El puño elemental
La oscuridad los encontró a corta distancia de la granja de los Jaspin, y Josh ató el farol de ojo de buey a la parte delantera de la carretilla, sujetándolo bien con bramante. Leona tenía que detenerse cada media hora, y mientras apoyaba la cabeza en el regazo de Swan, Josh le daba suaves masajes en los pies. Las lágrimas que derramaba a causa del dolor que le producían sus rodillas reumáticas se mezclaban con el polvo que le cubría las mejillas. Sin embargo, no producía ningún sonido y de su boca no salía ninguna queja. Después de haber descansado unos pocos minutos, se levantaban trabajosamente y reanudaban el camino sobre un terreno cubierto de hierba quemada, negra y aceitosa por la radiación.
La luz del farol iluminó una verja de poco más de un metro de alta, medio derrumbada por el viento.
—¡Creo que estamos cerca de la casa! —dijo Leona.
Josh levantó a peso la carretilla, pasándola al otro lado de la verja. Luego levantó a Swan para pasarla al otro lado y ayudó a Leona a cruzarla. Frente a ellos vieron un campo de maíz ennegrecido, con los tallos contaminados casi tan altos como el propio Josh, azotados de un lado a otro, como extrañas algas marinas situadas al fondo de una charca viscosa. Tardaron unos diez minutos en alcanzar el extremo más alejado del campo, y la luz del farol iluminó la parte lateral de una granja que antes había estado pintada de blanco, y que ahora tenía un aspecto de color marrón y amarillento, como la piel de un lagarto.
—¡Aquí es donde viven Homer y Maggie! —gritó Leona contra el viento.
La casa estaba a oscuras, y no se veía un solo farol o vela encendida. Tampoco vieron la menor señal de ningún coche o camioneta. Pero había algo produciendo un sonido golpeteante, fuerte e irregular, hacia la derecha, más allá del ámbito de la luz. Josh desató el farol y caminó hacia el lugar de donde procedía el sonido. A unos quince metros por detrás de la casa había un cobertizo rojo de aspecto sólido, una de cuyas puertas estaba abierta, golpeada por el viento contra la pared. Les dijo a Swan y a Leona que se quedaran donde estaban y entró en la oscura granja de los Jaspin.
Una vez en el interior, se dispuso a preguntar en voz alta si había alguien, pero no tuvo necesidad de hacerlo. Percibió el olor fétido de la carne en descomposición y casi estuvo a punto de vomitar. Tuvo que detenerse un momento, inclinado sobre una decorativa jarra de latón en la que aún había un ramo muerto de margaritas, antes de estar seguro de que no vomitaría. Luego empezó a moverse por la casa, haciendo oscilar la luz lentamente de un lado a otro, para buscar los cuerpos.
En el exterior, Swan escuchó a un perro ladrando furiosamente en el campo de maíz negro que acababan de cruzar. Sabía que el terrier los había seguido durante todo el día, sin acercarse nunca a menos de cinco metros, alejándose en cuanto Swan se inclinaba un poco para llamarlo. «El perro ha encontrado algo allí —pensó Swan—. O algo lo ha encontrado a él».
Los ladridos eran de urgencia, como si dijeran: «Ven en seguida a ver lo que he descubierto».
Swan dejó la bolsa en el suelo y a Bebé Llorón sobre la carretilla. Dio un par de pasos hacia el campo de maíz negro y azotado por el viento.
—¡Niña! —le gritó Leona—. ¡Josh ha dicho que esperemos aquí!
—No pasa nada —dijo ella, y avanzó otros tres pasos.
—¡Swan! —le advirtió Leona al darse cuenta de hacia dónde se dirigía la niña. Se volvió para seguirla, pero un dolor inmovilizador le atravesó las rodillas—. ¡Será mejor que no vayas allí!
Los ladridos del terrier atraían a Swan, que terminó por entrar en el campo de maíz. Los tallos negros se cerraron a sus espaldas.
—¡Swan! —gritó Leona.
