin.
—¡Empezaré cuando esté preparado! ¡Ni un condenado segundo antes! ¡Y ahora, aléjate de mí, muchacho!
Robin se retiró, pero se mantuvo lo bastante cerca como para observar.
Algunos de los otros chicos sostenían los brazos, la cabeza y el cuerpo de Bucky bien pegados al suelo, y la mayoría de los demás se habían reunido alrededor, incluyendo a los que estaban afectados por la máscara de Job. Hugh observó el cuchillo que tenía en la mano. Estaba temblando y no había forma de detener los temblores. Antes de que le fallaran los nervios por completo, se inclinó hacia adelante y apretó la hoja caliente contra uno de los bordes de la herida.
Los líquidos de la infección salpicaron. El cuerpo de Bucky se removió y el muchacho aulló de dolor.
—¡Sujetadlo! —gritó Hugh—. ¡Sujetadlo bien, maldita sea!
Los demás muchachos se esforzaron por controlarlo, y hasta Paul tuvo problemas con las piernas que intentaban dar patadas. El cuchillo de Hugh se hundió más profundamente, mientras los gritos de Bucky reverberaban por las paredes.
—¡Lo está matando! —exclamó Robin.
Pero Hugh no le prestó la menor atención. Tomó la botella de licor destilado y vertió un chorro alrededor y dentro de la herida rezumante. Ahora, los chicos apenas si podían contener a Bucky. Hugh empezó a hurgar de nuevo, con los latidos de su propio corazón acelerándose como si estuviera a punto de estallarle en el pecho.
—¡No puedo ver la bala! —exclamó—. ¡Está demasiado profunda!
La sangre salía a borbotones, una sangre espesa y roja. Apartó los pequeños trozos de hueso de una costilla astillada. La masa rojiza y esponjosa del pulmón palpitó y burbujeó por debajo de la hoja.
—¡Sujetadlo bien, por el amor de Dios! —gritó. La hoja era demasiado ancha; no se parecía en nada a un instrumento quirúrgico; era más bien una herramienta de carnicero—. ¡No puedo hacerlo! ¡No puedo! —gimoteó apartando la hoja.
Robin le apretó el cañón de la pistola contra el cráneo.
—¡Sácale esa bala!
—¡No tengo el instrumental adecuado! No puedo trabajar sin…
—¡A la mierda el instrumental! —gritó Robin—. ¡Utiliza los dedos si tienes que hacerlo! ¡Pero sácale esa bala!
Bucky estaba gimiendo, moviendo los párpados frenéticamente, y su cuerpo quería seguir adoptando una posición fetal. Los otros muchachos necesitaron toda su fuerza para contenerlo. Hugh estaba destrozado; el recipiente de metal no contenía hojas lo bastante estrechas como para hacer el trabajo. La pistola de Robin le apretó la cabeza. Miró hacia un lado y vio el círculo de cristal en el suelo. Observó las dos espigas delgadas, y se dio cuenta de que otras tres ya se habían roto.
—Hermana, necesito una de esas espigas para hurgar —dijo—. ¿Puedes romperme una de ellas?
Ella sólo vaciló uno o dos segundos. Luego, la espiga estuvo en la palma de su mano, encendida de color.
Abriendo los bordes de la herida con una mano, introdujo la espiga en el agujero escarlata.
Hugh tuvo que hurgar profundamente, sintiendo un escalofrío en la espalda sólo de pensar en lo que podía estar rozando al hacerlo.
—¡Sujetadlo fuerte! —advirtió ladeando el trozo de cristal hacia la izquierda. El corazón latía con fuerza. El cuerpo experimentó otra serie de espasmos. «¡Date prisa! ¡Date prisa! —pensó Hugh—. ¡Encuentra esa condenada bala!».
La espiga de cristal se introdujo aún más y seguía sin encontrar la bala.
De repente, se imaginó que el cristal empezaba a calentarse en su mano, poniéndose muy caliente. Casi al rojo.
Transcurrieron otros dos segundos, y estuvo seguro. El cristal se estaba calentando. Bucky se estremeció y afortunadamente perdió el conocimiento.
Una nube de humo surgió de la herida, como si fuera la respiración exhalada por alguien. Hugh creyó oler a tejido chamuscado.
—¿Hermana? No sé… lo que está sucediendo, pero creo…
La sonda tocó entonces un objeto sólido en lo más profundo de los esponjosos pliegues del tejido, a unos dos centímetros por debajo de la arteria coronaria izquierda.
