Un cristiano en un Cadillac
El gimnasio de la escuela superior de Homewood se había transformado en un hospital, y la Cruz Roja y el personal del ejército habían instalado generadores que mantenían la electricidad en funcionamiento. Un ojeroso médico de la Cruz Roja, llamado Eichelbaum condujo a Hermana y a Paul Thorson a través del laberinto de personas acostadas en catres y colchones sobre el suelo. Hermana sostenía la bolsa pegada al costado. No se había separado más de cinco pasos de ella en los tres días transcurridos desde que sus disparos contra los lobos fueran escuchados por un grupo de centinelas. Una comida caliente hecha a base de maíz, arroz y un café humeante le había sabido como el más delicioso de los banquetes.
Había entrado en un cubículo, en el interior de un edificio donde un cartel anunciaba «INGRESOS», y había permitido que la desnudara una enfermera, vestida con un uniforme blanco y una mascarilla, que luego le había recorrido el cuerpo con un contador Geiger. La enfermera retrocedió unos tres pasos cuando la aguja del contador casi se salió de la escala. A continuación, Hermana fue restregada con alguna clase de polvo blanco y granuloso, pero el contador seguía cacareando como un gallo en un gallinero. Otra media docena de friegas a fondo permitieron que la lectura descendiera a un nivel aceptable, pero cuando la enfermera dijo: «Tendremos que disponer de esto», y tendió la mano hacia la bolsa, Hermana la sujetó por el cogote y le preguntó si deseaba seguir viviendo.
Dos médicos de la Cruz Roja y un par de oficiales del ejército, que parecían exploradores, a excepción de las lívidas quemaduras que les cruzaban las caras, no pudieron arrancarle la bolsa a Hermana, y finalmente el doctor Eichelbaum levantó los brazos con un gesto de impotencia y gritó:
—¡Está bien! ¡Entonces desinfecten ese maldito trasto hasta quitarle toda la mierda! La bolsa fue restregada varias veces y sobre su contenido se vertió una abundante cantidad del polvo blanco y granuloso.
—¡Limítese a tener esa condenada bolsa cerrada, señora! —le espetó Eichelbaum, que tenía un lado de la cara cubierto de quemaduras azuladas, y que había perdido la visión en uno de los ojos—. ¡Si la veo abrirla una sola vez, le aseguro que irá a parar al incinerador!
Tanto a Hermana como a Paul Thorson les entregaron monos blancos bastante amplios. La mayoría de los demás también los llevaban, así como botas de goma, pero Eichelbaum les informó que el «calzado antirradiación» se había terminado ya desde hacía varios días.
El doctor Eichelbaum había extendido sobre las marcas de quemaduras del rostro de Hermana una sustancia de la consistencia de la vaselina, y había examinado muy atentamente un espeso trozo de piel, justo por debajo de la barbilla, que tenía el aspecto de una costra, rodeada por cuatro pequeñas protuberancias, como si fueran verrugas. Encontró otras dos verrugas en un extremo de la mandíbula, bajo la oreja izquierda, y una séptima en el pliegue del ojo izquierdo. Le dijo que aproximadamente el sesenta y cinco por ciento de los supervivientes mostraban marcas similares, y que probablemente se trataba de cáncer de piel, pero que él no podía hacer nada al respecto. Según le informó, cortarlas con un escalpelo no haría más que acelerar su crecimiento, y le mostró la fea marca, como de una costra, que le estaba creciendo a él mismo en la punta de la barbilla. Afirmó que lo más peculiar de aquellas marcas era que sólo aparecían en o cerca de la zona facial; no había visto ninguna que se encontrara por debajo del cuello, o en los brazos, piernas o cualquier otra zona de piel de los supervivientes expuesta a las explosiones.