En el interior de la granja, Josh levantó el haz de luz sobre un pequeño comedor. Había un aparador abierto, y el suelo estaba cubierto de fragmentos de vajilla rota. Las sillas habían sido aplastadas contra las paredes, y la mesa de comedor estaba tumbada sobre el suelo. El olor fétido era mucho más fuerte. La luz captó algo garabateado sobre la pared: «ALABAD TODOS A LORD ALVIN».
Josh pensó que parecía escrito en pintura marrón. Pero no, no. La sangre había goteado por la pared, formando un pequeño charco reseco sobre el suelo.
Una puerta atrajo su atención. Respiró profundamente, pasando aquel hedor horrible entre sus dientes apretados, y cruzó la puerta.
Se encontró en una cocina con armarios pintados de amarillo y una alfombra oscura.
Y allí los encontró.
Lo que quedaba de ellos.
Habían sido atados a sillas con hilo de alambre. El rostro de la mujer, enmarcado por un cabello gris y salpicado de sangre, parecía un cojín hinchado y rosado, traspasado por una serie de cuchillos y tenedores y por los pequeños pinchos con los que se suele sujetar una serie de panochas de maíz. Sobre el pecho desnudo del hombre, alguien había colocado una diana ensangrentada sobre la que luego había disparado con una pistola o rifle de pequeño calibre. A la figura le faltaba la cabeza.
—Oh…, Dios mío —gimió Josh.
Esta vez fue incapaz de contener las náuseas. Cruzó la cocina, tambaleándose, y se inclinó sobre el fregadero.
Pero la luz del farol, que oscilaba en su mano, le mostró que el fregadero ya estaba ocupado. Cuando Josh gritó de terror y revulsión, los cientos de cucarachas que cubrían la cabeza cortada de Homer Jaspin empezaron a corretear presurosas sobre el fregadero y el mostrador de la cocina.
Josh se apartó, tambaleándose, con la bilis quemándole en la garganta, y sus pies resbalaron. Cayó al suelo, sobre la alfombra oscura, y unos bichos reptantes empezaron a subirle por los brazos y las piernas.
Se dio cuenta de que el suelo… El suelo…
El suelo que rodeaba los cuerpos estaba repleto de cucarachas que se movían presurosas de un lado a otro, unas encimas de otras.
Mientras las cucarachas se le subían por todo el cuerpo, Josh tuvo un repentino y ridículo pensamiento: «¡Nunca se puede matar a estos bichos! ¡Ni siquiera un desastre nuclear lo consigue!».
Se levantó de un salto, resbalando sobre el enjambre de cucarachas, y empezó a salir de aquella horripilante cocina, aplastando aquellos bichos al mismo tiempo, quitándoselos a manotazos de las ropas y la piel. Volvió a resbalar y cayó sobre la alfombra de la salita, por donde rodó salvajemente. Por último, se levantó de un salto y salió corriendo, llevándose la puerta por delante.
Leona escuchó el sonido de la madera rompiéndose y de la puerta desgarrándose de sus goznes, y se volvió hacia la casa a tiempo de ver a Josh salir de ella, llevándose toda la puerta por delante, como un toro enfurecido. «Otra puerta estropeada», pensó. Luego vio que Josh se arrojaba al suelo y empezaba a revolcarse sobre la tierra, retorciéndose de un lado a otro, como si se hubiera metido en un hormiguero.
—¿Qué ocurre? —preguntó, avanzando tambaleante hacia él—. ¿Qué diablos te pasa?
Josh dejó de revolcarse y se puso de rodillas. Aún sostenía el farol en la mano, mientras que con la otra se daba manotazos aquí y allá, por todo el cuerpo. Leona se detuvo en seco, porque nunca había visto una expresión de tanto terror en unos ojos humanos.
—¿Qué… ocurre?
—¡No entre ahí! ¡No entre ahí! —balbuceó Josh, temblando de pies a cabeza. Una cucaracha le corrió por la mejilla y él la agarró y la arrojó lejos con un estremecimiento—. ¡Aléjese de esta casa condenada!
—Lo haré —le prometió ella.
