39

Paraíso

—¡Luz! —gritó Josh, señalando en la distancia—. ¡Mirad eso! ¡Ahí delante hay luz!

Habían estado siguiendo una carretera sobre un terreno de suaves colinas, y ahora vieron la luz que Josh les señaló; era una iluminación blanco azulada que se reflejaba en las nubes bajas y turbulentas.

—Eso es Matheson —dijo Leona, montada sobre el lomo de Mulo—. ¡Señor todopoderoso! ¡En Matheson tienen electricidad!

—¿Cuántas personas viven allí? —le preguntó Josh casi gritando para hacerse oír por encima del ruido y el empuje del viento.

—Unas trece o catorce mil personas. ¡Es casi una ciudad!

—¡Gracias a Dios! Seguramente, habrán arreglado sus líneas de electricidad. ¡Esta noche vamos a comer caliente! ¡Gracias a Dios!

Empujó la carretilla con renovada energía, como si a sus pies les hubieran salido alas. Swan lo siguió, llevando la varita de zahorí y su pequeña bolsa, y Leona apretó con los talones los flancos de Mulo para hacer avanzar al caballo. Mulo obedeció sin vacilaciones, contento de volver a ser útil. Por detrás de ellos, el pequeño terrier olisqueó el aire y gruñó tranquilamente, pero les siguió.

Unos destellos de luz recorrieron las nubes por encima de Matheson, y el viento les trajo el retumbar de los truenos. Habían abandonado la granja de los Jaspin a primeras horas de aquella misma mañana, y habían caminado durante todo el día a lo largo de la estrecha carretera. Josh había tratado de colocarle a Mulo una silla y bridas, pero aunque el caballo se mostró dócil y se quedó quieto, él no pudo colocar correctamente aquellos trastos. La silla no hacía más que deslizarse, y no se le ocurrió una forma de colocarle las bridas. Cada vez que Mulo se removía un poco, Josh saltaba hacia atrás, esperando que el animal se pusiera a corcovear y brincar, y finalmente llegó a la conclusión de que aquel trabajo era una causa perdida para él. No obstante, el caballo aceptó el peso de Leona sin la menor queja y, durante algunos kilómetros, también había soportado el peso de Swan. El caballo parecía contento de seguir a Swan, casi como un animal de compañía. Y más atrás, en la penumbra, el terrier ladraba de vez en cuando para hacerles saber que él también seguía allí.

A Josh le latía el corazón con fuerza. Aquella era una de las luces más hermosas que hubiera visto nunca, casi cercana al glorioso haz de la linterna que había logrado hacer funcionar en el sótano donde quedaron atrapados. «¡Oh, Señor! —pensó—. Una comida caliente, un lugar caliente donde dormir y, la gloria entre las glorias, quizá incluso un verdadero lavabo». Percibió el olor del ozono en el aire. Se aproximaba una tormenta, pero eso no le importó. ¡Esta noche iban a descansar en el regazo del lujo!

Josh se volvió para mirar a Swan y a Leona.

—¡Santo Dios, hemos logrado regresar a la civilización!

Y lanzó un fuerte grito de alegría que superó con mucho el ruido del viento y que sobresaltó incluso a Mulo.

Pero la sonrisa se congeló en el rostro de Leona. Lentamente, comenzó a desaparecer. Sus dedos se entrelazaron sobre las crines negras y ásperas del animal.

No estaba muy segura de lo que había visto, no estaba nada segura. Se dijo que quizá había sido un espejismo provocado por la luz. Sí, un truco de la luz. Eso había sido todo.

Leona creyó haber visto una calavera allí donde había estado el rostro de Josh Hutchins.

Pero había sido todo tan rápido… Había estado allí, y luego desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.

Miró la nuca de Swan. «¡Oh, Dios! —pensó Leona—. ¿Qué haré si lo veo también en la cara de la niña?».

Tardó un tiempo en recuperar su valor, y finalmente preguntó con voz tenue y asustada:

—¿Swan?

