Un viejo cristal humeante
Swan y Josh llevaban tres días siguiendo los raíles del ferrocarril, a través de una tormenta de polvo en Nebraska, cuando encontraron el tren descarrilado.
No lo vieron hasta que no estuvieron prácticamente encima. Y allí estaba, con los vagones desparramados por todas partes, algunos de ellos apilados como una piara de cerdos. La mayoría de los vagones estaban destrozados, a excepción del furgón de cola y un par de vagones de mercancías. Swan bajó de Mulo para seguir a Josh, que echó a caminar cautelosamente entre los restos.
—¡Ten cuidado con los clavos! —le advirtió él, y la niña asintió.
Killer tenía el color de la tiza a causa del polvo, y avanzó ahora por delante de Josh, husmeando cauteloso entre las planchas astilladas bajo sus patas.
Josh se detuvo, protegiéndose los ojos del polvo con una mano, y miró la plancha lateral de un vagón de mercancías. La tormenta casi había borrado la pintura, pero aún pudo distinguir una desvaída imagen de payasos, leones y tres pistas bajo una gran carpa. En unas grandes letras rojas se podía leer: «CIRCO RYDELL, INC».
—¡Es un tren circo! —le dijo a Swan—. Probablemente, se dirigía a alguna parte para actuar y se salió de la vía. —Hizo un gesto hacia el furgón de cola—. Veamos lo que encontramos ahí.
Durante las tres noches anteriores habían dormido en cobertizos y granjas desiertas, y una vez los raíles les habían llevado a las afueras de una ciudad de tamaño medio, pero el viento arrastró hasta ellos tal olor a putrefacción que no se atrevieron a entrar en ella. Rodearon la ciudad y volvieron a encontrar la vía férrea al otro lado, continuando su camino por las llanuras abiertas.
La puerta del furgón de cola no estaba cerrada con llave. Dentro estaba oscuro, pero eso era, al menos, un refugio. Josh se imaginó que el caballo y el terrier se las podrían arreglar por sí mismos, y subió al vagón. Swan le siguió y cerró la puerta tras ella.
Josh tropezó con una pequeña mesa, haciendo tintinear pequeñas botellas y jarras. El aire era más cálido cuanto más se adentraba, y distinguió a la derecha la figura de un camastro. Sus dedos agarrotados tocaron un metal caliente. Era una estufa de hierro forjado.
—Alguien ha estado aquí —dijo—. Y no hace mucho tiempo que se ha marchado.
Encontró la puerta de la estufa y la abrió. En el interior, unos pocos carbones se habían quemado hasta quedar reducidos a cenizas, y un madero brilló como el ojo de un tigre.
Siguió tanteando el terreno por el interior del furgón de cola, casi enredándose en un montón de mantas que había en un rincón. Luego, regresó hasta donde estaba la mesa. Sus ojos empezaron a acostumbrarse a la penumbra amarillenta que entraba por las sucias ventanillas del vagón, y descubrió una vela a medio consumir, pegada con cera a un pequeño plato. Cerca había una caja de cerillas de cocina. Rascó una de ellas y encendió la mecha de la vela. La luz se extendió dentro del vagón.
Swan vio lo que le parecieron tizas de colores y lápices de labios sobre la mesa. En un perchero había una ensortijada peluca roja. Frente a la silla metálica y plegable de la mesa había una caja de madera, del tamaño de una caja de zapatos, decorada con pequeños lagartos intrincadamente esculpidos en la madera. Sus diminutos ojos estaban formados por cristales multicolores, que relucían a la luz de la vela.
Cerca del camastro, Josh encontró una bolsa abierta de comida para perro y una jarra de plástico que chapoteó cuando la movió con el pie.
Swan se acercó más a la estufa. Sobre un perchero, en la pared, había trajes alegres con lentejuelas, enormes botones y solapas caídas. Había también un montón de periódicos, maderos astillados y carbón preparados para el fuego. Miró hacia el rincón más alejado, donde estaba el montón de mantas. Excepto que allí había algo más…, algo sólo medio cubierto por las mantas.
—¿Josh? —llamó señalando hacia el rincón—. ¿Qué es eso?
Josh acercó la vela, y la luz cayó sobre la sonrisa rígida del rostro de un payaso. Al principio, se asustó, pero luego se dio cuenta de lo que era.
—¡Es un muñeco! ¡Un muñeco de tamaño natural!