Dirigió la mirada hacia el cuadrado negro donde antes había estado la puerta. Un olor nauseabundo le llegó a las narices. Ya había percibido antes aquel olor fétido, en Sullivan, y sabía qué era lo que lo producía. En ese momento, Josh escuchó el ladrido de un perro.
—¿Dónde está Swan? —preguntó, levantándose, sin dejar de bailotear y removerse—. ¿Adónde ha ido?
—¡Allá! —contestó Leona señalando el negro campo de maíz—. ¡Le dije que no lo hiciera!
—¡Maldición! —exclamó Josh.
Se dio cuenta en seguida de que quien hubiera hecho aquel trabajo con los cuerpos de Homer y Maggie Jaspin podía estar aún en la zona, quizá oculto en el cobertizo, vigilándoles y esperando. O quizá se había escondido en el campo de maíz, hacia donde había ido la niña.
Tomó la pistola y la caja de municiones de la carretilla y metió rápidamente tres balas en el tambor.
—¡Quédese aquí y no se mueva! —le gritó a Leona—. ¡Y no entre en esa casa!
Luego, sosteniendo el farol con una mano y la pistola en la otra, se introdujo en el campo de maíz.
Swan estaba siguiendo los ladridos del terrier. El sonido disminuía y se hinchaba a impulsos del viento, y las mazorcas de maíz muerto que la rodeaban, le rozaban y golpeaban, agarrándola de las ropas como zarcillos correosos. Tenía la sensación de estar caminando por un cementerio en el que todos los cadáveres estuvieran de pie, pero los frenéticos ladridos del perro la indujeron a seguir avanzando. Había algo importante en medio de aquel campo, algo que el perro quería que se supiera, y ella estaba decidida a descubrir de qué se trataba. Pensó que los ladridos procedían de la izquierda y empezó a moverse en esa dirección. Por detrás de ella, escuchó entonces el grito de Josh:
—¡Swan!
—¡Aquí! —contestó.
Pero en ese momento cambió la dirección del viento. Ella siguió avanzando, con las manos levantadas para protegerse la cara de los tallos que la azotaban.
Los ladridos parecían más cercanos. «No —pensó Swan—. Ahora vuelven a desplazarse hacia la derecha». Continuó, aunque escuchó a Josh llamándola de nuevo.
—¡Estoy aquí! —gritó, pero no escuchó respuesta alguna.
Los ladridos volvieron a moverse y Swan se dio cuenta de que el terrier estaba siguiendo algo… o a alguien. Aquellos ladridos le decían: «¡Date prisa! ¡Ven a ver lo que he encontrado!».
Swan había dado seis pasos más cuando escuchó algo que se abalanzaba sobre ella, haciendo crujir los tallos de maíz. Los ladridos del terrier se hicieron más fuertes, más urgentes. Swan se quedó muy quieta, observando y escuchando. El corazón había empezado a latirle con fuerza y sabía que fuera lo que fuese avanzaba en su dirección y se acercaba cada vez más.
—¿Quién anda ahí? —gritó. El ruido de los tallos tronchados se dirigía directamente hacia ella—. ¿Quién anda ahí? —repitió.
El viento arrastró sus palabras.
Vio algo acercándose a ella a través del maíz, algo que no parecía humano. Algo enorme. No pudo distinguir bien su figura, ni lo que era, pero escuchó un sonido retumbante y retrocedió, con el corazón a punto de saltársele en el pecho. Aquella cosa enorme y de figura informe se dirigía directamente hacia ella, cada vez con mayor rapidez, aplastando los tallos muertos y enhiestos, y dentro de muy pocos segundos habría caído sobre ella. Quiso echar a correr, pero sus pies parecían haber echado raíces en el suelo, y tampoco disponía de tiempo, porque aquella cosa se abalanzaba en su dirección y el terrier emitía unos fuertes ladridos de advertencia.
El monstruo atravesó los últimos tallos y se irguió sobre ella. Swan lanzó un grito, logró poner sus pies en movimiento y se tambaleó hacia atrás, retrocediendo, cayéndose, hasta que quedó sentada en el suelo y permaneció allí, mientras las piernas del monstruo se elevaban sobre ella.
