51

La máscara de Job

Hermana estaba preparada para la reacción. Ya la había visto en muchas otras ocasiones. Volvió a tomar un sorbo del brebaje, y no lo encontró ni mejor ni peor que el contenido de otras muchas botellas de las que había bebido en las calles de Manhattan. Ahora, se dio cuenta de que todo el mundo la observaba. «¿Queréis verme bien? —pensó—. ¿Queréis echarme un buen vistazo?». Dejó el vaso sobre el mostrador y se volvió para que todos la vieran.

La mujer de cabello rojo dejó tan bruscamente de cacarear que pareció como si alguien le hubiera golpeado en el cuello.

—¡Dios santo todopoderoso! —exclamó el hombre que mascaba tabaco después de haber dejado la boca abierta.

La parte inferior del rostro de Hermana era un amasijo de costras grisáceas, nudosos tendones enroscados y entrelazados sobre la barbilla, la mandíbula y las mejillas. Aquellas costras tan duras habían tirado ligeramente de la boca de Hermana hacia la izquierda, dándole el aspecto de una sonrisa sardónica. Por debajo de la capucha del chaquetón, su cráneo era todo una costra grisácea; los crecimientos de carne dura le habían cubierto la cabeza por completo y ahora empezaban a extender duros zarcillos grises hacia la frente y las dos orejas.

—¡Una leprosa! —exclamó uno de los jugadores de cartas, poniéndose en pie de un salto—. ¡Está leprosa!

La sola mención de aquella terrible enfermedad hizo que todos se levantaran, olvidándose de las armas, las cartas y las monedas, y retrocedieran hacia el fondo de la taberna.

—¡Largo de aquí! —gritó otro—. ¡No nos contagies esa mierda!

—¡Leprosa! ¡Leprosa! —chilló la mujer del cabello rojo, tomando una jarra para arrojársela a Hermana.

Hubo otros gritos y amenazas, pero Hermana permaneció imperturbable. Aquella era una situación habitual cada vez que se veía obligada a poner al descubierto su cara.

Por encima de la cacofonía de voces se escuchó un agudo e insistente ¡crac!…, ¡crac!…, ¡crac!

Silueteada a la luz de la chimenea, una figura delgada se irguió contra la pared del fondo, golpeando metódicamente un bastón contra una de las mesas. Poco a poco, el ruido dejó de escucharse, hasta que sólo quedó un silencio incómodo.

—Caballeros… y damas —dijo el hombre que sostenía el bastón, con una voz rasposa—. Les aseguro que la enfermedad de nuestra amiga no es la lepra. En realidad, no creo que sea nada contagiosa…, así que no tienen necesidad alguna de echar a perder su ropa interior.

—¿Y qué demonios sabes tú, escoria? —preguntó desafiante el hombre del chaquetón de piel de perro.

La otra figura se quedó quieta, luego se colocó el bastón debajo de la axila izquierda y empezó a arrastrarse hacia adelante, con la pernera izquierda del pantalón enrollada por encima de la rodilla, sobre una pata de palo. Llevaba un desvencijado abrigo marrón oscuro, sobre un sucio suéter cardigan de color beige. Tenía las manos cubiertas con unos guantes tan gastados que las puntas de los dedos le sobresalían por los agujeros.

La luz de los faroles le dio en la cara. Un cabello plateado le caía en cascada sobre los hombros, aunque tenía la coronilla calva y moteada de queloides de color marrón. Tenía una barba corta, enmarañada y gris, y unos rasgos faciales finamente cincelados, con una nariz delgada y elegante. Hermana pensó que podría haber sido elegante de no haber sido por el brillante queloide carmesí que le cubría un lado del rostro, como una mancha de oporto. El hombre se detuvo, de pie entre Hermana, Paul y los demás.

—No soy una escoria —dijo con un aire de realeza venida a menos. Sus ojos grises, atormentados y hundidos, se volvieron hacia el hombre del chaquetón de piel de perro—. Yo era antes Hugh Ryan. Doctor Hugh Ryan, cirujano residente en el Centro Médico de Amarillo, Texas.

—¿Tú eres médico? —replicó el otro hombre—. ¡No digas idioteces!

