38

Enfrentándose con el Gordo

—¡Este es nuestro poder! —dijo el coronel Macklin sosteniendo la automática del 45 que le había quitado al joven muerto de California.

—No —replicó Roland Croninger—. Este es nuestro poder.

Y levantó uno de los frascos de píldoras de la mochila de Sheila Fontana.

—¡Eh! —exclamó Sheila. Trató de recuperarla, pero Roland la mantuvo fuera de su alcance—. Eso es mío, tú no puedes…

—Siéntate —le dijo Macklin. Ella vaciló, y él dejó descansar la pistola sobre la rodilla—. Siéntate —repitió.

Sheila maldijo para sus adentros pero se sentó en el pozo nauseabundo, mientras el muchacho le decía al héroe de guerra manco cómo las píldoras y la cocaína eran mucho más poderosas que cualquier arma que pudieran tener.

El amanecer llegó con un cielo amarillento y canceroso y una fina lluvia de agujas. Una mujer de cabello negro, un hombre con una sola mano y un abrigo sucio, y un muchacho con anteojos de tanquista, avanzaron por entre un paisaje cubierto de cadáveres en descomposición y vehículos destrozados. Sheila Fontana sostenía en el aire un par de panties a modo de bandera de tregua, seguida de cerca por Macklin, que le apuntaba a la espalda con el arma. Roland Croninger, que formaba la retaguardia, llevaba la mochila de Sheila. Recordaba cómo había sentido el cabello de la mujer entre las manos, el movimiento de su cuerpo, como un viaje en la montaña rusa. Deseaba volver a disfrutar del sexo, y le habría disgustado mucho que ella hubiera hecho un movimiento en falso y hubiesen tenido que matarla. Porque, después de todo, la noche anterior se habían mostrado con ella de lo más caballerosos; la habían salvado de la chusma, y le habían dado algunas galletas para perro con los que se habían alimentado últimamente, encontrados entre los restos de una caravana, mientras que el cadáver del perro ya había sido consumido mucho antes. Una vez que hubieron terminado con ella, también le proporcionaron un lugar donde descansar.

Llegaron al borde del territorio de los Tumores Malignos y empezaron a caminar por terreno abierto. Delante de ellos estaban las tiendas, los coches y los refugios de cartón y tablas de madera de los privilegiados que vivían a orillas del lago. Estaban a medio camino, dirigiéndose hacia un destartalado camión situado en el centro del campamento, cuando escucharon el grito de advertencia:

—¡Vienen los Tumores Malignos! ¡Despertad! ¡Vienen los Tumores Malignos!

—Sigue caminando —ordenó Macklin cuando Sheila vaciló—. Y sigue ondeando también esos panties.

La gente empezó a salir de sus refugios. En realidad, ellos estaban tan sucios y desarrapados como los Tumores Malignos, pero disponían de armas y suministros de alimentos enlatados y de agua embotellada, y la mayoría de ellos habían escapado sin graves quemaduras. Los Tumores Malignos, por el contrario, tenían graves quemaduras, enfermedades contagiosas o se habían vuelto locos. Macklin comprendía los principios del equilibrio de poder. Ese poder se centraba en el camión Airstream situado en el centro del campamento, que representaba una lujosa mansión en medio de las otras chozas.

—¡Volved atrás, jodidos! —aulló un hombre desde la entrada de una tienda apuntándoles con un rifle de repetición.

—¡Atrás! —gritó una mujer.

Alguien les arrojó una lata vacía que cayó a los pies de Sheila. Ella se detuvo, y Macklin la empujó con un movimiento de la automática.

—Sigue adelante. Y sonríe.

—¡Atrás, basura! —gritó un segundo hombre que llevaba los restos de un uniforme de la Fuerza Aérea y un abrigo manchado de sangre reseca; tenía un revólver y se acercó a menos de siete metros de ellos—. ¡Saqueadores de tumbas! —gritó—. ¡Sucios, puercos… paganos!

Macklin ni siquiera se preocupó por él; era un hombre joven, quizá de unos veinticinco años, y no dejaba de acariciar a Sheila Fontana con la mirada. No iba a hacer nada. Otras personas se les aproximaron, gritándoles e insultándoles, blandiendo armas cortas y rifles, cuchillos e incluso una bayoneta. Les arrojaron piedras, botellas y latas vacías y aunque cayeron peligrosamente cerca, ninguna de ellas les alcanzó.

