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El último manzano

La nieve caía del cielo plomizo, agitándose a través de una estrecha carretera comarcal en lo que siete años antes había sido el estado de Missouri.

Un caballo de varios colores —viejo y de lomo hundido, pero todavía fuerte y dispuesto a trabajar— tiraba de un pequeño carro toscamente construido, cubierto por una lona de color verde oscuro, llena de parches y de un aspecto extraño. La estructura del carro era de madera, pero tenía ejes de hierro y neumáticos en lugar de ruedas. La bóveda de lona formaba una tienda para dos personas, extendida sobre unos costillares curvados de madera. A ambos lados de la lona, pintado en color blanco, se leía: «¡ESPECTÁCULO VIAJERO!», y por debajo, en letras más pequeñas: «¡Magia! ¡Música! ¡Venza al Mefisto Enmascarado!».

Un par de gruesas tablas servían como asiento y lugar donde apoyar los pies para el conductor del carro, que iba envuelto en un pesado abrigo de lana que ya empezaba a deshilacharse en las costuras. El hombre llevaba un sombrero de vaquero, con el ala cubierta de hielo y nieve; tenía los pies cubiertos con unas desgastadas botas vaqueras. Los guantes que le cubrían las manos eran fundamentales para guarecerlas del viento cortante, y la parte inferior de la cara estaba cubierta con una bufanda de lana a cuadros, dejando únicamente expuestos a los elementos los ojos —una sombra entre avellana y topacio— y una tira de piel curtida y arrugada.

El carro se movía con lentitud a través del paisaje cubierto de nieve, pasando junto a bosques densos y negros, desprovistos por completo de hojas. A cada lado de la carretera, un cobertizo o una granja ocasionales se habían derrumbado bajo el peso de siete años de invierno continuo, y las únicas señales de vida eran los cuervos negros que picoteaban a intervalos la tierra helada.

Unos pocos metros por detrás del carro avanzaba una figura corpulenta, envuelta en un ondulante abrigo gris, con los pies enfundados en unas botas que hacían crujir la nieve. Llevaba las manos enfundadas en los bolsillos de los pantalones de pana marrón y tenía toda la cabeza cubierta por un pasamontañas negro de esquiador, con la parte de los ojos y la boca ribeteados de color rojo. Avanzaba con los hombros inclinados bajo el azote del viento, y le dolían las piernas de tanto frío. A unos pocos metros por detrás de él le seguía un terrier, con el pelaje cubierto de nieve.

«Huelo a humo», pensó Rusty Weathers, y entrecerró los ojos para ver mejor a través de la blanca cortina que se extendía ante él. Entonces, el viento cambió bruscamente de dirección, mordiéndole desde otro ángulo, y el olor a humo de madera desapareció, si es que realmente había sido humo. Pero pocos minutos más tarde pensó que debían de estar acercándose a la civilización; a la derecha, garabateado en pintura roja sobre el ancho tronco de un roble sin hojas, se leía: «QUEMAD A VUESTROS MUERTOS».

Aquella clase de carteles eran habituales y solían anunciar que se acercaban a una zona habitada. Podía tratarse de un pequeño pueblo, o de una ciudad fantasma llena de esqueletos, dependiendo de lo que hubiera hecho la radiación.

El viento volvió a cambiar, y Rusty percibió de nuevo el olor del humo. Avanzaban por una pendiente suave, con Mulo tirando del carro lo mejor que podía, pero sin prisas. Rusty no lo atosigó. ¿De qué hubiera servido? Si podían encontrar cobijo para pasar la noche, estupendo; en caso contrario, se las arreglarían de algún modo. En el transcurso de aquellos siete largos años habían aprendido a improvisar y utilizar en ventaja propia todo aquello que pudieran encontrar. La elección era bien simple; se trataba de sobrevivir o de morir, y Rusty Weathers se había sentido en muchas ocasiones a punto de abandonar y dejarse caer, pero Josh y Swan le habían estimulado a seguir con bromas o aguijonazos, del mismo modo que él les había ayudado a ellos a mantenerse con vida durante todos aquellos años. Formaban un equipo que también incluía a Mulo y Killer, y en las noches más frías, cuando se veían obligados a dormir bajo un cobijo mínimo, el calor de ambos animales había impedido que Rusty, Josh y Swan murieran de frío.