El objeto estaba sentado, con la cara cubierta de pintura grasienta de color blanco y unos brillantes labios rojos; en la cabeza llevaba una peluca de color verde y tenía los párpados cerrados. Josh se inclinó y tocó el hombro del muñeco.
El corazón le dio un vuelco.
Tocó ávidamente la mejilla de aquello y le quitó algo de la pintura. Por debajo había una carne cetrina.
El cadáver estaba frío y rígido y llevaba muerto por lo menos dos o tres días.
De pronto, por detrás de ellos, la puerta del furgón de cola se abrió dejando entrar una ráfaga de viento y polvo.
Josh se volvió rápidamente y se colocó delante de Swan para protegerla de quien fuera, o de lo que fuese. Vio allí una figura, de pie, pero el polvo le cegó y no pudo distinguirla con claridad.
La figura vaciló. Llevaba una pala en una mano. Se produjo un largo y tenso silencio y luego el hombre que estaba ante la puerta dijo:
—¡Qué lío! ¿Llevan ustedes aquí mucho tiempo? —preguntó con un fuerte acento del oeste. Cerró la puerta, aislándolos de la tormenta. Josh le observó con recelo mientras el hombre recorría el vagón, con las botas vaqueras resonando sobre el suelo de planchas de madera. Dejó la pala apoyada contra la pared. Luego, el hombre se quitó un pañuelo que llevaba arrollado delante de la boca y la nariz—. ¿Y bien? ¿No saben hablar inglés o es que voy a tener que hablar yo solo? —Se detuvo unos pocos segundos y luego se contestó a sí mismo, con una voz burlona y de tono agudo—: Sí, señor, claro que hablamos inglés, pero los ojos están a punto de salírsenos de las órbitas, y si movemos las lenguas saldrán volando como huevos fritos.
—Claro que podemos hablar —contestó Josh—. Sólo es que… nos ha sorprendido.
—Reconozco que ha sido así. Pero la última vez que salí por esa puerta, Leroy estaba a solas, así que yo también estoy un tanto sorprendido. —Se quitó el sombrero vaquero y lo golpeó contra una de las perneras del pantalón, produciendo un polvo que permaneció en el aire—. Ese es Leroy —dijo señalando hacia el payaso del rincón—. Leroy Satterwaite. Murió hace un par de noches, y fue el último de todos ellos. Estaba fuera, cavando una fosa para él.
—¿El último de todos ellos? —repitió Josh.
—Sí. El último de la gente del circo. Uno de los mejores payasos que se hayan visto jamás. Era capaz de sacarle una sonrisa hasta a las piedras. —Suspiró y se encogió de hombros—. Bueno, ahora ya ha terminado. Fue el último de ellos…, excepto yo mismo, claro.
Josh se adelantó hacia el hombre y sostuvo la vela en alto para iluminarle la cara.
Era delgado y larguirucho, con el rostro escuálido y avejentado, tan largo y estrecho como si se lo hubieran apretado en un torno. Tenía un cabello ligeramente moreno y rizado que le caía sobre la alta frente casi hasta las pobladas cejas de color pardo; por debajo de ellas sus ojos eran grandes y líquidos, con un matiz de color entre avellano y topacio. La nariz era fina y larga, en consonancia con el resto de la cara, cuya pieza central estaba constituida por la boca: tenía los labios gruesos, con pliegues de carne muy flexible destinados a producir milagrosas contracciones y muecas. Josh no había visto un par de labios como aquellos desde que había servido al bajo de un grupo musical, de boca grande, en un restaurante en Georgia. El hombre llevaba una polvorienta chaqueta de dril, evidentemente muy gastada por el uso, una camisa de franela de color azul oscuro y unos pantalones vaqueros. Sus ojos, vívidos y expresivos, se movieron de Josh a Swan, se fijaron un momento en la niña y luego volvieron a mirar a Josh.
—Me llamo Rusty Weathers —dijo—. Y ahora, ¿quiénes son ustedes y qué hacen aquí?
—Me llamo Josh Hutchins, y ella es Swan Prescott. No hemos comido ni bebido nada desde hace tres días. ¿Puede usted ayudarnos?
Rusty Weathers señaló con un gesto la jarra de plástico.
