53

Una nueva mano derecha

Una figura alta, envuelta en un largo abrigo negro con pulidos botones plateados, avanzó por entre las ruinas quemadas de Broken Bow, Nebraska. Había cadáveres desparramados por lo que había sido la calle principal de Broken Bow, y los camiones blindados de las Fuerzas Escogidas rodaron sobre los que se interpusieron en su camino. Otros soldados se dedicaban a cargar los camiones con sacos de grano, harina, guisantes y bidones de aceite y gasolina. Un montón de armas de fuego esperaba a ser recogido por la Brigada de Armamento. La Brigada de Ropas se encargaba de arrancar las vestimentas de los cadáveres, y los miembros de la Brigada de Cobijo se hacían cargo de las tiendas que los muertos ya no necesitarían. La Brigada Mecánica repasaba una gran cantidad de coches, camionetas y camiones que habían caído en manos de los vencedores; los que estuvieran en buenas condiciones de funcionamiento se transformarían en vehículos de reconocimiento y transporte, mientras que a los demás se les quitarían los neumáticos, los motores y todo aquello que se pudiera volver a utilizar.

Pero el hombre del abrigo negro, con las botas limpias como el ébano que crujían sobre la tierra calcinada, sólo parecía interesado en una cosa. Se detuvo ante un montón de cadáveres a los que se les estaban quitando las ropas, arrojadas en cajas de cartón, y examinó sus rostros a la luz del cercano fuego de campamento. Los soldados que le rodeaban detuvieron su trabajo para saludarlo; él les devolvió el saludo con rapidez y continuó su examen. Luego, se encaminó hacia el siguiente grupo de cadáveres.

—¡Coronel Macklin! —gritó una voz por encima del rugido de los camiones que pasaban.

El hombre del abrigo negro se volvió. La luz de la fogata cayó sobre la máscara de cuero negro que cubría el rostro de James B. Macklin; el agujero del ojo derecho se había cosido toscamente, dejándolo cerrado, pero el otro ojo azul y frío de Macklin le permitió ver a la figura que se le aproximaba. Debajo de su abrigo, Macklin llevaba un uniforme gris verdoso, y una pistola del 45, con cachas nacaradas, en la funda que le colgaba del cinturón. Sobre el bolsillo superior izquierdo llevaba cosida una tela circular, en la que se veían las letras FE, bordadas con hilo plateado. El coronel llevaba sobre la cabeza una gorra de lana de color verde oscuro.

Judd Lawry, que llevaba un uniforme similar, bajo un abrigo forrado de lana, surgió de entre el humo. Del hombro le colgaba un M-16 y tenía el pecho cruzado por bandoleras de munición. La barba roja moteada de gris de Judd Lawry aparecía bien recortada, y el cabello estaba cortado al cepillo. Mostraba la frente cruzada por una profunda cicatriz que le corría en diagonal desde la sien izquierda hasta el cabello. Después de haber seguido a Macklin durante siete años, había perdido doce kilos de grasa, y ahora tenía un cuerpo duro y musculoso; su rostro había adoptado ángulos duros, y tenía los ojos hundidos en las órbitas.

—¿Alguna noticia, teniente Lawry? —preguntó Macklin, con una voz distorsionada, pronunciando las palabras con dificultad, como si tuviera algo en la boca.

—No, señor. Nadie lo ha encontrado. Lo he comprobado con el sargento McCowan, en el perímetro norte, pero él tampoco ha encontrado el cuerpo. El sargento Ulrich ha investigado en el segmento sur de su trinchera defensiva, pero tampoco ha obtenido resultados.

—¿Qué hay de los informes de los grupos de persecución?

—El grupo del cabo Winslow encontró a seis de ellos a unos dos kilómetros hacia el este. Intentaron oponer resistencia. El grupo del sargento Oldfield halló a otros cuatro hacia el norte, pero esos ya se habían suicidado. Aún no he recibido noticias de la patrulla enviada hacia el sur.

—No puede habérsenos escapado, Larry —dijo Macklin con energía—. Tenemos que encontrar a ese hijo de puta…, o su cadáver. Tráigalo… vivo o muerto. Quiero que esté en mi tienda dentro de dos horas. ¿Comprendido?