«¡Después de todo, el espectáculo debe continuar!», pensó Rusty con una débil sonrisa bajo la bufanda a cuadros.

Al llegar a lo alto de la pendiente e iniciar el suave descenso por la carretera azotada por el viento, Rusty captó un resplandor amarillo a través de la nieve, hacia la derecha. La luz quedó oscurecida durante un momento por los árboles muertos, pero luego volvió a verla en el mismo sitio, y tuvo la seguridad de que era el resplandor de un fuego o un farol. Sabía que llamar a Josh era inútil, tanto a causa del viento como porque su capacidad auditiva no era muy buena. Tiró de las riendas de Mulo, y con la bota apretó hacia abajo una palanca de madera que bloqueó el eje delantero. Luego, se bajó del carro y retrocedió para mostrarle la luz a Josh y decirle que iba a seguirla.

Josh asintió con un gesto. A través del pasamontañas de esquiador sólo se le veía un ojo. El otro aparecía oscurecido por un tumor de carne de color gris, que parecía una costra.

Rusty volvió a subir al asiento del carro, soltó el freno y dio un suave chasquido con las riendas. Mulo reanudó la marcha sin vacilación, y Rusty se imaginó que debía de haber olido el humo y sabía que en alguna parte cercana habría cobijo. Otro camino, este algo más estrecho y sin asfaltar, se curvaba hacia la derecha, sobre los campos cubiertos de nieve. El resplandor de la luz se hizo más fuerte y Rusty no tardó en distinguir una granja allá adelante, con la luz brillando en una ventana. Junto a la casa había otros edificios exteriores, incluyendo un pequeño cobertizo. Rusty observó que se habían cortado los bosques alrededor de la casa y en todas direcciones, y que de la nieve sobresalían cientos de tocones de árboles. Sólo quedaba un pequeño árbol, pequeño y delgado, que se elevaba a unos treinta metros frente a la casa. Olió el aroma de la madera quemándose y se imaginó que aquel bosque se había consumido a lo largo del tiempo en la chimenea de alguien. Pero la madera quemándose ya no olía lo mismo que lo había hecho antes del diecisiete de julio, y la radiación también había impregnado los bosques; el humo tenía ahora un hedor a algo químico, como si se estuviera quemando plástico. Rusty recordó el dulce aroma de los troncos limpios en el fuego de una chimenea, y se imaginó que aquel olor en particular había desaparecido para siempre, lo mismo que había sucedido con el sabor del agua limpia. Ahora, toda el agua olía muy mal y dejaba en el interior de la boca una especie de película; beber agua obtenida de la nieve fundida —lo que constituía prácticamente toda la reserva que quedaba— producía dolores de cabeza y de estómago y podía enturbiar la visión si se bebía a grandes dosis. El agua fresca, como la obtenida de un pozo o la embotellada, era ahora algo tan valioso como lo hubiera podido ser en otros tiempos cualquier buen vino de marca.

Rusty detuvo a Mulo delante de la casa y frenó el carro. El corazón le latía con más fuerza. «Ahora es cuando viene lo más difícil de todo», pensó. En muchas ocasiones, los habían expulsado a tiros cuando se detuvieron para pedir cobijo, y Rusty aún tenía la cicatriz de una bala que le había pasado rozando la mejilla izquierda.

