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Mi gente

A la luz de una lámpara de aceite, el coronel Macklin se admiró a sí mismo en el espejo del cuarto de baño del camión Airstream.

El uniforme nazi gris verdoso le venía un poco estrecho en el pecho y en la barriga, pero las mangas y las perneras del pantalón eran lo bastante largas. En la cintura llevaba una funda de cuero negra y una Luger cargada. En los pies calzaba botas claveteadas nazis, también un poco pequeñas, pero Macklin estaba decidido a que le sirvieran. Medallas y cintas adornaban la chaqueta del uniforme, y aunque él no sabía qué significaban ninguna de ellas, creía que le daban un aspecto impresionante.

Uno de los armarios del dormitorio de Freddie Kempka estaba lleno de uniformes nazis, chaquetas de aviador, botas, fundas y otros objetos similares. Sobre la cama, claveteada a la pared, había una bandera nazi, y en una estantería había volúmenes como Auge y caída del III Reich, Estrategia militar y maniobras, Guerra medieval y Una historia de la tortura. Roland se había apoderado de los libros y los había estado devorando con verdadera pasión. Sheila Fontana dormía en la otra habitación, y la mayor parte del tiempo permanecía a solas, excepto cuando Macklin la necesitaba; parecía contenta de cumplir con su deber, aunque mientras lo hacía se mostraba fría e inmóvil y, en varias ocasiones, Macklin la había escuchado llorar en la noche, como si se hubiera despertado de pronto de una oscura pesadilla.

Durante los pocos días que llevaban ocupando el camión, Macklin había hecho un detallado inventario de todo lo que Freddie Kempka había ido coleccionando. Había comida y refrescos suficientes para alimentar a un ejército, además de gran cantidad de agua embotellada y comida enlatada, pero Macklin y Roland se sintieron mucho más interesados por las armas. El dormitorio de Kempka era un verdadero arsenal de ametralladoras, rifles, pistolas, una caja de bengalas, granadas de humo y granadas de fragmentación, así como cajas, bolsas y peines de municiones diseminados por todas partes, como el oro en una tesorería real. El soldado en la sombra no tuvo necesidad de decirle a Macklin que había encontrado el paraíso.

Macklin contempló su rostro en el espejo. Le estaba creciendo la barba, pero era tan gris que le hacía parecer viejo. Kempka había dejado una navaja de afeitar, y Macklin decidió afeitarse. También tenía el cabello demasiado largo y enmarañado; prefería el aspecto militar del cabello cortado al cepillo. Kempka también había dejado un par de tijeras que servirían muy bien para hacer el trabajo.

Se inclinó hacia adelante, mirándose a los ojos. Aún seguían estando muy hundidos y reflejaban el recuerdo del dolor que le había desgarrado la herida en el Gran Lago Salado, un dolor tan penetrante que hasta le había hecho cambiar la vieja piel en la que había estado confinado durante tanto tiempo. Ahora se sentía nuevo, renacido y vivo otra vez, y en sus gélidos ojos azules vio al «Jimbo» Macklin tal y como solía ser, en los tiempos en que era joven y rápido. Sabía que el soldado en la sombra se sentía orgulloso de él, porque ahora volvía a ser un hombre entero.

Echaba de menos su mano derecha, pero iba a aprender a utilizar con la mano izquierda una ametralladora o un rifle con la misma efectividad. Después de todo, disponía de todo el tiempo del mundo. La herida había sido envuelta en tiras de sábana, y seguía supurándole, pero la pesadez había desaparecido de ella. Macklin sabía que el agua salada había cortado la infección.