El hospital improvisado estaba lleno de víctimas de quemaduras, personas que tenían náuseas de radiación, y que se encontraban conmocionadas y deprimidas. Los peores casos habían sido alojados en el auditorio de la escuela, y su índice de mortalidad, según Eichelbaum, era aproximadamente del noventa y nueve por ciento. El suicidio también constituía un grave problema y, a medida que transcurrían los días, y la gente parecía ir comprendiendo más la magnitud del desastre, aumentaba el número de personas encontradas colgando de los árboles.
El día anterior, Hermana había ido a la biblioteca pública de Homewood y encontró el edificio desierto. La mayoría de los libros habían desaparecido, utilizados como combustible en los fuegos que mantenían viva a la gente. Se habían sacado las estanterías, y también se habían llevado las mesas y las sillas para quemarlas. Hermana dio la vuelta a una de las pocas alas donde aún quedaban estanterías de libros, y se encontró mirando fijamente el calzado antirradiación de una mujer que se había subido a la escalera y se había colgado de una sujeción de luz en el techo.
Pero encontró lo que andaba buscando, en medio de un montón de enciclopedias, libros de historia de Estados Unidos, el Almanaque del granjero y otros pocos ejemplares más que aún no habían sido quemados. Y allí lo vio por sí misma.
—Aquí está —dijo el doctor Eichelbaum, abriéndose paso por entre los últimos catres, dirigiéndose hacia el que ocupaba Artie Wisco.
Estaba sentado, apoyado contra una almohada, con una bandeja-mesa entre su camastro y el de su izquierda, enfrascado en un juego de póquer con un joven hombre negro cuyo rostro estaba cubierto de quemaduras blancas y triangulares tan precisas que parecían como si se las hubieran estampado en la piel.
—¡Eh! —exclamó Artie, sonriéndoles a Hermana y a Paul en cuanto se le aproximaron—. ¡El local está lleno! —volvió las cartas y se las enseñó al hombre negro.
—¡Te he visto! ¡Haces trampas!
Pero el hombre contó unos palillos de dientes, separándolos de un montoncito que tenía en su lado de la bandeja.
—¡Mira esto! —dijo Artie apartándose la sábana y dejando al descubierto el apretado esparadrapo que le cruzaba las costillas—. ¡Robot quiere bailar claqué sobre mi vientre!
—¿Robot? —preguntó Hermana, y el joven negro levantó un dedo para tocarse la punta de un sombrero imaginario.
—¿Cómo se siente hoy? —le preguntó el médico a Artie—. ¿Le ha tomado la enfermera su muestra de orina?
—¡Claro que sí! —dijo Robot, y añadió riendo—: El pequeño estúpido tiene un instrumento que le cuelga desde aquí hasta Philadelphia.
—Aquí no hay mucha intimidad —le explicó Artie a Hermana, tratando de conservar su dignidad—. Tienen que tomar las muestras delante de Dios y de todo el mundo.
—Algunas de las mujeres que hay por aquí han visto lo que tienes, estúpido, y no tardarán en caer de rodillas a tus pies, ¡te lo aseguro!
—¡Oh, vamos! —exclamó Artie sintiéndose turbado—. ¿Quieres cerrar el pico?
—Parece que estás mucho mejor —dijo Hermana.
Artie ya no tenía la piel gris y pálida, y aunque la cara era un amasijo de vendajes y lívidas marcas escarlata de quemaduras, queloides, como las había llamado el doctor Eichelbaum, a ella le pareció que incluso tenía un color saludable en el rostro.
—Oh, sí, ¡cada vez estoy más guapo! Uno de estos días me voy a mirar en el espejo y voy a ver reflejada la sonrisa de Cary Grant.
—Por aquí no hay espejos, tonto —le recordó Robot—. Se han roto todos.
—Artie ha respondido bastante bien a la penicilina que le hemos estado administrando. Gracias a Dios, aún nos queda porque si no la mayoría de esta gente moriría a causa de las infecciones —dijo el doctor Eichelbaum—. Todavía le queda un tiempo para hallarse totalmente fuera de peligro, pero creo que se pondrá bien.
—¿Qué me dice del muchacho, de Buchanan? ¿Y de Mona Ramsey? —preguntó Paul.