No se produjo ningún movimiento en la casa. Rusty retrocedió hasta la parte de atrás del carro, y bajó parcialmente la cremallera de la tienda. En el interior, distribuidos por el carro de tal forma que se mantuviera el equilibrio, estaba la escasa totalidad de sus suministros: unas pocas botellas de plástico con agua, algunas latas de guisantes, una bolsa con carbón, ropas y mantas extra, los sacos de dormir y la vieja guitarra acústica Martin que Rusty estaba aprendiendo a tocar por sí solo. La música siempre atraía a la gente, les proporcionaba algo con lo que romper la monotonía; en una ciudad, una mujer agradecida les regaló una gallina cuando Rusty interpretó torpemente para ella los acordes de Moon River. Había encontrado la guitarra entre un montón de partituras, en la ciudad muerta de Sterling, Colorado.

—¿Dónde estamos? —preguntó la muchacha desde el interior de la tienda.

Había estado acurrucada en el saco de dormir, escuchando el continuo silbido del viento. Hablaba con dificultad, pero cuando lo hacía con lentitud y pronunciando bien las palabras, Rusty la comprendía.

—Estamos delante de una casa. Quizá podamos utilizar su cobertizo para pasar esta noche.

Miró hacia la manta roja que envolvía tres rifles. En una caja de zapatos, al alcance de su mano derecha, había una pistola del calibre 38 y varias cajas de balas. «Tal y como me dijo siempre mi vieja madre —pensó—, hay que responder al fuego con el fuego». Quería estar preparado por si se presentaba cualquier problema, e inició el movimiento para tomar la 38 y llevarla oculta bajo el abrigo cuando se aproximara a la puerta. Swan interrumpió sus pensamientos.

—Es mucho más probable que te disparen si llevas un arma —le dijo.

Rusty vaciló, recordando que la vez en que le dispararon, rozándole la mejilla, llevaba un rifle en la mano.

—Sí, reconozco que sí —asintió—. Deséame suerte.

Volvió a subir la cremallera y bajó del carro, respiró profundamente la ventisca y se encaminó hacia la casa. Josh se quedó junto al carro, observándolo, mientras Killer aliviaba sus necesidades junto a un tocón.

Rusty levantó la mano para llamar a la puerta, pero en el momento en que lo hacía se abrió una rendija en el centro de esta y el cañón de un rifle se asomó con suavidad por ella, dirigido directamente contra su cara. «¡Oh, mierda!», pensó, pero sus piernas parecieron quedar ancladas, y permaneció allí de pie, impotente.

—¿Quién es usted y qué quiere? —preguntó la voz de un hombre.

Rusty levantó las manos.

—Me llamo Rusty Weathers. Yo y mis dos amigos necesitamos un lugar donde cobijarnos antes de que oscurezca demasiado. He visto la luz desde la carretera, y me he dado cuenta de que tiene usted un cobertizo, así que me preguntaba si…

—¿De dónde vienen ustedes?

—Del oeste. Pasamos por Howes Mill y Bixby.

—No ha quedado nada de esas ciudades.

—Lo sé. Por favor, señor, todo lo que queremos es un lugar donde dormir. Tenemos un caballo al que le vendría muy bien tener un techo sobre la cabeza.

—Quítese esa bufanda y déjeme verle la cara. ¿A quién trata de parecerse? ¿A Jesse James?

Rusty hizo lo que le había pedido el hombre. Hubo silencio durante un momento.

—Hace un frío terrible aquí fuera, señor —dijo Rusty.

El silencio se hizo más prolongado. Rusty escuchó al hombre hablando con alguien más, pero no pudo distinguir qué se dijeron. Luego, el cañón del rifle desapareció de pronto en el interior de la casa. Rusty dejó escapar la respiración, que formó una nubecilla blanca. Se descorrieron varios cerrojos por detrás de la puerta y luego esta se abrió.

Delante de él apareció un hombre delgado, de mirada dura y unos sesenta años de edad, con el cabello blanco y ensortijado y la barba blanca y descuidada de un eremita. Seguía sosteniendo el rifle a un costado, pero todavía preparado. El rostro del hombre estaba tan curtido y arrugado que casi parecía de piedra tallada, y sus oscuros ojos marrones miraron primero a Rusty y luego al carro.