—Sí, señor. Haré todo lo que pueda.

—Haz algo más de lo que puedas. Busca al capitán Pogue y dile que le hago responsable de que me traiga el cadáver de Franklin Hayes; él es un buen rastreador y hará bien ese trabajo. Y al amanecer quiero ver la lista de bajas y de armas capturadas al enemigo. No quiero que se produzca la misma clase de desbarajuste que tuvimos la última vez, ¿comprendido?

—Sí, señor.

—Bien. Estaré en mi tienda. —Macklin se puso en movimiento, dispuesto a alejarse, pero entonces se volvió y preguntó—: ¿Dónde está Roland?

—No lo sé. Lo vi hace aproximadamente una hora, en la zona sur de la ciudad.

—Si lo ves, dile que se presente a mí para informarme. Vamos.

Macklin se alejó, dirigiéndose hacia la tienda que constituía su cuartel general.

Judd Lawry lo vio alejarse, y no pudo evitar un estremecimiento. Habían transcurrido dos años desde la última vez que viera el rostro del coronel Macklin, que había empezado a llevar aquella máscara de cuero para protegerse la piel contra «la radiación y la contaminación», aunque a Lawry le daba la impresión de que la cara le estaba cambiando poco a poco, a juzgar por la forma en que la máscara se hinchaba y se tensaba contra los huesos. Lawry sabía de qué se trataba: aquella condenada enfermedad que también había afectado a muchos otros miembros de las Fuerzas Escogidas; las costras que aparecían en la cara y crecían hasta juntarse, cubriéndolo todo, excepto un agujero a la altura de la boca. Todos sabían que Macklin lo padecía, y el capitán Croninger también estaba afectado por el mismo mal, y esa era la razón por la que el muchacho llevaba la cara vendada. Los casos peores eran ejecutados, y eso constituía para Lawry un verdadero infierno, mucho peor que los más nauseabundos queloides que hubiera visto. Gracias a Dios, él no se había visto afectado, porque le gustaba su cara tal y como era ahora. Pero si el estado del coronel Macklin continuaba empeorando, no podría dirigir durante mucho más tiempo a las FE, lo cual conducía a toda una serie de posibilidades muy interesantes…

Lawry lanzó un gruñido, volvió a prestar atención a sus obligaciones y siguió buscando entre las ruinas.

Al otro lado de Broken Bow, el coronel Macklin saludó a los dos centinelas armados que estaban de pie delante de la gran tienda donde tenía instalado su cuartel general, y entró en ella. El interior estaba a oscuras, y Macklin creyó haber dejado un farol encendido sobre su mesa. Pero tenía tantas cosas en que pensar, tantas cosas que recordar, que ya no estaba seguro. Se acercó a la mesa, extendió su única mano y encontró el farol. El cristal aún estaba caliente. Pensó que el aire debía de haberlo apagado. Abrió la ventanilla de cristal, se sacó un mechero del bolsillo del abrigo y lo encendió. Luego, encendió el farol, dejó que la llama cobrara fuerza y volvió a cerrar la ventanilla. Una débil luz empezó a extenderse por todo el interior de la tienda, y sólo entonces se dio cuenta de que no estaba a solas.

Detrás de la mesa de Macklin había sentado un hombre delgado, con el cabello enmarañado, rizado, rubio y largo, hasta la altura de los hombros. También tenía una barba rubia. Sus botas, embarradas, se hallaban posadas sobre varios mapas, cartas topográficas e informes que ocupaban la mesa. Se había estado limpiando las largas uñas con la punta de una bayoneta, en la oscuridad, y a la vista del arma Macklin desenfundó instantáneamente la pistola del 45 y la apuntó contra la cabeza del intruso.

—Hola —dijo el hombre de cabello rubio con una sonrisa. Tenía un rostro pálido y cadavérico, y en el centro, allí donde debía haber estado la nariz, había un hueco rodeado de tejido cicatrizado—. Le estaba esperando.

—Deja esa bayoneta. Ahora.

La hoja de la bayoneta se hundió a través de un mapa de Nebraska y permaneció erecta, oscilando, clavada sobre la mesa.

—No se preocupe —dijo el hombre.