—Las circunstancias actuales de mi vida les han hecho creer a estos caballeros que yo ya había nacido sediento —le dijo a Hermana, levantando una mano paralítica—. Desde luego, ya no tengo aptitudes para empuñar un escalpelo, pero ¿quién las tiene en estos tiempos? —Se aproximó a Hermana y le tocó el rostro. El hedor que despedía su cuerpo sucio casi la mareó, pero había olido otras cosas peores—. Esto no es lepra —repitió—. Esto es una masa de tejido fibroso cuyo origen se encuentra en una fuente subcutánea. No sé hasta qué profundidad penetrará la capa fibroide, pero he visto este estado en muchas ocasiones anteriores y, en mi opinión, no es nada contagioso.

—Nosotros también hemos visto a otras gentes con lo mismo —dijo Paul. Estaba acostumbrado a ver a gente con el aspecto de Hermana, porque todo eso había sucedido muy gradualmente, empezando por las verrugas negras de su rostro. Él mismo había examinado cuidadosamente su propia cabeza y rostro, pero hasta el momento no se había visto afectado—. ¿Qué es lo que las causa?

Hugh Ryan se encogió de hombros, sin dejar de presionar las costras.

—Posiblemente, se trate de una reacción de la piel a los efectos de la radiación, los contaminantes, la falta de luz solar durante tanto tiempo… ¿quién sabe? Oh, he visto por lo menos a cien personas con lo mismo, en muchas fases diferentes. Afortunadamente, siempre parece quedar un poco de espacio para respirar y comer, sin que importe la gravedad del estado.

—¡Pues yo digo que es lepra! —estalló la mujer del cabello rojo.

Los hombres, sin embargo, empezaron a regresar a la mesa y volvieron a sentarse. Unos pocos abandonaron la taberna y otros siguieron observando a Hermana con una fascinación nauseabunda.

—Es algo que pica como el demonio, y a veces me duele la cabeza como si fuera a estallar —admitió Hermana—. ¿Cómo puedo librarme de esto?

—Desgraciadamente, eso es algo que no sé. Nunca he visto una regresión de la máscara de Job, aunque, en realidad, sólo he visto de pasada a la mayoría de los casos.

—¿La máscara de Job? ¿Es así como se llama?

—Bueno, así es como lo llamo yo. Parece apropiado, ¿no cree?

Hermana emitió un gruñido. Ella y Paul habían visto a docenas de personas con la «máscara de Job», diseminadas por todos los estados que habían cruzado. En Kansas se habían encontrado con una colonia de cuarenta personas afectadas, que se habían visto obligadas por sus propias familias a abandonar una colonia cercana. En Iowa, Hermana había visto a un hombre con la cabeza tan llena de aquellas costras, que el pobre casi era incapaz de sostenerla erguida. La máscara de Job afectaba con igual salvajismo a hombres y mujeres, y Hermana incluso había visto a algunos jóvenes con ella, pero los niños menores de siete u ocho años parecían ser inmunes, o al menos ella nunca había visto a ningún niño pequeño que lo padeciera, aunque sus padres pudieran estar horriblemente deformados por el mal.

—¿Tendré que soportar esto durante el resto de mi vida? —preguntó.

Hugh volvió a encogerse de hombros, incapaz de ofrecer ninguna ayuda. Sus ojos miraron con avidez el vaso a medio consumir de Hermana, que seguía sobre el mostrador del bar.

—Le invito —dijo ella.

Hugh se lo bebió como si estuviera tomando té helado en una calurosa tarde de agosto.

—Muchas gracias —dijo el hombre limpiándose la boca con la manga y mirando hacia donde estaba el hombre muerto, tendido sobre el serrín empapado de sangre. La mujer de cabello negro le estaba registrando ávidamente los bolsillos—. En este mundo ya no existe más lo justo y lo injusto —dijo—. Ahora sólo queda un arma rápida y una nivel de violencia más elevado. —Hizo un gesto hacia la mesa que había estado ocupando, cerca de la chimenea—. ¿Quiere acompañarme? —le pidió a Hermana con un tono de ruego en su voz—. Hace ya mucho tiempo que no he podido hablar con nadie tan evidentemente educado e intelectual como usted.

