Signos y símbolos
El jeep avanzaba a trancas y barrancas por una carretera llena de baches y cubierta de nieve, pasando junto a vehículos desvencijados y abandonados, que habían sido empujados a ambos lados. De vez en cuando se veía un cadáver congelado medio cubierto por la nieve, y Hermana vio uno que tenía los brazos levantados, como en una última invocación de piedad.
Llegaron a un cruce de caminos sin ninguna señalización, y Paul redujo la marcha. Miró por encima del hombro hacia donde estaba Hugh Ryan, acurrucado en el compartimiento de atrás, entre el equipaje. Hugh se sostenía la pata de palo con ambas manos y roncaba profundamente.
—¡Eh! —exclamó Paul removiendo al hombre dormido—. ¡Despierte!
Hugh lanzó un bufido, y finalmente abrió unos ojos de pesadas pestañas.
—¿Qué ocurre? ¿Ya hemos llegado?
—¡Demonios, no! Creo que hemos debido tomar una carretera equivocada hace unos ocho kilómetros. Por aquí no se ve el menor rastro de vida. —Miró por el parabrisas y observó la amenaza de una nueva nevada en las nubes. La luz empezaba a desvanecerse, y no quería mirar el indicador de gasolina, porque sabía que estaban viajando con las últimas reservas—. ¡Creía que conocía usted el camino!
—Y lo conozco —le aseguró Hugh—. Pero hace ya algún tiempo que no me aventuro muy lejos de Moberly. —Miró a su alrededor, contemplando el desierto paisaje—. Estamos en un cruce de caminos —anunció.
—Eso ya lo sabemos. ¿Qué camino tomamos ahora?
—Aquí debería haber un cartel. Quizá lo haya derribado el viento. —Cambió de posición, intentando descubrir alguna característica familiar en el paisaje. Lo cierto es que nunca había estado antes por esta zona, aunque eso no se lo había dicho a Paul y a Hermana. Pero deseaba salir de Moberly porque temía ser asesinado por la noche a causa del escondite donde guardaba las mantas—. Veamos ahora. Creo recordar un gran bosquecillo de viejos robles en el que había que girar a la derecha.
Paul observó el paisaje. Había espesos bosques a ambos lados de la estrecha carretera.
—Mire, la situación es la siguiente: nos encontramos en medio de ninguna parte y nos estamos quedando sin gasolina, y en esta ocasión no hay depósitos de combustible de los que pueda sacar algo. No tardará en hacerse de noche, y creo que nos hemos equivocado de carretera. ¡Y ahora dígame por qué razón no debo retorcerle el pescuezo!
—Porque es usted un ser humano decente —replicó Hugh con una gran dignidad, como si se hubiera sentido herido. Miró rápidamente a Hermana, que se había vuelto para dirigirle una mirada mordaz—. Conozco el camino. De veras. Les mostré por dónde había que rodear aquel puente roto, ¿lo recuerdan?
—¿Qué camino seguimos ahora? —preguntó Hermana directamente—. ¿A la derecha, o a la izquierda?
—A la izquierda —dijo Hugh y deseó inmediatamente que aquella fuera la dirección correcta, pero sabía que ahora ya era demasiado tarde para rectificar, y no quería aparecer como un estúpido.
—Será mejor que Mary’s Rest se encuentre después de la siguiente curva —le dijo Paul con expresión hosca—, o vamos a tener que ponernos a caminar dentro de muy poco.
Puso la marcha en el jeep y giró a la izquierda. La carretera serpenteó por entre un pasillo de árboles muertos, cuyas ramas altas se entrecruzaban hasta casi tapar el cielo.
Hugh volvió a acomodarse, a la espera del juicio que mereciera su decisión. Hermana se inclinó y tomó la bolsa de cuero, abrió la cremallera, palpó el círculo de cristal y lo sacó. Luego lo sostuvo en su regazo, mientras las joyas atrapadas en él destellaban. Se quedó mirando fijamente sus relucientes profundidades.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Paul—. ¿Alguna cosa?