—Sírvanse ustedes mismos. Ese agua procede de un riachuelo que corre a unos doscientos metros de la vía. No sé lo limpia que pueda estar, pero yo llevo bebiéndola desde hace… —Frunció el ceño, se acercó a la pared y observó las marcas que había grabado en ella con la navaja, recorriéndolas con los dedos—. Cuarenta y un días, más o menos.
Josh abrió la jarra, con cierre hermético, olió el agua y tomó un trago para probarla. Tenía un sabor un tanto aceitoso pero, por lo demás, estaba bien. Volvió a beber y luego se la entregó a Swan.
—La única comida que me queda es para perro —dijo Rusty—. Un compañero y su esposa hacían un número con un perro. Daba saltos a través de aros y todo eso. —Dejó el sombrero vaquero encima de la peluca, tomó la silla plegable, la volvió al revés y se sentó con los brazos apoyados en el respaldo—. Pasamos por momentos muy dramáticos, se lo aseguro. El tren se movía perfectamente en un momento, y al momento siguiente el cielo se nos vino encima como si estuviéramos en un pozo de mina, y el viento hizo que descarrilaran la mayoría de los vagones. Teníamos función en Oklahoma, pero esta sí que fue la mayor función de todas. —Meneó la cabeza, como si quisiera alejar los malos recuerdos—. ¿Tiene usted cigarrillos?
—No, lo siento.
—¡Maldita sea! ¡Casi podría devorar un cartón de cigarrillos ahora mismo! —Entrecerró los ojos, examinándolos a ambos en silencio durante un momento—. Dan ustedes la impresión de que les hayan pasado por encima unas cuantas docenas de toros. ¿Alguna herida?
—Ya no —contestó Josh.
—¿Qué está pasando por ahí? Por esta vía no ha pasado ningún otro tren en cuarenta y un días. Y el viento no deja de soplar. ¿Qué está ocurriendo?
—Una guerra nuclear. Creo que las bombas cayeron por todas partes. Probablemente alcanzaron primero las ciudades. Por lo que hemos visto hasta ahora, no creo que quede gran cosa.
—Sí —asintió Rusty con una expresión vacía en sus ojos—. Ya me había imaginado que debía de ser una cosa así. Pocos días después del descarrilamiento yo y algunos de los otros empezamos a caminar, tratando de encontrar ayuda. Bueno, en aquel entonces el polvo era más espeso y el viento algo más fuerte, y creo que sólo dimos unos cincuenta pasos antes de vernos obligados a regresar. Así que nos sentamos a esperar. Pero la tormenta no paraba, y no venía nadie. —Miró por una ventana—. Nicky Rinaldi, el domador de leones, y Stan Tembrello decidieron seguir la vía del tren. De eso hace ya un mes. Leroy no se encontraba muy bien, así que me quedé aquí, con él y con Roger…, todos nosotros éramos payasos, ¿comprende? Los Tres Mosqueteros. ¡Oh, hacíamos un número muy bueno! ¡Los hacíamos reír a todos!
De pronto, sus ojos se llenaron de lágrimas y tardó un rato en poder seguir hablando.
—Bueno —dijo finalmente—, yo y los otros que quedaron empezamos a cavar tumbas. En el descarrilamiento ya murieron bastantes, y todo este lugar estaba lleno de animales muertos. Un poco más adelante hay un elefante muerto sobre la vía, pero ahora ya se ha secado. ¡No se puede imaginar cómo olía esto! Pero ¿quién demonios tiene la fuerza para cavar una tumba para un elefante? Abrimos un verdadero cementerio para animales no lejos de aquí. —Señaló vagamente hacia la derecha—. La tierra es más blanda una vez que se aleja uno de las vías. Me las arreglé para encontrar algunas de mis pertenencias, y me trasladé aquí, con Leroy, Roger y unos pocos más. Encontré mi caja de maquillaje. —Tocó la caja de madera con los lagartos tallados en ella—. Y también encontré mi chaqueta mágica. —Señaló con un dedo hacia el perchero de donde colgaban las ropas—. Yo no tenía graves heridas. Sólo moratones sobre moratones, y esto. —Se levantó su enorme labio superior para dejar al descubierto el espacio de donde le había desaparecido un diente—. Pero yo estaba bien. Luego… todos empezaron a morir.
Permaneció un rato más en silencio, mirando la luz de la vela.