Pensó que tenía un aspecto muy elegante, muy…, sí, muy regio con el uniforme nazi. Quizá había sido el uniforme de un coronel alemán, reflexionó. Se conservaba bastante bien, y sólo tenía unos pocos agujeros de polilla en el forro de seda. Evidentemente, Kempka había cuidado muy bien su colección. Parecía tener algunas arrugas más en la cara, pero había en aquel rostro algo que era lobuno y peligroso. Debía de haber perdido unos doce kilos o más desde que se produjera el desastre en Earth House. Sin embargo, sólo había un pequeño detalle de aquella cara que le seguía molestando…

Levantó la mano y se tocó lo que parecía ser una costra marrón, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos, justo por debajo del ojo izquierdo. Intentó arrancársela, pero se hallaba fuertemente embutida en la piel. Sobre la frente le habían aparecido cuatro pequeñas manchas, que al principio había tomado por verrugas, y que tampoco podía arrancarse. «Quizá sea cáncer de piel —pensó—. Tal vez lo causó la radiación». Pero había observado una mancha similar, también de tamaño pequeño, en la barbilla de Roland. «Cáncer de piel», pensó. Bueno, tomaría la navaja y se las cortaría cuando se afeitara, y allí se habría terminado la historia. Su pellejo era demasiado duro para sufrir cáncer de piel.

A pesar de todo, le pareció extraño que las pequeñas manchas redondas le hubieran aparecido sólo en la cara. No en la mano, ni en los brazos, ni en ninguna otra parte del cuerpo, sino sólo en la cara.

Escuchó unos golpes en la puerta del camión y salió del cuarto de baño para contestar.

Roland y Lawry, ambos portando rifles, acababan de regresar de la misión de reconocimiento que habían emprendido con otros tres soldados en buenas condiciones físicas. La noche anterior, uno de los centinelas del perímetro había visto el parpadeo de luces hacia el sur, a cinco o seis kilómetros de distancia, en el desierto.

—Dos camiones —informó Lawry intentando no mirar demasiado el uniforme nazi que llevaba el coronel. Kempka siempre había sido demasiado grueso para ponerse uno de aquellos—. Acompañados por una camioneta Chevrolet y un Pontiac. Todos los vehículos parecen estar en bastantes buenas condiciones.

—¿Cuánta gente? —preguntó Macklin abriendo una de las botellas de agua y ofreciéndosela a Lawry.

—Hemos visto a dieciséis —le contestó Roland—. Seis mujeres, ocho hombres y dos niños. Parecían poseer mucha gasolina, comida y agua, pero todos ellos tienen quemaduras. Dos de los hombres apenas si pueden caminar.

—¿Tienen armas?

—Sí, señor —contestó Roland. Tomó la botella de agua de Lawry y bebió. Pensó que el rey tenía un aspecto estupendo con aquel uniforme, y deseó que hubiera habido uno de su tamaño para ponérselo. No recordaba gran cosa de lo que había sucedido aquella noche con Freddie Kempka, pero sí recordaba haber tenido un vivido sueño en el que mataba a Mike Armbruster—. Uno de los hombres tenía un rifle.

—¿Sólo un rifle? ¿Y por qué crees que no se han acercado hasta aquí? Sin duda alguna, han visto nuestras luces.

—Es posible que tengan miedo —contestó Roland—, que piensen que les quitaremos lo que tienen.

Macklin recuperó la botella de agua, la tapó y la dejó a un lado. Una puerta se abrió y se cerró y Sheila Fontana cruzó el pasillo y entró en la habitación. Se detuvo de improviso al ver el uniforme.

—Podríamos utilizar los camiones y los vehículos —decidió Macklin—, pero no necesitamos a nadie con marcas de quemaduras. No quiero a nadie con marcas de quemaduras en nuestro campamento.

—Coronel…, aquí ya hay treinta o cuarenta personas que resultaron quemadas en…, ya sabe —dijo Lawry—. Quiero decir…, ¿qué importa eso?