—¿Qué es eso que dice ahí? ¿«Espectáculo viajero»? ¿Qué es eso, en el nombre de Judas?

—Pues precisamente lo que dice. Somos…, somos gentes del espectáculo.

Una mujer anciana, de cabello blanco, vestida con un mono azul y un tupido suéter blanco miró con curiosidad por encima del hombro del viejo.

—Gentes del espectáculo —repitió el hombre, frunciendo el ceño como si se oliera algo malo. Volvió a mirar directamente a Rusty—. ¿Tienen ustedes algo de comida?

—Nos quedan algunas latas. Guisantes y algo así.

—Nosotros tenemos un tarro de café, y un poco de cerdo en salazón. Lleve el carro al cobertizo y traiga los guisantes.

Luego, el hombre cerró la puerta ante las narices de Rusty.

Después de que Rusty hubiera metido el carro en el cobertizo, él y Josh le quitaron los arreos a Mulo, para que el caballo pudiera alcanzar un pequeño montón de paja y algunas mazorcas de maíz secas. Josh vertió un poco de agua para el animal en un cubo y encontró una vieja palangana para que Killer también pudiera beber. El cobertizo estaba bien construido y al menos les protegía del viento, de modo que ninguno de los animales correría peligro de quedar congelado cuando oscureciera y llegara el verdadero frío de la noche.

—¿A ti qué te parece? —le preguntó Josh a Rusty con serenidad—. ¿Crees que ella puede entrar?

—No lo sé. A mí me parecen bien, aunque un poco recelosos.

—A ella le puede venir muy bien el calor, si es que tienen un fuego encendido. —Josh se sopló las manos y luego se inclinó para darse masaje en las doloridas rodillas—. No podemos hacerles comprender que no se trata de nada contagioso.

—No sabemos que no lo sea.

—Tú no lo tienes, ¿verdad? Si fuera contagioso, ya lo habrías contraído hace mucho tiempo, ¿no te parece?

—Sí —asintió Rusty—. Pero ¿cómo vamos a lograr que ellos se lo crean?

De pronto, la cremallera de la lona del carro descendió, corrida desde el interior.

—Me quedaré aquí —dijo la apagada voz de Swan desde dentro—. No hay ninguna necesidad de asustar a nadie.

—Ahí dentro tienen un fuego —le dijo Josh, encaminándose hacia la parte trasera de la carreta. Swan se estaba incorporando, inclinada, y silueteada por la débil luz de la lámpara—. Creo que sería bueno que entraras.

—No, no lo sería. Podéis traerme la comida aquí. Es mejor de ese modo.

Josh la miró. Ella llevaba una manta alrededor de los hombros, envolviéndole también la cabeza. En los siete años transcurridos, había crecido hasta alcanzar un metro setenta y cinco de altura, siendo ahora delgada y de piernas largas. Se le quebraba el corazón al darse cuenta de que ella estaba en lo cierto. Si los ocupantes de aquella casa se mostraban recelosos, era mucho mejor que se quedara donde estaba.

—De acuerdo —dijo con un tono de voz estrangulado—. Te traeré algo de comida.

Luego, se apartó del carro antes de verse obligado a echarse a llorar.

—Dame unas pocas latas de guisantes, ¿quieres? —le pidió Rusty.

Ella tomó a Bebé Llorón y golpeó con él las latas, luego se inclinó sobre ellas para tomar un par que puso en las manos de Rusty.

—Rusty, si disponen de algunos libros, me sentiría muy agradecida de poder tenerlos —le dijo—. Cualquier cosa serviría.

Él asintió con un gesto, aún extrañado de que ella pudiera leer.

—No estaremos fuera mucho tiempo —le prometió Josh, saliendo después del cobertizo, detrás de Rusty.

