Rodarán cabezas
—Mi nombre es Alvin Mangrim. Ahora soy lord Alvin. Bienvenidos a mi reino. —El joven demente rubio, sentado en su trono, formado por una taza de váter, trazó un amplio gesto con una mano delgada—. ¿Os gusta?
Josh sentía náuseas a causa del olor a muerte y putrefacción. Él, Swan y Leona se hallaban sentados juntos sobre el suelo del departamento de animales domésticos de los almacenes K-Mart, situado al fondo de la tienda. En las pequeñas jaulas que los rodeaban había docenas de canarios y papagayos muertos, así como numerosos peces pudriéndose en sus peceras. Más allá de una zona de exposición acristalada, unos pocos gatitos y perros pequeños atraían a las moscas.
Anhelaba aplastar aquella cara cubierta por la barba rubia, que sonreía con una mueca cruel, pero tenía las muñecas y los tobillos encadenados y las cadenas cerradas con un candado. Tanto Swan como Leona habían sido atados con cuerdas. A su alrededor se encontraban el calvo de Neanderthal, el hombre de los ojos abultados de pescado, y unos seis o siete hombres más. El de la barba negra y el enano del carrito deambulaban cerca. El enano manoseaba con sus dedos cortos la varita de zahorí de Swan.
—Yo fijo el juicio —dijo lord Alvin, reclinándose en su trono y comiendo uvas—. Por eso es por lo que están encendidas las luces. —Sus lóbregos ojos verdes se desplazaron de Josh a Swan y luego de nuevo al primero. Leona seguía sangrando por el corte que le habían abierto en la cabeza, y sus ojos trataban de luchar contra la conmoción—. He acoplado un par de generadores portátiles al sistema eléctrico. Siempre he sido muy bueno con la electricidad, y también soy muy buen carpintero. Jesús era carpintero, ¿sabéis? —Escupió unas semillas de uvas—. ¿Creéis vosotros en Jesús?
—Sí —consiguió decir Josh.
—Yo también. Una vez tuve un perro llamado Jesús. Lo crucifiqué, pero luego no resucitó. Antes de morir, me dijo qué tenía que hacer con la gente en la casa de ladrillo. Cortarles las cabezas.
Josh permaneció muy quieto, mirando directamente aquellos ojos verdes sin fondo.
Lord Alvin sonrió y, por un momento, pareció un niño de un coro, todo él envuelto en púrpura y preparado para ponerse a cantar.
—He arreglado las luces aquí para atraer a mucha carne fresca…, como vosotros. Muchos juguetes. Mirad, todos nos abandonaron en Pathway. Se apagaron todas las luces, y los médicos se marcharon a casa. Pero encontramos a algunos, como el doctor Baylor. Y entonces yo bauticé a mis discípulos con la sangre del doctor Baylor, y los envié a que recorrieran el mundo, mientras que el resto de nosotros nos quedábamos aquí. —Ladeó la cabeza y la sonrisa se desvaneció de su cara—. Fuera está todo muy oscuro —siguió diciendo—. Siempre está oscuro, incluso durante el día. ¿Cómo te llamas, amigo?
Josh le dijo su nombre. Podía oler su propio sudor de miedo por encima del hedor fétido de los animales muertos.
—Josh —repitió lord Alvin comiéndose una uva—. Poderoso Josué. Derribó de un poderoso soplido aquellas viejas murallas de Jericó, ¿verdad?
Volvió a sonreír y llamó por señas a un hombre joven, con reluciente cabello negro y pintura roja rodeándole los ojos y la boca. El joven se adelantó, sosteniendo una jarra con algo.
Swan escuchó a algunos de los hombres riendo con excitación. El corazón le seguía latiendo con fuerza, pero las lágrimas ya habían dejado de brotar, al igual que las ideas que le habían estado golpeando el fondo de su cerebro. Sabía que aquellos dementes se habían escapado del manicomio de Pathway, y también sabía que tenía ante ella a la muerte, sentada sobre una taza de váter. Se preguntó qué le habría sucedido a Mulo, y se dio cuenta de que desde que tropezara con aquellos maniquíes —apartó rápidamente aquel recuerdo de su memoria— no había vuelto a ver ni escuchar al terrier.
El hombre joven con pintura roja en la cara se arrodilló delante de Josh, destapó la tapa de la jarra y reveló una pintura grasosa y blanca. Tomó algo de aquel material con el dedo índice y lo extendió hacia el rostro de Josh, quien echó la cabeza hacia atrás; pero el calvo de Neanderthal lo sujetó por la nuca y lo mantuvo con firmeza, mientras el otro le aplicaba la pintura grasienta.
—Vas a estar muy guapo, Josh —le dijo lord Alvin—. Vas a disfrutar con esto.
