40

El sonido de alguien que renace

Macklin había escuchado el estridente canto de sirena en la noche, y ahora sabía que había llegado el momento.

Salió de su saco de dormir, llevando cuidado de no despertar a Roland o a Sheila; no quería que ninguno de ellos fuera con él. Tenía miedo del dolor, y no deseaba mostrar su debilidad.

Macklin salió de la tienda al soplo frío del viento. Empezó a caminar en dirección al lago. Las antorchas y hogueras del campamento flameaban a su alrededor, y el viento azotaba el vendaje negro verdoso que le colgaba del muñón derecho. Percibía el hedor nauseabundo de su propia infección. La herida supuraba un fluido grisáceo desde hacía días. Puso la palma de la mano izquierda sobre la empuñadura del cuchillo, metido en el cinturón de los pantalones. Iba a tener que abrir la herida de nuevo para exponer la carne viva a la agonía curativa del Gran Lago Salado.

Detrás de él, Roland Croninger se sentó en cuanto Macklin hubo abandonado la tienda. Empuñaba la 45. Dormía siempre con el arma, y ni siquiera la soltaba cuando Sheila Fontana le permitía hacer con ella aquella cosa sucia. También le gustaba observar cuando Sheila se metía dentro al rey. En compensación, ellos la alimentaban y la protegían de los otros hombres. Se estaban convirtiendo en un trío muy unido. Pero ahora él sabía adónde se dirigía el rey, y por qué. Últimamente, la herida de Macklin había estado oliendo muy mal. No tardaría en escucharse otro grito en la noche, como los otros que habían escuchado cuando el campamento estaba tranquilo. Él era un caballero del rey, y pensó que debía estar a su lado para ayudarlo, pero esto era algo que el monarca quería hacer a solas. Roland volvió a tumbarse, con la pistola descansando sobre su pecho. Sheila murmuró algo en sueños y se encogió. Roland esperó a escuchar el grito de renacimiento del rey.

Macklin pasó junto a otras tiendas, refugios de tablas de madera y cartón y coches donde se alojaban familias enteras. El olor del lago salado le dio en las narices, con una promesa de dolor y de limpieza que iba más allá de cualquier otra cosa que hubiera experimentado jamás. El terreno empezó a inclinarse ligeramente hacia la orilla del agua, y en el suelo, a su alrededor, había ropas empapadas de sangre, harapos, muletas y vendajes desgarrados y tirados allí por otros que habían acudido antes que él.

Recordó los gritos que había escuchado en la noche, y vaciló. Se detuvo a menos de siete metros del lugar donde el lago se rizaba sobre una orilla rocosa. Su mano fantasma le picaba y el muñón le latía dolorosamente, al ritmo de los latidos de su corazón. «No puedo soportarlo —pensó—. ¡Oh, santo Dios, no puedo soportarlo!».

«Disciplina y control, señor», dijo una voz, surgiendo de su derecha. El soldado en la sombra estaba allí, de pie, blanco, con las huesudas manos en jarras, con el rostro en forma de luna cruzado de pintura grasienta de combate, bajo el borde del casco. «Si pierdes eso, ¿qué te queda?».

Macklin no dijo nada. El sonido del agua al chocar contra las rocas era seductor y aterrador a un tiempo.

«¿Te van a abandonar los nervios, muchacho?», preguntó el soldado en la sombra. Macklin pensó que aquella voz era similar a la de su padre. Contenía la misma nota de disgusto burlón. «Bueno, no me sorprendería —siguió diciendo el soldado en la sombra—. Desde luego, armaste una buena mierda en Earth House, ¿verdad? ¡Oh, menudo trabajo hiciste allí!».

—¡No! —dijo Macklin meneando la cabeza—. ¡Eso no sucedió por culpa mía!

El soldado en la sombra se echó a reír tranquilamente.

«Tú lo sabías, muchacho. Sabías que algo andaba mal en Earth House, a pesar de lo cual seguiste admitiendo gente, porque olías los billetes verdes de la caja registradora de los Ausley, ¿verdad? Vaya hombre, ¡tú mataste a todos aquellos pobres diablos! ¡Tú los enterraste bajo unas cuantas toneladas de rocas y luego salvaste tu propio culo! ¿No es eso?».

Ahora, Macklin pensó que, en efecto, era la voz de su padre, y creyó que el rostro del soldado en la sombra empezaba a parecerse a la cara carnosa, de nariz ganchuda, de su padre, que había muerto hacía ya mucho tiempo.

—Tenía que salvarme —dijo Macklin con un débil tono de voz—. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Quedarme allí y morir?