Una vez que se hubieron marchado, Swan bajó la compuerta de la parte posterior del carro y colocó una pequeña escalera hasta el suelo. Tanteando con la vara de zahorí descendió la escalera y se dirigió hacia la puerta del cobertizo, con la cabeza y el rostro todavía envueltos en la manta. Killer avanzó junto a sus pies, enfundados en botas, moviendo furiosamente la cola y ladrando para llamar su atención. El ladrido no era tan animado como lo había sido siete años antes; la edad le había quitado al terrier todo signo de presunción.

Swan se detuvo, dejó a un lado a Bebé Llorón y tomó a Killer en sus brazos. Después abrió un poco la puerta del cobertizo y asomó la cabeza, volviéndola hacia la izquierda, mirando a través de la nieve que seguía cayendo. La granja parecía tan cálida, tan invitadora, pero sabía que sería mucho mejor quedarse donde estaba. En el silencio, su respiración sonaba como el jadeo de un asmático.

A través de la nieve sólo pudo distinguir aquel único árbol que quedaba, débilmente iluminado por la luz que salía de la ventana. ¿Por qué sólo un árbol?, se preguntó. ¿Por qué se habían cortado todos los demás y sólo se había dejado este en pie?

Killer se enderezó y lamió la oscuridad donde estaba su rostro. Ella permaneció durante un rato mirando aquel único árbol. Luego, volvió a cerrar la puerta del cobertizo, recogió a Bebé Llorón y tanteó el camino hacia Mulo para acariciarle el lomo.

En el interior de la granja, un buen fuego resplandecía en la chimenea de piedra. Sobre las llamas borboteaba el contenido de un caldero de hierro, con cerdo en salazón y sopa de verduras. Tanto el hombre de rostro duro como su esposa, algo más tímida, se encogieron visiblemente cuando Josh Hutchins entró en la casa detrás de Rusty. Fue su tamaño, más que el pasamontañas, lo que les asombró, porque aun cuando había perdido bastante peso en los últimos años, había ganado en musculatura y su aspecto era formidable. Las manos de Josh estaban cruzadas por manchas blancas, y el viejo se las quedó mirando, con una sensación de incomodidad, hasta que Josh se las metió en los bolsillos.

—Aquí están los guisantes —dijo Rusty con nerviosismo, ofreciéndoselos al hombre.

Observó que el rifle estaba apoyado contra un lado de la chimenea, al alcance del viejo si este decidía tomarlo.

Se le aceptaron las latas de guisantes y el hombre se las entregó a la mujer, que miró con nerviosismo a Josh antes de dirigirse hacia el fondo de la casa.

Rusty se quitó los guantes y el abrigo, los dejó sobre una silla y luego también se quitó el sombrero. El cabello se le había vuelto casi completamente gris, y había mechones blancos en las sienes, a pesar de que sólo tenía cuarenta años. Llevaba la barba ribeteada de gris, y la cicatriz producida por la bala le había dejado un trallazo pálido en la mejilla. Los ojos aparecían rodeados por una red de profundas grietas y arrugas. Se quedó de pie delante de la hoguera, regodeándose con aquel calor tan maravilloso.

—Tienen ustedes un fuego muy bueno —comentó—. Seguro que eso aleja el frío.

El viejo aún seguía contemplando a Josh.

—Puede usted quitarse el abrigo y el pasamontañas si quiere.

Josh se quitó el abrigo. Debajo llevaba dos suéteres gruesos, uno encima del otro. Pero no hizo ningún movimiento para quitarse el pasamontañas.

El viejo se le acercó más, y luego, de pronto, se detuvo al ver la costra grisácea que oscurecía el ojo derecho del gigante.

