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Misión suicida

Un lobo de ojos amarillentos surgió de pronto ante la camioneta.

Instintivamente, Paul Thorson pisó los frenos, y la camioneta se deslizó violentamente hacia la derecha, evitando por muy poco la carcasa quemada de un tractor y un Mercedes Benz tumbado en la cuneta de la Interestatal 80, en dirección oeste, antes de que las gastadas ruedas volvieran a agarrarse al pavimento. El motor de la camioneta carraspeó y bufó como un viejo en medio de una pesadilla.

En el asiento del pasajero, Steve Buchanan sacó el cañón de la Magnum por la ventanilla bajada y apuntó, pero antes de que pudiera disparar, el animal ya había vuelto a desvanecerse entre los bosques.

—¡Jesucristo! —exclamó Steve—. Esos jodidos vuelven a salir de los bosques. ¡Esto es una misión suicida!

Otro lobo pasó corriendo delante de la camioneta, burlándose de ellos. Paul habría jurado que aquel bastardo había sonreído. Su propio rostro era de piedra, concentrado como estaba en encontrar un camino a través de los vehículos destrozados, pero en su interior se sentía asaltado por un temor helado de una clase que nunca había conocido. Cuando llegara el momento, no dispondrían de balas suficientes para contener a los lobos. La gente de la camioneta se volvería hacia él pidiéndole ayuda, pero él les fallaría. «Tengo miedo. Oh, Dios mío, tengo miedo». Tomó una botella de Johnny Walker etiqueta roja que había dejado entre él y el muchacho, la destapó con los dientes y tomó un trago que le dejó los ojos acuosos. Se la pasó a Steve, quien también tomó un trago para acumular coraje.

Quizá por centésima vez en los cinco últimos minutos, Paul miró el indicador del combustible. La aguja estaba a unos tres pelos de la gran marca roja. Habían pasado junto a dos gasolineras en los últimos veinte kilómetros, y las peores pesadillas de Paul se estaban convirtiendo en realidad; una de las gasolineras había sido asaltada y destrozada; en la otra vieron un cartel que decía: «NO HAY GASOLINA, NI ARMAS, NI DINERO, NI NADA».

La camioneta continuó avanzando hacia el oeste, bajo un cielo plomizo. La carretera era un cementerio de chatarra y de cadáveres congelados y medio devorados por los lobos. Paul había visto a una docena de lobos persiguiéndolos. Sabía que esperaban a que tuvieran que continuar la marcha a pie. «Pueden oler que el depósito está casi vacío. ¡Maldita sea! ¿Por qué habremos abandonado la cabaña? ¡Allí estábamos a salvo! Podríamos habernos quedado…».

«¿Para siempre?», se preguntó.

Una ráfaga de viento alcanzó a la camioneta lateralmente, y el vehículo se estremeció. Los nudillos de Paul se pusieron blancos al tiempo que sostenía con firmeza el volante. El queroseno se había terminado un día antes, y el día anterior a eso Artie Wisco había empezado a escupir sangre. Ahora, la cabaña ya había quedado treinta kilómetros atrás. También habían dejado atrás el punto de no regreso, y todo lo que les rodeaba estaba tan desolado y gris como los dedos de un empleado de pompas fúnebres. «¡No debería haberle hecho caso a esa loca mujer! —Pensó, volviendo a tomar la botella de Steve—. ¡Conseguirá que nos maten a todos!».

—Es una misión suicida —repitió Steve, con una mueca extendida sobre su rostro quemado y asustado.

Hermana estaba sentada junto a Artie en la caja de la camioneta, protegidos ambos del viento por una manta. Ella sostenía el rifle de Paul, quien le había enseñado a cargarlo y dispararlo y le había dicho que le volara las entrañas a cualquier lobo que se acercara demasiado. Los aproximadamente quince lobos que los seguían se abrían paso por entre los restos, zigzagueando, y Hermana decidió no desperdiciar balas.