—¿Señora? —preguntó la niña volviéndose hacia ella. Leona contuvo la respiración—. ¿Señora? —repitió Swan.

—Oh…, no es nada —dijo Leona volviendo a encontrar su sonrisa y encogiéndose de hombros. No había percibido la visión de una calavera por debajo de la piel de la niña—. Sólo… quería verte la cara.

—¿La cara? ¿Por qué?

—Oh, sólo estaba pensando… en lo bonita que debiste haber sido. —Se dio cuenta de su error y trató de rectificar—. Quiero decir, lo bonita que vas a volver a ser, una vez que se cure tu piel. Y sanará, estoy segura. La piel es algo muy resistente, ¿sabes? ¡Vaya si lo es! ¡Se curará y volverás a tener una bonita imagen!

Swan no dijo nada; recordaba el horror que le había devuelto la mirada desde el espejo del cuarto de baño.

—No creo que la piel se me cure nunca —dijo con naturalidad. Y un pensamiento repentino y terrible acudió a su mente—. No cree… —Se detuvo, sintiéndose incapaz por un momento de expresar lo que pensaba—. No cree… que yo asuste a la gente de Matheson, ¿verdad?

—¡Pues claro que no! ¡Y no se te ocurra ni pensar en eso! —En realidad, Leona ni siquiera lo había considerado, pero ahora se imaginó a los residentes de Matheson apartándose presurosos de Josh y Swan—. Tu piel no tardará en curar —le aseguró—. Además, ese no es más que tu rostro exterior.

—¿Mi rostro exterior?

—Sí. Todo el mundo tiene dos caras, muchacha, la cara exterior y la interior. La exterior es como el mundo te ve, pero la interior es como tú eres en realidad. Esa es tu verdadera cara, y si se mostrara al exterior, le enseñarías al mundo qué clase de persona eres en realidad.

—¿Mostrarla al exterior? ¿Cómo?

—Bueno, Dios aún no ha imaginado una forma de hacerlo —contestó Leona sonriendo—. Pero seguro que lo hará. A veces, se puede ver la cara interior de una persona, pero sólo por un segundo o dos, si uno la mira con suficiente intensidad. Los ojos dan paso a la cara interior, y con mucha frecuencia resulta ser bastante diferente a la máscara que presentamos al exterior. —Hizo un gesto hacia las luces de Matheson—. Oh, yo he conocido a personas muy agraciadas que tenían caras interiores monstruosamente feas. Y también he conocido a otras personas con dientes salidos y grandes narices, pero con la luz del cielo reflejada en sus ojos, y una sabía que si se pudiera ver su cara interior quedaría atónita de tanta belleza. Supongo que podría suceder lo mismo con tu cara interior. Y también con la de Josh. Así que, ¿qué importa cuál sea el aspecto de tu cara exterior?

Swan reflexionó por un momento.

—Me gustaría creer en eso.

—Entonces, ten por seguro que es cierto —dijo Leona, y Swan se sintió algo más tranquila.

La luz les atraía hacia adelante. La carretera ascendía por una colina más y luego empezaba a curvarse con suavidad, descendiendo hacia la ciudad. El horizonte se veía iluminado por los relámpagos. Debajo de Leona, Mulo bufó y relinchó.

Swan creyó percibir una nota de nerviosismo en el relincho del caballo. «Mulo está excitado porque vamos a ver a más gente», pensó Swan. Pero no, no, eso no había sido el sonido de la excitación; Swan había percibido un matiz de desconfianza e inquietud. El nerviosismo del caballo también se le transmitió a ella, y empezó a sentirse un tanto inquieta, como en aquella ocasión en que había estado paseando por un gran campo dorado, y un granjero con una gorra roja le había gritado: «¡Eh, niña! ¡Ten cuidado con las serpientes de cascabel entre las matas!».