—Josh es un luchador de lucha libre —se apresuró a explicar Rusty—. El Mefisto Enmascarado, ese es él. Yo soy un mago. ¿Lo ve? Formamos un Espectáculo viajero. Vamos de una ciudad a otra y actuamos a cambio de lo que la gente pueda entregarnos. Josh lucha con todo aquel que quiera desafiarlo, y si el otro tipo logra levantarlo del suelo, toda la ciudad recibe una representación gratuita.

El viejo hizo un gesto de asentimiento, con aire ausente, sin dejar de mirar a Josh. La mujer regresó, trayendo las latas que había abierto, y vació su contenido en el caldero, para agitarlo después con una cuchara de madera.

—Parece que le hayan sacado la camisa del cuerpo, señor —dijo por fin el viejo—. Supongo que en la última ciudad habrán tenido que ofrecer una representación gratuita, ¿verdad? —lanzó un gruñido, seguido de una risa cacareante y aguda. Los nervios de Rusty se relajaron algo, dándose cuenta de que hoy no tendrían muchos problemas—. Prepararé una taza de café —dijo el hombre, abandonando la habitación.

Josh se acercó a la chimenea para calentarse, y la mujer se apresuró a apartarse de él como si estuviera apestado. Como no quería asustarla, Josh cruzó la habitación y se quedó de pie ante la ventana, contemplando los tocones y el único árbol que quedaba en pie.

—Me llamo Sylvester Moody —dijo el hombre cuando regresó con una bandeja sobre la que había tazas de arcilla marrón—. La gente solía llamarme Sly, por aquel tipo que hizo tantas películas de lucha. —Dejó la bandeja sobre una pequeña mesa de madera de pino. Se acercó después a la repisa de la chimenea y tomó un espeso guante de asbesto; se lo puso y se inclinó sobre el fuego, descolgando una ahumada jarra metálica de café que colgaba de un clavo, al fondo de la pared—. Está bueno y caliente —dijo el hombre empezando a servir el líquido negro en las tazas—. No tenemos leche ni azúcar, así que no nos pidan. —Hizo un gesto hacia la mujer y añadió—: Esta es mi esposa, Carla. Se pone un poco nerviosa cuando hay extraños.

Rusty tomó una de las tazas calientes y bebió el café con gran placer, aunque aquel líquido era tan fuerte que habría podido derribar al propio Josh en un combate.

—¿Por qué sólo ha dejado un árbol en pie, señor Moody? —preguntó Josh.

—¿Eh?

Josh seguía de pie junto a la ventana.

—¿Por qué ha dejado ese árbol? ¿Por qué no lo ha cortado igual que ha hecho con los demás?

Sly Moody tomó una taza de café y se la llevó al gigante enmascarado. Hizo esfuerzos por no mirar directamente la mano de manchas blancuzcas que le aceptó la taza.

—Llevo viviendo en esta casa desde hace casi treinta y cinco años —contestó—. Eso es mucho tiempo para haberlo vivido en una sola casa y en un solo terreno, ¿no le parece? Oh, por ahí detrás tenía un estupendo campo de maíz. —Hizo un movimiento hacia la parte posterior de la casa—. También cultivaba un poco de tabaco y algunos guisantes, y cada año Jeanette y yo salíamos al jardín y… —se interrumpió de pronto, parpadeó y miró a Carla, que le estaba mirando con los ojos muy abiertos y una expresión conmocionada—. Lo siento, querida —dijo él—. Quiero decir que Carla y yo salíamos al jardín y traíamos a casa cestos llenos de buenas verduras.

La mujer, aparentemente satisfecha, dejó de agitar el contenido del caldero y abandonó la habitación.

