Espuma verde
Las ruedas de la bicicleta producían un sonido cantarín en la oscuridad. De vez en cuando, saltaban sobre un cadáver, o giraban para rodear un coche destrozado, pero las piernas que las impulsaban tenían lugares adónde ir.
Con zapatos de dos toneladas sobre los pedales, el hombre se inclinaba hacia adelante y pedaleaba a lo largo de la Interestatal ochenta, a unos dieciocho kilómetros al oeste de la frontera con Ohio. Las cenizas de Pittsburgh manchaban su traje. Había pasado dos días entre las ruinas, encontrado a un grupo de supervivientes, y mirado en sus mentes, en busca del rostro de la mujer con el círculo de cristal. Pero aquel rostro no estaba en ninguna de las mentes, y antes de marcharse los convenció a todos de que comer la carne quemada de los cuerpos muertos era una cura para el envenenamiento por radiación. Incluso les ayudó a empezar con el primero.
«Bon appétit», pensó. Por debajo de él, las piernas pedaleaban como pistones.
«¿Dónde estás? —se preguntó—. ¡No puedes haber llegado tan lejos! ¡Todavía no! A menos que viajes muy de prisa, día y noche, porque sabes que te ando pisando los talones».
Cuando los lobos aparecieron tras él, pensó que habrían dado buena cuenta de ella, en alguna parte del este de Pennsylvania. Pero si eso era así, ¿dónde estaba la bolsa de cuero? El rostro de ella tampoco había estado en las mentes de los centinelas de Homewood, y si se hubiera encontrado allí, ellos lo hubieran sabido. Así que ¿dónde estaba? Y, lo más importante, ¿dónde estaba aquel objeto de cristal?
No le gustaba la idea de que estuviera allí, en alguna parte. No sabía lo que era, o por qué se había formado, pero, fuera lo que fuese, quería aplastarlo bajo sus zapatos, quería romperlo en pequeños fragmentos y arrojar aquellos trozos al rostro de la mujer.
«Hermana», pensó, y se echó a reír.
Sus dedos se sujetaban con fuerza al manillar. Tenía que encontrar el círculo de cristal. Tenía que encontrarlo. Esta era su fiesta, y esas cosas no se permitían. No le gustaba nada la forma en que la mujer lo había mirado…, y tampoco le gustaba nada la forma en que ella había luchado para salvarlo. Sí, tenía que encontrar el círculo de cristal, hacerlo añicos y que ella se tragara los restos. No había forma de saber a cuántos más podría infectar aquella mujer si no la detenía.
Quizá ya hubiera muerto. Quizá alguien de su misma clase la había matado, o le había robado la bolsa. Quizá, quizá, quizá…
Había demasiados imponderables. Pero no importaba quién lo tuviera, o dónde estuviera, tenía que encontrar el círculo de cristal, porque una cosa como aquella no podía existir, y cuando se puso oscura y fría en sus manos, supo que le estaba leyendo el alma.
«¡Esta es mi fiesta!», gritó, al tiempo que pasaba por encima de un hombre muerto que se interpuso en su camino.
Pero había muchos lugares donde buscar, demasiadas carreteras que seguir. Ella tenía que haber salido de la Interestatal ochenta antes de llegar a Homewood. Pero ¿por qué lo habría hecho? Recordaba que ella había dicho: «Seguimos hacia el oeste». En tal caso, seguiría el camino más fácil, ¿no? ¿Podía haberse refugiado en una de las pequeñas aldeas existentes entre Jersey City y Homewood? En tal caso, eso significaría que estaría por detrás de él, no por delante.
Pero al este de Homewood todo y todos estaban muertos. Lo único que quedaba era ese condenado puesto de la Cruz Roja, ¿no?
Aminoró la marcha al encontrarse con un desvencijado cartel que decía: «NEW CASTLE, PRÓXIMA SALIDA A LA IZQUIERDA». Iba a tener que detenerse y encontrar un mapa en alguna parte, y quizá volver sobre sus pasos siguiendo otra carretera. Quizá ella se había dirigido hacia el sur, y no había pasado por Homewood. Quizá se encontrara ahora mismo en una carretera comarcal, en alguna parte, encogida delante de una hoguera y jugando con la condenada cosa de cristal. Quizá, quizá, quizá…
Era un país muy grande. Pero él disponía de tiempo, razonó al salir de la Interestatal ochenta por la salida de New Castle. Disponía de mañana, y del día siguiente, y del otro. Ahora era su fiesta, y era él quien dictaba las reglas.
La encontraría. Oh, sí. La encontraría y le arrebataría aquel círculo de cristal.
Se dio cuenta de que el viento había aflojado. No soplaba ya con la dureza con que había estado soplando durante las últimas horas. Esa era la razón por la que no había podido buscar adecuadamente aún. Tenía problemas para seguir buscando cuando el viento era demasiado fuerte…, pero el viento también era su amigo, porque extendía el polvo de la fiesta.
Se lamió un dedo con una lengua áspera como la de un gato y lo sostuvo en alto. Sí, el viento había remitido notablemente, aunque algunas ráfagas errantes seguían soplando en su cara, trayéndole el olor a carne quemada. Había llegado el momento de empezar, de hecho ya había pasado.
Abrió la boca. Se irguió, con sus ojos negros mirando fijamente desde un rostro elegante.
Una mosca se posó sobre su labio superior. Era una mosca brillante, fea y verdosa, la clase de mosca que puede salir volando en cualquier momento de las narices de un cadáver hinchado. El insecto permaneció allí, agitando sus alas iridiscentes.
Otra mosca surgió de su boca. Luego una tercera, una cuarta y una quinta. Otras seis más salieron arrastrándose y permanecieron en su labio inferior. Luego salió otra docena como una oleada verdosa. En pocos segundos más había más de cincuenta moscas alrededor de su boca, como una espuma verde que zumbaba y se retorcía con una ávida anticipación.
«¡Fuera!», susurró, y el movimiento de sus labios envió al aire el primer grupo de moscas, cuyas alas vibraron contra el viento hasta que encontraron su equilibrio en el vuelo. Otras surgieron en seguida, nueve o diez a la vez, y sus formaciones echaron a volar en todas direcciones. Formaban parte de él, y vivían en los húmedos sótanos de su alma, donde crecían aquellas cosas, y una vez que hubieran recorrido su lento radio de cuatro o cinco kilómetros, regresarían a él como si fuera el centro del universo. Y cuando regresaran, él vería lo que ellas habían visto: una hoguera encendida, arrancando destellos de un círculo de cristal; o el rostro de ella, dormido en una habitación donde creía estar a salvo. Si las moscas no la encontraban esta noche, siempre habría un mañana. Y otro día siguiente. Tarde o temprano, encontrarían una grieta en la pared que le permitiría seguirle el rastro, y en esta ocasión bailaría la danza de la muerte sobre los huesos de ella.
Tenía la cara rígida, con los ojos como agujeros negros en un rostro que asustaría a la propia luna. Las dos últimas cosas que parecían moscas pero que eran en realidad extensiones de sus orejas y ojos, salieron de entre sus labios y levantaron el vuelo, en dirección sureste.
Y sus zapatos de dos toneladas siguieron pedaleando, y las ruedas de la bicicleta continuaron cantando, y los muertos fueron aplastados allí donde se encontraran.