—¡No traigáis aquí vuestras enfermedades! —aulló un hombre de edad media con un impermeable marrón y un gorro de lana, que sostenía un hacha—. ¡Os mataré si os atrevéis a dar un paso más!

A Macklin tampoco le preocupó aquel hombre. Todos los hombres estaban asombrados ante la presencia de Sheila Fontana, pero observó las miradas impúdicas en sus rostros, a medida que se arremolinaban a su alrededor, gritando amenazas. Vio a una mujer delgada y joven, con el cabello marrón que le caía a tiras, y el cuerpo embutido en un impermeable amarillo, con los ojos hundidos fijos en Sheila y con una expresión mortal en su rostro. Empuñaba un cuchillo de carnicero y acariciaba la hoja con los dedos. Macklin experimentó un aguijonazo de preocupación por ella, y guio a Sheila de modo que se apartara de la mujer joven. Una lata vacía le alcanzó en la cara y volvió la cabeza. Alguien se acercó lo bastante como para escupirle a Roland.

—Seguid adelante, seguid —dijo Macklin con serenidad, con los ojos entrecerrados, mirando adelante y atrás.

Roland escuchó gritos y risas burlonas tras ellos, y miró por encima del hombro. En el territorio de los Tumores Malignos, unas treinta o cuarenta figuras habían salido de sus agujeros y daban saltos de un lado a otro, gritando como animales, a la espera de que se produjera una masacre.

Macklin percibió el olor del agua salada. Delante de él, a través de la llovizna y más allá del campamento, el Gran Lago Salado se extendía hacia el lejano horizonte; olía a antiséptico, como las paredes de un hospital. El muñón del antebrazo le quemaba y le palpitaba a causa de la infección y anhelaba poder introducirlo en el agua salada y curativa, bautizarse en una agonía de dolor que le limpiaría.

Un hombre fornido, de barba rojiza, vestido con una chaqueta de cuero y un mono, con un vendaje sobre la frente, se adelantó y se plantó delante de Sheila. Sostenía una escopeta de dos cañones que apuntó directamente a la cabeza de Macklin.

—Hasta aquí habéis llegado.

Sheila se detuvo, con los ojos muy abiertos. Balanceó el par de panties delante de la cara del hombre.

—¡Eh, no dispares! ¡No queremos ningún problema!

—No disparará —dijo Macklin con tranquilidad, sonriéndole al hombre de la barba—. Mira, amigo, tengo un arma apuntando a la espalda de la joven. Si tú me vuelas la cabeza, o si alguno de vosotros, estúpidos jodidos, me dispara a mí o al chico, mi dedo se va a curvar sobre el gatillo y le va a destrozar la espina dorsal a ella. ¡Miradla, amigos! ¡Sólo miradla! ¡No tiene una sola quemadura! ¡Ni una quemadura…, en ninguna parte! Oh, sí, ya podéis mirar, ya. ¡Pero nada de tocar! ¿No os parece estupenda?

Sheila sintió el impulso de levantarse la camiseta y ofrecer un espectáculo de tetas al aire a aquellos hombres que la miraban boquiabiertos; si el héroe de guerra había decidido convertirse en chulo, había conseguido una victoria completa. Pero toda aquella experiencia le parecía tan irreal, que era casi como si estuviera volando después de haberse tomado una píldora de LSD. Esbozó una mueca, a punto de echarse a reír. Los sucios hombres que estaban a su alrededor, con las armas y cuchillos preparados, se la quedaron mirando, y más allá, detrás de ellos, había un grupo de mujeres cadavéricas y sucias, que la miraban con el odio más absoluto reflejado en sus caras.

Macklin vio que se encontraban a unos quince metros de distancia del camión Airstream.

—Queremos ver al Gordo —le dijo al tipo de la barba.

—¡Claro! —exclamó el otro, que aún no había bajado la escopeta. Su boca se curvó en una expresión sarcástica—. ¡Él se pasa todo el tiempo recibiendo a Tumores Malignos! ¡Hasta les sirve champaña y caviar! —Lanzó un bufido—. ¿Quién diablos te has creído que eres?