«¡Mierda! Ese muchacho tiene más sentido y más agallas que tú, Jimmy. ¡Él fue quien te sacó de allí! Te mantuvo en movimiento y te encontró comida para que pudieras seguir moviendo el trasero. De no haber sido por el chico, ahora no estarías aquí, temblando como una hoja porque tienes miedo de un poco de dolor. Ese muchacho sí que sabe el significado de lo que es disciplina y control, Jimmy. Tú no eres más que un lisiado viejo y cansado que debería meterse en ese lago, introducir la cabeza bajo el agua y dar un gran trago como han hecho esos. —El soldado en la sombra hizo un gesto hacia el lago, donde los cuerpos hinchados de los suicidas flotaban en el agua salada—. Cuando Earth House se te cayó encima de la cabeza, creías que eso era el fondo. Pero esto es el fondo, Jimmy. Aquí mismo. No vales una mierda, y has perdido el nervio».

—¡No, no lo he perdido! —exclamó Macklin—. ¡No…! ¡Lo he perdido!

Una mano hizo un gesto hacia el Gran Lago Salado. «Demuéstralo».

Roland percibió a alguien en el exterior de la tienda. Se sentó y le quitó el seguro a la automática. A veces, los hombres se acercaban por allí durante la noche, buscando a Sheila, y entonces los tenía que asustar.

La luz de una linterna le dio en el rostro, y él apuntó la pistola hacia la figura que le enfocaba.

—Tranquilo —dijo el hombre—. No quiero problemas.

Sheila lanzó un grito y se sentó de golpe, con los ojos muy abiertos. Se apartó del hombre que sostenía la luz. Había vuelto a tener la pesadilla en la que veía a Rudy entrando a rastras en la tienda, con la cara ensangrentada y la herida de su garganta abierta como una boca ominosa, y de entre sus labios de color púrpura surgía una voz gangosa que le preguntaba: «¿Has matado últimamente a algún bebé, querida Sheila?».

—Pues tendrás problemas si no retrocedes —dijo Roland, con ojos feroces por detrás de sus anteojos.

Sostuvo la pistola con firmeza, con el dedo colocado sobre el gatillo.

—Soy yo, Judd Lawry. —Se iluminó la cara con la linterna—. ¿Lo ves?

—¿Qué quieres?

Lawry dirigió la luz hacia el vacío saco de dormir de Macklin.

—¿Adónde ha ido el coronel?

—Fuera. ¿Qué quieres?

—El señor Kempka quiere hablar contigo.

—¿Sobre qué? Anoche ya le entregué su ración.

—Quiere hablar —dijo Lawry—. Dice que tiene que hacer un trato contigo.

—¿Un trato? ¿Qué clase de trato?

—Una proposición de negocios. No conozco los detalles. Tendrás que ir a verlo.

—Yo no tengo que hacer nada —dijo Roland—. Y sea lo que sea, puede esperar hasta que aparezca la luz del día.

—El señor Kempka quiere hacer negocios ahora —dijo Lawry con firmeza—. No es importante que esté presente Macklin. El señor Kempka quiere hacer un trato contigo. Cree que tienes un buen cerebro. Así que, ¿vienes o no?

—No.

—Muy bien —dijo Lawry encogiéndose de hombros—, entonces tendré que decirle que no estás interesado. —Empezó a retroceder para salir de la tienda, y entonces se detuvo—. Ah, sí, quería que te diera esto —añadió, dejando caer una caja llena de barritas de chocolate sobre el suelo, delante de Roland—. Tiene muchas más como estas en el camión.

—¡Jesús! —exclamó Sheila metiendo una mano en la caja y extrayendo varias barritas de chocolate—. ¡Hace tanto tiempo que no probaba una de estas!

—Le comunicaré lo que me has dicho —añadió Lawry mirando a Roland, y se dispuso de nuevo a abandonar la tienda.

—¡Espera un momento! —espetó Roland—. ¿De qué clase de trato quiere hablar conmigo?

—Como ya te he dicho, tendrás que verlo a él para descubrirlo.

Roland vaciló, pero finalmente llegó a la conclusión de que, fuera lo que fuese, no le haría ningún daño averiguarlo.

—No voy a ninguna parte sin el arma —dijo.

—Claro, ¿por qué no?

Roland salió del saco de dormir y se levantó. Sheila, que ya se había comido una de las barritas de chocolate, dijo:

—Eh, un momento. ¿Y yo, qué?

—El señor Kempka sólo quiere ver al muchacho.

—¡Y una mierda! ¡No voy a quedarme aquí a solas!

Lawry se quitó del hombro la correa de la escopeta y le entregó el arma.

—Toma. Y no te vueles la cabeza por accidente.

Ella tomó el arma, dándose cuenta demasiado tarde que era la misma con la que él había matado al niño. Sin embargo, no se atrevía a quedarse a solas sin un arma. Luego, volvió su atención a la caja de barritas de chocolate, y Roland siguió a Judd Lawry hacia el camión Airstream, donde la luz amarillenta de los faroles surgía a través de las grietas de las persianas bajadas de la ventana.

Al borde del lago, Macklin se quitó el abrigo negro y la sucia camiseta manchada de sangre que llevaba. Luego empezó a quitar las vendas del muñón de su muñeca, mientras el soldado en la sombra le observaba en silencio. Una vez que lo hubo hecho, dejó caer los vendajes. No resultaba nada agradable mirar la herida, y el soldado en la sombra lanzó un silbido al verla.