—Fue lo más condenado de todo —siguió diciendo—. Gente que se sentía bien hoy, se hallaba muerta al día siguiente. Una noche… —Sus ojos parecieron los de un estanque helado y los recuerdos volvieron a apoderarse de él—. Una noche, estábamos todos durmiendo, y yo me desperté, porque tenía frío. La estufa estaba funcionando, y el vagón estaba caliente, pero yo temblaba. Y juro por Dios…, supe que la sombra de la Muerte estaba aquí, moviéndose de una persona a otra, calculando a quién se llevaría primero. Creo que, fuera lo que fuese, pasó lo bastante cerca de mí como para congelarme los huesos… y luego siguió su marcha. Cuando se hizo de día, Roger estaba muerto, con los ojos abiertos. ¡Y pensar que el día anterior había estado contando chistes! ¿Sabe lo que me dijo ese loco de Leroy? Me dijo: «Rusty, vamos a ponerle una cara de felicidad a este hijo de puta antes de que lo enterremos». Así que lo pintamos…, pero no fue nada irrespetuoso, ¡oh, no! —Rusty meneó la cabeza, casi como si hablara consigo mismo—. Queríamos mucho a ese viejo gruñón. Simplemente, le pusimos la cara con la que él se sentía más cómodo. Luego, yo y Eddie Roscoe lo sacamos de aquí y lo enterramos. Creo que ayudé a cavar cien tumbas en apenas una semana, hasta que sólo quedamos Leroy y yo. —Sonrió débilmente, mirando más allá dé Swan y Josh, hacia el rincón—. ¡Ahora sí que tienes buen aspecto, viejo truhán! Demonios, creía que yo sería el primero en palmarla.
—¿No queda aquí nadie más que usted? —preguntó Swan.
—Sólo yo. Soy el último superviviente del Circo Rydell. —Miró a Josh y preguntó—: ¿Quién ganó?
—¿Quién ganó, qué?
—La guerra. ¿Quién ganó la guerra? ¿Nosotros o los rusos?
—No lo sé. Si Rusia se parece a lo que Swan y yo hemos visto…, que Dios ayude también a esa gente.
—Bueno, al fuego se le combate con fuego —dijo Rusty—. Eso es algo que solía decirme mi madre. Combatir el fuego con el fuego. Así que quizá haya una cosa buena en todo esto: quizá todo el mundo lanzó sus bombas y misiles, y ahora ya no quedan más. Los fuegos se combatieron… y el viejo mundo sigue estando aquí, ¿no?
—Sí —asintió Josh—. El mundo sigue estando aquí. Y nosotros también.
—De todos modos, supongo que el mundo habrá cambiado un poco. Quiero decir que si todo está como aquí, creo que los lujos de la vida van a sufrir un poco.
—Olvídese de los lujos —le dijo Josh—. Este vagón y esa estufa son lujos, amigo.
Rusty sonrió, mostrando el hueco donde había estado su diente.
—Sí, tengo un verdadero palacio, ¿verdad? —Miró a Swan durante unos segundos. Después se levantó, se dirigió a la percha y tomó del colgador una chaqueta de terciopelo negro. Le dirigió un guiño a la niña, se quitó su chaqueta de dril, y se puso la de terciopelo. En el bolsillo superior llevaba un pañuelo blanco—. Te diré lo que aún queda aquí. Queda algo que nunca cambiará, pequeña: la magia. ¿Crees en la magia, cariño?
—Sí —contestó ella.
—¡Bien! —Se sacó el pañuelo blanco del bolsillo y de pronto apareció en su mano un ramillete de flores de papel de brillantes colores, que le ofreció a Swan—. Tienes aspecto de ser una señorita capaz de apreciar unas flores bonitas. Pero, claro, sería mejor rociarlas con agua. Si las flores no tienen agua, se pueden marchitar en seguida. —Extendió su otra mano hacia adelante, se atrapó la muñeca en el aire y de pronto sostuvo una pequeña regadera de plástico rojo. La agitó sobre las flores, pero, en lugar de agua, surgió una pequeña nubecilla de polvo amarillento que flotó hacia el suelo—. ¡Ah! —exclamó Rusty, aparentando una gran desilusión. Luego, sus ojos se iluminaron—. Bueno, quizá sean polvos mágicos, pequeña señorita. ¡Seguro! Los polvos mágicos mantendrán las flores tan vivas como si se tratara de agua. ¿A ti qué te parece?
A pesar de que el cadáver del rincón le ponía la carne de gallina, Swan no pudo evitar una sonrisa.
—Seguro —dijo la niña—. Apuesto a que sí.