—Jeanette fue mi primera esposa —explicó Sly con un tono de voz apresurado—. Murió unos dos meses después de que todo sucediera. Después, un buen día, me dirigía por la carretera a casa de Ray Featherstone, que supongo debe de estar a casi un par de kilómetros de aquí, y me encontré con un coche que se había salido de la carretera y estaba medio enterrado entre un montón de nieve. Bueno, allí había un hombre muerto, con el rostro azulado inclinado sobre el volante, y junto a él había una mujer que estaba medio muerta. Tenía en el regazo el cuerpo destripado de un perro caniche, y sostenía en la mano una lima para uñas… No voy a contarles todo lo que hizo para no morir congelada. En cualquier caso, estaba tan loca que no sabía nada de nada, ni siquiera su nombre o de dónde procedía. Así que la llamé Carla, el nombre de la primera chica a la que besé. Se quedó conmigo, y ahora cree que lleva viviendo treinta y cinco años en esta granja. —Meneó la cabeza, con los ojos oscuros y de mirada un tanto alucinada—. Resulta curioso, pero aquel coche era un Lincoln Continental, y cuando la encontré ella estaba cubierta de perlas y diamantes. Guardé todas esas baratijas en una caja de zapatos y más tarde las cambié por sacos de harina y bacón. Me imagino que ella ya no tenía ninguna necesidad de seguir viéndolas. La gente acudió y poco a poco se fue llevando distintas partes del coche, hasta que ya no quedó nada. Supongo que fue mejor de ese modo.

Carla regresó con unos cuencos y empezó a servir el estofado.

—Son malos tiempos —dijo Sly Moody con suavidad mirando el árbol. Luego, sus ojos empezaron a aclararse y por último sonrió débilmente—. ¡Ese de ahí es mi manzano! ¡Sí señor! Mire, al otro lado de ese campo tenía un manzanar. Cosechaba grandes cantidades de manzanas, pero después de que todo ocurriera y de que los árboles se murieran, empecé a cortarlos todos para aprovechar la madera en la chimenea. No le quedaban a uno muchas ganas de adentrarse demasiado en el bosque para buscar leña. Ray Featherstone quedó congelado apenas a cien metros de la puerta de su casa. —Guardó un momento de silencio y luego emitió un profundo suspiro—. Planté todos esos manzanos con mis propias manos. Los vi crecer, los vi estallar llenos de fruto. ¿Sabe qué día es hoy?

—No —contestó Josh.

—Yo llevo un calendario. Hago una marca cada día. He gastado muchos lápices. Hoy es el veintiséis de abril. Estamos en plena primavera. —Sonrió amargamente—. He cortado todos esos árboles, excepto uno, y he ido arrojando la madera al fuego, un trozo tras otro. Pero que me condenen si hinco el hacha a ese. Que me condenen si lo hago.

—La comida ya está casi preparada —anunció Carla. Tenía acento del norte, decididamente diferente al acento de Missouri que empleaba Sly—. Vamos a comer.

—Un momento —dijo Sly mirando a Rusty—. Creo recordar que dijo usted hallarse en compañía de dos amigos.

—Eso fue lo que dije. Hay una muchacha que viaja con nosotros. Ella… —dirigió una rápida mirada a Josh y luego volvió a mirar a Sly— se ha quedado en el cobertizo.

—¿Una muchacha? ¡Santo Dios, hombre! ¡Tráigala en seguida aquí para que tome algo de comida caliente!

—Eh…, no creo que…

—¡Vaya y tráigala! —insistió él—. ¡Ese cobertizo no es lugar para una muchacha!

—¿Rusty? —Josh seguía mirando por la ventana. Estaba a punto de caer la noche, pero aún distinguía el último manzano y la figura que estaba junto a él—. Ven aquí un momento.

En el exterior, Swan se sostuvo la manta alrededor de la cabeza y los hombros, como si fuera una capa, y observó las ramas del largo y delgado manzano; Killer correteó, trazando un par de círculos alrededor del árbol, y luego ladró sin mucha convicción, deseoso de regresar al interior del cobertizo. Por encima de la cabeza de Swan, las ramas se movían como brazos huesudos que estuvieran buscando algo.

Ella avanzó, hundiendo las botas en quince centímetros de nieve, y colocó la mano desnuda contra el tronco del árbol.