—Tendré que comprobar la lista, pero no creo que ninguno de ellos esté en estado crítico. —Echó un vistazo alrededor del gimnasio y meneó la cabeza—. Hay tantos que no doy abasto a todos ellos. —Se volvió a mirar a Paul—. Si tuviéramos la vacuna de la rabia, se la pondríamos a todos, pero no la tenemos, así que no puedo. Sólo cabe confiar en que ninguno de esos lobos tuviera la rabia.
—¡Eh, doctor! —dijo Artie—. ¿Cuándo cree usted que podré salir de aquí?
—En cuatro o cinco días como mínimo. ¿Por qué? ¿Tiene intenciones de irse a alguna parte?
—Sí —contestó Artie sin la menor vacilación—. A Detroit.
El médico ladeó la cabeza, de modo que su único ojo se fijó con firmeza en Artie Wisco.
—Detroit —repitió—. He oído decir que fue una de las primeras ciudades en ser alcanzada. Lo siento, pero no creo que Detroit siga existiendo.
—Quizá no. Pero allí es adónde voy. Allí es donde está mi casa, y mi esposa. Vaya, ¡si yo mismo me crie en Detroit! Al margen de que la ciudad haya sido alcanzada o no, tengo que regresar y ver por mí mismo lo que haya quedado.
—Probablemente, queda lo mismo que en Philadelphia —dijo Robot con tranquilidad—. ¡Qué barbaridad! De Philadelphia no han quedado ni las cenizas.
—Tengo que regresar a casa —insistió Artie con voz resuelta—. Allí es donde está mi esposa. —Levantó la cabeza para mirar a Hermana—. La vi, ¿sabes? La vi en el círculo de cristal, y tenía el mismo aspecto que cuando era una muchacha. Quizá eso signifique algo…, como si yo tuviera que tener la fe para seguir mi camino hasta Detroit, para seguir buscándola. Quizá la encuentre…, o quizá no, pero tengo que intentarlo. Vas a venir conmigo, ¿verdad?
Hermana guardó silencio. Luego sonrió débilmente y dijo:
—No, Artie, no puedo. Yo tengo que ir a otro sitio.
—¿Adónde? —preguntó él frunciendo el ceño.
—Yo también he visto algo en el círculo de cristal, y tengo que descubrir lo que significa. Tengo que hacerlo, del mismo modo que tú tienes que ir a Detroit.
—No sé de qué demonios está hablando —intervino el doctor Eichelbaum—, pero, en cualquier caso, ¿adónde cree que va a ir?
—A Kansas —contestó Hermana, y vio como parpadeaba el único ojo del médico—. A una ciudad llamada Matheson. He encontrado el nombre en el mapa de carreteras de Rand McNally.
Había desobedecido las órdenes del médico y había abierto la bolsa el tiempo suficiente para meter en ella el mapa de carreteras que se había llevado de la biblioteca, dejándolo cerca del círculo de cristal cubierto de polvo blanco.
—¿Sabe usted qué distancia hay de aquí a Kansas? ¿Cómo va a lograr llegar hasta allí? ¿Andando?
—Así es.
—Parece que no comprende usted esta situación —dijo el médico serenamente. Hermana reconoció el tono de voz como similar al que utilizaban las enfermeras del manicomio para dirigirse a las locas—. La primera oleada de misiles nucleares alcanzó a todas las grandes ciudades de este país —explicó—. La segunda oleada alcanzó las bases navales y aéreas. La tercera alcanzó a las ciudades pequeñas y las industrias rurales. Luego, la cuarta oleada remató todo lo poco que aún quedaba sin arder. Por lo que he oído decir, hay un desierto al este y al oeste de unos setenta y cinco kilómetros de radio a partir de este punto. No quedan más que ruinas, gente muerte y otra gente que desearía estarlo. ¿Y usted quiere dirigirse a Kansas? Claro. La radiación la mataría antes de que hubiera logrado recorrer doscientos kilómetros.