Por encima de las oleadas de dolor en las piernas y del frío paralizante producido por la conmoción, Leona observó el recorrido de la pintura grasienta, y se dio cuenta de que el hombre joven estaba pintando la cara de Josh como si fuera la de una calavera.
—Conozco un juego —dijo lord Alvin—. El juego de la camisa de fuerza. Yo mismo lo inventé. ¿Sabes por qué? El doctor Baylor me dijo: «¡Ven, Alvin! Vamos, tómate la píldora como un buen chico», y yo tenía que recorrer cada día ese largo y maloliente pasillo. —Levantó dos dedos—. Dos veces al día. Pero yo soy muy buen carpintero. —Guardó silencio, parpadeando con lentitud, como si tratara de ordenar sus pensamientos—. Antes construía casetas para perros. No eran simples casas para perros. Yo construía mansiones y castillos para perros. Construí una réplica de la Torre de Londres para Jesús. Era allí donde les cortaban la cabeza a las brujas.
El rabillo de su ojo izquierdo empezó a palpitar con un tic. Permaneció en silencio, mirando fijamente hacia el espacio, mientras el otro daba los últimos toques a la calavera pintada de grasa que cubría el rostro de Josh.
Una vez terminado el trabajo, el calvo de Neanderthal le soltó la cabeza. Lord Alvin terminó de comer sus uvas y se chupó los dedos.
—En el juego de la camisa de fuerza —dijo entre chupetones—, se te lleva a la parte delantera de la tienda. La mujer y la niña se quedan aquí. Entonces, puedes escoger… ¿qué quieres que te liberen, los brazos o las piernas?
—¿A qué viene toda esta mierda?
Lord Alvin dirigió hacia él un dedo de advertencia.
—¿Brazos o piernas, Josh?
«Necesito tener las piernas libres —razonó Josh, y luego se dijo—: No, siempre puedo brincar o saltar. Tengo que tener los brazos libres. ¡No, las piernas!». Le fue imposible decidir sin saber lo que iba a suceder. Vaciló, tratando de pensar con claridad. Sintió la mirada de Swan posada sobre él; la miró, pero ella meneó la cabeza. No podía serle de ninguna ayuda.
—Las piernas —dijo finalmente Josh.
—Bien. Eso no te ha dolido, ¿verdad? —Una vez más hubo risitas y movimientos de excitación entre quienes miraban—. De acuerdo, te llevarán a la parte delantera y te liberarán las piernas. Entonces, dispondrás de cinco minutos para recorrer todo el camino de la tienda, hasta regresar aquí. —Se subió la manga derecha de la túnica púrpura. Llevaba seis relojes de pulsera en el brazo—. ¿Lo ves? Puedo calcular el tiempo al segundo exacto. Cinco minutos desde donde yo diga adelante…, y ni un segundo más, Josh.
Josh emitió un suspiro de alivio. ¡Menos mal que había elegido tener libres las piernas! ¡No se imaginó a sí mismo arrastrándose y retorciéndose por toda la tienda en aquella ridícula farsa!
—Oh, claro —siguió diciendo lord Alvin—. Mis súbditos van a hacer todo lo posible por matarte entre la entrada de la tienda y este lugar. —Sonrió alegremente—. Utilizarán cuchillos, martillos, hachas…, todo excepto armas de fuego. Utilizar armas de fuego no sería justo, ¿verdad? Pero no te preocupes mucho. Tú puedes utilizar las mismas cosas si las encuentras… y si puedes tomarlas con las manos. O puedes utilizar cualquier otra cosa para protegerte, pero ahí no encontrarás ningún arma de fuego. Ni siquiera una escopeta de perdigones. ¿Verdad que es un juego muy divertido?
Josh sentía la boca como si fuera de serrín. Tenía miedo de preguntar, pero tuvo que hacerlo.
—¿Qué… ocurrirá si no regreso aquí… en cinco minutos?
El enano se puso a dar saltos en el carrito de la compra, y lo señaló con la varita de zahorí, como si fuera el cetro de un bufón.
—¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte! —gritó.
—Gracias, Imp —dijo lord Alvin—. Josh, ya has visto mis maniquíes, ¿no es así? ¿Verdad que son bonitos? ¡Y parecen tan vivos! ¿Quieres saber cómo los hicimos?
Miró a alguien que se encontraba por detrás de Josh y asintió con un gesto.
Inmediatamente, se escuchó un gruñido gutural que ascendió hasta convertirse en un chirrido agudo. Josh olió a gasolina. Ya sabía qué era aquel sonido, y los intestinos se le retorcieron. Miró por encima del hombro y vio al calvo de Neanderthal sosteniendo una chirriante sierra eléctrica manchada de restos resecos.