«Disciplina y control, señor —dijo el soldado en la sombra—. Eso es lo que hace a un hombre».

Aquellas eran exactamente las palabras que había dicho el padre de Macklin. Había crecido escuchándolas una y otra vez, grabándoselas en la cabeza, hasta convertirlas en un lema con el que había aprendido a vivir. Ahora, sin embargo, hacer el esfuerzo de meterse en el agua salada y hacer lo que debía iba a exigir de él cada gramo de disciplina y control que pudiera acumular.

El soldado en la sombra le dijo con una voz cantarina: «¡Un, dos, tres, cuatro, march…, un, dos, tres, cuatro, march…! ¡Vamos, ponte en movimiento, muchacho!».

«Oh, Jesús», exclamó Macklin mentalmente. Permaneció de pie, con los ojos fuertemente cerrados durante unos pocos segundos. Todo el cuerpo le temblaba a causa del aire frío y de su propio terror. Luego, se sacó el cuchillo del cinturón y caminó hacia el agua.

—Siéntate, Roland —dijo el Gordo en cuanto Lawry lo introdujo en el camión. Se había colocado una silla delante de la mesa tras la que se sentaba Kempka—. Cierra la puerta.

Lawry le obedeció y Roland se sentó. Mantuvo la mano en la pistola, y esta sobre su regazo. Él rostro de Kempka se plegó en una sonrisa.

—¿Quieres beber algo? ¿Pepsi? ¿Coca-Cola? ¿Seven-Up? ¿Qué te parece algo un poco más fuerte? —Se echó a reír con su voz alta y aguda, y sus papadas palpitaron—. Ya tienes la edad legal, ¿verdad?

—Tomaré una Pepsi.

—Ah. Bien. Judd, ¿quieres traernos dos Pepsis, por favor?

Lawry se levantó y entró en otra habitación, que Roland imaginó sería la cocina.

—¿Para qué quería verme? —preguntó Roland.

—Para un asunto de negocios. Una proposición. —Kempka se reclinó y el asiento crujió y emitió ruidos como si estuviera siendo devorado por el fuego. Llevaba una camisa deportiva de cuello abierto, por la que se le veía un pelo ensortijado moreno sobre el robusto pecho, y el enorme vientre le caía por encima del cinturón con el que se sujetaba unos pantalones de poliéster de color verde. Kempka se había peinado y puesto brillantina en el cabello, y el interior del camión olía a colonia barata y dulzona—. Roland, joven muchacho, me impresionaste desde que te vi. Aunque debería considerarte ya como un hombre joven —continuó, con una sonrisa maliciosa—. Me di cuenta en seguida de que tenías inteligencia, y de que eras fogoso. ¡Oh, sí! Me gustan los hombres jóvenes y fogosos. —Miró la pistola que Roland seguía sosteniendo—. Ya puedes dejar eso a un lado, ¿sabes? Deseo ser tu amigo.

—Eso está bien —dijo Roland, pero mantuvo la pistola apuntando en la dirección de Freddie Kempka.

En la pared, por detrás del Gordo, los numerosos rifles y armas cortas en sus fundas captaron la luz débil y amarillenta de la lámpara.

—Bien —siguió diciendo Kempka después de encogerse de hombros—, de todos modos podemos hablar. Háblame de ti. ¿De dónde procedes? ¿Qué les sucedió a tus padres?

«Mis padres —pensó Roland—. ¿Qué les pasó?». Recordaba haber acudido con ellos a Earth House, recordaba el terremoto que se produjo en la cafetería pero, a partir de ahí, todo lo demás seguía siendo algo deslavazado y demencial. Ni siquiera recordaba qué aspecto habían tenido sus padres. Creía que habían muerto en la cafetería. Sí, seguramente los dos habían quedado sepultados bajo las rocas. Ahora él era un caballero del rey, y ya no había forma de volver atrás.

—Eso no importa —decidió responder—. ¿Es de lo que quería hablarme?

—No, no. Yo quería, ah…, aquí están nuestros refrescos.

Lawry salió con dos Pepsis servidas en dos vasos de plástico. Dejó uno delante de Kempka y le entregó el otro a Roland. Luego inició un movimiento para situarse por detrás de él, pero el muchacho lo cortó.

—Quédate delante de mí mientras esté aquí.

Lawry se detuvo en seco. Sonrió, levantó las manos en un gesto de paz y se sentó sobre un montón de cajas apiladas contra la pared.

—Como ya te he dicho, me gustan los hombres jóvenes y fogosos —dijo Kempka tras haber tomado un sorbo de su bebida.

Había transcurrido mucho tiempo desde que Roland probara una bebida suave, y ahora casi se bebió medio vaso de un trago. La bebida había perdido la mayor parte del gas, a pesar de lo cual seguía siendo lo mejor que había tomado en mucho tiempo.