Cerca de ellos, y cubiertos también por una manta, estaban los Ramsey y el viejo que había olvidado su nombre, y que aferraba la radio de onda corta, a pesar de que las baterías se habían agotado desde hacía días. Por encima del traqueteo del motor, Hermana escuchaba la dolorosa respiración de Artie, que se sostenía el costado, con la sangre humedeciéndole los labios, y el rostro contorsionado por el dolor. La única posibilidad que tenía era encontrar ayuda médica de algún tipo, y Hermana había recorrido demasiado camino con él como para dejarlo morir sin luchar.

Hermana rodeaba su bolsa con un brazo. La noche anterior había contemplado las joyas brillantes del círculo de cristal y había visto otra imagen extraña: se trataba de lo que parecía ser un cartel en la carretera, débilmente iluminado por un brillo distante, y en el que se podía leer: «BIENVENIDOS A MATHESON, KANSAS. SOMOS FUERTES, ORGULLOSOS Y CRECEMOS».

Tuvo la impresión de caminar en sueños por una carretera que conducía hacia una luz, reflejada en las nubes bajas que cubrían el cielo. Había figuras a su alrededor, pero no pudo distinguir bien quiénes eran. Luego, bruscamente, perdió contacto con la visión y se encontró de regreso en la cabaña, sentada frente al fuego, que se iba apagando.

Nunca había oído hablar de Matheson, Kansas, si es que tal lugar existía. Mirar en las profundidades del círculo de cristal hacia que su imaginación hirviera como la sopa en una olla. ¿Y por qué lo que salía burbujeando de todo aquello iba a tener alguna relación con la realidad?

Pero ¿qué sucedería si existía realmente un lugar llamado Matheson, en Kansas?, se preguntó. ¿Significaría eso que también fueron lugares reales sus visiones anteriores de un desierto con un muñeco en el suelo, y de una mesa donde había dispuestas algunas cartas para adivinar el futuro? ¡No! ¡Claro que no! «Yo antes estaba loca, pero ahora ya no lo estoy», pensó. Todo aquello no eran más que imaginaciones suyas, productos de la fantasía que los colores del círculo de cristal creaban en su mente.

«Lo quiero —le había dicho el monstruo disfrazado de Doyle Halland en aquella habitación sangrienta de New Jersey—. Lo quiero».

«Y yo lo tengo —pensó Hermana—. Precisamente yo, de entre todas las demás personas posibles. ¿Por qué?».

Ella misma se contestó a la pregunta: «Porque cuando quiero aferrarme a algo, ni siquiera el diablo puede hacer que lo suelte. Esa es la razón».

—¡Vamos a Detroit! —dijo Artie. Estaba sonriendo, con los ojos brillantes por la fiebre—. Ya es hora de que regresemos a casa, ¿no te parece?

—Vas a ponerte bien —le dijo, tomándolo de la mano. La carne estaba húmeda y caliente—. Vamos a encontrar alguna medicina para ti.

—Oh, ella se va a enfadar taaaanto conmigo —siguió diciendo él—. Se suponía que debía llamarla aquella noche. Salí con los muchachos. Se suponía que tenía que llamarla. La abandoné…

—No, no la abandonaste. Todo está bien. Sólo tienes que permanecer tranquilo y…

Mona Ramsey lanzó un grito.

Hermana levantó la cabeza. Un lobo de ojos amarillos, del tamaño de un doberman, se había encaramado sobre la tapa basculante que cerraba la caja de la camioneta y trataba de auparse sobre ella. Las patas delanteras del animal se movieron desenfrenadamente en el aire. Hermana no tuvo tiempo ni para apuntar, ni para disparar; se limitó a golpear el cráneo de la bestia con el cañón del rifle, y el lobo lanzó un aullido y cayó sobre la carretera. Ya se había alejado entre los bosques antes de que ella tuviera tiempo de llevar el dedo al gatillo. Otros cuatro que habían estado siguiéndolos de cerca, se apresuraron a buscar refugio.