Hermana meneó la cabeza. Los colores latían, pero aún no habían formado ninguna imagen. Para ella seguía siendo un enigma saber cómo funcionaba el círculo de cristal, y qué era exactamente. Según había comentado Paul, la radiación había fundido el cristal, las joyas y los metales preciosos en una especie de antena supersensible, pero ninguno de ellos sabía con qué podía estar conectada aquella antena, si es que eso es lo que era. No obstante, habían llegado al acuerdo de que el círculo de cristal les conducía hacia alguien, y que seguirlo significaba abandonar esa parte de uno mismo que se niega a creer en los milagros. Usar el círculo era como dar un salto en la oscuridad, como una rendición a la duda, el temor y todas las impurezas que oscurecían la mente; utilizarlo era un último acto de fe.
«¿Nos acercamos a la respuesta, o nos alejamos de ella? —preguntó mentalmente Hermana al tiempo que observaba el círculo—. ¿A quién estamos buscando y por qué?». Sabía que sus preguntas serían contestadas con signos, símbolos e imágenes, visiones, sombras y sonidos que podían haber sido distantes voces humanas, el crujido de las ruedas, o el ladrido de un perro.
Un diamante destelló como un meteoro, y la luz recorrió los hilos de plata y platino. Otros diamantes se encendieron, como una reacción en cadena. Hermana percibió el poder del círculo de cristal, atrayéndola, haciéndola meterse más y más profundamente en el interior del cristal, y todo su ser estaba pendiente de los destellos de luz, a medida que se producían con un ritmo hipnótico.
Ya no se encontraba en el jeep en compañía de Paul Thorson y del médico con una sola pierna procedente de Amarillo. Ahora se encontraba en lo que parecía ser un campo cubierto de nieve, lleno de tocones de lo que habían sido árboles. Pero aún quedaba un árbol en pie, y ese árbol estaba cubierto de florecillas blancas como diamantes que eran arrastradas por el viento. Sobre el tronco del árbol vio las huellas de la palma de una mano, como si hubieran sido selladas sobre la madera, con unos dedos delgados y largos. Era la mano de una persona joven.
Y en el tronco distinguió unas letras, como si un dedo las hubiera escrito con fuego: «S… W… A… N».
Hermana intentó volver la cabeza para ver más cosas del lugar donde se encontraba, pero la escena de ensoñación empezó a desvanecerse; percibió las sombras de unas figuras, unas voces distantes, un momento atrapado quizá en el tiempo y transmitido de alguna forma a Hermana, como si se tratara de una fotografía enviada a través de unos hilos espectrales. Y luego, con brusquedad, la ensoñación desapareció, y volvió a encontrarse en el jeep, con el círculo de cristal entre las manos.
Dejó escapar el aire que había estado conteniendo.
—Ha vuelto a estar ahí —le dijo a Paul—. Lo he vuelto a ver…, un solo árbol en medio de un campo lleno de tocones, con la impresión de las huellas de una mano y la palabra «Swan» como quemada a fuego sobre la corteza del tronco. Pero la visión ha sido más clara que la noche anterior, y esta vez… Creo que he podido oler a flores de manzano.
Habían viajado todo el día anterior, en dirección a Mary’s Rest, y habían pasado la noche en las ruinas de una granja. Fue allí donde Hermana miró en el círculo de cristal y vio por primera vez aquel árbol con las flores blancas. Ahora, la visión había sido más clara, ya que había podido ver cada detalle del árbol, cada una de sus ramas, e incluso los diminutos brotes verdes que surgían por debajo de las florecillas.
—Creo que nos estamos acercando —dijo, con un ritmo acelerado de su corazón—. La imagen ha sido más fuerte. ¡Tenemos que estar acercándonos!