—Soy el coronel James B. Macklin. Serví en Vietnam como piloto, fui derribado y me pasé más de un año en un agujero que hace que esto parezca el Ritz. ¡Soy un militar, estúpido bastardo! —El rostro de Macklin había enrojecido. «Disciplina y control», se dijo a sí mismo. «Disciplina y control es lo que hace a un hombre». Respiró profundamente un par de veces. A su alrededor, algunos le insultaron y el escupitajo de alguien le alcanzó en la mejilla derecha—. ¡Queremos ver al Gordo! —repitió—. Él es el líder aquí, ¿no es cierto? Es el que tiene la mayor cantidad de alimentos y armas, ¿verdad?

—¡Echémoslos de aquí! —gritó una mujer robusta, de cabello ensortijado, blandiendo un largo tenedor de barbacoa—. ¡No queremos contagiarnos con sus asquerosas enfermedades!

Roland escuchó el sonido de una pistola al ser amartillada, y supo que alguien sostenía el arma justo por detrás de su oreja. Se encogió, pero luego se volvió lentamente, sonriendo con una mueca rígida. Un muchacho de cabello rubio, de una edad aproximada a la suya, que llevaba una abultada chaqueta a cuadros, le apuntaba con una 38 directamente entre los ojos.

—Hueles mal —espetó el muchacho rubio, con sus ojos pardos desafiándole a que hiciera un solo movimiento más.

Roland se quedó muy quieto, mientras el corazón le latía como un martillo.

—He dicho que queremos ver al Gordo —repitió Macklin—. ¿Nos lleváis o qué?

El hombre de la barba se echó a reír duramente.

—¡Tienes muchas agallas para ser un Tumor Maligno!

Su mirada se desvió hacia Sheila Fontana, se entretuvo por un momento en su cuerpo y sus pechos, y luego volvió a mirar la pistola que sostenía Macklin.

Lentamente, Roland levantó la mano delante del rostro del muchacho rubio. Luego, con la misma lentitud la bajó y se la metió en el bolsillo de los pantalones. El muchacho rubio tenía el dedo curvado sobre el gatillo. La mano de Roland tocó lo que estaba buscando y empezó a sacarlo del bolsillo.

—Podéis dejar a la mujer y no os mataremos —le dijo el barbudo a Macklin—. Salid de aquí y regresad a vuestro agujero. Nos olvidaremos incluso de que…

Una pequeña botella de plástico alcanzó el suelo, delante de su bota izquierda.

—Adelante —le dijo Roland—. Recógela y esnifa un poco.

El hombre vaciló. Miró a los demás, que seguían gritando, insultando y comiéndose a Sheila Fontana con los ojos. Se inclino y tomó la botella que Roland le había arrojado a los pies, la destapó y olisqueó.

—¿Qué demonios…?

—¿Quiere que lo mate, señor Lawry? —preguntó el muchacho rubio, esperanzado.

—¡No! ¡Baja ese condenado revólver! —gritó Lawry. Volvió a esnifar el contenido de la botella, y sus grandes ojos azules empezaron a convertirse en agua—. ¡Baja el arma te he dicho! —espetó, y el muchacho obedeció de mala gana.

—¿Nos vas a llevar a ver al Gordo? —preguntó Macklin—. Creo que a él también le gustaría esnifar un poco, ¿no te parece?

—¿De dónde habéis sacado esta mierda?

—Llévame a ver al Gordo. Ahora.

Lawry tapó la botella. Miró a los demás, volvió la vista hacia el camión Airstream y se detuvo un instante, tratando de tomar una decisión. Parpadeó, y Roland se dio cuenta en seguida de que aquel hombre no tenía precisamente una computadora por cerebro.

—Está bien —asintió finalmente haciendo un gesto con la escopeta—. Moved el culo.

—¡Mátalos! —gritó la mujer robusta—. ¡No dejéis que nos contaminen!

—¡Y ahora escuchadme todos! —dijo Lawry manteniendo la escopeta al costado y sosteniendo la pequeña botella firmemente en la otra mano—. No están quemados ni nada. Quiero decir… ¡sólo están sucios! ¡No son como los otros Tumores Malignos! ¡Yo me hago responsable de ellos!

—¡No les dejéis entrar! —gritó entonces otra mujer—. ¡No son de los nuestros!

