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Huir del estigma de Caín

La oscuridad cayó sobre las casas y edificios cubiertos de nieve que habían sido Broken Bow, en Nebraska. La ciudad estaba rodeada de alambradas, y aquí y allá trozos de madera y desechos ardían en latas de aceite vacías, mientras el viento diseminaba las chispas de color naranja, que se elevaban en espiral hacia el cielo. En el arco nororiental de la autopista 2, que formaba una curva, había docenas de cadáveres congelados allí donde habían caído, y las carcasas de los vehículos todavía arrojaban llamas.

En el interior de la fortaleza en que se había convertido Broken Bow durante los dos últimos días, trescientos diecisiete hombres, mujeres y niños enfermos y heridos trataban desesperadamente de mantenerse calientes alrededor de una enorme hoguera central. Las casas de Broken Bow habían sido destrozadas y sus restos arrojados a la hoguera. Otros doscientos sesenta y cuatro hombres y mujeres, armados con rifles, pistolas, hachas, martillos y cuchillos, se acurrucaban en las trincheras excavadas apresuradamente en la tierra, a lo largo de la alambrada, en el borde occidental de la ciudad. Tenían los rostros vueltos hacia el oeste, hacia el aullante viento con temperaturas inferiores a los cero grados, que había matado a tantas personas. Se estremecían en sus abrigos andrajosos, y esta noche temían sufrir una clase de muerte diferente.

—¡Allí! —gritó un hombre con la cabeza vendada y una costra de hielo sobre la venda. Señaló en la distancia—. ¡Allí! ¡Allí vienen!

Un coro de gritos y advertencias se extendió a lo largo de toda la trinchera. Se comprobaron con rapidez los rifles y las pistolas. Toda la trinchera vibró con un movimiento de nerviosismo, y el aliento de los seres humanos aleteó en el aire como un polvo diamantino.

Vieron las luces de los faros moviéndose lentamente por entre la carnicería abandonada en la autopista. Luego, el viento cortante les trajo el sonido de la música. Era una música de carnaval y, a medida que se fueron acercando las luces de los faros, un hombre delgado, de ojos hundidos y un pesado abrigo de piel de oveja se incorporó en el centro de la trinchera y observó el vehículo que se acercaba, dirigiendo hacia él un par de binoculares. Mostraba el rostro cruzado por oscuros queloides.

Bajó los binoculares, antes de que el frío le pegara las mirillas al rostro.

—¡No disparéis! —gritó hacia la izquierda—. ¡Pasad la orden!

El mensaje se comunicó a lo largo de la línea. Luego, miró hacia la derecha y gritó la misma orden. Luego esperó con una mano enguantada sobre la ametralladora Ingram que llevaba bajo el abrigo.

El vehículo pasó junto a un coche incendiado y el resplandor rojo reveló que se trataba de un camión, cuyos restos de pintura en los costados anunciaban diversos sabores de helados. Sobre la cabina del camión había montados dos altavoces, y el parabrisas había sido sustituido por una plancha de metal, con dos estrechas hendiduras cortadas de forma que el conductor y los pasajeros pudieran mirar a través de ellas. El guardabarros delantero y la rejilla del radiador habían sido protegidos con una plancha metálica, y desde la armadura sobresalían aguzadas picas de metal de unos sesenta centímetros de longitud. El cristal de los dos faros se había reforzado con cinta adhesiva y cubierto de alambre. A ambos lados del camión había aberturas para asomar las armas, y encima se veía una torreta de metal toscamente montada por la que surgía el cañón de una ametralladora pesada.

El camión blindado, denominado Buen Humor, bufó con el motor modificado, y rodó con los neumáticos cubiertos de cadenas sobre el cadáver de un caballo deteniéndose a unos cincuenta metros de la alambrada. La alegre música, grabada en un magnetofón, continuó sonando durante otro par de minutos, y luego se produjo el más absoluto silencio.

Finalmente, la voz de un hombre sonó por los altavoces.

—¡Franklin Hayes! ¿Me escuchas, Franklin Hayes?

El hombre delgado y nervudo del abrigo de piel de oveja estrechó los ojos, pero no dijo nada.

—¡Franklin Hayes! —siguió diciendo la voz, con una nota burlona y armoniosa—. ¡Nos has planteado una buena lucha, Franklin Hayes! ¡Las Fuerzas Escogidas te saludan!