Levantó las manos para demostrar que no tenía nada en ellas.

Macklin vio que el intruso llevaba un uniforme de las FE salpicado de sangre, a pesar de que no parecía haber recibido ninguna herida reciente. Aquella fea herida en el centro de su cara, a través de la cual Macklin pudo ver los pasajes de los senos y el cartílago gris, se había curado todo lo que pudiera curarse.

—¿Quién es usted y cómo ha pasado ante los centinelas?

—He pasado por la entrada de servicio. —Hizo un movimiento indicativo hacia la parte posterior de la tienda, y Macklin observó que la tela había sido cortada lo bastante como para que el hombre pudiera introducirse por la abertura—. Me llamo Alvin. —Sus ojos verdes se fijaron en el coronel Macklin y mostró los dientes al sonreír—. Alvin Mangrim. Debería contar usted con una mejor seguridad, coronel. Algún loco podría haber entrado aquí y matarlo si hubiera querido.

—¿Cómo usted, quizá?

—No, no como yo —contestó, echándose a reír, y el aire produjo un silbido al pasar por el agujero donde había estado la nariz—. Yo he venido a traerle un par de regalos.

—Podría ordenar que lo ejecuten por haber irrumpido en mi cuartel general.

La sonrisa burlona de Alvin Mangrim no desapareció de su rostro.

—No he irrumpido. Simplemente, he cortado un trozo de lona para entrar. Soy bastante bueno manejando la bayoneta. Oh, sí…, sé muy bien lo que son los cuchillos. Ellos me hablan, y yo hago lo que me dicen.

Macklin estaba a punto de disparar el arma y volarle la cabeza al hombre, pero no quería que la sangre y los sesos se desparramaran sobre sus documentos.

—¿Bien? ¿No quiere usted ver los regalos que le he traído?

—No. Quiero que se levante, muy despacio, y empiece a caminar…

Pero, de improviso, Alvin Mangrim se inclinó hacia un lado de la silla y tomó algo del suelo.

—¡Tranquilo! —le advirtió Macklin.

Se disponía a llamar a los centinelas cuando Alvin Mangrim se irguió y colocó sobre la mesa la cabeza cortada de Franklin Hayes.

El rostro se había vuelto azulado, y los ojos habían rodado hacia arriba, mostrando el blanco.

—Aquí tiene —dijo Mangrim—. ¿No es bonita? —Se inclinó hacia adelante y golpeó el cráneo con los nudillos—. ¡Cloc, cloc! —Se echó a reír con el aire silbando por entre el cráter del centro de su cara—. ¿Qué, no hay nadie en casa?

—¿Dónde ha conseguido eso? —le preguntó Macklin.

—¡Del cuello de este jodido, coronel! ¿De dónde cree que puedo haberlo sacado? Fui de los que asaltó el muro y allí me encontré con el viejo Franklin en persona, justo delante de mí… y de mi hacha, claro. Eso es lo que yo llamo buena suerte. Así que me limité a rebanarle la cabeza y traérsela a usted. Lo habría hecho antes, pero quería que se desangrara por completo, para que no le ensuciara la tienda. Dispone usted de un lugar muy bonito y agradable.

El coronel Macklin se aproximó a la cabeza cortada, extendió la mano y la tocó con el cañón de la 45.

—¿Lo ha matado usted?

—No. Le hice cosquillas hasta que se murió él solito. Coronel Macklin, para ser un hombre tan astuto es usted algo lento a la hora de imaginarse las cosas.

Macklin levantó el labio superior de la cabeza con la punta de la pistola. Los dientes eran blancos y uniformes.

—¿Quiere arrancárselos? —preguntó Mangrim—. Formarían un bonito collar para la mujer de cabello negro con la que le he visto.

Dejó caer el labio.

—¿Quién diablos es usted? ¿Cómo es que no lo he visto hasta ahora?

—He estado por ahí. Creo que llevo casi dos meses siguiendo a las FE. Yo y algunos amigos míos tenemos nuestro propio campamento. Le quité este uniforme a un soldado muerto. Me sienta muy bien, ¿no le parece?