—He reflexionado mucho sobre ello, cabo Lawry —replicó él, y aunque no lo había hecho así, sus palabras sonaron de un modo impresionante—. Creo que las personas con marcas de quemaduras…, los queloides —dijo, recordando el nombre técnico de las quemaduras de origen atómico—, representan un detrimento para la moral de nuestro campamento. No necesitamos que nadie nos recuerde la fealdad, ¿verdad? Y las personas con marcas de quemaduras no van a estar tan limpias como el resto de nosotros, porque ya se sienten avergonzadas por su aspecto y, por lo tanto, ya están desmoralizadas. —Miró fijamente la costra de la barbilla de Roland. Tenía el tamaño de una moneda de un cuarto de dólar. ¿No había sido algo más pequeña hacía apenas unos cuantos días? Cambió la dirección de su mirada. Había otras costras más pequeñas en el borde del cabello de Roland—. La gente con quemaduras no son más que diseminadores de enfermedades —le dijo al cabo Lawry. Observó su rostro con atención, pero no vio en él ninguna costra—. Tal y como están las cosas, ya vamos a tener muchos problemas para evitar las enfermedades en nuestro campamento. Así que… por la mañana, quiero que reúna a todos aquellos que tengan cicatrices de quemaduras y los saque fuera del campamento. Y no quiero que regresen. ¿Comprendido?

Lawry empezó a sonreír, porque en un principio creyó que el coronel estaba bromeando, pero los ojos azules de Macklin lo miraron con intensidad.

—Señor…, ¿quiere decir que hay que matarlos a todos?

—Sí, eso es lo que quiero decir.

—Pero… ¿por qué no limitarnos a desterrarlos? Es decir…, dejarlos que se marchen a otra parte.

—Porque no se marcharán a ninguna otra parte —intervino Roland Croninger, quien comprendió en seguida cuál era la cuestión—. Por la noche intentarían regresar a hurtadillas al campamento para robar agua y alimentos. Incluso es posible que ayuden a los Tumores Malignos a atacarnos.

—Correcto —asintió Macklin—. De modo que esta es la nueva ley de este campamento: nadie que tenga marcas de quemaduras será admitido en él. Y usted sacará de aquí a quienes las tengan, y se asegurará de que no vuelvan a regresar. Roland le acompañará.

—¡Puedo hacerlo yo solo!

—Roland le acompañará —insistió Macklin, con serenidad pero con firmeza. Judd Lawry bajó la vista al suelo—. Y ahora otra cosa: quiero que por la mañana organice usted un programa de trabajo y distribuya algo de todo esto entre mi gente —señaló con un gesto las cajas de refrescos, las bolsas de patatas fritas y las pastas. Se dio cuenta entonces de que había dicho «mi gente»—. Quiero que se sientan felices. Haga eso después de haber cumplido con su primera tarea.

—¿Qué pasará con la gente de los camiones que está allá fuera?

Macklin reflexionó. «Oh —pensó—, el soldado en la sombra va a sentirse muy orgulloso de mí».

—¿Cuántos soldados necesita para ir allá y apoderarse de esos vehículos? —preguntó.

—No lo sé. Supongo que quizá cuatro o cinco.

—Bien. Entonces vaya y tráigalos…, pero no a la gente. Aquí no necesitamos a gente que no esté sana.

—¿Para qué necesitamos los camiones? —preguntó Sheila—. ¡Ya estamos bien como estamos!

No podía soportar el mirar la cara de Judd Lawry, porque él se le aparecía en sus pesadillas, junto con un niño que no dejaba de llorar. En sus sueños, un cadáver corrupto llamado Rudy se arrastraba sobre el polvo y se metía directamente en su cama, y ella creía volverse loca.

—Porque no vamos a quedarnos aquí eternamente —contestó Macklin volviéndose hacia ella—. En cuanto nos hayamos organizado, estemos todos en buenas condiciones físicas y tengamos una moral alta, nos marcharemos de aquí.

—¿Marcharnos de aquí? —preguntó ella echándose a reír—. ¿Adónde, héroe de guerra? ¿A la jodida Luna?

—No. Cruzaremos el país. Quizá hacia el este. Ya encontraremos vituallas a medida que avancemos.

—¿Quieres decir… que todos nos marcharemos hacia el este? ¿Para qué demonios? ¿Adónde podemos ir?

—A las ciudades —contestó Macklin—. O a lo que quede de ellas. A las ciudades, a los pueblos… Podemos construir nuestras propias ciudades, si queremos. Podemos empezar a enderezar las cosas de nuevo, tal y como deberían haber sido antes de que todo esto ocurriera.

—Has perdido la chaveta, amigo —dijo Sheila—. Todo eso ha pasado. ¿Es que no lo entiendes?