—He sobrevivido a la explosión de Manhattan, lo mismo que Artie. ¿Cómo es posible que la radiación no nos haya matado ya?
—Algunas personas parecen ser mucho más resistentes que otras. Es una cuestión de suerte. Pero eso no quiere decir que pueda usted seguir absorbiendo radiación como si no pasara nada.
—Doctor, si tuviera que morir a causa de la radiación, estaría ya en los puros huesos. Y, de todos modos, el aire está lleno de mierda… ¡Lo sabe usted tan bien como yo! ¡La contaminación está en todas partes!
—El viento la transporta, en efecto —asintió él—. Pero lo que usted pretende es regresar a una zona super contaminada. No conozco sus razones para querer ir…
—No, no las conoce, y no puede conocerlas. Así que ahórrese el consejo. Voy a quedarme a descansar aquí durante un tiempo y luego me marcharé.
El doctor Eichelbaum se dispuso a protestar de nuevo, pero entonces se dio cuenta de la determinación que se reflejaba en la mirada de la mujer, y supo que ya no había nada más que decir. Sin embargo, tenía que pronunciar la última palabra.
—Está usted loca.
Y tras decir esto se dio media vuelta y se alejó, pensando que tenía cosas más importantes que hacer que intentar impedir que otra persona chalada se suicidara.
—Kansas —dijo Artie Wisco con suavidad—. Eso está muy lejos de aquí.
—Sí. Voy a necesitar un buen par de zapatos.
De pronto, los ojos de Artie brillaron a causa de las lágrimas. Extendió una mano y tomó la de Hermana, apretándola contra su pecho.
—Que Dios te bendiga —le dijo—. Oh…, que Dios te bendiga.
Hermana se inclinó y le abrazó, y él la besó en la mejilla: Hermana percibió la humedad de una lágrima y sintió un profundo dolor en su propio corazón.
—Eres la mujer más exquisita que he conocido nunca —le dijo Artie—. Quiero decir, después de mi esposa, claro.
Ella le besó y luego se irguió de nuevo. Tenía los ojos húmedos, y sabía que en el futuro pensaría en él muchas veces, y que en su corazón rezaría una oración por él.
—Vas a Detroit, y la encuentras. ¿Me has oído? —le dijo.
—Sí, te he oído —dijo Artie asintiendo, con los ojos tan brillantes como monedas recién acuñadas.
Hermana se volvió y se alejó, seguida por Paul Thorson. Detrás de ella, escuchó a Robot diciendo:
—Hombre, yo tenía un tío en Detroit y estaba pensando que…
Hermana se abrió paso por entre las camas y salió del hospital. Permaneció de pie, mirando fijamente el campo de fútbol, cubierto de tiendas, coches y camiones. El cielo era de un color gris apagado, con nubes bajas. Hacia la derecha, frente a la escuela superior, bajo un largo toldo rojo, había un gran panel donde la gente dejaba mensajes y preguntas. Siempre había mucha gente delante, y Hermana lo había recorrido el día anterior, leyendo los mensajes y ruegos garabateados sobre papel de envolver: «Busco a mi hija, Becky Rollins, de catorce años. Perdida en la zona de Shenandoah el 17 de julio…»; «Cualquiera que disponga de información sobre la familia DiBattista, de Scranton, por favor, deje…»; «Busco al reverendo Bowden, de la Iglesia Presbiteriana de Hazleton, se requieren urgentemente sus servicios…».
Hermana se encaminó hacia la verja que rodeaba el campo de fútbol, dejó la bolsa en el suelo, junto a ella, rodeó la barandilla con los dedos y la apretó con fuerza. Detrás de ella, escuchó el gemido de una mujer ante el panel de anuncios, y Hermana miró hacia allí. «Oh, Dios —pensó—, ¿qué hemos hecho?».