—Moveos —dijo Lawry dirigiéndose a Macklin—. Si intentáis hacer algo extraño, te juro por Dios que tú serás el primero en quedar sin cabeza. ¿Entendido?

Macklin no dijo nada. Empujó a Sheila hacia adelante y Roland les siguió hacia el gran camión plateado. Un puñado de personas les siguieron, pisándoles los talones, incluyendo al muchacho del cabello rubio, con el revólver del 38.

Cuando estaban a unos tres metros del camión, Lawry les ordenó que se detuvieran. Subió por unos ladrillos que habían sido dispuestos a modo de escalones, ascendiendo hacia la puerta del camión, y llamó a ella con la culata de la escopeta. Desde el interior, una voz aguda y tenue preguntó:

—¿Quién es?

—Soy Lawry, señor Kempka. Tengo aquí algo que necesitaría usted ver.

Por un momento, no hubo ninguna respuesta. Luego, todo el camión pareció retemblar y crujir cuando se acercó a la puerta Kempka, el Gordo, quien, según sabía Macklin por otro Tumor Maligno, era el líder del campamento situado junto al lago. Se corrieron un par de cerrojos, con sendos golpes secos. La puerta se abrió, pero Macklin no pudo ver quién la había abierto. Lawry le dijo a Macklin que se quedara donde estaba y luego entró en el camión. La puerta se cerró. En cuanto hubo desaparecido, los gritos y maldiciones se hicieron más fuertes, y se les volvieron a arrojar botellas y latas vacías.

—Estás loco, héroe de guerra —dijo Sheila—. Nunca saldrás con vida de aquí.

—Si a nosotros nos ocurre algo, también te ocurrirá a ti.

Ella se volvió, despreciando la pistola que la seguía apuntando y un ramalazo de cólera cruzó por sus ojos.

—Entonces mátame, héroe de guerra. En cuanto aprietes ese gatillo, estos bastardos cornudos te harían trizas. Y quién te ha dicho que puedes utilizar mi provisión, ¿eh? Eso es polvo colombiano de gran pureza, ¡y tú andas por ahí regalándolo!

—A ti te gusta correr riesgos, ¿verdad? —replicó Macklin con una leve sonrisa. No esperó la respuesta, porque ya la sabía—. Bien, ¿quieres alimentos y agua? ¿Quieres dormir con un techo sobre la cabeza, y no tener miedo de que alguien te mate por la noche? Yo también deseo esas cosas, igual que Roland. Nosotros no formamos parte de esos Tumores Malignos; pertenecemos a esto, y esta es nuestra oportunidad.

Sheila meneó la cabeza y a pesar de que se sentía furiosa por haber perdido su provisión, en el fondo sabía que él estaba en lo cierto. El muchacho había demostrado ser muy listo al sugerirlo.

—Estás loco.

—Ya veremos.

La puerta del camión se abrió y Lawry asomó la cabeza.

—De acuerdo. Subid. Pero antes tendrás que darme el arma.

—No hay trato. El arma me la quedo yo.

—¿No has oído lo que he dicho?

—Lo he oído. El arma me la quedo yo.

Lawry miró por encima del hombro hacia el hombre que permanecía dentro del camión. Luego se volvió hacia Macklin.

—De acuerdo. Subid… ¡y sed rápidos!

Subieron los escalones que conducían al camión, y Lawry cerró la puerta tras Roland, dejando al otro lado los gritos de la gente. Lawry apuntó con la escopeta a la cabeza de Macklin.

En el otro extremo del camión, una bola de grasa que llevaba una camiseta manchada de comida y un mono, estaba sentada ante una mesa. Tenía el pelo teñido de color naranja que se elevaba sobre su cuero cabelludo en puntas de un par de centímetros de altura; mostraba una barba ribeteada de colores rojo y verde a causa de la comida. La cabeza parecía demasiado pequeña para la corpulencia de su pecho y del macizo vientre, y tenía cuatro papadas. Sus ojos eran como dos brillantes agujeros negros en un rostro pálido y carnoso. Desparramadas por el camión había cajas de alimentos enlatados, de Coca-Colas, Pepsis y agua embotelladas, y unas cien cajas de seis botellas de cerveza Budweiser, apiladas unas sobre otras, contra la caja del camión. Detrás de él había un verdadero arsenal de armas: una estantería con siete rifles, uno de ellos con teleobjetivo, una vieja subametralladora Thompson, un bazooka, y una gran variedad de pistolas que colgaban de sus fundas, sostenidas en ganchos. Delante de él, sobre la mesa, había vertido una pequeña cantidad de cocaína extraída de la bolsa de plástico, y estaba comprobando su consistencia y calidad entre unos dedos carnosos. Al alcance de su mano derecha tenía una Luger, con la boca apuntando en la dirección de los visitantes. Se llevó una pizca de la droga a la nariz y la esnifó delicadamente, como si estuviera oliendo un perfume francés.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó con una voz casi femenina.