Macklin percibió un movimiento a su izquierda y se volvió para ver a Roland Croninger entrar en la tienda. El joven llevaba un largo abrigo gris con una capucha que le cubría la cabeza; cuando tan sólo contaba veinte años de edad, el capitán Roland Croninger, con un metro ochenta y cinco de estatura, apenas si era un par de centímetros más bajo que el propio coronel Macklin. Era muy delgado y el uniforme de las FE y el abrigo le colgaban de la estructura ósea. Las muñecas le salían de las mangas, y los dedos se extendían como arañas blancas. Dirigió el ataque que había aplastado las defensas de Broken Bow, y había sido sugerencia suya el perseguir a Franklin Hayes hasta causarle la muerte. Ahora, se detuvo bruscamente y, por debajo de la capucha, parpadeó tras los anteojos de gruesos lentes al ver la cabeza que adornaba la mesa del coronel Macklin.

—Es usted el capitán Croninger, ¿verdad? —preguntó Mangrim—. También le he visto por ahí.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Roland, con un tono de voz que todavía era agudamente juvenil.

Miró a Macklin, con la luz del farol reflejándose en sus anteojos de tanquista.

—Este hombre me ha traído un regalo. Él mató a Franklin Hayes, o eso es lo que dice, al menos.

—Claro que lo hice. ¡Clac! ¡Clac! —Mangrim golpeó la mesa con el borde de la mano—. ¡Le corté la cabeza!

—Esta tienda está fuera de los límites permitidos —dijo Roland fríamente—. Podrían haberle matado por entrar aquí.

—Quería darle una sorpresa al coronel.

Macklin bajó la pistola. Llegó a la conclusión de que Alvin Mangrim no había acudido hasta allí para hacerle ningún daño. El hombre había violado una de las reglas más estrictas de las FE, pero aquella cabeza cortada representaba en verdad un buen regalo. Tal y como le sucedía después de cada batalla, Macklin se sintió exhausto, ahora que la misión había sido completada: Hayes estaba muerto, las FE habían capturado un buen botín de vehículos, armas y gasolina, y habían engrosado sus filas en aproximadamente otros cien soldados más. Era como si se deseara tanto a una mujer que hasta le dolieran los testículos, y una vez que la hubiera poseído y hecho con ella todo lo que hubiese querido, ella se mostrara incansable. Lo que contaba no era poseer a la mujer, sino el mismo acto de la posesión, de las mujeres, la tierra o la vida. Eso era lo que agitaba la sangre de Macklin hasta hacerla hervir.

—No puedo respirar —dijo de pronto—. No consigo respirar.

Intentó aspirar aire, pero no pudo absorber lo suficiente. Creyó ver al soldado en la sombra, de pie, por detrás de Alvin Mangrim, pero entonces parpadeó y la imagen fantasmagórica desapareció.

—No puedo respirar —repitió, y se quitó la gorra.

No tenía cabello; su cráneo era un revoltijo de protuberancias carnosas, como percebes adheridos a pilastras podridas situadas por debajo del agua. Se llevó la mano hacia atrás y encontró la cremallera que le cerraba la máscara. Tiró de ella y la máscara cayó de su rostro. Macklin aspiró el aire a través de lo que le quedaba de la nariz.

Su rostro era una masa malformada de crestas espesas, como cicatrices, que le rodeaban por completo los rasgos, a excepción de una ventana de la nariz, un ojo azul y una rendija sobre la boca. Por debajo de la carne crecida, el rostro le quemaba y le picaba ferozmente, y los huesos le dolían como si estuvieran siendo doblados para adquirir nuevas configuraciones. Ya no podía soportar mirarse en el espejo, y cuando se regodeaba con Sheila Fontana, ella, como cualquiera de las otras mujeres que seguían a las FE, cerraba los ojos con fuerza y apartaba la cabeza. Pero, de todos modos, Macklin sabía que Sheila Fontana se había vuelto loca; sólo servía para follar, y se pasaba la noche gritando acerca de alguien llamado Rudy, que se introducía en su cama llevando un bebé muerto en los brazos.

Alvin Mangrim permaneció en silencio durante un buen rato.

—Bueno —dijo finalmente—, sea lo que fuere, ha recibido usted una mala dosis.

—Ya me ha traído su regalo —repuso Macklin—. Y ahora, salga en seguida de mi tienda.