—Si no le ganas al reloj, amigo Josh —dijo lord Alvin inclinándose hacia adelante—, la señora y la niña se unirán a mi colección de maniquíes. Me refiero a sus cabezas, claro.
Levantó un dedo y la sierra eléctrica se detuvo con un chirrido de cadenas.
—¡Rodarán cabezas! —exclamó Imp saltando y riendo cruelmente—. ¡Rodarán cabezas!
—Desde luego —añadió el loco de la túnica púrpura—, si ellos te matan ahí fuera, no importará mucho, ¿verdad? Tendremos que encontrar un cuerpo muy grande que se ajuste a tu cabeza, ¿no te parece? ¿Bien? ¿Estamos preparados?
—¡Preparados! —gritó Imp.
—¡Preparados! —dijo el bruto de la barba negra.
—¡Preparados! —aullaron los otros bailando y saltando—. ¡Preparados!
Lord Alvin se inclinó y tomó del enano la varita de zahorí. La arrojó al suelo, a un metro de distancia.
—Cruza esa línea, amigo Josh, y serás testigo de milagros.
«Nos matará de todos modos», pensó Josh. Pero no tenía otra elección; sus ojos se encontraron con los de Swan. Ella le miró fijamente, con serenidad y resolución, y trató de enviarle un pensamiento: «Creo en ti», le dijo. Josh rechinó los dientes. «Protege a la niña. ¡Sí! ¡Menudo jodido trabajo he hecho hasta ahora!».
El hombre de la barba negra y otro de los lunáticos levantaron a Josh, dejándolo de pie.
—Patéales el culo —le susurró Leona sintiendo un gran dolor en la cabeza que, sin embargo, no la cegaba.
Josh fue medio transportado, medio arrastrado fuera del departamento de animales domésticos, a través de las secciones de menaje, prendas deportivas y luego a lo largo del pasillo central, hasta llegar a la hilera de cajas registradoras, situadas delante de las puertas de entrada. Allí había un tercer hombre esperando, armado con una escopeta de dos cañones y con un juego de llaves colgándole del cinturón. Josh fue arrojado al suelo y la respiración se le escapó sibilante por entre los dientes.
—Piernas —le escuchó decir al de la barba negra, y el que tenía las llaves se inclinó para soltarle los candados.
Josh fue consciente de un ruido atronador y constante, y miró por las puertas de cristal. Estaba cayendo una lluvia torrencial, una parte de la cual se introducía a través de los cristales rotos de los escaparates. No había la menor señal del caballo, y Josh confió en que hubiera encontrado un lugar seco donde morir. «¡Que Dios nos ayude a todos!», pensó. Aunque no había visto a ninguno de los otros maniacos cuando lo llevaron ante las puertas de entrada, sabía que estaban allí, en la tienda, ocultándose, esperando, preparándose para cuando empezara el juego.
«Protege a la niña». Aquella voz rasposa que había surgido de la garganta de PawPaw seguía fresca en su mente. «Protege a la niña». Tenía que cruzar aquella línea donde había caído la varita de zahorí en cinco minutos, sin que importara lo que aquellos endemoniados locos le arrojaran. Tendría que utilizar todos los movimientos que recordaba de sus tiempos de futbolista, tendría que volver a poner en marcha aquellas oxidadas rodillas. «Oh, Señor —rogó—, si alguna vez le sonreíste a un estúpido tonto como yo, vuelve a mostrarme ahora esa blanca sonrisa».
El último candado que le sujetaba las piernas quedó abierto y le quitaron las cadenas de los pies. Lo levantaron. Las muñecas seguían estando bien sujetas, con la cadena enrollada alrededor de los antebrazos y las manos. Podía abrir y cerrar la mano izquierda, pero la derecha estaba bien apretada, cerrada e inmóvil. Miró hacia el fondo de los almacenes K-Mart y el corazón casi le saltó en el pecho. El condenado lugar parecía casi tan largo como diez campos de fútbol.
En el departamento de animales domésticos, Swan había apoyado la cabeza sobre el hombro de Leona. La mujer respiraba entrecortadamente, luchando por mantener los ojos abiertos. Swan sabía que Josh iba a hacer todo lo que pudiera por llegar hasta ellas, pero también sabía que podía fracasar en su intento. Lord Alvin le sonreía beatíficamente, como si fuera la sonrisa de un santo reflejada en la ventana de vidrios de colores de una iglesia. Consultó los relojes de su muñeca y antebrazo, y luego dirigió el megáfono eléctrico hacia la entrada del local y gritó:
—Que empiece el juego de la camisa de fuerza… ¡Ahora! ¡Cinco minutos, amigo Josh!
Swan se encogió a la espera de lo que pudiera suceder.