—Yo me llamo Macklin. Coronel James B. Macklin, ex Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Estos son Roland Croninger y Sheila Fontana.

Kempka tomó otro pellizco de cocaína y luego volvió a dejarlo sobre la mesa.

—¿De dónde ha venido esto, coronel Macklin?

—De mi provisión —dijo Sheila.

Creía haber visto ya toda clase de cosas repulsivas en el mundo, pero incluso a la luz amarillenta de las dos lámparas que iluminaban el camión, apenas si podía soportar la presencia del Gordo. Parecía un monstruo de circo, y de cada uno de los gruesos lóbulos de las orejas le colgaban pendientes llenos de diamantes.

—¿Y esto es todo lo que queda de la «provisión»?

—No —contestó Macklin—. En modo alguno. Hay mucha más cocaína, y también toda clase de píldoras.

—Píldoras —repitió Kempka mirando fijamente a Macklin con sus ojos negros—. ¿Qué clase de píldoras?

—De todas clases. LSD, PCP, analgésicos, tranquilizantes, estimulantes y antidepresivos.

—Héroe de guerra —le interrumpió Sheila—, tú no sabes nada de esa mierda, ¿verdad? —Se adelantó un paso hacia Kempka y la mano del Gordo se posó inmediatamente sobre la culata de la Luger—. Hay bellezas negras, chaquetas amarillas, ángeles azules y no sé cuántas cosas más, todas de primera calidad.

—¿De veras? ¿Estabas metida antes en el negocio, muchacha?

—Sí, supongo que sí. —Echó un vistazo a su alrededor, observando el camión atiborrado de mercancía—. ¿En qué clase de negocios andabas metido tú? ¿En granjas de cerdos?

Kempka la miró fijamente. Luego, lentamente, su vientre empezó a abultarse, seguido por sus papadas. Todo su rostro se sacudió como un plato lleno de gelatina, y una aguda risa femenina surgió de entre sus labios.

—¡Je, je, je! —exclamó, enrojeciéndosele las mejillas—. ¡Je, je! ¡Granjas de cerdos! ¡Je, je! —Movió una mano hacia Lawry, que también se vio obligado a echarse a reír, aunque su risa fue nerviosa. Cuando hubo terminado de reír, Kempka dijo—: No, querida, no eran granjas de cerdos. Era propietario de una armería en Rancho Cordova, justo al este de Sacramento. Afortunadamente, tuve tiempo para recoger algunas de mis cosas y salir de allí cuando las bombas alcanzaron la zona de la Bahía. También tuve la presencia de ánimo necesaria para visitar un supermercado en mi camino hacia el este. El señor Lawry era un empleado del supermercado y encontramos un lugar donde ocultarnos durante algún tiempo en el bosque nacional de Eldorado. Luego, la carretera nos trajo hasta aquí, y otra gente empezó a llegar. Pronto contamos con una pequeña comunidad. La mayor parte de la gente acudió para empaparse en el lago. Existe la creencia de que bañarse en agua salada elimina la radiación y le hace a uno inmune. —Encogió sus carnosos hombros—. Quizá sea así, o quizá no. En cualquier caso, a mí me gustó jugar a ser el rey de la colina y el padrecito. Si alguien no hace aquí lo que yo digo, simplemente lo destierro al territorio de los Tumores Malignos…, o lo mato. —Volvió a reír, con un destello de alegría en sus ojos negros—. Aquí soy yo quien dicta las leyes. Yo, Freddie Kempka, que fundé el Supermercado del Tirador Kempka. ¡Oh, me lo estoy pasando muy bien!