Hermana y Paul no tenían ninguna prisa. Ella tomó el bolso y deslizó la escopeta de cañones recortados en la funda de cuero que le colgaba de la cadera, por debajo del chaquetón. Paul volvió a guardar la Magnum en la funda, y ambos siguieron a Hugh Ryan.

Finalmente, Derwin cobró el ánimo suficiente para salir de detrás de la barra, y el hombre del chaquetón de piel de perro le ayudó a sacar el cuerpo de Earl por la puerta de atrás.

Mientras Hugh dejaba caer la pierna que le quedaba sobre una silla, Hermana no pudo dejar de observar los trofeos disecados que adornaban la pared, alrededor de la chimenea del Cubo de Sangre: una ardilla albina, la cabeza de un venado con tres ojos, un jabalí con un solo ojo en el centro de la frente y una marmota de dos cabezas.

—Derwin es cazador —explicó Hugh—. Se pueden encontrar toda clase de rarezas en los bosques de los alrededores. Resulta extraño ver lo que es capaz de hacer la radiación, ¿verdad? —observó los trofeos con admiración durante un momento—. No querrán dormir demasiado lejos de la luz —dijo, volviendo su atención a Paul y a Hermana—. Realmente, no querrán.

Extendió la mano hacia el vaso medio lleno que había estado bebiendo antes de que ellos llegaran. Dos moscas verdes zumbaron alrededor de su cabeza, y Paul las observó trazando círculos.

Hugh hizo un movimiento hacia el bolso de cuero.

—No he podido evitar el ver esa baratija de cristal. ¿Me permite preguntarle qué es?

—Sólo es algo que recogí.

—¿Dónde? ¿En un museo?

—No, lo encontré entre un montón de escombros.

—Es un objeto muy hermoso. Yo, en su lugar, llevaría mucho cuidado. He conocido a gente que sería capaz de cortarle la cabeza por un mendrugo de pan.

—Por eso llevo la escopeta —asintió Hermana con un gesto—. Y por eso he aprendido también a utilizarla.

—Desde luego —asintió Hugh. Se bebió el resto del contenido del vaso y se pasó la lengua por los labios—. ¡Ah! ¡Esto es néctar de los dioses!

—Yo no llegaría tan lejos —dijo Paul, que aún sentía la garganta como si se hubiera tragado una cuchilla.

—Bueno, el gusto es algo relativo, ¿verdad? —Hugh se pasó un momento para lamer el interior del vaso hasta extraerle la última gota antes de dejarlo sobre la mesa—. Yo era un buen conocedor del brandy francés. Antes tenía esposa, tres hijos, y una villa española con piscina y agua caliente. —Se tocó el muñón de la pierna—. También tenía otra pierna. Pero eso ya pertenece al pasado, ¿verdad? Y hay que llevar cuidado de no pensar demasiado en el pasado si quiere uno conservar su sano juicio. —Se quedó mirando fijamente el fuego de la chimenea, y luego se volvió a mirar a Hermana—. Bueno…, ¿dónde han estado y adónde van?

—En todas partes —contestó ella—. Y en ningún sitio en particular.

Durante los pasados siete años, Hermana y Paul Thorson habían estado siguiendo un camino de ensoñación, una serie de imágenes que Hermana había visto en las profundidades del círculo de cristal. Habían viajado desde Pennsylvania a Kansas, habían encontrado el pueblo de Matheson, pero Matheson había quedado completamente destrozado, y sus ruinas estaban cubiertas por la nieve. Lo habían registrado todo, y sólo encontraron esqueletos y destrucción. Luego, habían llegado al aparcamiento de un edificio quemado que podía haber sido unos grandes almacenes o un supermercado.

Y en aquel aparcamiento azotado por la nieve, en medio de la más completa desolación, Hermana había escuchado el susurro de Dios.

Al principio había sido una cosa pequeña: la punta de la bota de Paul había dejado al descubierto una carta.

—¡Eh! —le había gritado Paul—. ¡Mira esto!