Rusty movió su delgada mano en el aire, delante de la cara de Swan. De repente, ella vio aparecer una pelota roja entre el primer y el segundo dedos, y luego otra aparentemente verde entre este y el siguiente. Tomó una pelota en cada mano y empezó a arrojarlas al aire, pasándoselas de una mano a otra.
—Crees que nos falta algo, ¿verdad? —le preguntó, y cuando las pelotas se encontraban en el aire, extendió rápidamente la mano derecha hacia la oreja de Swan. Ella escuchó un suave «pop», y la mano de Rusty se retiró con una tercera pelota roja. Después, continuó lanzando las tres pelotas de un lado a otro—. Ahí tienes. ¡Sabía que encontraría lo que me faltaba en alguna parte!
—¿Cómo ha hecho eso? —preguntó Swan llevándose una mano a la oreja.
—Magia —explicó él. Atrapó una de las pelotas con la boca, y a continuación la segunda y la tercera. Su mano vacía acarició el aire, y Swan vio que la garganta de Rusty se abultaba al tragarse las pelotas—. Tienen un sabor fuerte —dijo—. ¿Quieres probar tú?
Le ofreció la palma de la mano, y allí estaban las tres pelotas rojas.
—¡Yo vi cómo se las comía! —gritó Swan.
—Sí, me las comí. Estas son otras tres. De eso es de lo que he estado viviendo últimamente, ¿comprendes? De comida para perro y de pelotas mágicas. —Su sonrisa vaciló y empezó a desaparecer. Sus ojos se desviaron una fracción de segundo hacia el cadáver, y se metió las tres pelotas en el bolsillo—. Bueno —dijo—, creo que ya está bien de magia por hoy.
—Es usted muy bueno —dijo Josh—. Así que es usted un payaso, un mago y un prestidigitador. ¿Qué más sabe hacer?
—Oh, solía montar caballos salvajes en los rodeos. —Se quitó la chaqueta de terciopelo y la colgó como si estuviera acostando en la cama a un viejo amigo—. Trabajé algún tiempo como payaso de rodeo. También trabajé como cocinero en un carnaval. Y en cierta ocasión trabajé en un rancho de ganado. Aprendiz de todo y maestro de nada, eso es lo que supongo que soy. Pero siempre me ha gustado mucho la magia. Un mago húngaro llamado Fabrioso me tomó bajo su protección cuando yo tenía dieciséis años y me enseñó el oficio cuando yo trabajaba en el carnaval. Me decía que yo tenía manos capaces de robar los bolsillos o de extraer sueños del aire. —Los ojos de Rusty se llenaron de luz—. Ese Fabrioso era alguien muy especial, se lo puedo asegurar. Hablaba con los espíritus…, y ellos hablaban con él, le contestaban y hacían lo que les pedía.
—¿Esto también es magia? —preguntó Swan tocando la caja de madera cubierta con los lagartos esculpidos.
—Esa fue la caja de trucos de Fabrioso. Ahora yo la utilizo para guardar mis útiles de maquillaje. Fabrioso la obtuvo de un mago en Estambul. ¿Sabes dónde está eso? En Turquía. Y ese mago la obtuvo a su vez de uno en China, y creo que eso forma una larga historia.
—Como la de Bebé Llorón —dijo Swan levantando la varita de zahorí.
—¿Bebé Llorón? ¿Así es como llamas a esa varita de zahorí?
—Una mujer… —Josh vaciló. La pérdida de Leona Skelton aún estaba demasiado reciente—. Una mujer muy especial se la regaló a Swan.
—¿Fue Fabrioso quien le dio la chaqueta mágica? —preguntó Swan.
—No. Eso lo compré en una tienda de productos mágicos en Oklahoma City. Pero él me dio la caja, y otra cosa. —Levantó el pestillo y abrió la caja labrada. En su interior había tarros, lápices de colores y trapos manchados de mil colores. Introdujo la mano hasta el fondo—. Fabrioso dijo que esto venía con la caja, formando un conjunto, y que, por lo tanto, era conveniente que ambas cosas fueran juntas. Aquí está —dijo retirando la mano.
En ella había un sencillo espejo ovalado, enmarcado en negro, con un mango desgastado, también negro. Sólo había un motivo de ornamentación. Allí donde el mango se unía con el espejo, había dos pequeños rostros negros, como máscaras, mirando en direcciones opuestas. El cristal tenía el color del humo, con vetas y manchas.