—Le dije que le había traído dos regalos. ¿Es que no quiere el otro?

—El coronel Macklin ha dicho que se marche —intervino Roland, a quien no le gustaba nada aquel hijo de puta de cabello rubio.

No le importaría en absoluto asesinarlo allí mismo. Aún le excitaba la idea de matar, percibir el olor de la sangre en las aletas de su nariz, como si fuera un perfume delicioso. Durante los últimos siete años, Roland Croninger se había convertido en un verdadero maestro del asesinato, la mutilación y la tortura; cuando el rey quería información de un prisionero, sabía que tenía que llamar a sir Roland, que disponía de un camión pintado de negro donde se habían cantado muchas canciones, acompañadas por el ruido de las cadenas, los grilletes, los martillos y las sierras.

Alvin Mangrim volvió a inclinarse hacia el suelo. Macklin le apuntó de nuevo con la 45, pero el hombre de cabello rubio levantó una pequeña caja, atada con una brillante cinta azul.

—Aquí tiene —dijo Mangrim, ofreciéndole la caja—. Tómela. Es para usted.

El coronel se detuvo, dirigió una rápida mirada a Roland y luego dejó la pistola a su alcance y tomó la caja. Desgarró la cinta con la mano izquierda y levantó la tapa.

—Yo mismo la he hecho para usted. ¿Le gusta?

Macklin introdujo la única mano que tenía en la caja, y la sacó sosteniendo una mano derecha, cubierta con un guante de cuero negro. Atravesando la mano y el guante había quince o veinte clavos, introducidos desde el fondo de la mano, de forma que las puntas aguzadas emergían de la palma.

—Yo mismo la he tallado —dijo Mangrim—. Soy un buen carpintero. ¿Sabía usted que Jesús era carpintero?

—¿Qué es esto, una broma? —preguntó el coronel Macklin contemplando con incredulidad la mano de madera sin vida.

Mangrim pareció sentirse herido ante la pregunta.

—¡Hombre, he tardado tres días enteros en terminarla! Mire, pesa aproximadamente lo mismo que una mano de verdad, y está tan bien equilibrada que ni siquiera se dará cuenta de que está hecha de madera. No sé lo que le pasó a su verdadera mano, pero me imaginé que apreciaría tener esta.

El coronel vaciló; nunca había visto hasta entonces una cosa igual. La mano de madera, introducida en un guante ajustado, estaba erizada de clavos, como el lomo de un puerco espín.

—¿Qué se supone que es esto? ¿Un pisapapeles?

—No. Se supone que debe usted llevarla —le explicó Mangrim—. Sobre su muñeca. Como si fuera una mano de verdad. Imagínese que alguien le echa un vistazo a esos clavos que la atraviesan. En seguida pensará: «¡Uau!, ese hijo de su madre ni siquiera sabe lo que eso puede doler». Si lleva usted eso puesto y alguien le replica, no tiene más que darle un ligero bofetón, y ya no volverá a abrir los labios. —Mangrim sonrió con una expresión de alegría—. La he hecho para usted.

—Está usted loco —dijo Macklin—. ¡Ha perdido la chaveta! ¿Para qué diablos quiero yo llevar…?

—¿Coronel? —lo interrumpió Roland—. Es posible que él esté loco, pero creo que ha tenido una buena idea.

—¿Qué?

Roland se quitó la capucha. Tenía la cara y la cabeza cubiertas por unos sucios vendajes asegurados con cinta adhesiva. Allí donde los vendajes no lo cubrían todo se veían costras grisáceas tan duras como una plancha blindada. Llevaba gran cantidad de vendajes cubriéndole la frente, la barbilla y las mejillas, subiéndole hasta los bordes de los anteojos. Se arrancó una de las tiras adhesivas, desenrolló unos centímetros de gasa y se la arrancó. Luego le ofreció la gasa a Macklin.

—Tome —le dijo—. Sujétesela a la muñeca con esto.

Macklin se lo quedó mirando como si creyera que Roland también hubiera perdido la chaveta. Luego miró la gasa y la tira de cinta adhesiva y trató de fijarse la mano artesanal contra el muñón de su muñeca derecha. Finalmente, lo encajó en su lugar, de modo que la palma cubierta de clavos quedó vuelta hacia dentro.