—¿De qué se trata entonces? —preguntó Roland—. ¿Algo relacionado con las drogas?

—No, no se trata de nada de eso —contestó el Gordo con una fugaz sonrisa—. Quiero saber cosas del coronel Macklin. —Se inclinó hacia adelante y la silla crujió de nuevo; apoyó los antebrazos sobre la mesa y entrelazó los dedos gordinflones—. Quiero saber… qué te ofrece Macklin que yo no pueda ofrecerte.

—¿Qué?

—Mira a tu alrededor —dijo Kempka—. Mira todo lo que tengo aquí: comida, bebida, dulces, armas, municiones… y poder, Roland. ¿Qué es lo que tiene Macklin? Una destartalada y pequeña tienda. ¿Y sabes una cosa? Eso es todo lo que llegará a tener. Soy yo quien dirige esta comunidad, Roland. Supongo que se podría decir que yo soy aquí la ley, el alcalde, el juez y el jurado, todo junto. ¿Correcto? —preguntó dirigiendo una rápida mirada a Lawry.

—Correcto —se apresuró a contestar el otro con la convicción de un estúpido ventrílocuo.

—Entonces, ¿qué es lo que hace Macklin por ti, Roland? —preguntó Kempka levantando las cejas—. ¿O debería preguntar más bien qué es lo que haces tú por él?

Roland casi estuvo a punto de decirle al Gordo que Macklin era el rey, despojado por el momento de su corona y de su reino, pero destinado a regresar algún día al poder, y que él se había comprometido como caballero del rey, pero se imaginó que Kempka tendría la inteligencia de una pulga y no comprendería el grandioso propósito del juego. Así pues, contestó:

—Viajamos juntos.

—¿Y adónde os dirigís? ¿Al mismo estercolero hacia el que se dirige Macklin? No, creo que tú eres demasiado inteligente para aceptar eso.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir… que yo dispongo de un camión grande y cómodo, Roland. Tengo una verdadera cama. —Hizo un gesto hacia una puerta cerrada—. Está ahí mismo, al otro lado. ¿Quieres verla?

De repente, Roland empezó a comprender adónde quería ir a parar el Gordo.

—No —dijo, sintiendo que se le encogían las entrañas—, no quiero.

—Tu amigo no puede ofrecerte lo que yo te ofrezco, Roland —siguió diciendo Kempka con una voz aterciopelada—. Él no tiene ningún poder. Yo lo tengo todo. ¿Crees acaso que os permití quedaros sólo por las drogas? No. Yo te quiero a ti, Roland. Quiero que estés aquí, conmigo.

Roland meneó la cabeza. Unas motitas oscuras parecieron girar rápidamente ante sus ojos, y sintió la cabeza pesada, como si ya no pudiera equilibrarla sobre su cuello.

—Vas a descubrir que el poder es lo que gobierna este mundo. —La voz de Kempka le sonó como si fuera un disco que girara a demasiadas revoluciones—. Eso es lo único que sigue importando. No la belleza, ni el amor…, tan sólo el poder. Y el hombre que lo tenga puede tomar todo aquello que desea.

—No a mí —dijo Roland.

Sintió las palabras como trozos de mármol rodándole sobre la lengua. Creyó estar a punto de vomitar, y experimentó una sensación de hormigueo en los pies. La luz de la lámpara le dañaba los ojos, y cuando parpadeó necesitó hacer un esfuerzo para volver a abrirlos. Bajó la mirada hacia el vaso de plástico que sostenía, y pudo ver unas cosas granulosas flotando en el fondo. Intentó levantarse, pero las piernas le fallaron y cayó de rodillas al suelo. Alguien se estaba inclinando sobre él, y se dio cuenta lejanamente de que le quitaban la automática del 45 de entre los dedos. Demasiado tarde. Intentó retenerla, pero Lawry ya sonreía maliciosamente y se apartaba, fuera de su alcance.

—He encontrado cierta utilidad para esas drogas que me has traído —dijo la voz de Kempka, que ahora sonaba lenta y lejana, como un murmullo escuchado bajo el agua—. He machacado el contenido de algunas de esas píldoras y he formado una pequeña y bonita mezcla. Espero que disfrutes de tu viaje.

El Gordo empezó a levantarse pesadamente de la silla y a recorrer el corto espacio que le separaba de Roland Croninger, mientras Lawry salía al exterior a fumarse un cigarrillo.

Roland se estremeció, a pesar de que el sudor le brotaba por todo el rostro, y se alejó del hombre, desplazándose a gatas sobre el suelo. Su cerebro funcionaba de un modo extraño, todo adquiría velocidad de pronto, y luego se hacía enormemente lento, como si se arrastrara. Todo el camión se estremeció cuando Kempka se acercó a la puerta y echó los cerrojos. Roland se acurrucó en un rincón, como un animal atrapado, y cuando intentó gritar para pedirle al rey que acudiera en su ayuda su voz casi le reventó los tímpanos.

—Y ahora —dijo Kempka—, vamos a conocernos mejor el uno al otro, ¿verdad?