Mona Ramsey balbuceaba histéricamente.

—¡Silencio! —le exigió Hermana. La mujer joven dejó de balbucear y la miró—. Me estás poniendo nerviosa, querida —dijo Hermana—. Y soy muy maniática cuando me pongo nerviosa.

La camioneta dio un viraje repentino sobre el hielo, y el lado derecho pasó rozando los restos de seis coches apilados, antes de que Paul pudiera recuperar el control. Encontró un paso entre los restos, pero la carretera, por delante de ellos, era un verdadero cementerio de coches. Más animales asomaron a los bordes de la carretera, observando el paso de la camioneta.

La aguja del combustible tocó fondo.

—Estamos consumiendo las últimas gotas —dijo Paul, preguntándose hasta dónde podrían llegar con el Johnny Walker etiqueta roja.

—¡Eh! ¡Mira allí! —exclamó de pronto Steve Buchanan, señalando a la derecha.

Entre los árboles sin hojas se distinguía un cartel de una gasolinera de la Shell. Salieron de una curva y ambos vieron la gasolinera, abandonada. Alguien había escrito con pintura blanca sobre las ventanas: «¡ARREPENTÍOS! ¡EL INFIERNO ESTÁ EN LA TIERRA!». Lo que daba lo mismo, razonó Paul, porque la rampa de salida de la carretera estaba bloqueada por la destartalada carcasa de un autobús y otros dos vehículos destrozados.

—¡Buenos zapatos! —dijo Artie en la caja de la camioneta. Hermana apartó la mirada del mensaje o advertencia escrito sobre las ventanas de la gasolinera Shell—. Nada detiene a un buen par de cómodos zapatos.

Jadeó y empezó a toser, y Hermana le limpió la boca con una punta de la manta.

La camioneta se estremeció.

Paul sintió que la sangre le desaparecía del rostro.

—¡Vamos! ¡Vamos!

Apenas habían empezado a subir la colina, cuya parte superior se encontraba a unos cuatrocientos metros, y si lograban llegar arriba podrían descender por el otro lado aunque no tuvieran combustible. Paul se inclinó sobre el volante, como si tratara de empujar a la camioneta para que recorriera aquel pequeño trecho. El motor tartamudeó y se estremeció, y Paul se dio cuenta de que estaba a punto de darse por vencido. Sin embargo, las ruedas siguieron girando, y la camioneta seguía subiendo la pequeña cuesta.

—¡Vamos! —gritó cuando el motor tosió, balbuceó… y finalmente se paró.

Las ruedas siguieron girando durante unos veinte metros más, avanzando cada vez más lentamente, hasta que por último se detuvieron por completo. Tras un instante de suspensión, empezaron a girar hacia atrás.

Paul hundió el pie en el freno, levantó el freno de mano y metió la primera marcha. La camioneta se detuvo a unos cien metros de la parte superior de la colina.

Sobre ellos cayó el más absoluto silencio.

—Esto ha sido todo —dijo Paul.

Steve Buchanan estaba sentado, con una mano sobre la Magnum y la otra sosteniendo la botella de whisky por el cuello.

—¿Y ahora qué?

—Tres alternativas: nos quedamos aquí sentados durante el resto de nuestras vidas, nos metemos en la caja de la camioneta, o empezamos a caminar hacia adelante. —Tomó la botella, bajó al exterior y se dirigió hacia la parte de atrás de la camioneta—. El viaje ha terminado, amigos. Nos hemos quedado sin combustible. —Dirigió una penetrante mirada a Hermana—. ¿Está satisfecha, señora?

—Todavía tenemos piernas.

—Sí, y ellos tienen patas —dijo, señalando con un gesto a los dos lobos que permanecían en el lindero del bosque, observándoles atentamente—. Y creo que nos ganarían en una carrera, ¿no te parece?