No es que ella tuviera miedo de las serpientes, nada de eso. En cierta ocasión, cuando sólo tenía cinco años, había recogido directamente de la hierba una serpiente de vivos colores, le había recorrido el hermoso lomo con sus dedos, acariciándola con suavidad, hasta llegar a las arrugas de aspecto huesudo de su cola. Luego la había vuelto a dejar sobre la hierba y la vio arrastrarse sin ninguna prisa, alejándose. Sólo fue más tarde, cuando le dijo a su madre lo que le había pasado, y esta le replicó con una buena tunda que le enrojeció el trasero, cuando Swan se dio cuenta de que se suponía que debía haber sentido miedo.

Mulo emitió un nuevo relincho nervioso y ladeó la cabeza. La carretera se allanaba al acercarse a las afueras de la ciudad, donde un cartel verde anunciaba: BIENVENIDO A MATHESON, KANSAS. ¡SOMOS FUERTES, ORGULLOSOS Y CRECEMOS!

Josh se detuvo, y Swan casi se tropezó con él.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Leona.

—Mirad —dijo Josh haciendo un gesto hacia la ciudad.

Las casas y los edificios estaban a oscuras; no se veía ninguna luz en las ventanas y en los porches. Tampoco había luces en las calles, ni siquiera funcionaban los semáforos. La luz que se había reflejado en las nubes bajas procedía de lo que parecía ser el centro de la ciudad, más allá de las estructuras muertas y oscuras diseminadas a ambos lados de la carretera principal. No se escuchaba ningún sonido, a excepción del silbido del viento.

—Creo que esa luz viene del centro de la ciudad —les dijo a Swan y Leona—. Pero si tienen electricidad, ¿por qué no hay luces también en las ventanas de las casas?

—Quizá estén todos reunidos en un solo lugar —sugirió Leona—, como el auditorio, el ayuntamiento o alguna otra parte.

—Tendría que haber coches —decidió Josh, después de asentir con un gesto—. Los semáforos deberían funcionar. Y no veo ninguno encendido.

—Quizá estén ahorrando electricidad. Quizá las líneas no sean aún demasiado fuertes.

—Quizá —replicó Josh.

Pero había algo fantasmal en Matheson que no le gustaba. ¿Por qué no había luces en las ventanas y, sin embargo, surgía luz del centro de la ciudad? Además, estaba todo tan quieto, tan tranquilo. Tuvo la sensación de que debían dar media vuelta, pero el viento era frío y ya habían llegado hasta allí. ¡Tenía que haber gente! ¡Seguro! «Quizá estén todos reunidos en un solo lugar», había sugerido Leona. Sí, quizá estuvieran celebrando una reunión ciudadana o algo por el estilo. En cualquier caso, no había forma de dar media vuelta. Empezó a empujar de nuevo la carretilla. Swan le siguió y el caballo que transportaba a Leona siguió a la niña, mientras que, algo más hacia la izquierda, el terrier se mantuvo cerca de la cuneta y siguió adelante.

Otro cartel situado junto a la carretera anunciaba el motel Matheson, con piscina y televisión por cable, y un tercero decía que el mejor café y los mejores filetes de la ciudad se encontrarían en el restaurante Hightower, en Caviner Street. Siguieron la carretera, entre campos arados, y pasaron junto a un pequeño campo de béisbol y una piscina pública, donde las sillas y parasoles habían sido arrastrados por el viento contra una verja de cadenas. Un último cartel anunciaba la Feria de Julio en el mercado de la calle Billups. En cuanto lo pasaron, entraron en Matheson.

Mientras caminaban a lo largo de la calle principal, Josh pensó que debió de haber sido una ciudad bonita. Los edificios eran de piedra o de madera, con la intención de ofrecer un aspecto de ciudad fronteriza. Las casas eran de ladrillo y la mayoría de ellas sólo tenían un piso. No eran nada espectaculares, pero sí bastante bonitas. En un barrio de pequeñas tiendas y comercios, montada sobre un pedestal, se veía la estatua de alguien arrodillado, con una mano cubriendo lo que podría haber sido una Biblia y la otra mano extendida hacia el cielo. Un toldo se agitaba sobre un establecimiento, que tenía un poste que señalizaba una barbería. Las ventanas del First Citizen’s Bank de Matheson estaban rotas. De un comercio de muebles se habían sacado a la calle numerosos enseres, apilados en el centro e incendiados. Cerca había un coche de la policía volcado en medio de la calzada, también quemado y convertido en chatarra. Josh no miró en el interior. La tormenta retumbaba ya sobre sus cabezas y los relámpagos bailoteaban a través del cielo.