—Me alegro por ti —murmuró Sheila.

—Sí, ya puedes alegrarte, ya. —Volvió a palpar la cocaína entre los dedos y esnifó un poco por cada ventana de la nariz—. ¡Vaya, vaya! Es un polvillo bastante fuerte, ¿verdad? —Se limpió los dedos, chupándolos, y luego miró a Roland Croninger—. ¿Y qué se supone que eres tú, un cadete del espacio?

Roland no dijo nada. «Te destrozaré ese grueso culo que tienes», pensó.

Kempka se rio y volvió a mirar a Macklin.

—¿Cómo es que estabas en el territorio de los Tumores Malignos, coronel?

Macklin le contó toda la historia, le habló de cómo Earth House se había derrumbado y de cómo él y el muchacho habían logrado salir de allí. Macklin no mencionó para nada al soldado en la sombra, porque sabía que a este no le gustaba que hablaran de él ante extraños.

—Ya entiendo —dijo Kempka una vez que Macklin hubo terminado su explicación—. Bueno, según dicen, hasta los planes mejor trazados se estropean a veces, ¿verdad? Bien, supongo que has venido aquí y has traído este poderoso polvo con un propósito. ¿De qué se trata?

—Queremos instalarnos en el campamento. Queremos una tienda, y un suministro de comida.

—Las únicas tiendas que hay aquí son las que ha traído la gente cargándolas sobre sus propias espaldas. Ahora están todas llenas. No hay espacio en ellas, coronel.

—Pues habrá que hacer espacio. Nosotros conseguimos una tienda y alimentos, y tú consigues una ración semanal de cocaína y píldoras. Como si pagáramos un alquiler.

—¿Y qué haría yo con las drogas?

Roland se echó a reír. Kempka lo miró con ojos muy intensos.

—¡Vamos, señor! —dijo Roland, adelantándose un paso—. ¡Sabe que puede vender esas drogas por lo que quiera! Puede comprar las mentes de la gente con esos polvos, porque todo el mundo estará dispuesto a pagar para olvidar. Le pagarán cualquier cosa que les pida: comida, armas, gasolina…, cualquier cosa.

—Ya tengo todas esas cosas.

—Quizá las tenga —asintió Roland—. Pero ¿está seguro de que tiene suficientes? ¿Qué pasaría si alguien con un camión más grande llegara mañana a este campamento? ¿Qué ocurriría si ellos tuvieran más armas que usted? ¿Y si fueran más fuertes y astutos? Esas gentes de ahí fuera —dijo haciendo un gesto hacia la puerta— sólo esperan a alguien más fuerte que sea capaz de decirles lo que tienen que hacer. Desean que alguien les mande. No quieren tener que pensar por sí mismos. Esta sería una forma de meterse sus mentes en el bolsillo —dijo, señalando el montoncito de polvo blanco.

Kempka y Roland se miraron fijamente durante un momento, en silencio, y Roland tuvo la sensación de estar viendo a una babosa gigantesca. Los ojos negros de Kempka parecieron querer atravesar los de Roland, y finalmente una pequeña sonrisa aleteó en su boca húmeda.

—¿Crees que estas drogas me comprarían a un dulce jovencito cadete del espacio?

Roland no supo qué decir. Se quedó atónito, y su asombro tuvo que haberse reflejado en su cara porque Kempka lanzó un bufido y se echó a reír. Una vez que se hubo agotado su risa, el Gordo se volvió a mirar a Macklin.

—¿Qué me impide matarte ahora mismo y apoderarme de tus preciosas drogas, coronel?

—Algo muy sencillo: las drogas están escondidas en el territorio de los Tumores Malignos. Roland es el único que sabe dónde están. Él saldrá del campamento y te traerá una ración semanal, pero si alguien lo sigue o intenta interferir, ¡le volaré los sesos!

Kempka tableteó con los dedos sobre la mesa, mirando el montón de cocaína, y luego a Macklin y a Roland, despreciando altivamente a la mujer, para volver la vista de nuevo a la cocaína.