—No ha pasado nada. Ahora es cuando está empezando. Podemos reconstruir las cosas, pero mucho mejor de como eran. Podemos tener ley y orden, e imponer las leyes…

—¿Qué leyes? ¿Las tuyas? ¿Las del muchacho? ¿Quién va a hacer esas leyes?

—El hombre que tenga la mayor cantidad de armas —contestó Roland.

El coronel Macklin volvió su atención a Judd Lawry.

—Puede usted retirarse —le dijo—. Traiga aquí esos camiones dentro de dos horas.

Lawry abandonó el camión. En el exterior, le sonrió con una mueca al cielo nocturno y meneó la cabeza. Al coronel se le había metido en la mollera la mierda de lo militar…, pero quizá tuviera razón en su idea de desembarazarse de todo aquel que tuviera cicatrices de quemaduras. De todos modos, a Lawry no le gustaba contemplar aquellas quemaduras y recordar el holocausto. «Mantenga hermoso Estados Unidos —pensó—. Mate hoy mismo a un cara cortada».

Deambuló por el campamento para seleccionar a cuatro hombres con los que cumplir la misión, pero sabía que sería un trabajo difícil. Nunca se había sentido tan importante en toda su vida; antes del desastre sólo había sido un empleado en una armería, ¡y ahora era cabo en el ejército del coronel Macklin! Esto era algo así como si le hubieran colocado una nueva piel. «No ha pasado nada —había dicho el coronel Macklin—. Ahora es cuando está empezando». A Lawry le gustó cómo sonaba eso.

En el camión Airstream, Sheila Fontana se acercó a Macklin y lo miró de arriba abajo. Vio la esvástica nazi en algunas de las condecoraciones que llevaba.

—¿Vamos a tener que empezar a llamarte Adolf?

Macklin extendió la mano y le atrapó la barbilla. Sus ojos refulgieron de cólera, y ella se dio cuenta en seguida de que había ido demasiado lejos. La fuerza de aquella mano parecía capaz de romperle la mandíbula.

—Si hay algo que no te guste aquí —le dijo tranquilamente—, ya sabes dónde está la puerta. Y si no llevas cuidado con lo que dices, te arrojaré a los Tumores Malignos. Oh, estoy seguro de que a ellos les encantaría tener compañía, ¿no te parece, Roland?

Roland se encogió de hombros. Se daba cuenta de que el rey le estaba haciendo daño a Sheila, y eso le molestaba.

—Eres una estúpida —dijo Macklin, soltándola—. No comprendes cómo podrían ser las cosas, ¿verdad?

—Hombre, el juego ya ha terminado —dijo ella frotándose la barbilla—. Tú estás hablando de reconstruir y todas esas tonterías… cuando tenemos suerte de disponer de un lugar donde mear.

—Ya verás —dijo él buscando con la mirada pequeñas costras en su cara—. Tengo planes. Planes muy importantes. Ya verás.

No encontró la menor evidencia de cáncer en la cara de Sheila. Ella se dio cuenta de su mirada escrutadora.

—¿Qué ocurre? Ayer me lavé el cabello.

—Vuélvetelo a lavar —dijo él—. Huele mal. —Se volvió a mirar a Roland y una repentina inspiración acudió a su mente—. Fuerzas Escogidas —dijo—. ¿Qué tal suena ese nombre?

—Estupendo. —A Roland le gustó. Contenía un sonido adulador, grandioso y napoleónico—. Es bueno.

—Fuerzas Escogidas —repitió Macklin—. Tenemos un largo camino que recorrer. Vamos a tener que encontrar a más hombres capaces… y mujeres. Necesitaremos más vehículos, y tendremos que transportar con nosotros el alimento y el agua que necesitemos. ¡Podemos hacerlo si ponemos a trabajar nuestras mentes y nuestros músculos! —El tono de su voz se elevó, lleno de excitación—. ¡Podemos reconstruir las cosas, pero mucho mejor de lo que eran!

Sheila pensó que se había vuelto loco. «¡Fuerzas Escogidas! ¡Y una mierda!». Pero contuvo su lengua, imaginándose que sería mejor dejar que Macklin se desfogara.