Más adelante, encontraron el aparcamiento de un comercio de coches usados. «¡Comercie con el tío Roy!», decía el cartel. Bajo hileras de ondeantes banderas multicolores había seis coches polvorientos. Josh empezó a comprobarlos todos, uno tras otro, mientras Swan y Leona le esperaban atrás, y Mulo se removía inquieto. Dos de los coches tenían las ruedas pinchadas, y el parabrisas y las ventanillas de un tercero estaban hechos añicos. Los otros tres —un Impala, un Ford Fairlane y una camioneta roja— parecían hallarse en bastante buen estado. Josh se dirigió hacia la pequeña oficina, encontró la puerta abierta y con la luz del farol localizó las llaves de los tres vehículos, colgadas de un tablero. Las tomó, regresó al aparcamiento y probó a poner los coches en marcha, uno tras otro. El Impala no produjo ni un sonido, la camioneta estaba igualmente muerta, y el motor del Fairlane carraspeó, se estremeció, hizo un ruido como el de una cadena arrastrada sobre gravilla y finalmente quedó en silencio. Josh abrió el capó del Fairlane y descubrió que el motor había sido golpeado con lo que podía haber sido un hacha, mostrando los hilos, cables y tornillos destrozados y seccionados.

—¡Maldita sea! —exclamó Josh.

Entonces, su farol reveló algo escrito en grasa seca en el interior del capó: «ALABAD TODOS A LORD ALVIN».

Observó fijamente la escritura garabateada, recordando que la noche anterior ya había visto lo mismo, aunque con una letra diferente, y también con una sustancia distinta, en la granja de los Jaspin. Regresó a donde le esperaban Swan y Leona.

—Esos coches están estropeados. Creo que alguien los ha destrozado a propósito. —Miró hacia la luz, que ahora estaba bastante más cerca—. Bueno —dijo finalmente—, supongo que vamos a tener que descubrir lo que es eso, ¿no os parece?

Leona le miró y luego apartó la vista con rapidez; no estaba segura de saber si había vuelto a ver la calavera o no, pero bajo aquella luz tan extraña no habría sabido decirlo. Su corazón empezó a latirle con mayor violencia, y no sabía qué hacer o decir.

Josh empujó la carretilla hacia adelante. En la distancia, escucharon al terrier ladrar varias veces. Luego, se produjo el silencio. Continuaron avanzando por la calle principal, pasando por delante de más comercios con las ventanas rotas y dejando atrás otros vehículos tumbados y quemados. La luz les seguía atrayendo, y aunque todos tenían sus propias preocupaciones por lo que pudiera estar pasando, se veían atraídos hacia la luz como moscas a una vela.

En una esquina vieron un pequeño cartel que señalaba a la derecha y decía: INSTITUTO PATHWAY. 3 KM. Josh miró en aquella dirección, pero no vio nada, excepto oscuridad.

—Eso es el asilo —dijo Leona.

—¿El asilo? —La palabra le asombró—. ¿Qué asilo?

—El de los locos. El manicomio. Ya sabes, donde encierran a los que han perdido la chaveta. Ese es famoso en todo el estado. Está lleno de gente demasiado loca para encerrarla en la cárcel.

—¿Quiere decir… que es donde encierran a los criminales dementes?

—Sí, eso es.

—Fantástico —dijo Josh.

¡Cuanto antes salieran de esta ciudad, tanto mejor! No le gustaba nada la idea de encontrarse a tres kilómetros de un manicomio lleno de asesinos lunáticos. Volvió a mirar hacia la oscuridad, por donde se encontraba el Instituto Pathway, y experimentó un escalofrío que le recorrió la espalda de arriba abajo.