—Fabrioso utilizaba esto para ponerse el maquillaje antes de salir a escena. —Había un matiz de respeto en la voz de Rusty—. Decía que mostraba una imagen mucho más certera que cualquier otro espejo en el que se hubiera mirado. Yo, sin embargo, no lo utilizo…, porque el cristal se ha oscurecido demasiado.
Se lo tendió a Swan, que lo tomó por el mango. El objeto era tan ligero como un bizcocho esponjoso.
—Fabrioso tenía noventa años cuando murió, y me dijo que consiguió este espejo cuando tenía diecisiete. Yo apostaría a que tiene por lo menos doscientos años de antigüedad.
—¡Uau! —exclamó Swan.
Algo tan antiguo estaba más allá de su comprensión. Miró en el espejo pero sólo pudo ver su cara débilmente reflejada, como si la viera a través de una cortina de neblina. Aun así, las marcas de las quemaduras la impresionaron desagradablemente, y tenía tanto polvo en la cara que, por un momento, pensó que ella también se parecía a un payaso. Tampoco se acostumbraría nunca al hecho de no tener cabello. Se miró más de cerca. Sobre la frente tenía dos de aquellas cosas extrañas, como verrugas oscuras, que también había observado en la cara de Leona; ¿habían estado siempre allí o acababan de salirle recientemente?
—Creo que Fabrioso era bastante vanidoso —dijo Rusty—. Yo lo veía a menudo mirándose en ese espejo, aunque habitualmente lo sostenía a un brazo de distancia, así.
Se situó la palma de la mano delante de la cara, como si fuera un espejo. Swan extendió el brazo. El espejo estaba dirigido hacia el lado izquierdo de su cara y el hombro izquierdo. Ahora, su cabeza sólo era un contorno sobre el cristal.
—No puedo verme como…
De pronto, percibió un movimiento en el cristal. Fue un movimiento rápido. Y no era de ella.
Se trataba de un rostro, con un ojo en el centro de la cabeza, una boca abierta allí donde tendría que haber estado la nariz, una piel tan amarillenta y reseca como el pergamino. La cara se levantó por detrás de su hombro izquierdo, como si se tratara de una luna leprosa.
Swan dejó caer el espejo, que tintineó en el suelo, y ella se volvió con rapidez hacia la izquierda.
No había nadie allí. Desde luego.
—¿Swan? —preguntó Rusty, levantándose—. ¿Qué ocurre?
Josh dejó la vela a un lado y puso una mano sobre el hombro de Swan. Ella se apretó contra su costado y él percibió el ritmo acelerado de los latidos de su corazón. Algo la había sobresaltado. Josh se inclinó y tomó el espejo, esperando que se hubiera hecho añicos, pero aún estaba entero. Miró en el cristal, y se sintió repelido por la visión de su propio rostro, aunque observó lo suficiente como para darse cuenta de que le habían aparecido otras cuatro verrugas nuevas en la barbilla. Le devolvió el espejo a Rusty.
—Ha sido una suerte que no se haya roto. Creo que eso habría significado siete años de mala suerte.
—Vi a Fabrioso tirarlo al suelo cien veces. En cierta ocasión, lo arrojó con fuerza contra un suelo de cemento. Ni siquiera se agrietó. Él solía decirme que este espejo era mágico…, aunque no lo comprendía, de modo que nunca me dijo por qué creía que era mágico. —Rusty se encogió de hombros—. A mí sólo me parece un viejo espejo ahumado, pero como iba con la caja, decidí conservarlo. —Volvió su atención a Swan, que seguía observando inquieta el espejo—. No temas. Como ya te he dicho, esto no se rompe. Demonios, ¡si es más fuerte que el plástico!
Dejó el espejo sobre la mesa.
—¿Estás bien? —preguntó Josh.
Ella asintió; fuera cual fuese el monstruo que había visto allí, en el espejo, no deseaba volver a verlo nunca más. ¿De quién había sido el rostro que contempló allí, en las profundidades del cristal?
—Sí —contestó, y trató de que su voz sonara como si así fuera.
Rusty encendió un fuego en la estufa. Más tarde, Josh lo ayudó a llevar el cadáver al cementerio del circo. Killer estuvo ladrando todo el rato, junto a sus talones.