—Que te jodan —dijo una temblorosa mujer de mediana edad que estaba junto a Hayes, en la trinchera.

Llevaba un cuchillo en el cinto y una pistola en la mano. Un queloide de color verdoso le cubría la mayor parte de la cara, como si fuera una almohadilla.

—¡Eres un buen comandante, Franklin Hayes! No creímos que tuvieras la fuerza suficiente para escapar de nosotros en Dunning. Pensamos que habías muerto en la carretera. ¿Cuántos de vosotros quedáis aún, Franklin Hayes? ¿Cuatrocientos? ¿Quinientos? ¿Y cuántos sois capaces de seguir luchando? ¿Quizá la mitad? Las Fuerzas Escogidas disponen de más de cuatro mil soldados sanos. Algunos de ellos habían sufrido antes por ti, pero decidieron salvar sus vidas y pasarse a nuestro lado.

A la izquierda, alguien disparó un rifle desde la trinchera, seguido por algunos otros disparos.

—¡No desperdiciéis las municiones, maldita sea! —gritó Hayes. Los disparos se espaciaron y cesaron.

—¡Tus soldados están nerviosos Franklin Hayes! —siguió diciendo la voz—. Saben que están a punto de morir.

—No somos soldados —susurró Hayes hablando consigo mismo—. ¡No somos soldados, jodido chiflado! No sabía cómo su comunidad de supervivientes se había visto metida en esta guerra de locos. La comunidad había contado en otro tiempo con más de mil personas, todos ellos dedicados a reconstruir la ciudad de Scottsbluff. Una camioneta conducida por un fornido hombre de barba roja había llegado a Scottsbluff, y de ella se había bajado otro hombre, de frágil figura, con el rostro envuelto en vendajes, a excepción de los ojos que estaban cubiertos por unos anteojos. El hombre de los vendajes había hablado con voz alta y juvenil, diciendo que había sido quemado gravemente hacía ya mucho tiempo; pidió agua y un lugar donde pasar la noche, pero no permitió que el doctor Gardner le tocara siquiera los vendajes. El propio Hayes, como alcalde de Scottsbluff acompañó al joven a echar un vistazo a las estructuras que estaban reconstruyendo. En algún momento de la noche, los dos hombres se habían marchado, y tres días más tarde Scottsbluff fue atacada e incendiada. Los gritos de su esposa y de su hijo todavía resonaban en la mente de Hayes. Luego, Hayes había empezado a dirigir a los supervivientes hacia el este, para escapar de los maniacos que los perseguían, pero las Fuerzas Escogidas disponían de más camiones, coches, caballos, carros y gasolina; de más armas, municiones y «soldados», y el grupo que había seguido a Hayes fue dejando centenares de cadáveres en su retirada.

Hayes se dio cuenta de que aquello era una pesadilla de locos a la que no se le veía final alguno. En otro tiempo había sido un eminente profesor de económicas en la Universidad de Wyoming, y ahora se sentía como una rata atrapada.

Los faros del camión blindado Buen Humor relucían como dos ojos maliciosos.

—Las Fuerzas Escogidas invitan a unirse a nosotros a todos los hombres, mujeres y niños capaces que no quieran seguir sufriendo —dijo la voz amplificada—. Sólo tenéis que cruzar la alambrada y caminar hacia el oeste, y seréis bien atendidos, con comida caliente, una confortable cama, cobijo y protección. Traed con vosotros vuestras armas y municiones, pero mantened los cañones de vuestras armas apuntando hacia el suelo. Si estáis sanos mental y físicamente, y no habéis sido condenados por la marca de Caín, os recibiremos con amor y con los brazos abiertos. Disponéis de cinco minutos para decidir.

«La marca de Caín», pensó Hayes tristemente. Ya había oído antes la misma expresión, a través de aquellos altavoces, y sabía que se refería con ello a los queloides o las costras que cubrían los rostros de tanta gente. Ellos sólo querían a los que «no estaban manchados» y a los «sanos de mente». Pero se preguntó qué le habría ocurrido a aquel joven de los anteojos y el rostro cubierto de vendas. ¿Por qué había llevado aquellas vendas, si él mismo no estaba «manchado» por el «estigma de Caín»?