—Kansas, ¿eh? ¿Para qué diablos quieres ir allí? —Paul Thorson estaba a su lado, apoyado contra la barandilla. Llevaba una tablilla firmemente sujeta sobre el puente de la nariz rota—. Kansas —repitió—. ¿Qué es lo que hay allí?
—Una ciudad llamada Matheson. Lo vi en el círculo de cristal, y lo encontré en el mapa de carreteras. Allí es a donde me dirijo.
—Sí, pero ¿por qué?
Se levantó el cuello de la raída chaqueta de cuero para protegerse del frío; había luchado por conservar aquella chaqueta con la misma tenacidad con la que Hermana había luchado por conservar la bolsa, y ahora la llevaban por encima del mono blanco y limpio.
—Porque… —Se detuvo, y entonces decidió contarle lo que había estado pensando desde que encontrara el mapa de carreteras en la biblioteca—. Porque tengo la sensación de estar siendo conducida hacia algo… o alguien. Creo que las cosas que he estado viendo en ese cristal son reales. Creo que he caminado en sueños por lugares reales. No sé por qué ni cómo. Quizá el círculo de cristal sea como…, no lo sé, como una especie de antena o algo parecido. O como un radar, o una llave que abre una puerta cuya existencia me era totalmente desconocida. Creo que estoy siendo dirigida por alguna razón, y tengo que ir.
—Ahora estás hablando como la mujer que vio un monstruo con ojos feroces.
—No espero que me comprendas. No espero que te importe nada, y no te he pedido tu opinión. En cualquier caso, ¿qué haces tú dando vueltas a mí alrededor? ¿Es que no te han asignado una tienda?
—Sí, me la han asignado. Me alojo allí junto con otros tres hombres. Uno de ellos no hace más que llorar, y el otro no puede dejar de hablar de béisbol. Y resulta que yo odio el béisbol.
—¿Qué es lo que no odias, Paul Thorson?
Se encogió de hombros y miró a su alrededor, observando a una pareja de ancianos, con las caras llenas de queloides, que se apoyaban el uno en el otro, alejándose tambaleantes del panel de anuncios.
—No odio el estar solo —contestó finalmente—. No odio depender de mí mismo. Y tampoco me odio, aunque a veces no me guste mucho como soy. No odio el beber. Y creo que eso es todo.
—Me parece muy bien. En cualquier caso, quiero darte las gracias por haberme salvado la vida, y también la de Artie. Te has ocupado muy bien de nosotros, y te lo agradezco. Bueno… —dijo extendiendo la mano para despedirse.
Pero él no se la estrechó.
—¿Posees alguna cosa que valga algo? —le preguntó Paul.
—¿Eh?
—Algo valioso. ¿Tienes algo que valga la pena cambiar?
—¿Cambiar por qué?
Señaló con un gesto hacia los vehículos aparcados en el campo. Se quedó mirando un viejo jeep del ejército, con un manchado toldo convertible pintado con colores de camuflaje.
—¿Tienes en esa bolsa algo que puedas cambiar por un jeep?
—No, no tengo nada…
Y entonces recordó que en lo más hondo de la bolsa aún conservaba los trozos de cristal con joyas incrustadas que había recogido, junto con el círculo, en las ruinas de Steuben Glass y Tiffany’s. Los había transferido desde la bolsa Gucci y se había olvidado de ellos.
—Vas a necesitar un medio de transporte —siguió diciendo él—. No puedes caminar desde aquí a Kansas. ¿Y qué piensas hacer con respecto a la gasolina, la comida y el agua? Necesitarás un arma, cerillas, una buena linterna y ropas calientes. Como ya te dije antes, lo que vas a encontrarte es algo así como Dodge City y el infierno de Dante todo junto.
—Quizá sea así. Pero ¿por qué iba a importarte eso a ti?
—No me importa. Sólo trato de advertirte. Eso es todo.
—Puedo cuidar de mí misma.
—Sí, apuesto a que sí. Apuesto a que tú fuiste la bruja del baile.