Mientras estuvieron fuera, Swan se aproximó de nuevo al espejo. Le atraía, del mismo modo que le habían atraído las cartas del tarot, en casa de Leona.
Lo levantó lentamente, sosteniéndolo a la distancia de su brazo extendido, dirigiéndolo hacia su hombro izquierdo, tal y como había hecho antes.
Pero no apareció el rostro del monstruo. No había nada.
Swan giró el espejo hacia la derecha. Tampoco había nada.
Echaba mucho de menos a Leona, y pensó entonces en la carta del Demonio, en el mazo de cartas del tarot. Aquel rostro, con el horripilante ojo en el centro de la cabeza y una boca que parecía la entrada al infierno, le había recordado a la figura de aquella carta.
—Oh, Leona —susurró Swan—, ¿por qué tuviste que dejarnos?
Hubo un rápido destello rojo en el espejo, sólo un relámpago que desapareció en seguida.
Swan miró por encima del hombro. La estufa estaba detrás de ella y por las rejillas de la puerta se veían las llamas rojas.
Volvió a mirar en el espejo. Estaba oscuro y se dio cuenta de que, después de todo, no estaba situado en un ángulo desde el que se pudiera ver la estufa.
Un punto muy pequeño de luz roja como el rubí parpadeó allí y empezó a crecer.
Otros colores lanzaron destellos, como relámpagos distantes: verde esmeralda, blanco puro, azul profundo de medianoche. Los colores se fueron fortaleciendo, configurando un pequeño y vibrante círculo de luz que, al principio, Swan creyó que flotaba en el aire. Pero en el instante siguiente creyó distinguir una figura brumosa y borrosa que sostenía el círculo de luz, aunque no supo si se trataba de un hombre o de una mujer. Estuvo a punto de volverse, pero no lo hizo porque sabía que no había nada detrás de ella, excepto la pared. No, aquella visión sólo estaba en el espejo mágico, pero ¿qué significaba?
La figura parecía estar caminando, cansadamente pero con determinación, como si supiera que tenía que recorrer un largo camino. Swan percibió que la figura estaba ya muy lejos de su punto de partida, y que quizá ni siquiera se encontrara en el mismo estado del que había salido. Por una fracción de segundo, creyó poder distinguir los rasgos faciales, y pensó que podrían haber sido los de una mujer de rostro endurecido, pero en seguida se difuminó y Swan no lo supo con seguridad. La figura parecía estar buscando algo, y llevaba un círculo mucho más brillante que luces de luciérnagas, y detrás de ella también podía haber habido otras figuras que buscaban, pero Swan no pudo distinguirlas con claridad del fondo borroso.
La primera figura y el círculo brillante de muchos colores empezaron a desvanecerse, y Swan observó hasta que se hubieron empequeñecido y formado un punto de luz, como la lanza ardiente de una vela; luego, la imagen parpadeó como una estrella fugaz y desapareció por completo.
—Regresa —susurró—. Regresa, por favor.
Pero la visión no volvió a aparecer. Entonces, Swan desvió el espejo hacia la izquierda.
Y por detrás de ese hombro se encabritó un caballo esquelético, montado por un jinete hecho de huesos, del que manaba sangre, y los brazos del esqueleto sostenían una cimitarra que levantaba para golpear y matar…
Swan se volvió.
Estaba a solas. Totalmente a solas.
Su cuerpo temblaba y dejó el espejo sobre la mesa, boca abajo. Ya había tenido bastante magia por ahora.
«Ahora, todo ha cambiado —recordó que le había dicho Leona—. Todo lo que existía ha desaparecido. Quizá todo el mundo sea como Sullivan: desaparecido, cambiado, convertido en algo diferente a lo que era antes».
Necesitaba a Leona para que la ayudara a descifrar estas nuevas piezas del rompecabezas, pero Leona se había ido para siempre. Ahora sólo estaban ella y Josh…, y también Rusty Weathers, si es que decidía acompañarles hacia donde fueran.
Pero ¿qué significarían las visiones de este espejo mágico?, se preguntó. ¿Se trataba de cosas que iban a suceder, o de cosas que podrían suceder?
Decidió no decir nada de estas visiones hasta que no hubiera reflexionado un poco más sobre ellas. Aún no conocía lo bastante bien a Rusty Weathers, aunque le parecía un hombre correcto.
Cuando los dos hombres regresaron, Josh le preguntó a Rusty si podrían quedarse durante unos pocos días, y compartir el agua y la comida para perros. Swan arrugó la nariz, pero su estómago gruñó.
