50

Una buena acción

Un jeep destartalado, al que sólo le quedaba un faro en buenas condiciones, surgió de la nieve, en la carretera 63 de Missouri, y entró en lo que en otro tiempo había sido una ciudad. Los faroles brillaban en unas pocas casas hechas con tableros. Por lo demás, la oscuridad se había apoderado de las calles.

—Por allí.

Hermana señaló hacia una estructura de ladrillo situada a la derecha. Las ventanas del edificio estaban cubiertas con tableros claveteados, pero en el terreno cubierto de gravilla que lo rodeaba había varios coches y camionetas viejos. Cuando Paul Thorson condujo el jeep hacia la zona de aparcamiento, el único faro encendido iluminó un letrero pintado de rojo, colgado de una de las ventanas cerradas con tableros: «La Taberna del Cubo de Sangre», decía el cartel.

—Ah… ¿estás segura de que quieres detenerte en este lugar en particular? —preguntó Paul.

Ella asintió con un gesto, con la cabeza cubierta por la capucha de un chaquetón azul oscuro.

—Allí donde hay coches tiene que haber alguien que sepa dónde encontrar gasolina —dijo ella mirando la aguja del indicador de combustible, que casi estaba rozando el rojo—. Quizá podamos descubrir también dónde demonios estamos.

Paul apagó la calefacción, luego el único faro, y finalmente el motor. Seguía llevando la vieja chaqueta de cuero encima de un suéter de lana roja, con una bufanda enrollada alrededor del cuello y un gorro de color marrón sobre la cabeza. La barba tenía un color gris ceniza, al igual que el cabello, pero sus ojos seguían siendo de un poderoso azul eléctrico, que brillaban contra la piel del rostro, curtida por el viento y surcada de profundas arrugas. Observó inquieto el letrero y bajó del jeep. Hermana extendió una mano hacia el compartimiento trasero, donde una serie de bolsas de lona, cajas de cartón y cajones de madera estaban asegurados con una cadena y un candado. Justo detrás de su asiento había una vapuleada bolsa de cuero marrón, que ella tomó con la mano enguantada.

Desde el otro lado de la puerta llegaba el ruido de la música de una pianola, acompañada por fuertes risotadas masculinas. Paul cobró ánimos y empujó la puerta, entrando en el local, con Hermana pisándole los talones. La puerta, sujeta a la pared con tensos muelles, se cerró inmediatamente tras ellos.

La música y las risas cesaron instantáneamente. Unos ojos recelosos observaron a los recién llegados.

En el centro de la sala, cerca de una estufa de hierro, había seis hombres jugando a las cartas alrededor de una mesa. Una neblina de humo amarillento, procedente de los cigarrillos liados a mano, llenaba el aire que había sobre ellos, difundiendo la luz de varios faroles que colgaban de ganchos sujetos a la pared. Había otras mesas ocupadas por dos o tres hombres y algunas mujeres de aspecto rudo. Detrás de una barra larga estaba de pie el barman, que llevaba una chaqueta de cuero con flequillos. Paul observó varios agujeros en la chaqueta, producidos por las balas. Desde una chimenea situada en la pared del fondo, unos troncos ardientes arrojaban chispas rojas, y ante el piano se sentaba una mujer joven y fornida, con un cabello negro y largo y un queloide de color violeta que le cubría la mitad inferior del rostro y el cuello que llevaba al descubierto.

Tanto Hermana como Paul observaron que la mayoría de los hombres llevaban revólveres en fundas sujetas de los cintos, y que tenían rifles apoyados contra las sillas que ocupaban.

El suelo estaba cubierto de serrín, y toda la taberna olía a cuerpos sin lavar. Se escuchó un nítido ¡ping! cuando uno de los hombres sentados ante la mesa central, escupió jugo de tabaco hacia la escupidera.

—Andamos perdidos —dijo Paul—. ¿Qué ciudad es esta?