—¡Eh! —gritó alguien—. ¡Eh, la estaba buscando a usted, señora! —Se les acercaba el hombre alto con el abrigo forrado de vellón y la gorra, que había estado de guardia y escuchado los disparos contra los lobos—. Andaba buscándola —dijo, masticando un par de pastillas de chicle—. Eichelbaum me dijo que andaba usted por aquí.
—Ya me ha encontrado. ¿Qué ocurre?
—Bueno…, me pareció desde el principio que me resultaba usted familiar. Pero el tipo me dijo que llevaba usted una gran bolsa de cuero, y eso fue lo que me despistó.
—¿De qué está usted hablando?
—Sucedió dos o tres días antes de que llegaran ustedes. El tipo llegó pedaleando por la Interestatal ochenta como si hubiera salido a pasear en una tarde de domingo; montaba una de esas bicicletas de carreras, con el manillar realmente bajo. Oh, lo recuerdo porque el viejo Bobby Coates y yo estábamos de vigilancia en el campanario de la iglesia, y Bobby me dio un codazo en el brazo y me dijo: «Cleve, ¡mira esa mierda!». Bien, miré, lo vi y aún sigo sin creérmelo.
—Desembuche de una vez, hombre —le espetó Paul—. ¿Qué era?
—Oh, era un hombre. Iba pedaleando en esa bicicleta a lo largo de la Interestatal ochenta. Pero lo más extraño de todo era que le seguían unos treinta o cuarenta lobos, casi pisándole los talones. Sólo corrían. Y antes de llegar a la parte superior de la colina, el tipo se bajó tranquilamente de la bicicleta, se volvió… y los lobos se detuvieron, se acobardaron y agacharon las cabezas como si hubieran visto al mismo Dios. Luego dieron media vuelta y echaron a correr, y el tipo montó de nuevo en la bicicleta y pedaleó hasta lo alto de la colina. —Cleve se encogió de hombros, con una expresión de asombro en su rostro bovino—. Bueno, bajamos a por él. Era un tipo grande, corpulento, aunque difícil de saber qué edad podría tener. Tenía el cabello blanco, pero su cara era joven. En cualquier caso, vestía un traje, una corbata y un impermeable gris. No parecía estar herido ni nada de eso. Llevaba zapatos de dos colores. Recuerdo eso bastante bien. Zapatos de dos colores. —Cleve lanzó un gruñido, meneó la cabeza y miró directamente a Hermana—. Nos preguntó por usted, señora. Nos preguntó si habíamos visto a una señora con una gran bolsa de cuero. Nos dijo que era usted pariente suyo, y que tenía que encontrarla. Parecía realmente anhelante e interesado por encontrarla. Pero ni yo ni Bobby sabíamos nada de usted, claro. Entonces, el tipo les preguntó a los otros centinelas, pero ellos tampoco sabían nada. Lo admitimos en Homewood, le ofrecimos comida y cobijo, y lo acompañamos a los de la Cruz Roja para que lo examinaran.
El corazón de Hermana había empezado a latir con fuerza y se sintió muy fría.
—¿Qué… ocurrió con él?
—Oh, siguió su camino. Nos dio las gracias y dijo que aún le quedaban muchos kilómetros por delante. Luego, nos deseó buena suerte y se marchó pedaleando, perdiéndose de vista, hacia el oeste.
—¿Cómo sabe usted que ese tipo andaba buscándola precisamente a ella? —preguntó Paul—. ¡Podría haber estado buscando a cualquier otra mujer que llevara una bolsa de cuero!
—Oh, no —contestó Cleve con una sonrisa—. Describió tan bien a esta señora que yo pude ver su cara en mi mente. Como si estuviera viendo una fotografía. Por eso pensé al principio que usted me resultaba familiar; pero ha sido sólo esta mañana cuando he logrado acordarme. Claro, no llevaba usted la bolsa de cuero, y eso fue lo que me despistó. —Miró a Hermana—. ¿Lo conocía usted, señora?
—Sí —contestó ella—. Oh, sí, lo conozco. ¿Le dijo… cuál era su nombre?