—Podríamos utilizar esa mercancía, señor Kempka —sugirió Lawry—. Ayer mismo vino un tipo con un calentador de gas que sin duda alguna caldearía mejor este camión. Otro tipo tenía algo de whisky que había transportado en un saco. También vamos a necesitar ruedas para el camión. Yo ya me habría apoderado de ese calentador y de esas botellas de Jack Daniel’s, pero los dos recién llegados están armados hasta los dientes. Quizá fuera también una buena idea cambiar las drogas por sus armas.

—Yo decidiré qué es una buena idea y qué no lo es —dijo Kempka, cuyo rostro pareció plegarse en una fruncida expresión pensativa. Aspiró aire profundamente y lo exhaló como un bufido—. Encuéntrales una tienda. Cerca del camión. Y haz correr la voz de que si alguien los toca, tendrán que responder de ello ante el propio Freddie Kempka. —Sonrió ampliamente, mirando a Macklin—. Coronel, creo que tú y tus amigos vais a representar un aumento muy interesante de nuestra pequeña familia. Supongo que os podríamos llamar droguistas, ¿no te parece?

—Supongo que sí.

Macklin esperó a que Lawry bajara su escopeta y entonces él bajó a su vez la automática.

—Bien, ahora todos somos felices, ¿no es cierto? —preguntó Kempka y sus voraces ojos negros miraron a Roland Croninger.

Lawry los llevó a una pequeña tienda plantada a unos treinta metros del camión Airstream. Estaba ocupada por un hombre joven y una mujer que sostenía a un niño pequeño con los pies vendados. Lawry plantó la escopeta ante la cara del hombre joven y dijo:

—¡Fuera!

El hombre, agotado y débil, con grandes ojeras de fatiga, introdujo la mano bajo el saco de dormir y extrajo un cuchillo de caza, pero antes de que pudiera blandirlo Lawry se adelantó un paso y atrapó la muñeca del hombre bajo su bota. Luego la apretó con toda la fuerza de su peso, y Roland observó sus ojos mientras le rompía los huesos al hombre: estaban vacíos y no registraron ninguna emoción, ni siquiera cuando empezó a escucharse el sonido del crujido de los huesos. Lawry se limitaba a hacer lo que se le había dicho que hiciera. El niño empezó a llorar, y la mujer a gritar, pero el hombre se sostuvo la muñeca rota y miró silenciosamente a Lawry.

—¡Fuera! —repitió este apoyándole el cañón de la escopeta sobre la cabeza—. ¿O es que estás sordo, estúpido bastardo?

Débilmente, el hombre y la mujer se pusieron de pie. Él se detuvo un momento para recoger los sacos de dormir y una mochila con la mano sana, pero Lawry lo agarró por el cogote y lo sacó fuera de un empujón, arrojándolo al suelo. La mujer sollozaba y se arrodilló junto a su esposo. Una multitud había empezado a congregarse para observar, y la mujer gritó:

—¡Animales! ¡Sucios animales! ¡Esta es nuestra tienda! ¡Nos pertenece!

—Ya no es vuestra —dijo Lawry, indicándoles con movimientos de la escopeta que se dirigieran hacia el territorio de los Tumores Malignos—. Empezad a caminar.

—¡No es justo! ¡No es justo! —sollozó la mujer.

Miró, con expresión implorante, a la gente que se había reunido a su alrededor. Roland, Macklin y Sheila también los miraron a todos, y vieron las mismas cosas en aquellos rostros: una curiosidad impávida, no comprometida, como si estuvieran viendo en la televisión una película de violencia. Aunque había débiles expresiones de disgusto y lástima aquí y allá, la mayoría de los mirones ya habían agotado toda su capacidad emocional.

—¡Ayudadnos! —imploró la mujer—. Por favor…, ¡que alguien nos ayude!

Algunas de aquellas personas tenían armas de fuego, pero ninguna de ellas intervino. Macklin comprendió por qué: era la supervivencia del que mejor se adaptaba. Freddie Kempka era allí el emperador, y Lawry era su lugarteniente, probablemente uno de los muchos que Kempka utilizaba como sus ojos y oídos.

—¡Fuera! —volvió a decirle Lawry a la pareja.

La mujer no dejaba de gritar y llorar, pero finalmente el hombre se levantó y con una mirada muerta y derrotada en los ojos, empezó a caminar lentamente hacia el territorio de los coches destrozados y los cadáveres en descomposición. La expresión de la mujer era de odio; se irguió, con el niño que lloraba entre sus brazos, y le gritó a la multitud:

—¡Os ocurrirá a vosotros! ¡Ya lo veréis! ¡Ellos se apoderarán de todo lo que tengáis! ¡Vendrán y os arrojarán de…!