Fuera quien fuese el que dirigiera a aquella banda de saqueadores y violadores, no le quedaba el menor ápice de humanidad. De algún modo, él o ella había inculcado la sed de sangre en los cerebros de más de cuatro mil seguidores, y ahora estos se dedicaban a matar, saquear e incendiar todas aquellas comunidades que se esforzaban por salir adelante, haciéndolo sólo por la emoción que eso les producía.

Se escuchó un grito a la derecha. Dos hombres se esforzaron por saltar la alambrada; lo consiguieron, tirando de sus abrigos y pantalones hasta liberarse. Luego echaron a correr hacia el oeste, con los rifles apuntando al suelo.

—¡Cobardes! —gritó alguien—. ¡Sucios cobardes!

Pero los dos hombres no miraron atrás.

Una mujer cruzó también la alambrada, seguida por otro hombre. Luego, un hombre, una mujer y un pequeño escaparon de la trinchera y huyeron hacia el oeste, todos ellos llevándose las armas y municiones. Les siguieron encolerizados gritos y maldiciones, pero Hayes no les echaba la culpa. Ninguno de ellos tenían queloides; ¿por qué iban a quedarse para ser masacrados?

—Regresad a casa —entonó la voz por los altavoces, como el aterciopelado sonido de un predicador del renacimiento—. Regresad a casa, al amor y a los brazos abiertos. Evitad la marca de Caín y regresad a casa…, regresad a casa…, regresad a casa.

Más gente saltó por encima de las alambradas. Se desvanecieron hacia el oeste, perdiéndose en la oscuridad.

—¡No sufráis con los impuros! ¡Regresad a casa, evitad el estigma de Caín!

Se escuchó un disparo y la bala alcanzó uno de los faros del camión, pero el alambre que lo protegía la desvió y la luz siguió encendida. La gente seguía saltando la alambrada, huyendo hacia el oeste.

—Yo no voy a ninguna parte —le dijo a Hayes la mujer con la cara cubierta por el queloide—. Me quedo aquí.

El último en marcharse fue un muchacho que portaba una escopeta, con los bolsillos del abrigo llenos de cartuchos.

—¡Ha llegado la hora, Franklin Hayes! —gritó la voz. Él tomó la Ingram y le quitó el seguro.

—¡Ha llegado la hora! —rugió la voz.

Y el rugido se vio acompañado por otros rugidos, que se unieron y mezclaron como un solo e inhumano grito de batalla. Pero se trataba de los rugidos procedentes de los motores, que detonaban y chisporroteaban a toda potencia. Y entonces se encendieron las luces de los faros, docenas de faros, centenares de faros que se curvaban, formando un arco, a ambos lados de la autopista 2, frente a la trinchera. Hayes advirtió, con un terror paralizante, que los otros camiones blindados, los tractores y las máquinas monstruosas se habían ido acercando en silencio hasta llegar casi a la alambrada, mientras el camión Buen Humor atraía su atención. Los faros asaetearon los rostros de quienes estaban en la trinchera, mientras los motores rugían y las ruedas cubiertas de cadenas avanzaban, aplastando la nieve y los cuerpos congelados.

—¡Fuego! —ordenó Hayes poniéndose en pie.

Pero el tiroteo ya había empezado. Los destellos del fuego de fusilería recorrieron la trinchera de arriba abajo y las balas rebotaron contra las protecciones metálicas de las ruedas, los escudos que protegían los radiadores y las torretas de hierro. Sin embargo, los carros blindados siguieron avanzando, casi perezosamente, mientras que las Fuerzas Escogidas les devolvían el fuego.

—¡Utilizad las bombas! —gritó Hayes, pero nadie le escuchó con tanta confusión.

No obstante, los defensores de la trinchera no tenían necesidad de que nadie les dijera lo que debían hacer. Se agacharon, tomaron una de las tres botellas de gasolina con la que cada uno estaba pertrechado, aplicaron el trapo que sobresalía de ellas a las llamas de los bidones de aceite encendidos y arrojaron las bombas de fabricación casera.