Un hombre se echó a reír. Tenía el cabello negro y grasiento y llevaba un chaquetón que parecía hecho con pieles de perro. Lanzó al aire una bocanada de humo de un cigarrillo de tabaco negro.

—¿A qué ciudad intentas llegar, amigo?

—Vamos de viaje. ¿Está esta ciudad en el mapa?

Los hombres intercambiaron miradas divertidas y las risas se extendieron entre ellos.

—¿A qué mapa te refieres? —preguntó el del cabello gris—. ¿El que se había trazado antes del diecisiete de julio, o después?

—Antes.

—Lo mapas de antes ya no sirven para nada —dijo otro hombre. Este tenía un rostro huesudo y llevaba afeitada la cabeza. Del lóbulo de la oreja izquierda le colgaban cuatro anzuelos, y vestía una chaqueta de cuero sobre una camisa a cuadros rojos. De su delgada cintura pendía una funda con pistola—. Todo ha cambiado. Las ciudades son cementerios. Los ríos se han desbordado, han cambiado de curso y se han congelado. Los lagos se han secado. Lo que antes eran bosques, ahora son desiertos. Así que los mapas de antes no sirven para nada.

Paul lo sabía muy bien. Después de haberse pasado siete años viajando en zigzag por una docena de estados, ya había pocas cosas que le impresionaran, lo mismo que a Hermana.

—¿Tuvo esta ciudad un nombre alguna vez?

—Moberly —dijo el barman—. Moberly, Missouri. Aquí vivían unas quince mil personas. Supongo que ahora no quedamos más que trescientos o cuatrocientos.

—Sí, pero no fueron las explosiones las que los mataron —dijo una mujer con cabello y labios pintados de rojo, de aspecto marchito, sentada ante otra mesa—. ¡Murieron a causa de la mierda que sirves aquí, Derwin! —cacareó, mientras levantaba un vaso con un líquido de aspecto aceitoso.

Se lo llevó a los labios, al tiempo que los otros se echaban a reír a carcajadas.

—¡Ah, que te jodan, Lizzie! —espetó Derwin—. Tienes las entrañas bien curtidas desde que tenías diez años de edad.

Hermana se dirigió hacia una mesa vacía y dejó sobre ella la bolsa de cuero. Por debajo de la capucha de su chaquetón, llevaba la mayor parte del rostro cubierto por una bufanda de color gris oscuro. Abrió la cremallera de la bolsa, sacó el mapa de carreteras Rand McNally, ya muy manoseado, y lo abrió por el mapa de Missouri. A la débil luz del local, encontró la tenue línea roja de la carretera 63 y la siguió hasta un punto junto al que se veía impreso el nombre de Moberly, a unos ciento diez kilómetros al norte de lo que antes había sido Jefferson City.

—Estamos aquí —le dijo a Paul, que se había acercado a mirar.

—Estupendo —dijo él con expresión ceñuda—. ¿Qué nos indica eso? ¿Qué dirección tomamos desde…?

De pronto, el bolso desapareció de la mesa, y Hermana levantó la mirada, atónita.

El hombre de rostro huesudo con la chaqueta de cuero lo había tomado y se alejaba con una sonrisa burlona en su boca de labios delgados.

—¡Mirad lo que me he conseguido, muchachos! —exclamó—. Es un bonito bolso nuevo, ¿verdad?

Hermana se irguió, quedándose muy quieta.

—Devuélvame eso —dijo con serenidad, pero con firmeza.

—¡Tendré algo en que cagar cuando haga demasiado frío en los bosques! —replicó el hombre.

Los que estaban en la mesa se echaron a reír. Sus pequeños ojos negros se fijaron en Paul, como desafiándolo a que se moviera.

—¡Deja ya de hacer tonterías, Earl! —exclamó Derwin—. ¿Para qué quieres tú una bolsa?

—¡Porque la quiero, por eso! ¡Vamos a ver qué hay aquí dentro!