—Pero si todos los árboles están muertos —le recordó Paul—. Sólo tienes que mirar a tu alrededor. No hay nada que florezca, y nada florecerá. ¿Por qué razón te va a mostrar esa cosa un árbol florecido?
—No lo sé. Si lo supiera, te lo diría.
Volvió a concentrar su atención en el círculo. Latía al ritmo del acelerado compás de su corazón, pero no la invitaba a volver a caer en una nueva ensoñación. El mensaje ya se había entregado y, al menos por ahora, no volvería a repetirse.
—Swan —dijo Paul meneando la cabeza—. Eso no tiene ningún sentido.
—Sí, lo tiene. De algún modo, lo tiene. Sólo hay que juntar las piezas en el orden adecuado.
Las manos de Paul sujetaron el volante con firmeza.
—Hermana —dijo con un tono de lástima en su voz—, llevas diciendo lo mismo desde hace mucho tiempo. Has estado mirando en ese círculo de cristal como si fueras una gitana tratando de leer el significado de las hojas de té. Y aquí estamos, yendo de un lado para otro, siguiendo signos y símbolos que posiblemente no signifiquen nada. —La miró con una mirada penetrante—. ¿Has pensado alguna vez en esa posibilidad?
—Encontramos Matheson, ¿no es cierto? Encontramos las cartas del tarot y el muñeco. —Lo dijo con voz firme, pero ella también había temido lo mismo en muchas noches y días de reflexión, aunque eso sólo le duraba un momento, porque inmediatamente después volvía a recuperar su resolución—. Creo que esto nos está conduciendo hacia alguien…, alguien muy importante.
—Quieres decir que eso es lo que deseas creer.
—No, eso es lo que creo —espetó ella—. ¿Cómo podría continuar si no lo creyera así?
Paul lanzó un profundo suspiro. Se sentía cansado; la barba le picaba y sabía que olía como una jaula de monos en un zoológico. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que tomara un baño?, se preguntó. Lo mejor que había podido hacer en las últimas semanas había sido frotarse a conciencia con cenizas y nieve. Durante los dos años anteriores habían estado discutiendo como dos cansados boxeadores acerca de la fiabilidad del círculo de cristal. El propio Paul no podía ver nada en este, excepto colores, y más de una vez se había preguntado si la mujer que viajaba con él —a quien de hecho, había llegado a amar y respetar— no estaría inventándose los signos, interpretándolos tal y como los veía encajar por orden con objeto de que ambos continuaran aquella búsqueda de lunáticos.
—Creo que esto es un don —dijo ella—. Creo que lo encontré por alguna razón. Y pienso que nos está dirigiendo, también por alguna razón. Y todo aquello que nos muestra es una clave que nos dirige hacia donde necesitamos ir. ¿No te parece que…?
—¡Mierda! —exclamó Paul hundiendo el pie en el freno, aunque no lo hizo con fuerza por temor a que el jeep patinara y se saliera de la carretera. Hermana lo miró. Su rostro, con aquellas horribles costras, reflejaba conmoción, cólera y desilusión—. Viste en esa condenada cosa el maldito rostro de un payaso, ¿lo recuerdas? Luego viste un destartalado carro o algo parecido; y viste mil cosas más que sencillamente no tienen ningún sentido. Dijiste que fuéramos hacia el este, porque creíste que se estaban haciendo más fuertes las visiones o las imágenes de las ensoñaciones o lo que diablos sea; luego dijiste que volviéramos hacia el oeste, porque las visiones empezaron a desvanecerse y tratabas de enfocar en una dirección. Después de eso, dijiste que fuéramos hacia el norte, y luego al sur, y luego al norte y al sur de nuevo. Hermana, estás viendo lo que quieres ver en esa condenada cosa. Sí, muy bien, encontramos Matheson, en Kansas. ¿Y qué? ¡Quizá oíste hablar de ese pueblo cuando eras niña! ¿Has considerado alguna vez esa posibilidad?