—La gente me seguirá —siguió diciendo él—. Mientras yo les ofrezca comida y protección, me seguirán, y harán aquello que yo les diga. No tienen por qué amarme…, ni siquiera tengo por qué gustarles. Pero me seguirán de todos modos, porque me respetarán. ¿Verdad que sí? —le preguntó a Roland.

—Sí, señor —contestó el muchacho—. A la gente le gusta que se le diga lo que tiene que hacer. Ellos no quieren tomar sus propias decisiones.

Por detrás de sus anteojos, los ojos de Roland también habían empezado a brillar de excitación. Veía ya la vasta imagen que estaba describiendo el rey… Un masivo ejército de Fuerzas Escogidas moviéndose por el país a pie, en coches y en camiones, arrollando y absorbiendo otros campamentos y comunidades, engrosándose a su paso…, pero sólo con hombres y mujeres sanos, sin marcas, dispuestos a reconstruir Estados Unidos. Sonrió con una mueca. ¡Oh, este sí que iba a ser un buen juego de el caballero del rey!

—La gente me seguirá —repitió el coronel Macklin, asintiendo—. Yo haré que me sigan. Yo les enseñaré disciplina y control, y harán todo lo que yo les diga. ¿Correcto?

Su mirada se detuvo relampagueante en Sheila. Ella vaciló. Tanto el héroe de guerra como el muchacho la observaban. Ella pensó en su cama caliente, en toda la comida y las armas que había allí, y luego pensó en el frío territorio de los Tumores Malignos, y en las cosas que se deslizaban en la oscuridad.

—Correcto —dijo al fin—. Como tú digas.

Dos horas después, Lawry y su patrulla regresaron con la camioneta Chevrolet, el Pontiac y los dos camiones. Habían asaltado el pequeño campamento por sorpresa, y en las Fuerzas Escogidas del coronel Macklin no se habían producido bajas. Lawry entregó varias mochilas llenas de alimentos enlatados, así como más agua embotellada, tres bidones de gasolina y una caja de latas de aceite para el motor. Se vació los bolsillos de relojes de pulsera, anillos de diamantes y un manojo de billetes de veinte y cincuenta dólares. Macklin le dejó que conservara uno de los relojes y le ordenó que distribuyera raciones extra entre quienes habían participado en la incursión. Le ofreció el mayor de los anillos de diamantes a Sheila Fontana, que lo contempló fijamente durante un momento, mientras relucía en la palma de la mano de Macklin, y luego lo tomó. Llevaba una inscripción en la que se leía: «De Daniel a Lisa. Con amor eterno». Sólo después de habérselo colocado en el dedo de una mano y haberlo admirado a la luz de la lámpara se dio cuenta de que había pequeñas manchas de sangre seca en el engarce, lo que proporcionaba a los diamantes un brillo sucio.

Roland encontró un mapa de carreteras de Utah en el suelo trasero del Buick, y de la guantera retiró varios bolígrafos y un compás. Le entregó su botín al rey, y Macklin le recompensó con una de las medallas adornadas con una esvástica.

Inmediatamente, Roland se la prendió en la camisa.

A la luz de la lámpara, el coronel Macklin extendió el mapa de carreteras sobre la mesa de su cuartel general de mando, y se sentó a estudiarlo. Al cabo de un rato de silenciosa reflexión tomó uno de los bolígrafos rojos y empezó a trazar sobre el mapa una flecha desigual que señalaba hacia el este.

«¡Mi principal hombre!», dijo el soldado en la sombra, inclinado sobre el hombro de Macklin.

Y por la mañana, bajo las espesas nubes grises que se desplazaban lentamente hacia el este, Roland y Lawry, acompañados por diez soldados maltrechos, escoltaron a treinta y seis hombres, mujeres y niños con cicatrices de quemaduras, hasta llegar al borde del territorio de los Tumores Malignos. Una vez que hubo terminado el tiroteo, los Tumores Malignos emergieron de sus agujeros y se arrastraron para apoderarse de los despojos de los cadáveres.