Le limpió la suciedad y la nieve y le entregó la carta. Los colores se habían blanqueado, pero aún se veía perfectamente a una mujer hermosa con ropas de color violeta, el sol reluciendo por encima de su cabeza, y un león y un cordero a sus pies; sostenía un escudo plateado, con lo que podría haber sido una flameante ave fénix en el centro, y llevaba una deslumbrante corona sobre la cabeza. El cabello de la mujer era como el fuego, y miraba valerosamente en la distancia. En la parte superior de la carta aún se leían unas letras desvaídas que decían: «LA EMPERATRIZ».

—Es una carta del tarot —había dicho Paul, y a Hermana casi se le doblaron las rodillas.

Bajo la nieve encontraron más cartas, trozos de cristal, ropas y otros restos. Hermana distinguió un punto de color, lo extrajo de entre la nieve y se encontró sosteniendo una imagen que reconoció: una carta con una figura envuelta en ropajes negros, con el rostro tan blanco como si llevara una máscara. Los ojos eran plateados y tenían una mirada de odio, y en el centro de la frente aparecía un tercer ojo, de color escarlata. Destrozó aquella carta, haciéndola pedazos, antes que guardársela en el bolso, junto con La Emperatriz.

Luego, Hermana tropezó con algo blando y al inclinarse para apartar la nieve y ver de qué se trataba, las lágrimas acudieron a sus ojos.

Era un muñeco chamuscado, de pelaje azulado. Al levantarlo en sus brazos, vio el pequeño círculo de plástico colgando, y tiró de él. En el silencio frío y el paisaje cubierto por la nieve, una voz grabada gimió: «Galletas», y el sonido se extendió sobre el aparcamiento, donde los esqueletos seguían soñando.

El muñeco que pedía galletas también fue a parar a la bolsa de Hermana. Luego, llegó el momento de abandonar Matheson porque en aquel aparcamiento no encontraron el esqueleto de ningún niño, y Hermana sabía ahora, mejor que nunca, que andaba buscando a un niño, o una niña.

Estuvieron recorriendo Kansas durante más de dos años, viviendo en diversos asentamientos que se esforzaban por salir adelante. Luego se habían dirigido hacia el norte, a Nebraska, y al este, a Iowa, y ahora al sur, a Missouri. Un territorio de sufrimientos y brutalidad se había desplegado ante ellos, como una alucinación continua de la que era imposible escapar. Hermana había contemplado en muchas ocasiones el círculo de cristal, y había visto un rostro humano borroso devolviéndole la mirada, como si ambos estuvieran mirando a través de un espejo descolorido. Aquella imagen particular había permanecido constante durante todos aquellos siete años, y aunque Hermana no sabía gran cosa sobre el rostro, tenía la impresión de que había empezado siendo el de una niña, o el de un niño, porque eso era incapaz de distinguirlo bien, y que aquel rostro había ido cambiando con el transcurso de los años. Lo había visto por última vez hacía cuatro meses, y había tenido la impresión de que los rasgos faciales estaban completamente limpios. Desde entonces, la imagen no había vuelto a aparecer.

A veces, Hermana tenía la seguridad de que al día siguiente encontraría una respuesta, pero los días habían transcurrido, convirtiéndose en semanas, meses y años, y ella seguía buscando. Las carreteras les llevaban a ella y a Paul a través de un país devastado, unas ciudades desiertas, rodeando los perímetros de las ruinas de las grandes ciudades. Se había sentido desanimada en muchas ocasiones, había pensado incluso en abandonar su búsqueda y quedarse definitivamente en alguno de los asentamientos humanos por los que habían pasado, pero eso fue antes de que su máscara de Job empeorara tanto. Ahora, empezaba a pensar que el único lugar donde sería bien recibida era en una colonia de personas que también sufrieran la máscara de Job.

Pero la verdad era que temía quedarse en un lugar durante demasiado tiempo. Seguía mirando por encima del hombro, temerosa de ver una figura oscura, con un rostro horrible que finalmente la había encontrado y se le acercaba desde atrás. En sus pesadillas sobre Doyle Halland, o Dal Hallmark, o como se llamase ahora, él tenía un solo ojo de color escarlata, situado sobre la frente, como la cruel figura de la carta del tarot, y seguía buscándola incansablemente.