Las botellas explotaron, desparramando gasolina encendida sobre la nieve, pero los monstruos siguieron avanzando imperturbables sobre las llamas, y algunos de ellos estaban ya sobre la alambrada, situada a seis metros de la trinchera. Una de las botellas alcanzó directamente la ranura de visión del parabrisas blindado de un Pinto; se estrelló y desparramó la gasolina encendida. El conductor abandonó el vehículo tambaleándose y gritando, con el rostro encendido. Avanzó hacia la alambrada y Franklin Hayes lo mató con la Ingram. El Pinto siguió avanzando sobre la barricada y aplastó a cuatro personas antes de que pudieran salir a gatas de la trinchera.

Los vehículos destrozaron la alambrada y, de pronto, desde sus torretas y portillas artesanales partió un diluvio de fuego de rifle, pistolas y ametralladoras, que barrió la trinchera, mientras los seguidores de Hayes trataban de huir corriendo. Docenas de personas quedaron tendidas sobre la nieve sucia y manchada de sangre, inmóviles. Una de las latas de aceite encendido se volcó, y su contenido alcanzó las bombas de fabricación casera que no se habían utilizado, y que ahora empezaron a explotar. Por todas partes había fuego, silbaban las balas, se retorcían los cuerpos, se lanzaban gritos y se producía una gran confusión.

—¡Retroceded! —gritó Hayes.

Los defensores huyeron hacia la segunda barrera de protección, situada unos cincuenta metros más atrás; se trataba de una pared de ladrillos, de un metro y medio de altura, sostenida por maderos y por los cuerpos congelados de sus amigos y familias, apilados como troncos.

Franklin Hayes vio soldados de infantería, que se aproximaban con rapidez por detrás de la primera oleada de vehículos. La trinchera era lo bastante ancha como para que no pudiera pasar ningún coche o camión, pero la infantería de las Fuerzas Escogidas no tardaría en cruzarla, y a través del humo y la nieve que soplaba parecía haber miles. Escuchó su grito de guerra, una especie de gemido bajo y animal, que casi pareció sacudir la tierra.

Luego, el radiador blindado de un camión apareció entre el humo, apenas a un metro de distancia, y él saltó de la trinchera. Una bala pasó silbando junto a su cabeza, tropezó con el cuerpo de la mujer con el rostro cubierto por el queloide. Volvió a ponerse en pie y echó a correr, y las balas se incrustaron en la nieve, a su alrededor. Subió la pared de ladrillos y cuerpos y, ya en el otro lado, se volvió para enfrentarse a sus atacantes.

Las explosiones empezaron a destrozar la pared, haciendo volar trozos de metralla en todas direcciones. Hayes se dio cuenta de que utilizaban granadas de mano, algo que se habían reservado para este momento, y siguió disparando contra las figuras que corrían, hasta que el cañón de la Ingram le quemó las manos.

—¡Han entrado por la derecha! —gritó alguien—. ¡Están entrando!

Oleadas de hombres corrían en todas direcciones. Hayes se metió la mano en el bolsillo, encontró otro cargador y lo colocó. Uno de los soldados enemigos saltó sobre la pared, y Hayes tuvo tiempo para verle la cara, cubierta con lo que parecía ser pintura de guerra al estilo indio. El hombre saltó y hundió el machete que sostenía en el costado de una mujer que combatía a pocos pasos de distancia. Hayes le disparó a la cabeza, y siguió disparándole al tiempo que el soldado daba un salto y caía.

—¡Corred! ¡Retroceded! —gritó alguien.

Otras voces y otros gritos se escucharon entre el estruendo de la lucha.

—¡No podemos contenerlos! ¡Están entrando!

Un hombre, con el rostro ensangrentado, tomó a Hayes por el brazo.

—¡Señor Hayes! ¡Están entrando! ¡Ya no podemos seguir rechaz…!

La frase quedó interrumpida por la hoja de un hacha que se hundió en su cráneo.

Hayes retrocedió. La Ingram se le cayó de las manos y él cayó de rodillas.

El hacha se liberó y el cadáver cayó sobre la nieve.

—¿Franklin Hayes? —preguntó una voz suave, casi amable.

Vio una figura de cabello largo, de pie sobre él, aunque no pudo distinguirle el rostro. Estaba cansado, completamente agotado.

—Sí —contestó.

—Ya es hora de irse a dormir —dijo el hombre, y levantó el hacha.

Cuando cayó, un enano que se había acurrucado en lo más alto de la pared destrozada, se levantó de un salto y empezó a batir palmas.