—¿A qué distancia estamos de la cabaña? —preguntó Kevin Ramsey, rodeando con los brazos a su temblorosa esposa—. ¿Podemos recorrer la colina antes de que se haga de noche?

—No —contestó Paul volviendo a mirar a Hermana—. Soy un condenado estúpido por haber permitido que me convencieras para hacer esto. Sabía que todas las gasolineras estarían cerradas.

—Entonces, ¿por qué has venido?

—Porque…, porque quise creérmelo, aunque sabía que estabas equivocada. —Percibió un movimiento hacia su izquierda y vio a otros tres lobos saliendo de entre los restos que llenaban el carril de la carretera, en dirección este—. Estábamos más seguros en la cabaña. ¡Sabía que no quedaría nada!

—Toda la gente que pasó por este camino tuvo que ir a alguna parte —insistió ella—. Tú te habrías quedado sentado en esa cabaña hasta que te hubieran salido raíces en el trasero.

—¡Deberíamos habernos quedado! —gimió Mona Ramsey—. ¡Oh, Jesús, vamos a morir aquí!

—¿Puedes levantarte? —le preguntó Hermana a Artie, que asintió con un gesto—. ¿Crees que puedes caminar?

—Llevo buenos zapatos —dijo con voz rasposa. Se sentó y por su cara se extendió un gesto de dolor—. Sí, creo que puedo.

Ella le ayudó a ponerse en pie, y luego casi lo levantó en vilo, hasta dejarlo en el suelo. Él se llevó la mano al costado, y se apoyó en la camioneta. Hermana se pasó la correa del rifle por el hombro, tomó la bolsa, dejándola cuidadosamente en el suelo y luego bajó. Miró directamente a Paul Thorson.

—Vamos hacia allí —dijo señalando hacia la parte alta de la colina—. ¿Vienes con nosotros o te quedas?

Los ojos de ella tenían el color del acero en su rostro demacrado y salpicado de quemaduras. Paul se dio cuenta de que o bien era la mujer más loca, o la más tenaz que hubiera conocido en su vida.

—Por allí no hay nada, excepto más nada.

—Tampoco había nada de donde procedemos —replicó ella.

Hermana se echó la bolsa al hombro y empezó a caminar hacia lo alto de la colina, con Artie apoyado sobre su hombro.

—Dame ese rifle —le dijo Paul. Ella se detuvo—. El rifle —repitió él—. Eso no te servirá de nada. Para cuando consigas empuñarlo ya será demasiado tarde. Toma. —Le ofreció la botella—. Bebe un buen trago. Que todo el mundo tome un buen trago antes de empezar. Y, por el amor de Dios, envolveos en esas mantas, protegeos las caras todo lo que podáis. Steve, trae la manta del asiento delantero. ¡Vamos, date prisa!

Hermana bebió de la botella, le dio a beber un trago a Artie y luego se la devolvió a Paul, junto con el rifle.

—Nos mantendremos juntos —les dijo a todos—. Formaremos un grupo apretado, lo mismo que las carretas cuando eran atacadas por los indios, ¿de acuerdo? —Observó por un momento a los lobos que convergían lentamente hacia ellos, levantó el rifle, apuntó y alcanzó a uno de ellos en el costado. El animal cayó con un aullido, y los otros se abalanzaron sobre él, desgarrándolo a trozos—. De acuerdo, sigamos por esta maldita carretera.

Empezaron a caminar, con el viento revoloteando a su alrededor en ráfagas crueles. Paul se colocó delante, mientras que Steve Buchanan se situó en la retaguardia del grupo. Apenas habían avanzado siete metros cuando un lobo saltó desde detrás de un coche tumbado y se cruzó en su camino. Paul levantó el rifle, pero el animal ya se había refugiado detrás de otro vehículo.

—¡Vigila las espaldas! —le gritó a Steve.

Los animales llegaban desde todas partes. Steve contó ocho desplazándose cautelosamente por la retaguardia. Preparó la Magnum, con el corazón latiéndole como una batería.