—¡Swan! —gritó Josh apareciendo por entre los tallos, por detrás de ella y dirigiendo la luz hacia lo que estaba a punto de atraparla.
Cegado por el repentino rayo de luz, el monstruo se detuvo de improviso y se elevó sobre sus patas traseras, lanzando vapor por las anchas aletas de la nariz.
Y tanto Swan como Josh vieron al mismo tiempo de qué se trataba.
Era un caballo.
Un caballo de manchas negras y blancas, con ojos asustados y cascos de gran tamaño y velludos. El terrier seguía ladrándole tenazmente, cerca de las patas traseras, y el caballo bicolor relinchó con temor, elevándose por unos segundos sobre los cuartos traseros antes de caer de nuevo, a pocos centímetros de donde estaba sentada Swan, sobre la tierra. Josh tomó a Swan por un brazo y la apartó de un tirón, mientras el caballo se encabritaba y saltaba, y el terrier corría alrededor de sus patas con un coraje indómito.
Swan aún estaba temblando, pero se dio cuenta en seguida de que el caballo estaba más asustado que ella misma. Se revolvía de un lado a otro, confuso y mareado, buscando una forma de escapar. Los ladridos del perro lo asustaban aún más y, de pronto, Swan se liberó de la mano de Josh y se adelantó dos pasos, colocándose casi bajo los belfos del animal; levantó las manos y dio una palmada fuerte delante del hocico del caballo.
El animal se acobardó, pero dejó de dar vueltas; sus ojos llenos de miedo se fijaron en la pequeña niña, exhalando vapor por las aletas de la nariz, haciendo resonar sus pulmones al respirar. Le temblaban las piernas, como si fuera a derrumbarse o a echar a correr.
El terrier siguió ladrando, y Swan lo señaló con un dedo.
—¡Cállate! —le ordenó.
El perro se retiró unos pocos pasos, encogido, pero lanzó un último ladrido. Luego, como si hubiera decidido que ya se había acercado demasiado a los seres humanos, comprometiendo con ello su independencia, se retiró aún más hacia el interior del campo de maíz. Mantuvo la distancia y siguió ladrando intermitentemente.
Swan dedicó toda su atención al caballo, mirándolo directamente a los ojos. Su enorme cabeza no era precisamente bonita. Temblaba, deseando apartarse de ella, pero o bien no lo quería mucho o no podía.
—¿Es macho o hembra? —le preguntó a Josh.
—¿Eh? —Aún sentía escalofríos recorriéndole la espalda, pero levantó el farol que sostenía en la mano—. Es un macho.
«Y menudo animal», pensó.
—Apuesto a que no ha visto a ninguna persona desde hace mucho tiempo. Míralo, no sabe si sentirse contento por habernos visto, o echar a correr.
—Tiene que haber pertenecido a los Jaspin —dijo Josh.
—¿Los has encontrado en la casa? —preguntó ella sin dejar de mirar al caballo.
—Sí. Quiero decir… no, no los encontré. Vi señales de ellos. Probablemente, han recogido sus cosas y se han marchado.
No estaba dispuesto a permitir que Swan entrara en aquella casa. El caballo se movía ruidosamente, desplazando las patas de un lado a otro, dando unos pocos pasos. Lentamente, Swan levantó la mano hacia su hocico.
—Ten cuidado —le advirtió Josh—. ¡Podría arrancarte los dedos de un bocado!
Swan siguió levantando la mano, con lentitud, pero con firmeza. El caballo retrocedió un poco, con las aletas de la nariz muy abiertas y las orejas oscilando de un lado a otro. Bajó la cabeza y olisqueó la tierra, luego aparentó mirar en otra dirección, pero Swan se dio cuenta de que el animal la estaba calibrando, tratando de decidir algo con respecto a su presencia.
—No vamos a hacerte ningún daño —dijo Swan con serenidad, dando a su voz un tono suave.
Avanzó hacia el caballo y este relinchó con una nerviosa advertencia.