—¡La he encontrado! —exclamó Hugh, concentrándose en determinar su tamaño con la punta de la sonda.
Había sangre por todas partes, pero no se trataba de la sangre brillante de una arteria, y su movimiento era lento. El cristal estaba muy caliente en su mano, y el olor de la carne chamuscada se hizo más fuerte. Hugh se dio cuenta de que la única pierna que le quedaba, así como la parte inferior de su cuerpo, estaban terriblemente frías, mientras que de la herida surgía vapor; se le ocurrió pensar que el trozo de cristal estaba canalizando de algún modo el calor de su propio cuerpo, absorbiéndolo e intensificándolo en las profundidades del agujero. Hugh sintió verdadero poder en su mano, un poder sereno y magnífico. Pareció darle a su brazo la energía de un rayo, aclarar su mente de todo temor y quemar todas las telarañas causadas por el licor. De repente, sus treinta años de práctica médica fluyeron de nuevo en su mente, y se sintió joven, fuerte y sin el menor temor.
No sabía qué podía ser aquel poder, el resurgimiento de la vida misma, o algo que las gentes denominaban salvación en las iglesias, pero lo cierto es que ahora volvía a ver. Sabía que podía sacar aquella bala. Sí. Podía hacerlo.
Las manos ya no le temblaban.
Se dio cuenta de que tendría que hurgar por debajo de donde estaba alojada la bala y levantarla con la sonda hasta que pudiera rodearla con dos dedos para terminar de sacarla. La arteria coronaria y el ventrículo izquierdo estaban cerca, muy cerca. Empezó a trabajar con movimientos tan exactos como los de un teorema geométrico.
—Cuidado —le advirtió Hermana, aunque sabía que no tenía necesidad de advertirle nada.
Hugh tenía el rostro inclinado sobre la herida, y de repente gritó:
—¡Más luz!
Robin acercó una vela.
La bala se soltó del tejido que la rodeaba. Hugh escuchó un ruido sibilante, olió a carne y a sangre quemada. «¿Qué demonios…?», pensó. Pero no tenía tiempo para permitirse ninguna distracción. La espiga de cristal estaba casi demasiado caliente como para seguir sosteniéndola, aunque él no se atrevía a soltarla. Se sentía como si estuviera sentado en un intenso refrigerador hasta la altura de la cintura.
—¡Ya la veo! —exclamó—. ¡Es una bala pequeña! ¡Gracias a Dios!
Introdujo dos dedos en el interior de la herida y atrapó el trozo de plomo entre ellos. Luego los volvió a sacar, sujetando lo que parecía el empaste roto de un diente. Se la arrojó a Robin.
Luego, empezó a retirar la sonda y todos ellos pudieron escuchar el silbido producido por la carne y la sangre. Hugh no podía creer lo que estaba viendo; en lo más profundo de la herida, el tejido estaba siendo cauterizado y cerrado a medida que la espiga de cristal emergía.
Salió como una varilla de fuego al rojo blanco. Al abandonar la carne, se escuchó un rápido siseo y la sangre se congeló, y los bordes infestados se contrajeron con un fuego azulado que ardieron durante un instante y luego se apagaron. Allí donde antes sólo había existido un agujero, había ahora un círculo amarronado y chamuscado.
Hugh sostuvo el trozo de cristal delante del rostro, con los rasgos bañados en una pura luz blanca. Pudo sentir el calor, pero lo más caliente del fuego curativo estaba concentrado en la punta. Se dio cuenta de que aquello había cauterizado los diminutos vasos y había cerrado la carne como si se tratara de un láser quirúrgico.
La llama interior de la sonda empezó a debilitarse y apagarse. Mientras la luz se desvanecía, Hermana observó que las joyas que contenía se habían convertido en pequeños puntos de ébano, y los hilos de metales preciosos que los interconectaban se habían transformado en líneas de ceniza. La luz siguió debilitándose hasta que finalmente sólo quedó un destello de fuego blanco en la punta, que latió al compás de los latidos del corazón de Hugh, una, dos, tres veces y luego parpadeó y se apagó.
Bucky seguía respirando.
Hugh, con el rostro cubierto de sudor, y una neblina ensangrentada en la mirada, levantó la vista hacia Robin. Empezó a decir algo, pero no pudo encontrar la voz. La parte inferior de su cuerpo volvía a calentarse.
—Supongo que esto significa que no nos matarás hoy —consiguió decir por fin.