Ella guardó silencio, sujetando el círculo de cristal con mayor fuerza. Y finalmente dijo lo que había deseado decir desde hacía mucho, mucho tiempo.
—Creo que esto es un regalo de Dios.
—Muy bien —dijo él sonriendo amargamente—. Estupendo, mira a tu alrededor. Sólo tienes que mirar. ¿Has pensado alguna vez que Dios pueda haberse vuelto loco?
Las lágrimas aparecieron en los ojos de Hermana, y volvió la cabeza porque no estaba dispuesta a que Paul la viera llorar.
—Todo este asunto sólo es tuyo, ¿es que no lo comprendes? —siguió diciendo él—. Sólo se trata de lo que tú ves, de lo que tú sientes y de lo que tú decides. Si ese condenado trasto te está dirigiendo hacia alguna parte, o hacia alguien, ¿por qué no te muestra directamente el lugar adónde se supone que debes ir? ¿Por qué le gasta jugarretas a tu mente? ¿Por qué te da esas «claves» en fragmentos?
—Porque tener un don no significa necesariamente que una sepa cómo utilizarlo —replicó Hermana con apenas una ligera vacilación en su voz—. El fallo no está en el círculo de cristal, sino en mí, porque mi capacidad de comprensión tiene sus limitaciones. Estoy haciendo todo lo mejor que puedo, y quizá…, quizá la persona que ando buscando aún no esté preparada para que la encuentre.
—¿Qué? ¡Anda, vamos!
—Quizá las circunstancias no sean aún las correctas. Quizá la imagen no esté aún completa y esa sea la razón de que…
—¡Oh, Jesús! —exclamó Paul con tono de hastío—. Estás desvariando, ¿lo sabes? Estás imaginando cosas que no son ciertas, sólo porque deseas que lo sean. No quieres admitir que hemos empleado siete años de nuestras vidas dedicados a buscar fantasmas.
Hermana observó la carretera, que se desplegaba ante ellos. El jeep se dirigía hacia un bosque oscuro y muerto.
—Si es eso lo que sientes —le preguntó finalmente—, ¿por qué has viajado conmigo durante todo este tiempo?
—No lo sé. Quizá porque yo también quiero creer tanto como tú. Deseaba creer que en toda esta locura pudiera existir algún método, pero no lo hay, y nunca lo habrá.
—Recuerdo una radio de onda corta —dijo Hermana.
—¿Qué?
—Una radio de onda corta —repitió Hermana—. La que tú utilizabas para ilusionar a la gente a la que habías dado cobijo en tu cabaña y evitar que se suicidara. Tú les permitías seguir adelante y les dabas esperanzas. ¿Lo recuerdas?
—Lo recuerdo, ¿y qué?
—¿Acaso no confiabas tú mismo en que pudiera haber al menos una voz humana que dijera algo por esa radio? ¿No te dijiste a ti mismo que quizá al día siguiente, o al otro, habría alguna señal procedente de los supervivientes? No hiciste todo aquello sólo para mantener con vida a un pequeño grupo de personas desconocidas. También lo hiciste para mantenerte con vida tú mismo. Y confiabas en que, quizá algún día, captarías algo más que estática en aquella radio. Pues bien, esto es como mi radio de onda corta. —Recorrió el suave cristal con las manos—. Y creo que está sintonizada con una fuerza que ni siquiera se me ocurre cómo debo comprender…, pero no estoy dispuesta a dudar de su existencia. No, voy a continuar adelante, dando un paso cada vez. Contigo o sin…
—¿Qué demonios…? —la interrumpió Paul al salir de una curva.
Delante de ellos, sobre la carretera y bajo los árboles cuyas ramas colgaban por encima, había tres grandes muñecos de nieve, todos ellos con gorros y bufandas, y con piedras formando los ojos y las narices. Uno de ellos parecía estar fumando una pipa formada por una mazorca de maíz. Paul se dio cuenta en seguida de que no podía detener el jeep a tiempo, y a pesar de que hundió el pie en el pedal del freno, las ruedas patinaron sobre la nieve y el guardabarros delantero del jeep se hundió contra uno de los muñecos de nieve.