—¿Adónde crees qué vas a ir? —preguntó Rusty.
—No lo sé todavía. Tenemos un caballo de fuerte lomo, y supongo que el más condenado bobo que se haya visto nunca, y creo que seguiremos nuestro camino hasta que encontremos un sitio donde detenernos.
—Eso puede durar mucho tiempo. No sabes lo que espera ahí fuera.
—Sé lo que hemos dejado atrás. Lo que nos espera por delante no puede ser mucho peor.
—Eso es una esperanza —dijo Rusty.
—Sí, lo es.
Miró a Swan. «Protege a la niña», pensó. Iba a hacer todo lo humanamente posible, no sólo porque estaba dispuesto a obedecer aquella orden, sino porque quería a aquella chiquilla y haría todo lo que estuviera en su mano para asegurarse de que sobreviviera a lo que le deparara el futuro. Y era consciente de que eso podría significar darse una especie de paseo por el propio infierno.
—Creo que me gustaría acompañaros, si no os importa —decidió Rusty—. Todo lo que me queda aquí son las ropas que llevo puestas, la chaqueta mágica, la caja y el espejo. No creo que haya mucho futuro quedándose aquí, ¿no te parece?
—No, no mucho —asintió Josh.
Rusty miró por una ventana sucia.
—Señor, espero vivir lo suficiente como para volver a ver salir el sol. Y luego me voy a suicidar con cigarrillos.
Josh se echó a reír y Rusty también.
Swan sonrió, pero su sonrisa se desvaneció pronto.
Se sentía muy lejos de aquella niña pequeña que había entrado en la tienda de PawPaw Briggs, en compañía de su madre. Cumpliría diez años el tres de noviembre, pero ahora ya se sentía realmente vieja, como si tuviera por lo menos treinta. ¡Y no sabía nada de nada!, pensó. Antes del mal día, su mundo había estado confinado a los moteles, los tráiler y las pequeñas casas construidas a base de ladrillos de ceniza. En aquel entonces se preguntaba qué aspecto tendría el resto del mundo. Y ahora que el mal día había llegado y se había alejado, ¿qué quedaba de aquel mundo?
«El mundo seguirá girando —le había dicho Leona—. Oh, Dios le dio a este mundo un poderoso empujón. ¡Vaya si lo hizo! Y también puso mentes y almas poderosas y tenaces en muchas personas…, personas como tú, quizá».
Pensó en PawPaw Briggs, sentado y hablando. Eso era algo en lo que no había querido pensar mucho, pero ahora deseaba saber qué había significado. Ella no se sentía nadie especial en ningún sentido; sólo se sentía cansada, exhausta y sucia, y cuando dejaba que sus pensamientos se desplazaran hacia su madre lo único que deseaba era dejarse caer allí mismo y ponerse a llorar. Pero no lo hizo así.
Swan quería saber más acerca de todo, aprender a leer mejor, si es que podían encontrar libros; hacer preguntas y aprender a escuchar; aprender a pensar y a razonar. Pero nunca había querido madurar a lo largo de todo el camino, porque temía el mundo de los adultos; era como un enorme animal, con un grueso estómago y una boca ávida, que pisoteaba los jardines antes de que tuvieran la oportunidad de crecer.
«No —decidió—, quiero ser quien soy, y nadie me va a pisotear, y si intentan hacerlo es muy posible que reciban un aluvión de patadas».
Rusty había estado observando a la niña mientras preparaba la cena de comida de perro, dándose cuenta de que estaba profundamente ensimismada en sus pensamientos.
—Te doy un centavo por tus pensamientos —dijo chasqueando los dedos de la mano derecha y sacando entre ellos la moneda que previamente se había puesto en la palma de la mano.
Se la arrojó desde donde estaba, y Swan la atrapó en el aire.
Se dio cuenta entonces de que no era un centavo, sino una ficha de latón, del tamaño de una moneda de un cuarto de dólar, que mostraba escrito el nombre de «Circo Rydell» sobre la cara sonriente de un payaso.
Swan vaciló, miró a Josh y luego a Rusty. Decidió decir:
—Estoy pensando en… mañana.
Y Josh se sentó, con la espalda contra la pared, escuchando el silbido del viento y confiando en que, de algún modo, lograrían sobrevivir al formidable corredor de mañanas que se extendía por delante de ellos.