Cruzaron otra zona de casas silenciosas, pasaron junto al motel Matheson y el restaurante Hightower y entraron en un gran aparcamiento pavimentado.

Delante de ellos, con todas las luces encendidas y brillantes, había un gran comercio K-Mart y junto a él un supermercado Food Giant, igualmente iluminado.

—¡Dios todopoderoso! —exclamó Josh conteniendo la respiración—. ¡Un centro comercial!

Swan y Leona contemplaron la escena con asombro, como si nunca hubieran visto tiendas tan grandes ni tan bien iluminadas. Unas lámparas fotónicas arrojaban un brillo amarillento sobre el aparcamiento, en el que había aparcados unos cincuenta o sesenta coches, remolques y camionetas, todas ellas cubiertas por el polvo de Kansas. Josh estaba completamente asombrado y tuvo que hacer un esfuerzo por recuperar su equilibrio antes de que el viento lo arrojara al suelo. Por su cabeza cruzó la idea de que si la electricidad estaba encendida, eso quería decir que los frigoríficos y congeladores del supermercado también estarían funcionando y que dentro de ellos habría filetes, helados, cerveza, huevos, jamón, mermelada y Dios sabía qué más. Miró hacia la tienda K-Mart, brillantemente iluminada, mientras la cabeza le daba vueltas. ¿Qué clase de tesoros habría allí? Radios y baterías, linternas y faroles, armas, guantes, calentadores de queroseno, ¡y hasta impermeables! No sabía si echarse a reír o a sollozar de alegría, pero dejó la carretilla a un lado y empezó a caminar hacia la tienda K-Mart con una especie de mareo delirante.

—¡Espera! —le gritó Leona. Se bajó de Mulo y corrió con dificultad en pos de Josh—. ¡Espera un momento!

Swan dejó la bolsa en el suelo, pero siguió sosteniendo a Bebé Llorón y avanzó tras Leona. Detrás de ella, Mulo también empezó a moverse. El terrier ladró un par de veces, luego se deslizó bajo un Volkswagen abandonado y se quedó allí, observando a los humanos que cruzaban el aparcamiento.

—¡Espera! —volvió a gritar Leona, pero no pudo avanzar al mismo paso que Josh, que se dirigía directamente hacia la tienda K-Mart como una máquina de vapor.

—¡Josh! —gritó Swan—. ¡Espéranos! La niña se apresuró para alcanzarlo.

Algunos de los escaparates de la tienda estaban rotos, pero Josh se imaginó que eso lo había producido el viento. No tenía ni la menor idea de por qué las luces estaban encendidas sólo allí y en ningún otro sitio. La tienda K-Mart y el supermercado situado al lado eran como charcas de agua en un desierto abrasador. El corazón parecía a punto de salírsele del pecho. «¡Barras de chocolate! —pensó alocadamente—. ¡Pastas! ¡Relucientes donuts!». Por un momento, temió que las piernas le fallaran antes de alcanzar el K-Mart, o que toda aquella visión temblara ante sus ojos y se disolviera en cuanto cruzara una de las puertas de entrada. Pero no sucedió nada de eso, y al entrar se encontró en el interior del enorme almacén, con todos los tesoros del mundo perfectamente colocados en estanterías y vitrinas, delante de él. Había carteles con frases mágicas como: «Dulces y pastas», «Utensilios deportivos», «Automoción» y «Menaje», con flechas que señalaban diversas secciones del almacén.

—¡Dios santo! —exclamó Josh, medio borracho de éxtasis—. ¡Oh, Dios santo!

Swan entró en el local, seguida por Leona. Antes de que la puerta se cerrara, una figura se metió rápidamente y el terrier pasó a toda velocidad junto a Josh y desapareció a lo largo del pasillo central. Luego, la puerta se cerró, y todos permanecieron de pie, juntos, bajo la brillante luz, mientras Mulo relinchaba y pateaba el pavimento del exterior.