En muchas ocasiones, durante los años anteriores, Hermana había experimentado un hormigueo en la piel, como si él estuviera en alguna parte muy cerca, a punto de abalanzarse sobre ella. En esas ocasiones, ella y Paul volvían a tomar la carretera, y Hermana temía llegar a los cruces, porque sabía que tomar un giro equivocado podría conducirles hacia aquellas manos que les esperaban.

Ahora, apartó todos aquellos recuerdos de su mente.

—¿Y usted? ¿Qué me dice de usted? ¿Lleva aquí mucho tiempo?

—Desde hace ocho meses. Después del diecisiete de julio, me dirigí al norte, desde Amarillo, acompañado por mi familia. Vivimos en una colonia junto al río Purgatoire, al sur de Las Ánimas, Colorado. Estuvimos tres años allí. Por aquella zona viven muchos indios; algunos de ellos eran veteranos del Vietnam, y nos enseñaron a nosotros, los estúpidos habitantes de las ciudades, a construir chozas de barro y a permanecer con vida. —Sonrió dolorosamente—. Es un verdadero choque estar viviendo en una mansión de un millón de dólares y encontrarse poco después bajo un techo de barro y estiércol de vaca. En cualquier caso, dos de nuestros hijos murieron en ese primer año, a causa del envenenamiento por la radiación. Pero pudimos estar calientes cuando empezó a nevar, y nos sentimos condenadamente afortunados.

—¿Por qué no se quedó allí? —preguntó Paul.

Hugh se quedó mirando fijamente el fuego de la chimenea. Transcurrió un largo rato antes de contestar.

—Nosotros… teníamos una comunidad compuesta por unas doscientas personas. Disponíamos de un suministro de maíz, algo de harina y carne en salazón, y también mucha comida enlatada. El agua del río no era precisamente limpia, pero nos mantenía con vida. —Se frotó el muñón de su pierna—. Y entonces llegaron ellos.

—¿Ellos? ¿Quiénes?

—Primero fueron tres hombres y dos mujeres. Llegaron en un jeep y un Buick con el parabrisas blindado. Se detuvieron en Purgatoire Flats, como llamábamos a nuestra ciudad, y quisieron comprarnos la mitad de nuestra comida. Desde luego, no podíamos venderla por ningún precio. Nos habríamos muerto de hambre si lo hubiéramos hecho.

Luego, nos amenazaron. Dijeron que lamentaríamos no haberles entregado lo que deseaban. Recuerdo que Curtis Pluma Roja, nuestro alcalde, un pawnee que había luchado en Vietnam, se dirigió a su choza y regresó con un rifle automático. Les dijo que se marcharan, y así lo hicieron.

Hugh se detuvo durante un rato, cerrando lentamente los puños, encima de la mesa. Luego, siguió hablando con suavidad.

—Regresaron. Fue aquella misma noche. Oh, sí, regresaron, acompañados por trescientos soldados armados, con camiones que habían convertido en tanques. Empezaron por aplastar Purgatoire Flats hasta dejarla arrasada, y mataron a todo el mundo. —La voz se le quebró y durante un momento no pudo continuar—. La gente echó a correr, tratando de escapar de allí. Pero los soldados tenían ametralladoras. Yo corrí, con mi esposa y mi hija. Vi a Curtis Pluma Roja abatido por las balas y atropellado por un jeep. Ya no…, ya no parecía un ser humano.

Hugh cerró los ojos, pero había en su rostro una expresión tan atormentada, que Hermana no pudo mirarlo y se quedó contemplando el fuego.