—Hallmark. Darryl, Dal, Dave… o algo así. Se dirigió hacia el oeste. No sé qué hallará allí. Es una pena que no se hayan podido encontrar ustedes.
—Sí, es una pena —asintió Hermana, que se sentía como si le hubieran puesto una coraza de acero alrededor de las costillas.
Cleve ve se llevó una mano a la gorra y se marchó. Hermana se sentía a punto de desmayarse, y tuvo que apoyarse sobre la barandilla.
—¿Quién era él? —preguntó Paul, pero el tono de su voz decía que tenía miedo de saberlo.
—Tengo que ir a Kansas —dijo Hermana con firmeza—. Tengo que seguir lo que he estado viendo en el círculo de cristal. Él no va a dejar de buscarme, porque también quiere el círculo. Quiere destruirlo, y yo no puedo permitir que le ponga las manos encima, porque entonces nunca sabré lo que se supone que debo encontrar. O a quién debo encontrar.
—Vas a necesitar un arma. —Paul se sentía asustado, tanto por la historia que había contado Cleve como por el terror que se reflejaba en los ojos de Hermana. Ningún ser humano habría sido capaz de escapar de aquellos lobos sin un solo rasguño, y mucho menos montado en una bicicleta de carreras. ¿Sería posible que todo lo que le había contado ella fuera verdad?—. Un arma bastante potente.
—No hay ninguna que lo sea.
Tomó su bolsa y empezó a caminar, alejándose de la escuela superior, subiendo por la colina, hacia la tienda que se le había asignado.
Paul se quedó donde estaba, mirándola. «¡Mierda! —pensó—. ¿Qué está sucediendo aquí? Esta mujer tiene muchas agallas, pero va a dejar que la destrocen ahí, en la Interestatal ochenta». Pensó que tenía tantas posibilidades de llegar a Kansas como las tendría de llegar al cielo un cristiano montado en un Cadillac. Observó los centenares de tiendas esparcidas por las colinas boscosas, y los pequeños fuegos de campamento y lámparas que iluminaban Homewood, y se estremeció.
«Esta condenada ciudad tiene ya demasiados habitantes», pensó. No podía soportar el tener que vivir en una tienda con otros tres hombres. Fuera a donde fuese, siempre había gente. Estaban por todas partes, y sabía que al cabo de poco tiempo él mismo tendría que emprender la marcha por la carretera o volverse loco. Así que ¿por qué no ir a Kansas? ¿Por qué no?
«Porque nunca llegaremos allí», se contestó a sí mismo.
«¿De veras? ¿Y tenías intenciones de vivir eternamente?».
Tras un momento de reflexión, se dijo: «No puedo dejar que se marche sola. ¡Santo Dios, no puedo!».
—¡Eh! —le gritó, pero ella continuó su marcha y ni siquiera se volvió—. ¡Eh, quizá te ayude a conseguir un jeep! ¡Pero eso es todo! ¡No esperes que haga nada más! —Hermana continuó caminando, sumida en sus pensamientos—. Está bien, de acuerdo, te ayudaré también a conseguir algo de comida y agua. ¡Pero tú te encargas del arma y de la gasolina!
«Un paso cada vez —estaba pensando ella—. Un paso cada vez y el siguiente te lleva a donde quieras ir. Oh, Señor, me queda un camino tan largo por recorrer…».
—¡Está bien, maldita sea! ¡Te ayudaré! Finalmente, Hermana le escuchó y se volvió hacia él.
—¿Qué has dicho?
—¡He dicho que te ayudaré! —Se encogió de hombros y empezó a caminar hacia ella—. Da lo mismo que añada otra capa a la gran mierda.
—Sí, da lo mismo —dijo ella con una sonrisa.
Llegó la oscuridad, y una lluvia helada cayó sobre Homewood. En los bosques, los lobos aullaban, y el viento trasladaba la radiación por todo el país. El mundo giraba hacia un nuevo día.