Josh pasó junto a una vitrina con barbacoas y sacos de carbón, para dirigirse hacia un mostrador lleno de barras de chocolate y dulces. Su deseo de consumir chocolate se había convertido en una fiebre. Se comió en un santiamén tres barritas y la emprendió con una tableta de chocolate. Leona se dirigió a un mostrador repleto de calcetines deportivos y Swan deambuló por entre los mostradores, asombrada ante la cantidad de mercancías y el brillo de las luces. Con la boca llena de delicioso chocolate, Josh se volvió hacia un mostrador de cigarrillos, puros y tabaco de pipa; eligió un paquete de Hav-A-Tampa Jewels, encontró cerca unas cerillas, se puso un puro entre los dientes y lo encendió, inhalando el humo profundamente. Se sentía como si acabara de entrar en el paraíso, y eso que aún quedaban por experimentar los placeres que les depararía el supermercado. Desde el fondo de la tienda, el terrier ladró varias veces en rápida sucesión. Swan miró por el pasillo, pero no pudo ver al perro. No le había gustado el sonido de aquellos ladridos, que parecían llevar consigo una advertencia. Y cuando el terrier empezó a ladrar de nuevo lo escuchó lanzar un aullido agudo, como si alguien le hubiera pegado una patada, a lo que siguió una serie de fuertes ladridos.

—¿Josh? —llamó Swan.

Una nubecilla de humo del puro le oscurecía la cabeza.

Se había acercado de nuevo a la sección de pastas y masticaba más chocolate. Tenía la boca tan llena que ni siquiera pudo contestarle a Swan. Simplemente, le hizo un gesto con la mano.

Swan se dirigió lentamente hacia el fondo de la tienda, mientras el terrier seguía ladrando. Topó con tres maniquíes, todos los cuales lucían trajes. El del centro llevaba una gorra azul de béisbol, y Swan pensó que no le pegaba para nada con el traje que ella vestía pero que quizá le sentara bien a su cabeza. Se puso de puntillas y le quitó la gorra.

La cabeza, del color de la cera, se tambaleó sobre los hombros del maniquí, justo por encima del rígido cuello blanco de la camisa, y cayó al suelo, a los pies de Swan, con un ruido que sonó como él de un martillo aplastando una sandía.

Swan lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos, sosteniendo la gorra de béisbol en una mano y a Bebé Llorón en la otra. La cabeza tenía una delgada mata de cabello gris y oscuras ojeras alrededor de los ojos, que habían rodado hacia arriba, y en las mejillas y la barbilla lucía una incipiente barba gris. Ahora pudo ver la materia rojiza y reseca y el muñón de hueso amarillento que sobresalía del lugar donde el cuello humano había sido limpiamente cortado.

Parpadeó y levantó la cabeza para mirar a los otros dos maniquíes. Uno de ellos tenía la cabeza de un muchacho adolescente, con la boca abierta y la lengua colgándole, las órbitas de los ojos vueltas hacia el techo y una costra de sangre reseca en la nariz. La cabeza del tercero correspondía a la de un hombre más viejo, con una cara de líneas marcadas y del color de la cera.

Swan retrocedió de espaldas por el pasillo, y chocó contra un cuarto y un quinto maniquíes, vestidos con ropas de mujer. Las cabezas cortadas de una mujer de mediana edad y de una niña de cabello rojizo cayeron de sus cuellos y golpearon el suelo, a ambos lados de ella; el rostro de la niña quedó mirando directamente a Swan, con la horrible boca abierta y manchada de sangre, en un silencioso grito de terror.

Swan lanzó un grito. Fue un chillido largo y agudo, y no pudo parar durante un rato. Se apartó de las cabezas humanas, sin dejar de gritar, y al volverse con rapidez vio cerca otro maniquí, y otro, y otro, algunos de ellos con las cabezas golpeadas y destrozadas, y las de otros pintadas y acicaladas para darles unas sonrisas falsas y obscenas. Pensó que si no lograba dejar de gritar, sus pulmones le iban a estallar, y mientras corría hacia donde se encontraban Josh y Leona su grito se apagó porque sus pulmones se habían quedado sin aire. Recuperó la respiración sin dejar de alejarse de las horripilantes cabezas, y por encima de los gritos del propio Josh escuchó los aullidos agudos del terrier desde el fondo de la tienda.