—A mi esposa le dispararon por la espalda —siguió diciendo—. Me detuve para ayudarla, y le dije a mi hija que siguiera corriendo hacia el río. Ya nunca más volví a verla. Pero… estaba levantando a mi esposa, cuando me alcanzaron las balas. Creo que fueron dos o tres. Me dieron en la pierna. Alguien me golpeó en la cabeza y caí. Recuerdo que… me desperté y vi el cañón de un rifle apuntado contra mi rostro. Y alguien, la voz de un hombre, dijo: «Diles a todos que las Fuerzas Escogidas han pasado por aquí». Las Fuerzas Escogidas —repitió con amargura, abriendo los ojos, que mostraban una mirada conmocionada y estaban inyectados en sangre—. Sólo quedamos cuatro o cinco personas y entre todos me prepararon una camilla. Me transportaron durante más de cuarenta kilómetros hacia el norte, en dirección a otro asentamiento, pero cuando llegamos allí vimos que también lo habían convertido en cenizas. Yo tenía la pierna destrozada. Tenían que amputármela. Yo mismo les dije cómo tenían que hacerlo. Lo resistí, y continuamos la marcha. Todo eso sucedió hace ya cuatro años. —Miró a Hermana y se inclinó ligeramente hacia ella—. Por el amor de Dios, no vaya hacia el oeste —le dijo con un tono de urgencia—. Es allí donde están las Tierras de Batalla.

—¿Las Tierras de Batalla? —preguntó Paul—. ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que es allí donde se desarrolla la guerra, en Kansas, Oklahoma, Nebraska, y también en las dos Dakotas. Oh, he conocido a muchos refugiados del oeste. Las llaman las Tierras de Batalla porque en toda esa zona hay numerosos ejércitos luchando entre sí: la Alianza Americana, los Asaltantes de Nolan, las Fuerzas Escogidas, Tropas Hidra, y quizá cinco o seis grupos más.

—La guerra es cosa del pasado —dijo Hermana frunciendo el ceño—. ¿Por qué demonios están luchando?

—Por la posesión de la tierra, de los asentamientos, de la comida, las armas de fuego, la gasolina…, lo que queda. Están todos locos. Quieren matar a alguien y puesto que no pueden ser los rusos, tienen que inventarse enemigos. He oído decir que las Fuerzas Escogidas dirigen una campaña contra los supervivientes con queloides. —Se tocó la costra escarlata que le cubría la mitad de la cara—. Se supone que esto es para ellos como la marca de Satán.

Paul se removió inquieto en la silla. A lo largo de sus viajes, él y Hermana habían oído hablar de asentamientos que eran atacados e incendiados por bandas de merodeadores, pero esta era la primera vez que oían hablar de fuerzas organizadas.

—¿Cómo son de grandes esos ejércitos? ¿Quién los dirige?

—Maníacos, los así llamados patriotas, hombres militares, cualquiera de esos —contestó Hugh—. La semana anterior pasaron por aquí un hombre y una mujer que habían visto a los de la Alianza Americana. Dijeron que eran unos cuatro o cinco mil, y que estaban dirigidos por un predicador loco de California. Se llama a sí mismo el Salvador y quiere matar a todos aquellos que no le sigan. He oído decir que los de Tropas Hidra ejecutan a los negros, los hispanos, los orientales, los judíos y todos aquellos que ellos consideran extranjero. Se supone que las Fuerzas Escogidas están dirigidas por un antiguo militar, un héroe de la guerra de Vietnam. Esos son los bastardos que tienen los tanques. Que Dios nos ayude si esos maníacos empiezan a moverse hacia el este.

—Todo lo que queremos nosotros es gasolina suficiente para llegar a la próxima ciudad —dijo Paul—. Nos dirigimos hacia el sur, al golfo de México.

Espantó una mosca que se posó sobre la mano. Tuvo la sensación de haber sido pinchado por una aguja congelada. Hugh sonrió con una expresión triste.

—El golfo de México. Dios santo, no he estado por allí desde hace mucho, mucho tiempo.

—¿Cuál es la ciudad más cercana desde aquí? —preguntó Hermana.

—Supongo que debería ser Mary’s Rest, al sur de lo que antes era Jefferson City. Pero la carretera no es muy buena. Había una gran presa en Mary’s Rest. En cualquier caso, no está lejos…, unos veinticinco kilómetros.

—¿Cómo podemos llegar hasta allí con el depósito vacío?

Hugh se quedó mirando el serrín ensangrentado.

—Bueno, el camión de Earl Hocutt está aparcado ahí fuera. No creo que él necesite más la gasolina, ¿verdad?

Paul asintió con un gesto. Tenían un largo trozo de manguera de jardín en el jeep, y Paul ya había adquirido bastante destreza a la hora de robar gasolina.