Otro lobo corrió desde la izquierda y, en un torbellino de movimiento, se dirigió directamente hacia Kevin Ramsey. Paul se volvió y disparó; la bala rebotó sobre el pavimento, pero el animal dio media vuelta. Instantáneamente, otros dos saltaron desde la derecha.

—¡Cuidado! —gritó Hermana.

Paul se volvió a tiempo para aplastarle una pata con un golpe. El animal cayó bailoteando alocadamente sobre la carretera, antes de que otros cuatro se arrojaran sobre él. Les disparó y alcanzó a dos, pero los otros huyeron.

—¡Balas! —pidió.

Hermana le dio un puñado de la caja que él le había entregado para que llevara en la bolsa. Cargó apresuradamente el arma, pero le había dado los guantes a Mona Ramsey, y su piel sudorosa resbalaba sobre el frío metal del rifle. Se guardó el resto de las balas en el bolsillo del abrigo.

Se encontraban a unos setenta metros de la parte superior de la colina.

Artie se inclinaba pesadamente sobre Hermana. Tosió sangre y se tambaleó, a punto de que se le doblaran las piernas.

—Puedes conseguirlo —le dijo ella—. Vamos, sigue caminando.

—Cansado… —dijo él. Estaba tan caliente como un horno, y desprendía calor hacia los que le rodeaban—. Oh… estoy… tan…

La cabeza de un lobo surgió de la ventanilla abierta de un Oldsmobile quemado situado a su lado, con las fauces dirigidas hacia la cara de Artie. Hermana le golpeó y los dientes del animal se rompieron con un «crac», que casi sonó tan fuerte como el disparo de rifle de Paul un segundo más tarde. La cabeza del lobo estalló en sangre y sesos, y la bestia se desmoronó en el interior del coche.

—… cansado —terminó de decir Artie.

Steve vigilaba a dos lobos que se les acercaban por detrás. Levantó la Magnum con las dos manos, con las palmas resbalándole sobre la culata, a pesar de que se sentía helado. Uno de los animales se desvió hacia un lado, pero el otro siguió avanzando. Estaba a punto de disparar cuando se detuvo de pronto, a cuatro metros de distancia, gruñó y se metió tras un Chevrolet destrozado. Steve casi podría haber jurado que aquel gruñido pronunció su nombre.

Hubo un movimiento hacia su izquierda. Empezó a volverse, pero se dio cuenta de que ya era demasiado tarde.

Lanzó un grito, al tiempo que la forma de un lobo le alcanzaba, golpeándole en las piernas. La Magnum se le cayó de las manos, deslizándose sobre el suelo. Un gran lobo gris plateado mordió el tobillo derecho de Steve y empezó a arrastrarlo hacia el bosque.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Socorro!

El viejo actuó entonces con mayor rapidez que Paul; avanzó tres pasos, levantó la radio de onda corta con las dos manos y la estrelló contra el cráneo del lobo. La radio estalló en una rociada de hilos y transistores, y el lobo soltó el tobillo de Steve. Paul le atravesó las costillas y otros tres más se abalanzaron sobre él. Steve se inclinó para recuperar la Magnum, mientras el viejo observaba horrorizado el amasijo metálico que aún tenía en las manos; luego, Steve lo guio de nuevo hacia el grupo y el viejo dejó caer los restos de la radio.

Se hallaban rodeados por unos quince lobos, que se habían detenido para devorar a los moribundos o heridos. Otros lobos salían del bosque. «¡Santo Dios!», pensó Paul, mientras el ejército de lobos les rodeaba. Apuntó al más cercano.

Una forma oscura surgió de pronto de debajo de un coche, en el lado contrario hacia el que él apuntaba.

—¡Paul! —gritó Hermana.