—Se tiene una sensación extraña —dijo—. Como si esto pesara cinco kilos.

Pero, al margen de la extraña sensación de verse de repente con una nueva mano derecha, se dio cuenta de que parecía muy real. Para alguien que no conociera la verdad, aquella mano enguantada, con las palmas llenas de clavos, podía parecer como si estuviera unida a la muñeca por la carne. Extendió el brazo y lo balanceó lentamente por el aire. Claro que lo que le sujetaba la mano al muñón era frágil; si quería llevar aquella mano tendría que atársela con fuerza al muñón con una espesa envoltura de cinta adhesiva. Le gustaba el aspecto que tenía, y de pronto se dio cuenta de la razón: era un símbolo perfecto de disciplina y control. Si un hombre era capaz de soportar tanto dolor —aunque sólo fuera simbólicamente—, eso significaba que poseía una disciplina suprema sobre todo el resto de su cuerpo; era un hombre al que había que temer, al que había que seguir.

—Debería llevarla siempre puesta —le sugirió Roland—. Especialmente cuando tengamos que negociar para conseguir suministros. No creo que el líder de ningún asentamiento se resista por mucho tiempo después de haber visto eso.

Macklin se sentía hechizado a la vista de su nueva mano. Sería un arma psicológica devastadora, y también condenadamente peligrosa a corta distancia. Sólo tendría que llevar mucho cuidado cuando se rascara lo que le quedaba de la nariz.

—Sabía que le gustaría —dijo Mangrim, satisfecho ante la respuesta del coronel—. Parece como si hubiera nacido usted con ella puesta.

—Eso sigue sin excusarle del hecho de haber entrado en esta tienda —le dijo Roland—. Está pidiendo a gritos que lo ejecutemos.

—No, no estoy haciendo nada de eso, capitán. Lo que estoy pidiendo es que se me nombre sargento de la Brigada Mecánica. —Sus ojos verdes se deslizaron desde Roland al coronel Macklin—. También soy bastante bueno arreglando máquinas. Prácticamente, lo puedo arreglar todo. Se me entregan los componentes, y yo me encargo de montarlos. Y también puedo construir cosas. Sí, señor, me nombra usted sargento de la Brigada Mecánica y le demostraré lo que soy capaz de hacer por las Fuerzas Escogidas.

Macklin guardó silencio, observando con su único ojo libre el rostro sin nariz de Alvin Mangrim. Aquel era la clase de hombres que necesitaban las FE, pensó Macklin; este hombre era valiente, y no tenía miedo de correr riesgos para conseguir lo que deseaba.

—Le nombraré cabo —replicó—. Si hace bien su trabajo y demuestra capacidad para el liderazgo, le nombraré sargento de la Brigada Mecánica dentro de un mes. ¿Está de acuerdo?

El otro hombre se encogió de hombros y se levantó.

—Supongo que sí. Cabo es mejor que soldado, ¿verdad? Podré decirles a los soldados lo que tienen que hacer, ¿no es cierto?

—Y un capitán podrá ponerlo delante de un pelotón de ejecución —replicó Roland dando un paso hacia él. Se miraron el uno al otro, como dos animales hostiles. Una débil sonrisa se extendió sobre la boca de Alvin Mangrim. El rostro grotesco de Roland, cubierto por los vendajes, permaneció impasible. Finalmente, añadió—: Si vuelve a entrar en esta tienda sin permiso, yo mismo, personalmente, me encargaré de ejecutarlo, o quizá prefiera hacer una gira acompañada por el camión de interrogatorios, ¿qué le parece?

—En algún otro momento, señor.

—Preséntese al sargento Draeger, en la tienda de la Brigada Mecánica. ¡Vamos, muévase!

Mangrim tomó la bayoneta que seguía clavada sobre la mesa. Luego se volvió hacia la raja que había cortado en la lona de la tienda y se inclinó para pasar por ella. Pero antes de atravesarla se volvió a mirar a Roland.

—¿Capitán? —preguntó con una voz suave—. Yo, en su lugar, llevaría cuidado si tiene que caminar a solas por la oscuridad. Hay mucho cristal roto por ahí afuera. Podría caerse y cortarse la cabeza. ¿Sabe lo que quiero decir?