Estaba todo frío por debajo de sus dedos. Era algo frío y muerto desde hacía tiempo. Como todo lo demás, pensó ella. Todos los árboles, la hierba, las flores, todo estaba calcinado y sin vida, a causa de la radiación, desde hacía varios años.

Pero decidió que aquel árbol era muy bonito. Tenía un aspecto digno, como un monumento, y no merecía hallarse rodeado por los feos tocones de lo que antes había existido. Sabía que el sonido de dolor de este lugar tenía que haber sido un largo quejido de agonía.

Movió ligeramente la mano sobre la madera. Incluso en la muerte, había algo orgulloso en aquel árbol, algo desafiante y elemental, como un espíritu salvaje, como el corazón de una llama que jamás pudiera quedar extinguida por completo.

Killer ladró a sus pies, urgiéndola a darse prisa en terminar lo que estuviera haciendo.

—Está bien —dijo Swan—. Estoy prep…

Se detuvo de pronto y guardó silencio. «No estaré soñando esto… ¿verdad?».

Sus dedos le hormigueaban. Era una débil sensación, apenas suficiente para sentirla a través del frío.

Colocó la palma de la mano contra la madera. Una sensación hormigueante, como producida por finísimas y pequeñas agujas, le recorrió la mano. Todavía era una sensación débil, pero estaba creciendo, iba adquiriendo fuerza.

El corazón le dio un vuelco. Aquello era vida. Aún quedaba vida allí, en lo más profundo del árbol. Había transcurrido tanto, tanto tiempo desde la última vez que percibiera la agitación de la vida bajo sus dedos. La sensación casi volvió a resultarle nueva, y se dio cuenta entonces de lo mucho que la había echado de menos. Lo que parecía sentir como una débil corriente eléctrica se elevaba desde la tierra, a través de las suelas de sus botas, se movía por su espina dorsal, le recorría el brazo, y terminaba en la mano apoyada en la madera. El hormigueo cesó en cuanto retiró la mano. Volvió a apretar los dedos contra el árbol, con el corazón latiéndole con fuerza, y percibió un choque tan poderoso que casi fue como si un fogonazo le hubiera recorrido la espalda.

Le tembló todo el cuerpo. La sensación se hacía cada vez más fuerte, ahora ya casi dolorosa, con los huesos doliéndole a causa del pulso de energía que se transmitía a través de ella y penetraba en el árbol. Cuando ya no pudo resistirlo más, retiró de nuevo la mano. Los dedos le seguían hormigueando.

Pero aún no había terminado. Siguiendo un impulso, extendió el dedo índice y trazó las letras sobre la corteza del árbol; S… W… A… N.

—¡Swan!

La voz sonó desde la casa, y la asustó. Se volvió hacia el lugar de donde le había llegado el sonido y, al hacerlo, el viento le arrancó la manta que le cubría la cabeza, apartándosela de los hombros.

Sly Moody estaba de pie, entre Josh y Rusty, sosteniendo un farol, a cuya luz amarillenta vio que la figura que estaba debajo del manzano no tenía rostro.

La cabeza estaba cubierta de costras grisáceas, que se habían iniciado como pequeñas verrugas negras, se habían espesado y finalmente extendido con el paso de los años, conectándose con otros tendones grises, como sarmientos entrelazados. Las costras le habían cubierto la cabeza como si formaran un casco hecho a base de nudos, cubriéndole los rasgos faciales y dejándolos ocultos, a excepción de una pequeña hendidura en el ojo izquierdo y un agujero desigual sobre la boca, a través del cual respiraba y comía.

Por detrás de Sly, Carla lanzó un grito.

—Oh…, santo Dios… —susurró Sly.

La figura sin rasgos faciales volvió a sujetar la manta y se envolvió la cabeza en ella. Josh escuchó el grito desgarrador de Swan, al tiempo que la muchacha echaba a correr hacia el cobertizo.