Lawry lanzó un golpe con la culata de la escopeta. La culata se hundió en la cabeza del niño y la fuerza del golpe arrojó a la mujer al suelo.

El llanto del niño se detuvo de pronto.

La mujer bajó la mirada hacia el rostro de su hijo y emitió un débil sonido sollozante.

Sheila Fontana no podía dar crédito a lo que acababan de ver sus ojos; hubiera querido revolverse, pero la escena la agarraba de un modo oscuro. El estómago se le retorcía de revulsión y aún podía escuchar el llanto del niño, que seguía produciendo un eco en su mente. Finalmente, se llevó la mano a la boca y se la apretó.

El hombre joven, que parecía un cadáver vestido con ropas harapientas, siguió caminando hacia la llanura, sin molestarse en mirar atrás.

Finalmente, con un estremecimiento, la mujer se levantó, con el niño silencioso apretado contra su pecho. Sus ojos, llenos de odio y con profundas ojeras, se encontraron con los de Sheila y ambas se miraron por un momento. Sheila se sintió como si su alma acabara de quedar reducida a cenizas. Si al menos el niño hubiera dejado de llorar, pensó. Si al menos…

La joven madre dio media vuelta y empezó a seguir a su marido, bajo la llovizna.

Los mirones se fueron alejando. Lawry limpió la culata de la escopeta refregándola sobre el suelo e hizo un gesto hacia la tienda.

—Parece que acaba de quedar una tienda vacía, coronel.

—¿Tuviste que… hacer eso? —preguntó Sheila.

En su interior, estaba temblando y sentía náuseas, pero la expresión de su rostro no mostraba la menor señal de ello, y sus ojos seguían siendo fríos y duros como el pedernal.

—De vez en cuando olvidan quién hace las reglas aquí. Bueno, ¿queréis la tienda o no?

—La queremos —contestó Macklin.

—Entonces, ahí la tenéis. Hasta os han dejado un par de sacos de dormir y algo de comida. Tan cómodos como si estuvierais en casa, ¿eh?

Macklin y Roland entraron en la tienda.

—¿Dónde se supone que voy a vivir yo? —le preguntó Sheila a Lawry.

Él sonrió y la examinó de arriba abajo.

—Bueno, dispongo de un saco de dormir extra en el camión. Yo vivo con el señor Kempka, pero no resulta divertido. A él le gustan los muchachos jovencitos y no le importan lo más mínimo las mujeres. ¿Qué me dices?

Ella olisqueó el olor de su cuerpo y no pudo decidir cuál era peor, si el suyo o el del héroe de guerra.

—Olvídalo —dijo—. Me quedaré aquí.

—Como tú quieras. Ya te conseguiré, tarde o temprano.

—Cuando el infierno se congele.

Se chupó un dedo y lo levantó al viento.

—Está haciendo mucho frío, cariño.

Luego, se echó a reír y se volvió, dirigiéndose de regreso al camión.

Sheila le vio marcharse. Miró en la dirección del territorio de los Tumores Malignos y distinguió los vagos contornos de la joven pareja, caminando bajo la llovizna, hacia lo desconocido que había más allá. Pensó que aquellos dos no contaban con ninguna oportunidad allá fuera. Pero quizá ellos ya lo sabían. El niño habría muerto de todos modos, se dijo a sí mismo. Claro. El niño ya estaba medio muerto.

Pero el incidente la había impresionado mucho más que cualquier otra cosa que hubiera visto hasta entonces, y no pudo evitar el pensar que pocos minutos antes había una persona allí donde ahora sólo quedaba un fantasma. Y todo ello había sucedido debido a sus drogas, debido a que ella había llegado al campamento con el héroe de guerra y el muchacho aparentando ser gente importante.

La joven pareja desapareció en la lluvia gris.

Como solía decir Rudy, que cada cual se tape su propio culo. Y en estos tiempos, aquellas eran palabras que había que recordar muy bien.

Sheila le volvió la espalda al terreno de los Tumores Malignos y entró en la tienda.