Y vio que el lobo saltaba sobre él antes de que ella pudiera hacer nada por evitarlo. Paul se volvió violentamente, pero fue alcanzado y derribado, bajo un peso que gruñía, con las garras abiertas. Las mandíbulas del animal se adelantaron hacia su cuello… y se cerraron sobre el rifle que Paul había levantado para protegerse la cara. Hermana tuvo que soltar a Artie para ahuyentar al lobo. Le dio una patada en el costado, con todas sus fuerzas. El lobo soltó el rifle de Paul, pero se revolvió y se tensó para saltar sobre ella. Hermana vio sus ojos… enloquecidos, desafiantes, como los ojos de Doyle Halland.

El lobo saltó.

Se escucharon dos explosiones que sonaron como cañonazos, y las balas de la Magnum de Steve casi partieron a la bestia por la mitad. Hermana se hizo a un lado, al tiempo que el cuerpo de la bestia pasaba junto a ella, en el aire, con las fauces todavía abiertas y dejando atrás un reguero de intestinos.

Ella dio un suspiro de alivio y se volvió hacia Artie a tiempo de ver que dos lobos se lanzaban sobre él.

—¡No! —gritó en el momento en que Artie caía.

Golpeó a uno de los animales con la bolsa, lanzándolo a dos metros de distancia, sobre el pavimento. El segundo mordió en la pierna de Artie y empezó a tirar de él.

De pronto, Mona Ramsey lanzó un grito y se apartó del grupo, echando a correr en la dirección por donde habían venido, y pasando junto a Steve. Este trató de sujetarla, pero no lo consiguió. Kevin salió corriendo tras ella, la rodeó por la cintura y la levantó en vilo, al tiempo que un lobo saltaba desde debajo de un coche tumbado y le atrapaba el pie izquierdo. Kevin y la bestia tironearon de Mona, en un mortal forcejeo, mientras la mujer gritaba y se retorcía y más lobos surgían de entre los bosques. Steve intentó disparar, pero tenía miedo de herir al hombre o a la mujer. Vaciló, con un sudor frío helándole la cara, y aún se hallaba como en una especie de trance, cuando un enorme lobo de cuarenta kilos le alcanzó en el hombro, abalanzándose sobre él como una locomotora diesel. Escuchó el sonido de su hombro al romperse. Se retorció de dolor mientras el lobo se volvía y empezaba a morderle la mano que sostenía la pistola.

Las bestias estaban ahora por todas partes, corriendo y saltando. Paul disparó, falló y tuvo que encogerse ante una forma oscura que llegó volando contra su cabeza. Hermana alcanzó con la bolsa al lobo que había mordido la pierna de Artie, le aplastó el cráneo y lo apartó. Kevin Ramsey había perdido en el forcejeo; el lobo le arrebató a Mona del brazo que la sujetaba, y fue atacado por otro que ansiaba el mismo premio. Ambos se enzarzaron en una lucha, mientras Mona trataba de alejarse frenéticamente, a rastras.

Paul disparó y alcanzó a un lobo que estaba a punto de saltarle a Hermana por detrás. Luego, sintió unas garras sobre los hombros y cayó de bruces sobre el pavimento. El rifle se le cayó de las manos.

Tres lobos convergieron sobre Hermana y Artie. El viejo lanzaba salvajes patadas contra el lobo que atacaba la mano y el antebrazo de Steve. Hermana vio a Paul en el suelo, con la cara ensangrentada y la bestia sobre él intentando atravesarle la chaqueta de cuero con los colmillos. Se dio cuenta de que se encontraban a menos de diez metros de la parte superior de la colina, y que era allí donde iban a morir todos.

Tiró de Artie como si fuera un saco de ropa sucia. Los tres lobos se le acercaron lentamente, tomándose su tiempo. Hermana se preparó, dispuesta a utilizar la bolsa y a dar patadas mientras pudiera.

Por encima de los bufidos y los gritos, escuchó un profundo gruñido bajo. Miró hacia la parte alta de la colina. El sonido llegaba desde el otro lado. Debía de tratarse de una manada de lobos que acudían presurosos para participar en el festín…, o del monstruo de todos los lobos, despertado de su descanso.