—¡Swan! —gritó Josh, escupiendo un trozo de chocolate a medio masticar. La vio venir corriendo hacia él, con la cara tan amarillenta como el polvo de Kansas, y las lágrimas resbalándole por las mejillas—. ¿Qué…?

—¡Azul ligero especial! —cantó entonces una voz alegre a través del sistema de intercomunicación de la tienda—. ¡Atención, señores clientes! ¡Azul ligero especial! ¡Tres nuevas llegadas al frente! ¡Apresúrense a conseguir los mejores saldos!

Escucharon el potente rugido del motor de una motocicleta al ponerse en marcha. Josh levantó a Swan al tiempo que la moto se precipitaba hacia ellos a lo largo del pasillo central, con su conductor vestido como un policía de tráfico, a excepción de un tocado de plumas de indio que llevaba en la cabeza.

—¡Cuidado! —gritó Leona.

Josh saltó sobre el mostrador lleno de bandejas y cubos de hielo, sosteniendo a Swan en sus brazos, al tiempo que la motocicleta pasaba junto a ellos, derrapando junto a una vitrina de radio transistores. A lo largo de los demás pasillos, otras figuras corrían hacia ellos, y se produjo un increíble griterío, salpicado de aullidos, que apagó la voz que seguía anunciando «¡Azul ligero especial!» a través del sistema de intercomunicación.

Apareció un hombre corpulento, de barba negra, que empujaba a un retorcido enano montado sobre un carrito de compra, seguido por otros hombres de todas las edades y descripciones, vestidos con toda clase de ropas, desde trajes hasta albornoces de baño. Algunos de estos hombres llevaban el rostro cubierto de pinturas de guerra; otros, con las caras llenas de polvos blancos. Aterrado, Josh se dio cuenta de que la mayoría llevaba armas: hachas, picos, guadañas, podadoras, pistolas y rifles, cuchillos y cadenas. Los pasillos laterales estaban llenos de hombres que saltaban por encima de los mostradores, gritando y haciendo muecas. Josh, Swan y Leona se vieron acorralados por una multitud de cuarenta o más hombres que no dejaban de gritar.

«¡Protege a la niña!», pensó Josh, y cuando uno de los hombres se precipitó hacia adelante para apoderarse de un brazo de Swan, Josh le lanzó una patada a las costillas que le aplastó los huesos y lo lanzó volando contra la chusma. El movimiento no hizo más que aumentar la alegre algarabía. El enano deforme, montado en el carrito de compra, cuyo rostro arrugado aparecía decorado con relucientes flechas de color naranja, se puso a gritar:

—¡Carne fresca! ¡Carne fresca!

Los otros se pusieron a gritar lo mismo. Un hombre cadavérico agarró a Leona por el cabello y alguien más la sujetó del brazo para arrastrarla hacia la multitud. Inmediatamente, ella se transformó en una gata salvaje, lanzando patadas y mordiscos para rechazarlos. Un pesado cuerpo cayó sobre los hombros de Josh, buscándole los ojos, pero él se retorció, levantó al hombre en vilo y lo lanzó contra el mar de caras alegres. Swan golpeó con Bebé Llorón y alcanzó a uno de aquellos horripilantes rostros en la nariz, viendo como esta se abría.

—¡Carne fresca! —siguió gritando el enano—. ¡Venid a por vuestra carne fresca!

El hombre de barba negra empezó a dar palmadas y a bailar.

Josh golpeó a alguien directamente en la boca, y dos dientes salieron despedidos como dados arrojados de un cubilete.

—¡Apartaos! —rugió—. ¡Apartaos de nosotros!