Una mosca se posó sobre la mesa, delante de Hugh. De repente, colocó el vaso vacío boca abajo y atrapó el insecto, que zumbó enojado mientras Hugh lo observaba.

—No se ven moscas muy a menudo —comentó—. Supongo que por aquí debe haber unas cuantas debido al calor. Y a la sangre. Esta está más loca que el diablo, ¿verdad?

Hermana escuchó el bajo zumbido de otra mosca que pasó junto a su cabeza. Trazó un lento círculo sobre la mesa y luego salió disparada hacia una grieta de la pared.

—¿Hay por aquí algún lugar donde podamos pasar la noche? —le preguntó a Hugh.

—Puedo encontrarles un sitio. No será más que un agujero en el suelo, con algo para cubrirse, pero no quedarán congelados y tampoco les rebanarán el pescuezo. —Dio unos golpecitos con el vaso y la gran mosca verde intentó atacarle el dedo—. Pero si les encuentro un lugar seguro donde dormir, quisiera algo a cambio.

—¿De qué se trata?

—Me gustaría ver el golfo de México —contestó Hugh sonriendo.

—¡Olvídelo! —replicó Paul—. No disponemos de espacio.

—Oh, le sorprendería comprobar dónde puede llegar a acurrucarse un viejo con una sola pierna.

—Más peso significa gastar más gasolina, por no hablar de la comida y el agua. Lo siento.

—Yo peso tanto como una pluma mojada —insistió Hugh—. Y puedo llevar mi propia comida y agua. Si quieren que les pague por llevarme con ustedes, puede que les interesen dos botellas de este brebaje que he mantenido ocultas para un caso de emergencia.

Paul estaba a punto de decir nuevamente que no, pero cerró los labios. El licor destilado era lo peor que había probado nunca, pero, desde luego, le había acelerado el pulso y puesto en marcha su horno interior.

—¿Qué le parece? —preguntó Hugh volviéndose a Hermana—. Algunos de los puentes que hay entre este lugar y Mary’s Rest están rotos. Yo puedo servirles mucho mejor que ese viejo mapa de carreteras que tienen.

El primer impulso de ella fue estar de acuerdo con Paul, pero vio el sufrimiento en los ojos grises de Hugh Ryan; tenía la expresión de un perro en otro tiempo leal que hubiera sido golpeado y abandonado por un amo en quien había confiado.

—Por favor —insistió—. Yo no tengo nada que hacer aquí. Me gustaría ver si las olas siguen llegando a la costa como solían hacer.

Hermana se lo pensó durante un rato. Desde luego, el hombre se podía acurrucar en la parte trasera del jeep, y posiblemente necesitarían un guía para llegar hasta la siguiente ciudad. Hugh esperaba una respuesta.

—Nos encuentra usted un lugar seguro donde pasar la noche —dijo ella—, y hablaremos del asunto mañana por la mañana. Eso es lo mejor que puedo hacer por ahora. ¿De acuerdo?

Hugh vaciló, escrutando la expresión del rostro de Hermana. Decidió que era una expresión fuerte, y que sus ojos no estaban muertos, como lo estaban los de muchos otros a quienes había visto. Era una verdadera desgracia que, casi con toda probabilidad, la máscara de Job terminara por cerrar aquellos ojos.

—De acuerdo —asintió, y ambos se estrecharon la mano.

Abandonaron la taberna del Cubo de Sangre para conseguir la gasolina del depósito del camión del hombre muerto. Detrás de ellos, la mujer del cabello rojo se acercó a la mesa que habían ocupado y observó la mosca, que seguía zumbando encerrada en el vaso de cristal vuelto hacia abajo. De repente, levantó el vaso y atrapó a la mosca, que trató de escapar, y antes de que el insecto pudiera liberarse de la mano se metió la mosca en la boca y la aplastó entre los dientes.

Su rostro se contorsionó. Abrió la boca y lanzó un pequeño escupitajo verde grisáceo hacia el fuego, donde chisporroteó como si fuera ácido.

—¡Nauseabundo! —exclamó, y se limpió la lengua con un poco de serrín.