—¡Vamos, venid! —gritó a los tres que la rodeaban. Los animales vacilaron, extrañados quizá por su actitud de desafío, y ella sintió que la locura volvía a apoderarse de su mente—. Vamos, hijos de p…

Con el gruñido del motor a toda potencia, un quitanieves apareció sobre la colina, con las cadenas destrozando los restos que cubrían el suelo. Sujetándose al exterior de la cabina de cristal cerrada había un hombre con una parca verde con capucha que sostenía un rifle con mira telescópica. Detrás de la máquina apareció un jeep blanco, de los que suelen utilizar los carteros en zonas de montaña. Su conductor hizo avanzar el vehículo entre los coches destrozados, y otro hombre armado también con un rifle se inclinó en el asiento del pasajero, gritando y disparando. El hombre del quitanieves apuntó cuidadosamente y disparó. De los tres lobos que la rodeaban, el que estaba en el centro cayó, y los otros dos salieron huyendo.

El animal que se encontraba sobre la espalda de Paul levantó la cabeza, vio acercarse a los vehículos y salió corriendo. Otro disparo de rifle sonó sobre el pavimento, cerca de los dos animales que luchaban por apoderarse de Mona Ramsey, y ambos salieron disparados a refugiarse en el bosque. Mona se acercó a su marido y lo rodeó con sus brazos. El lobo que había convertido el brazo de Steve en una masa sanguinolenta dio un último tirón y echó a correr, al tiempo que una bala silbaba junto a su cabeza.

—¡Jodidos! —gritó Steve sentándose, con un tono de voz histérico—. ¡Jodidos!

El jeep blanco patinó y se detuvo delante de Paul, que aún hacía esfuerzos por recuperar la respiración. Se incorporó, poniéndose de rodillas, con la mandíbula y la frente arañadas por la caída, la nariz rota y echando sangre. El conductor y el hombre con el rifle bajaron del jeep. En el quitanieves, el que tenía el rifle con mira telescópica seguía disparando contra los lobos que se retiraban hacia los bosques, y alcanzó a otros tres más, antes de que la carretera quedara limpia de animales vivos.

El conductor del jeep era alto, de mejillas rubicundas. Llevaba un mono por debajo de un abrigo forrado de lana. Sus ojos oscuros se desplazaron de uno a otro del zarandeado grupo de supervivientes. Observó a todos los lobos muertos y moribundos, y lanzó un gruñido. Luego se metió una mano de dedos recios y trabajadores en el bolsillo del mono, y la sacó con algo que le ofreció a Paul Thorson.

—¿Chicle? —preguntó.

Paul miró el paquete de Wrigley’s Spearmint y no tuvo más remedio que echarse a reír.

Hermana estaba atónita. Caminó hacia ellos, pasando junto al jeep, llevando sobre su hombro el peso de Artie, cuyos zapatos se arrastraban sobre el pavimento. Siguió caminando, más allá de donde se hallaba detenido el quitanieves y llegó a lo más alto de la colina.

A su derecha, a través de los árboles muertos, vio el humo que se elevaba de las chimeneas de unas casas de madera que formaban las calles de un pequeño pueblo. Distinguió el campanario de una iglesia, y camiones del ejército de Estados Unidos aparcados en un campo de béisbol, vio una bandera de la Cruz Roja ondeando en la parte lateral de un edificio, vio tiendas y remolques y coches aparcados por millares, desparramados entre las calles del pueblo y más allá, entre las bajas colinas que lo rodeaban. Justo en la parte alta de la colina en la que se encontraba había un cartel en el que se podía leer: «HOMEWOOD. PRÓXIMA SALIDA».

El cuerpo de Artie empezó a deslizarse hacia el suelo.

—¡No! —exclamó ella con mucha firmeza, sosteniéndolo en pie con todas sus fuerzas.

Aún estaba sosteniéndolo cuando acudieron a ayudarla para llevarla hacia el jeep blanco.