Pero ahora estaban estrechando el cerco, y eran sencillamente demasiados. Tres hombres trataban de arrastrar a Leona hacia el grueso del grupo, y Josh captó de un vistazo la expresión aterrorizada de su rostro; un puño se levantó y cayó, y las piernas de Leona se doblaron. «¡Maldita sea! —pensó Josh lleno de rabia, pateando al maniaco más cercano entre las piernas—. “¡Protege a la niña!”. Tengo que proteger a la…».

Un puño le golpeó en los riñones. Las piernas se le doblaron y perdió contacto con Swan al tiempo que caía. Los dedos se abalanzaron sobre sus ojos, un puño se estrelló contra su mandíbula, zapatos y botas le golpearon en los costados y en la espalda, y todo el mundo pareció entrar en un proceso de movimiento violento.

—¡Swan! —gritó, intentando incorporarse.

Los hombres se abalanzaron sobre él como ratas.

Levantó la mirada, a través de una neblina roja de dolor, y vio a un hombre con ojos abultados, como los de un pescado, de pie sobre él, blandiendo un hacha. Alzó un brazo, en un gesto defensivo que no servía de nada, pues sabía que el hacha estaba a punto de descender, y que eso significaría el fin de todo. «¡Oh, maldición! —pensó mientras la sangre le brotaba por la boca—. ¡Qué forma más estúpida de morir!». Se preparó para el golpe, confiando en poder resistirlo con sus últimas fuerzas y luego sacarle el cerebro a aquel bastardo, a patadas.

El hacha alcanzó su cenit, preparada para caer.

Entonces, una voz retumbante sonó por encima del tumulto.

—¡Alto!

El efecto que produjo fue como el de un látigo que hubiera restallado sobre las cabezas de animales salvajes. Casi como un solo hombre, todos se encogieron y se apartaron. El hombre con ojos de pescado bajó el hacha, y los demás soltaron a Josh. Se sentó en el suelo y vio a Swan a pocos pasos de distancia; extendió una mano y la atrajo hacia sí; la niña seguía sosteniendo a Bebé Llorón, con una mirada aterrada y conmocionada en sus ojos. Leona estaba cerca, de rodillas, con la sangre manando de un corte por encima del ojo izquierdo, y una hinchazón de color púrpura brotándole del pómulo.

La multitud retrocedió y se abrió para dejar paso a alguien. Un hombre corpulento, entrado en carnes y calvo, vestido con un mono y botas vaqueras, con el pecho desnudo y los musculosos brazos decorados con extraños tatuajes multicolores, avanzó por el pasillo abierto y llegó al centro del círculo. Llevaba en la cabeza un megáfono eléctrico y miró a Josh con unos ojos oscuros por debajo de unas protuberantes cejas de Neanderthal.

«¡Oh, mierda!», pensó Josh. Aquel tipo era casi tan corpulento como algunos de los profesionales de lucha libre del peso pesado con los que él había librado combates. Pero luego, por detrás del calvo de Neanderthal aparecieron otros dos hombres con las caras pintadas, sosteniendo una taza de váter, que mantenían sobre sus hombros. Y sobre la taza iba sentado un hombre envuelto en una túnica de color púrpura intenso, con el cabello rubio formándole largos y sueltos tirabuzones que le llegaban hasta los hombros. Tenía una suave barba de fino pelo rubio que cubría un rostro chupado y estrecho, y bajo las espesas cejas rubias había unos ojos de un tenebroso color verde oliva. Aquel color le hizo pensar a Josh en el agua de un estanque cercano a su hogar de la niñez donde dos chicos se habían ahogado en una mañana de verano. Según recordó, se decía que los monstruos habían esperado enroscados en el fondo de las sucias aguas verdes.

El hombre era joven, y debía de tener entre veinte y veinticinco años. Llevaba guantes blancos, vaqueros azules, zapatillas de deporte Adidas y una camisa a cuadros. Sobre la frente se había pintado un dólar verde; en la mejilla izquierda se había pintado un crucifijo rojo, y en la derecha un negro tridente de diablo.

El calvo de Neanderthal se llevó el megáfono a la boca y rugió:

—¡Alabad todos a lord Alvin!