Antes de que Roland pudiera responder, se introdujo por la abertura y se marchó.

—¡Bastardo! —exclamó Roland—. ¡Terminará delante de un pelotón de ejecución!

Macklin se echó a reír. Disfrutaba al ver a Roland sorprendido con la guardia baja, aunque sólo fuera por una vez, ya que el joven siempre se mostraba tan controlado y sin emociones como una máquina. Eso le permitía a Macklin tener la sensación de que controlaba mejor las cosas.

—Habrá llegado a teniente dentro de seis meses —dijo Macklin—. Posee la clase de imaginación que tanto necesitan las FE. —Se encaminó hacia la mesa y permaneció ante ella, mirando la cabeza dé Franklin Hayes; con un dedo de la mano izquierda siguió uno de los queloides marrones que cubrían la fría carne azulada—. Condenado por el estigma de Caín —dijo—. Cuanto antes nos libremos de esta basura, antes podremos reconstruir las cosas tal y como eran. No, mejor de lo que eran.

Extendió su nueva mano y la dejó caer sobre el mapa de Nebraska, atravesándolo con los clavos de la palma; luego, tiró del mapa hacia él.

—En cuanto amanezca, envía patrullas hacia el este y el sudeste —le dijo a Roland—. Diles que busquen hasta el anochecer, antes de iniciar el regreso.

—¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí?

—Hasta que las FE hayan descansado y recuperado todas sus fuerzas. Quiero que todos los vehículos estén bien reparados y dispuestos para moverse.

El cuerpo principal de camiones, coches y camionetas, incluyendo el propio camión de mando Airstream de Macklin, se hallaba a unos doce kilómetros al oeste de Broken Bow, y con las primeras luces del día siguiente avanzaría para conectar con la vanguardia del batallón de combate. A partir del campamento de Freddie Kempka, Macklin había ido formando un verdadero ejército móvil en el que todos tenían una tarea que cumplir, incluyendo a los soldados de infantería, los oficiales, mecánicos, cocineros, herreros, sastres, dos médicos e incluso prostitutas de campamento como Sheila Fontana. Todos ellos estaban unidos por el liderazgo de Macklin, la necesidad de disponer de alimentos, agua y cobijo, y la creencia de que se debía exterminar a los supervivientes que tenían el estigma de Caín. Era algo comúnmente sabido que quienes mostraban tal estigma estaban infestando la raza humana con genes envenenados por la radiación, y si Estados Unidos tenía que volver a ser alguna vez lo bastante fuerte como para devolverle el golpe a Rusia, antes se tenía que eliminar por completo el estigma de Caín.

Macklin estudió el mapa de Nebraska. Su ojo se movió hacia el este, a lo largo de la línea roja de la autopista 2, a través de Grand Island, Aurora y Lincoln, hasta la línea azul del río Missouri. Desde Nebraska City, las FE podrían marchar hacia Iowa o Missouri, unas tierras vírgenes, con nuevos asentamientos y centros de suministros de los que se podrían apoderar. Y luego tendrían la amplia expansión del río Mississippi, y toda la parte oriental del país estaría ante las FE, que podrían así apoderarse de él y limpiarlo tal y como habían hecho con amplias zonas de Utah, Colorado, Wyoming y Nebraska. Pero siempre había un siguiente asentamiento, y luego otro, y Macklin era incansable. Había escuchado informes sobre Tropas Hidra, los Asaltantes de Nolan y la denominada Alianza Americana. Anhelaba encontrarse algún día con aquellos «ejércitos». Las FE podían aplastarlos, del mismo modo que habían destruido al Partido Popular de la Libertad, después de varios meses de guerra en las montañas Rocosas.

—Nos dirigimos hacia el este —le dijo a Roland—. A través del río Missouri.

El único ojo al descubierto en el rostro lleno de costras brilló con una expresión de excitación, la excitación propia de la caza. Levantó la mano derecha e hizo girar en el aire la mano enguantada. Luego más rápidamente. Y aún con mayor rapidez.

Los clavos produjeron un sonido agudo y silbante en el aire, como el sonido de los gritos humanos.