Macklin estaba de pie, con el agua fría llegándole hasta la mitad de los muslos, el viento azotándole en la cara y aullando más allá del campamento. Los testículos se le congelaban, y la mano izquierda sostenía el cuchillo con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos. Miró la herida infectada, vio la oscura hinchazón que necesitaba explorar con la reluciente punta del cuchillo. «Oh, Dios —pensó—. Santo Dios, ayúdame…».

«Disciplina y control —dijo el soldado en la sombra, de pie detrás de él—. Eso es lo que hace a un hombre».

«Es la voz de mi padre —pensó Macklin—. Que Dios bendiga al querido viejo, y espero que los gusanos lo hayan devorado hasta los huesos».

«¡Hazlo!», le ordenó la voz del soldado en la sombra.

Macklin levantó el cuchillo, apuntó, aspiró una profunda bocanada de aire helado y bajó la punta de la hoja, introduciéndola en la hinchazón infectada.

El dolor era tan feroz, tan ardiente, tan consuntivo, que casi fue un placer.

Macklin lanzó la cabeza hacia atrás y gritó, al tiempo que introducía más profundamente la hoja en la infección, más profundamente aún, y las lágrimas corrieron por sus mejillas y se encontró ardiendo entre el dolor y el placer. Sintió que el brazo derecho se le aligeraba, a medida que los productos de la infección brotaban fuera. Y mientras el grito se elevaba en la noche, yendo hacia donde habían ido los otros gritos antes que este, Macklin se impulsó hacia adelante, y sumergió la herida en el agua salada.

—¡Ah!

El Gordo se detuvo a pocos pasos de Roland y volvió la cabeza hacia la puerta. El rostro de Kempka estaba abotargado y tenía los ojos relucientes. El grito se alejaba, desvaneciéndose en la noche.

—¡Escucha esa música! —dijo—. Es el sonido de alguien que vuelve a nacer.

Empezó a desabrocharse el cinturón y a tirar de él, a través de las numerosas hebillas de su enorme cintura.

Las imágenes que surcaban el cerebro de Roland eran una mezcla de casa de diversiones y casa de fantasmas. En su mente, él se hallaba golpeando la muñeca del brazo derecho del rey, y en el momento en que la hoja cortaba la mano una rociada de flores rojas como la sangre surgían de la herida; un desfile de cadáveres mutilados con sombreros de copa y frac caminaba en fila por un destrozado pasillo de Earth House; él y el rey viajaban por una superautopista, bajo un hosco cielo escarlata, y los árboles estaban constituidos por huesos, y los lagos eran de sangre humeante, y los restos medio podridos de los seres humanos pasaban a su lado en coches destartalados y en camiones destrozados; él se encontraba de pie en la cumbre de una montaña, mientras las nubes grises hervían sobre su cabeza. Por debajo de él, los ejércitos luchaban con cuchillos, piedras y botellas rotas. Una mano fría le tocó en el hombro y una voz le susurró: «Todo puede ser tuyo, sir Roland».

Tenía miedo de volverse y mirar aquella cosa que estaba detrás de él, pero sabía que debía hacerlo. El poder de una terrible alucinación le obligó a volver la cabeza, y se quedó mirando fijamente un par de ojos que llevaban unos anteojos de tanquista. La carne de aquel rostro aparecía moteada de colgajos marrones y leprosos, y los labios estaban recomidos, revelando unos colmillos malformados. La nariz era chata, y las aletas anchas y destrozadas. El rostro era el suyo, pero aparecía distorsionado, feo, horriblemente demoníaco y ávido de sangre. Y, desde ese rostro, su propia voz susurró: «Todo puede ser tuyo, sir Roland… y mío también».

Imponente sobre el muchacho, Freddie Kempka dejó caer el cinturón al suelo y empezó a bajarse los pantalones de poliéster. Su respiración sonaba como el rumor de una caldera.

Roland parpadeó, y miró al Gordo. Las visiones alucinatorias se tambaleaban alocadamente, pero aún pudo escuchar el susurro de aquella cosa. Estaba temblando, sin poder detenerse. Otra visión surgió alocadamente en su mente, y se encontró en el suelo, temblando, mientras Mike Armbruster se elevaba sobre él, a punto de golpearlo y convertirlo en pulpa sanguinolenta, mientras los otros chicos de la escuela gritaban y lo jaleaban. Vio la entrepierna abultada de Mike Armbruster, y Roland experimentó una oleada de odio maniaco, mucho más poderosa que cualquier otra cosa que hubiera conocido. Mike Armbruster ya lo había golpeado una vez, ya lo había pateado y escupido, mientras él permanecía acurrucado en el polvo…, y ahora pretendía volver a hacer lo mismo.

Pero ahora, Roland sabía que él era diferente, que era mucho más fuerte, mucho más astuto que el pequeño novato asustado que se había dejado golpear hasta cagarse en los pantalones. Ahora era un caballero del rey, y ya había visto el lado subterráneo del infierno. Se disponía a demostrarle a Mike Armbruster cómo saldaba sus cuentas un caballero del rey.