Earl metió una mano dentro de la bolsa y empezó a sacar pares de calcetines, bufandas y guantes. Metió la mano más profundamente y la sacó sosteniendo un círculo de cristal, que relució con un color sangriento en su mano; él se quedó mirándolo fijamente, con la boca abierta de asombro.

La taberna quedó en el más absoluto silencio, a excepción del chisporroteo de los troncos en la chimenea.

La mujer de cabello rojo se levantó lentamente de la silla.

—Santa madre de Jesús —susurró.

Los hombres que estaban jugando a las cartas se quedaron boquiabiertos, y la mujer de cabello negro abandonó el piano para mirar más de cerca.

Earl sostuvo el círculo de cristal delante de la cara, observando la telaraña de colores palpitando e hinchándose como si la sangre pasara por las arterias. Pero la presión de su mano producía en el objeto tonalidades brutales: marrones del color del barro, amarillos aceitosos y tonos marfil.

—Eso me pertenece —dijo la voz de Hermana, amortiguada por detrás de la bufanda—. Devuélvamelo, por favor.

Paul dio un paso hacia adelante. Earl descendió la mano hacia la culata de su pistola, con los reflejos de un pistolero, y Paul se detuvo.

—Me he encontrado un juguete muy bonito, ¿verdad? —preguntó Earl. El círculo latía con mayor rapidez, volviéndose cada vez más oscuro y feo. Con el transcurso de los años se habían roto todas las puntas, excepto dos—. ¡Joyas! —exclamó dándose cuenta de dónde procedían los colores—. ¡Esto debe valer una condenada fortuna!

—Le he dicho que me lo devuelva —dijo Hermana.

—¡Me he conseguido una condenada fortuna! —exclamó Earl, con los ojos brillantes por la codicia—. Sólo hay que romper este maldito cristal y sacar las joyas, y tendré una verdadera fortuna. —Sonrió como un demente, levantó el círculo por encima de su cabeza y empezó a hacer cabriolas delante de sus amigos, que seguían sentados ante la mesa—. ¡Mirad aquí! ¡Ahora tengo una aureola, chicos!

Paul avanzó otro paso, pero Earl saltó instantáneamente para enfrentarse a él. La pistola ya empezaba a salir de la funda.

Pero Hermana estaba preparada. La escopeta de cañones recortados que se había sacado de debajo del chaquetón resonó como el grito de Dios.

La fuerza del impacto levantó a Earl del suelo, lanzándolo por el aire, con el cuerpo aplastando las mesas y su propia pistola desportillando una de las vigas de madera, sobre la cabeza de Hermana, con la bala que finalmente había logrado disparar. Aterrizó sobre el montón de maderas rotas de una mesa, con la mano sosteniendo todavía el círculo. Los sucios colores latían salvajemente.

El hombre del chaquetón de piel de perro empezó a levantarse. Con toda rapidez, Hermana introdujo otro cartucho en la recámara humeante, se volvió y apretó el cañón contra el cuello del hombre.

—¿Quieres recibir lo mismo? —El hombre meneó la cabeza y se sentó de nuevo—. Las armas sobre la mesa —ordenó ella.

Ocho pistolas quedaron depositadas sobre las cartas grasientas y las monedas que ocupaban el centro de la mesa.

Paul había amartillado la Magnum 357 y estaba a la espera. Percibió el movimiento del barman y le apuntó a la cabeza. Derwin levantó en seguida las manos.

—No deseo problemas, amigo —dijo Derwin con nerviosismo—. Quiero vivir, ¿de acuerdo?

Los latidos del círculo de cristal empezaban a balbucear y apagarse. Paul se dirigió hacia el moribundo, dando un rodeo, mientras Hermana seguía apuntando a los demás con la escopeta antidisturbios. Había encontrado el arma unos tres años antes, en un puesto de policía de carreteras desierto, en las afueras de las ruinas de Wichita, y aquel arma tenía la potencia suficiente para derribar a un elefante. Sólo había tenido que utilizarla unas pocas veces, con el mismo resultado que se había producido ahora.