El golpe casi estuvo a punto de lanzar a Paul y a Hermana por el parabrisas, y Hugh emitió un aullido en la parte de atrás, cuando la colisión le hizo tintinear los dientes. El motor del jeep carraspeó y se apagó. Hermana y Paul vieron que allí donde había estado el muñeco no quedaba más que un montón de nieve alrededor de un obstáculo camuflado, formado por montones de metal, trozos de madera y piedras.
—¡Mierda! —exclamó Paul cuando hubo recuperado el habla—. Algún idiota ha puesto ese condenado…
Un par de piernas enfundadas en desgastadas botas marrones golpearon el capó del jeep, descendiendo desde lo alto.
Hermana levantó la mirada y vio una figura con la cabeza cubierta por una capucha, y un largo abrigo marrón muy estropeado, con una mano envuelta alrededor de una cuerda atada a las ramas de los árboles, por encima de la carretera. En la otra mano de la figura había una pistola del calibre 38 que apuntaba a Paul Thorson a través del parabrisas.
Otras figuras, que surgían sigilosamente de entre los bosques, a ambos lados de la carretera, convergieron sobre el jeep.
—¡Bandidos! —exclamó Hugh con una expresión de terror en los ojos—. ¡Nos lo robarán todo y nos cortarán el cuello!
—¡Y un cuerno! —exclamó Hermana con serenidad.
Puso la mano sobre la culata de la escopeta que llevaba junto al asiento. La levantó, apuntó a la figura de la capucha y estaba a punto de apretar el gatillo cuando las dos puertas del jeep se abrieron de improviso.
Una docena de pistolas, tres rifles y siete lanzas de madera bien aguzadas se introdujeron casi al mismo tiempo en el jeep, apuntando a Hermana, y un número igual de armas hizo lo mismo desde el otro lado, amenazando a Paul.
—¡No nos matéis! —gritó Hugh—. ¡No nos matéis, por favor! ¡Os daremos todo lo que queráis!
«¡Está bien que lo hayas dicho tú, puesto que no posees nada!», pensó Hermana observando la brillante muralla de armas de fuego y lanzas. Calculó cuánto tiempo necesitaría para dirigir la escopeta hacia los bandidos y dispararles a quemarropa, y se dio cuenta de que ya habría pasado a la historia en cuanto hiciera el más mínimo movimiento repentino. Se quedó congelada, con una mano en la culata de la escopeta y la otra tratando de proteger el círculo de cristal.
—Fuera del jeep —ordenó la figura de la capucha, con un tono de voz que pareció joven. Era la voz de un muchacho. La pistola se desvió ligeramente para apuntar a Hermana—. Aparta el dedo del gatillo, si quieres conservarlo.
Ella vaciló, mirando el rostro del muchacho, aunque no pudo distinguirle bien los rasgos a causa de la capucha. La pistola le apuntaba con tanta firmeza que el brazo parecía ser de piedra, y el tono de su voz había sido mortalmente serio.
Ella parpadeó y apartó lentamente el dedo del gatillo.
Paul sabía que no les quedaba otra alternativa. Murmuró una maldición, anhelando rodear el cuello de Hugh Ryan con sus manos y bajó del jeep.
—Menudo guía está hecho —dijo Hermana mirando a Hugh. Inspiró profundamente, exhaló el aire y bajó.
Al incorporarse, su figura se elevó sobre las de sus captores.
Se trataba de niños.
Todos ellos eran delgados e iban muy sucios. El más joven tendría unos nueve o diez años, y el mayor quizá unos dieciséis. Y todos ellos se quedaron mirando fijamente el círculo de cristal, que seguía latiendo.