Kempka ya había sacado una pierna de los pantalones. Debajo llevaba unos calzoncillos de seda roja, como los de un boxeador. El muchacho lo miraba fijamente, con los ojos entrecerrados por detrás de aquellos condenados anteojos, y ahora empezó a emitir un sonido bajo y animal surgido desde lo más profundo de su garganta, una especie de cruce entre un gruñido y un gemido infernal.

—Deja ya de hacer eso —le dijo Kempka. Aquel sonido le proporcionó las agallas. El muchacho no se detuvo y el horrible sonido fue aumentando de volumen—. ¡Deja ya de hacer eso, pequeño bastardo!

Vio como le cambiaba la cara al muchacho, como se tensaba hasta formar una máscara del odio más extremado y brutal, y la visión de aquel rostro asustó a Freddie Kempka. Se dio cuenta de que aquellas drogas capaces de alterar la mente estaban haciendo con Roland Croninger algo con lo que él no había contado.

—¡Déjalo ya! —gritó, y levantó la mano para abofetear a Roland.

En ese momento, Roland dio un salto hacia adelante y como si fuera un carnero lanzado a la carga, su cabeza golpeó el abultado bajo vientre de Kempka. El Gordo lanzó un grito y cayó hacia atrás intentando sujetarse al aire con los brazos. El camión se estremeció de un lado a otro, y antes de que Kempka pudiera recuperarse, Roland volvió a lanzarse sobre él, con tal fuerza que volvió a aplastar a Kempka contra el suelo. Luego, el muchacho montó sobre él, lanzándole puñetazos, patadas y mordiscos.

—¡Lawry! —gritó Kempka—. ¡Ayuda!

Pero al tiempo que gritaba recordó que había corrido los dos cerrojos de la puerta para impedir que el muchacho escapara. Dos dedos se cerraron sobre su ojo izquierdo y casi se lo arrancaron de su órbita; un puño se aplastó contra su nariz, y la cabeza de Roland avanzó propinándole un golpe que alcanzó a Kempka en plena boca, partiéndole los labios y rompiéndole dos dientes, que se le atragantaron en la garganta.

—¡Socorro! —gritó, con la boca llena de sangre.

Golpeó a Roland con un antebrazo que se debatía, quitándoselo de encima. Luego se tumbó sobre el estómago y empezó a arrastrarse hacia la puerta cerrada.

—¡Ayúdame, Lawry! —gritó con los labios partidos.

Algo rodeó entonces el cuello de Kempka y se tensó con fuerza, cortando el flujo de sangre hacia la cabeza del Gordo y enrojeciéndole el rostro como un tomate maduro. Conmocionado por el pánico, se dio cuenta de que aquel muchacho demente lo estaba estrangulando con su propio cinturón.

Roland cabalgó sobre la espalda de Kempka como Achab sobre la ballena blanca. Kempka boqueó, forcejeando para librarse del cinturón. La sangre le latía en la cabeza con tal fuerza que temía pudiera hacerle estallar las órbitas de los ojos. Escuchó unos fuertes golpes en la puerta y la voz de Lawry gritando:

—¡Señor Kempka! ¿Qué ocurre?

El Gordo se revolvió hacia atrás, retorciendo su tembloroso cuerpo y arrojando a Roland contra la pared, pero el muchacho no cejó en su esfuerzo. Los pulmones de Kempka se esforzaban por aspirar aire, y volvió a arrojar su cuerpo hacia un costado. Esta vez escuchó el grito de dolor del muchacho y el cinturón se aflojó. Kempka chilló como un cerdo herido, gateando salvajemente hacia la puerta. Se incorporó sobre el suelo para correr uno de los cerrojos… cuando una silla se estrelló sobre su espalda, haciéndose añicos y produciéndole oleadas de dolor en la espina dorsal. Luego, el muchacho empezó a golpearlo con una pata de la silla, alcanzándole en la cabeza y en la cara, mientras Kempka no dejaba de gritar:

—¡Está loco! ¡Está loco!

Larry golpeó con fuerza la puerta.

—¡Déjeme entrar!

Kempka recibió un golpe en la frente que lo dejó medio mareado, sintiendo la sangre corriéndole por la cara, y lanzó ciegamente un golpe contra Roland. Su puño izquierdo conectó con el muchacho y escuchó el silbido de la respiración que surgía de su pecho. Roland cayó de rodillas.

Kempka se limpió la sangre que le cubría los ojos, extendió una mano hacia arriba e intentó correr el primer cerrojo. Tenía sangre en los dedos y no pudo sujetar bien el cerrojo, que se le escapó de entre los dedos. Lawry golpeaba la puerta, arrojándose contra ella, tratando de forzarla.

—¡Está loco! —gimió Kempka—. ¡Intenta matarme!

—¡Eh, jodido estúpido! —espetó el muchacho tras él.