Paul intentó esquivar toda la sangre. Una mosca pasó zumbando junto a su cara y luego revoloteó sobre el círculo. Era una mosca grande y verde, un bicho muy feo, y Paul retrocedió un instante, atónito, porque habían pasado muchos años desde la última vez que viera una mosca; creía que todas habían muerto. Una segunda mosca se unió a la primera y revolotearon en el aire, alrededor del cuerpo retorcido y del círculo de cristal.

Paul se inclinó. El objeto relució con un resplandor rojizo por un instante, y luego adquirió un color negro. Lo arrancó de las garras del cadáver y, una vez en su mano, volvieron a relucir los colores del arco iris. Luego, volvió a guardarlo en la bolsa de cuero, y lo cubrió con los calcetines, las bufandas y los guantes. Una mosca se posó sobre su mejilla y él meneó la cabeza, porque aquel pequeño bicho bastardo le produjo la sensación de una aguja helada apretada contra su piel.

Volvió a guardar el mapa de carreteras en la bolsa. Todos los ojos estaban posados en la mujer que sostenía la escopeta. Hermana tomó la bolsa y retrocedió lentamente hacia la puerta, apuntando el arma hacia el centro de la mesa donde estaban las cartas. Se dijo a sí misma que no le había quedado más remedio que matar a aquel hombre, y que eso fue el final de todo el asunto; había llegado demasiado lejos con el círculo de cristal como para permitir que un estúpido lo hiciera añicos.

—Eh —dijo el hombre del chaquetón de piel de perro—. No se van a marchar sin permitirnos que les invitemos a un trago, ¿verdad?

—¿Eh?

—Earl no valía un pimiento —dijo otro de los hombres, inclinándose para escupir tabaco hacia la escupidera—. Le gustaba mucho apretar el gatillo y matar a los demás.

—Mató a Jimmy Ridgeway aquí mismo, hace apenas un par de meses —dijo Derwin—. Ese bastardo era demasiado bueno con la pistola.

—Hasta ahora —dijo el otro hombre.

Los jugadores de cartas ya se estaban repartiendo las monedas del muerto.

—Aquí tienen —dijo Derwin tomando un par de vasos y sirviendo un líquido ambarino y aceitoso contenido en una pequeña garrafa—. Licor hecho en casa. Resulta algo áspero, pero seguro que les ayuda a librarse de sus problemas. —Ofreció los vasos a Paul y Hermana—. A cuenta de la casa.

Habían transcurrido meses desde que Paul probara la última gota de alcohol. El fuerte olor del licor llegó hasta él como el perfume de una sirena. Sus entrañas se retorcieron; hasta entonces, nunca había tenido que utilizar la Magnum contra ningún ser humano, y rezaba para que no tuviera que hacerlo. No obstante, aceptó el vaso y pensó que el vapor le iba a quemar las cejas, pero de todos modos bebió el contenido.

Era como metal fundido. Unas lágrimas aparecieron en sus ojos. Tosió y carraspeó al tiempo que aquel brebaje, fermentado de sólo Dios sabía qué, le descendía por la garganta. La mujer de cabello rojo cacareó como un cuervo, así como algunos de los hombres.

Mientras Paul trataba de recuperar el aliento, Hermana dejó la bolsa a un lado, cerca de ella, y levantó el segundo vaso. El hombre del bar le dijo:

—Sí, librarnos del viejo Earl Hocutt ha sido una buena acción. Deseaba encontrar a alguien que lo matara desde el año pasado, cuando murieron su esposa y su hija pequeña a causa de las fiebres.

—¿De veras? —preguntó ella apartándose la bufanda de la cara.

Se llevó el vaso hacia los labios deformados y bebió el contenido sin pestañear.

Derwin abrió mucho los ojos, y retrocedió con tal rapidez que tropezó con una estantería, y algunos vasos y jarras se estrellaron contra el suelo.