Kempka se volvió y gimió de terror.

Roland había tomado una de las lámparas de queroseno que iluminaban el camión. Tenía una sonrisa cruel en los labios y los anteojos estaban salpicados de sangre.

—¡Ahí tienes, Mike! —gritó, y le lanzó la lámpara.

Alcanzó al Gordo en la cabeza y la lámpara se hizo añicos, desparramando el queroseno por la cara y el pecho, empapándole la barba, el cabello y la camisa, que se incendiaron en seguida.

—¡Me quemo! ¡Me quemo! —gritó Kempka, rodando sobre sí mismo y retorciéndose.

La puerta crujió cuando Lawry le lanzó una fuerte patada, pero los de la fábrica de camiones Airstream la habían construido para que fuera resistente.

Mientras Kempka se retorcía en el suelo y Lawry lanzaba furiosas patadas contra la puerta, Roland volvió su atención al armero de los rifles y las armas cortas en sus fundas. Aún no había terminado de demostrarle a Mike Armbruster cómo se vengaba un caballero del rey. Oh, no…, todavía no.

Rodeó la mesa con tranquilidad y eligió una hermosa especial del 38, con una culata de madreperla. Abrió el tambor y encontró tres balas dentro. Sonrió.

En el suelo, el Gordo había logrado apagarse el fuego. Su rostro era una masa de carne chamuscada, pelo quemado y ampollas. Tenía los ojos tan hinchados que apenas si podía ver. Pero sí vio lo bastante bien al muchacho, que se aproximaba a él, con el arma empuñada en la mano. El chico sonreía, y Kempka abrió la boca para gritar, pero de ella sólo surgió un gruñido.

Roland se arrodilló delante de él. El muchacho tenía el rostro cubierto de sudor, y una vena le latía en la sien. Amartilló la 38 y sostuvo el cañón a cinco centímetros de la cabeza de Kempka.

—Por favor —suplicó el Gordo—. Por favor… Roland…, no…

La sonrisa de Roland era rígida, y sus ojos eran enormes por detrás de los anteojos.

—Sir Roland —le dijo—. No lo olvides nunca.

Lawry escuchó un disparo. Luego, unos diez segundos más tarde, hubo un segundo disparo. Empuñó la automática del muchacho en la mano derecha y lanzó todo el peso de su cuerpo contra la puerta. El hombro la golpeó, pero seguía sin ceder. La pateó de nuevo, pero la condenada puerta era firme. Estaba a punto de empezar a disparar a través de ella cuando escuchó que alguien descorría los cerrojos.

La puerta se abrió.

El muchacho estaba allí, de pie, con la 38 colgándole de la mano, el cabello y la cabeza salpicados de sesos. Sonreía cruelmente, y con una voz excitada y drogada, dijo con rapidez:

—Ya ha terminado. Lo he hecho, lo he hecho, he demostrado cómo es la venganza de un caballero del rey. Lo he hecho.

Lawry levantó la automática para volarle la cabeza al muchacho.

Pero los cañones gemelos de una escopeta se apretaron entonces contra su nuca.

—Ah, ah —dijo Sheila Fontana. Había escuchado la conmoción y había acudido a ver lo que ocurría; otras personas también empezaron a surgir de entre la oscuridad, llevando lámparas y linternas—. Déjala caer o caerás tú.

La automática cayó al suelo.

—No me mates —gimió Lawry—. Yo sólo trabajaba para el señor Kempka. Eso es todo. Sólo hacía lo que él me ordenaba. ¿De acuerdo?

—¿Quieres que lo mate? —le preguntó Sheila a Roland.

El muchacho se limitó a mirarla y a sonreír con una mueca. «Tiene la cara llena de mierda —pensó Sheila—. ¡O está borracho, o está atónito!».

—Escucha, no me importa lo que el muchacho le haya hecho a Kempka —dijo la voz quebrada de Lawry—. No era nada para mí. Yo sólo era su chofer. Seguía sus órdenes. Escucha, puedo hacer lo mismo por ti, si quieres. Por ti, por el muchacho y por el coronel Macklin. Puedo ocuparme de las cosas por vosotros…, mantener a raya a todo el mundo. Haré lo que me digáis que haga. Si queréis que salte, sólo preguntaré desde qué altura.

—Se lo he demostrado, seguro que se lo he demostrado —dijo Roland que empezó a balancearse sobre sus pies—. ¡Se lo he demostrado!

—Escucha. Tú, el muchacho y el coronel Macklin sois los jefes aquí, por lo que puedo ver —le dijo Lawry a Sheila—. Quiero decir… si Kempka está muerto.

—Entremos a echar un vistazo.

Sheila lo empujó con la escopeta y Lawry entró en el camión, pasando junto a Roland.

Encontraron al Gordo desplomado sobre un charco de sangre, contra una de las paredes. El aire olía a piel quemada. A Kempka le habían disparado desde corta distancia a través del cráneo y del corazón.

—Ahora, todas las armas, la comida y todo lo demás son vuestros —dijo Lawry—. Yo sólo haré lo que me digáis. Sólo tenéis que decirme qué queréis que haga, y lo haré. Lo juro por Dios.

—En ese caso, saca del camión a esa bola de grasa.

Asombrada al escuchar la voz, Sheila miró hacia la puerta.

Macklin estaba allí, apoyado contra el marco, sin camisa y goteando. Llevaba el abrigo negro sobre los hombros, con el muñón del brazo derecho oculto entre sus pliegues. Su rostro estaba pálido, sus ojos hundidos en unas profundas ojeras de color violeta. Roland estaba de pie, a su lado, balanceándose de un lado a otro, a punto de desmoronarse.

—No sé… qué diablos ha ocurrido aquí —dijo Macklin haciendo esfuerzos por hablar—, pero si todo nos pertenece ahora… nos trasladamos a vivir al camión. ¡Saca «eso» de aquí! —añadió señalando al Gordo.

Lawry lo miró, atónito.

—¿Yo solo? Quiero decir…, ¡va a ser condenadamente pesado!

—O lo sacas a rastras o te unes a él.

Lawry se puso a trabajar.

—Y limpia todo esto cuando hayas terminado —le dijo Macklin, dirigiéndose hacia el armero de rifles y armas cortas.

«¡Dios, qué arsenal!», pensó. No tenía ni la menor idea de lo que había sucedido allí, pero Kempka estaba muerto y, de algún modo, ellos se habían hecho con el control de todo. El camión era suyo, así como la comida, el agua, el arsenal…, ¡todo el campamento! Estaba atónito, y al mismo tiempo exhausto por el dolor que había tenido que soportar, pero de algún modo se sentía más fuerte, y también… más limpio. Volvía a sentirse como un hombre, en lugar de como un perro tembloroso y asustado. El coronel James B. Macklin había vuelto a nacer.

Lawry casi había conseguido arrastrar el cadáver hasta la puerta.

—¡Yo solo no puedo! —protestó, jadeando—. ¡Es demasiado pesado!

Macklin se volvió y se dirigió hacia donde estaba Lawry, deteniéndose sólo cuando sus rostros se encontraron a diez centímetros de distancia. Los ojos de Macklin estaban inyectados en sangre y miraron fijamente a los del otro hombre con una furiosa intensidad.

—Escúchame, babosa —dijo amenazadoramente. Lawry escuchó—. Yo estoy a cargo de esto ahora. Yo. Y lo que ordene, se cumple sin hacer preguntas. Voy a enseñarte lo que es disciplina y control. Voy a enseñarle a todo el mundo lo que es disciplina y control. No habrá preguntas, ni vacilaciones cuando yo dé una orden, porque si no es así, entonces habrá… ejecuciones. Ejecuciones públicas. ¿Quieres ser tú el primero?

—No —contestó Lawry en voz baja y asustada.

—No… ¿Qué?

—No…, señor —fue la respuesta.

—Bien. Encárgate de correr la voz, Lawry. Voy a organizar a toda esa gente y hacerles mover el trasero. Y si no les gusta mi forma de hacer las cosas, que se larguen.

—¿Organizar? ¿Organizar para qué?

—¿Acaso crees que no llegará el día en que tendremos que luchar para conservar lo que hemos conseguido? Te equivocas. Habrá muchas ocasiones en que nos veremos obligados a luchar, y si no es para conservar lo que tenemos, será… para apoderarnos de lo que deseemos.

—¡Nosotros no formamos ningún jodido ejército! —dijo Lawry.

—Lo formaréis —le prometió Macklin haciendo un gesto hacia el arsenal—. Vais a tener que aprender a ser soldados. Y lo mismo le puedes decir a todos los demás. Y ahora, saca esa mierda de aquí…, cabo.

—¿Eh?

—Cabo Lawry. Ese es su nuevo rango. Y a partir de ahora, hay que mostrar el debido respeto. Vivirá usted en la tienda de ahí fuera. Este camión queda reservado para el estado mayor del cuartel general.

«¡Oh, Cristo! —pensó Lawry—. ¡Este tipo se ha vuelto majareta!». Sin embargo, en el fondo le gustaba la idea de haber sido nombrado cabo. Eso sonaba a algo importante. Dio media vuelta y empezó a arrastrar de nuevo el cuerpo de Kempka. Entonces se le ocurrió un pensamiento divertido, y casi estuvo a punto de echarse a reír, aunque se contuvo a tiempo. «El rey ha muerto —pensó—. ¡Larga vida al rey!». Arrojó el cadáver escalera abajo, y la puerta del camión se cerró. Vio a varios hombres de pie, a su alrededor, atraídos por el jaleo, y empezó a ladrarles órdenes para que transportaran el cadáver de Freddie Kempka y lo llevaran hasta los límites del territorio de los Tumores Malignos. Los hombres le obedecieron como autómatas, y Judd Lawry se imaginó que terminaría por gustarle aquello de jugar a ser soldaditos.