—¡Cuidado! ¡Puede cargar sobre ti o hacerte algo!
Josh no sabía absolutamente nada sobre caballos, animales que siempre le habían asustado un poco. Este ejemplar era grande, feo y desgarbado, con los cascos cubiertos de pelaje, una cola colgante y un lomo muy hundido que daba la impresión de que lo hubieran ensillado con un yunque.
—No está muy seguro de nosotros —dijo Swan—. Aún no sabe si salir corriendo o no, pero creo que le alegra volver a ver a gente.
—¿Qué eres tú, una experta en caballos?
—No, pero lo sé por la forma en que mueve las orejas y la cola. Mira cómo nos está olisqueando. No quiere parecer demasiado amistoso. Los caballos tienen mucho orgullo. Creo que a este le gusta la gente, y que últimamente ha estado muy solo.
—Seguro que yo no hubiera sido capaz de decir todo eso —dijo Josh encogiéndose de hombros.
—Hubo un tiempo en que mi mamá y yo vivimos en un motel cerca de un corral donde pastaban unos caballos. Yo solía saltar la verja y caminaba entre ellos, y supongo que también aprendí a hablar con ellos.
—¿A hablar con ellos? ¡Anda, vamos!
—Bueno, no es como hablar con las personas —se corrigió—. Un caballo habla con las orejas y la cola y con la forma en que sostiene la cabeza y el cuerpo. Ahora mismo está hablando —dijo Swan al tiempo que el caballo lanzaba un nervioso relincho.
—¿Y qué está diciendo?
—Está diciendo… que quiere saber de qué estamos hablando nosotros.
Swan continuó levantando la mano hacia el hocico del animal.
—¡Vigila tus dedos!
El caballo se retiró un paso, pero la mano de Swan siguió elevándose, lenta, muy lentamente.
—Nadie te va a hacer daño —dijo Swan con un tono de voz que a Josh le pareció como música de un laúd, o de una lira, o de algún otro instrumento que la gente se había olvidado de tocar.
La nota suave de la voz casi le hizo olvidarse de las horrorosas figuras atadas a las sillas, en el interior de la granja de los Jaspin.
—Vamos —siguió diciendo Swan—. No te haremos ningún daño.
Tenía los dedos a pocos centímetros del hocico, y Josh se dispuso a apartarle el brazo de allí, antes de que perdiera los dedos entre los dientes del animal.
Las orejas del caballo se contrajeron y se echaron hacia adelante. Lanzó un bufido, pateó el suelo y bajó la cabeza para aceptar el contacto de la mano de Swan.
—Eso está bien —dijo ella—. Eso está bien, muchacho.
Le acarició el hocico y el animal la empujó inquisitivamente en el brazo, utilizando la nariz.
Josh no lo hubiera podido creer de no haberlo visto con sus propios ojos. Sin embargo, Swan tenía probablemente razón. El caballo echaba de menos a la gente.
—Creo que te has ganado un amigo. Aunque no parece un gran caballo. Más bien tiene aspecto de un cruce de mula con un traje de payaso.
—Pues a mí me parece muy bonito.
Swan le rascó con suavidad entre los ojos, y el animal, obediente, bajó la cabeza para que ella no tuviera que estirarse tanto. En los ojos del caballo aún había una mirada asustada, y Swan sabía que si hacía un movimiento repentino, saldría corriendo por el campo de maíz y probablemente no regresaría, así que hizo que todos sus movimientos fueran lentos y precisos. Pensó que el caballo era probablemente viejo, porque observó una abatida paciencia en la caída de la cabeza y de los flancos, como si se hubiera resignado a la tarea de arrastrar un arado por el mismo campo en el que estaban. Su piel salpicada de manchas temblaba y saltaba, pero permitió que Swan le acariciara la cabeza y emitió un sonido bajo desde su garganta que casi pareció un suspiro de alivio.
—He dejado a Leona sola, junto a la casa —dijo Josh—. Será mejor que regresemos.
Swan asintió y se volvió, alejándose del caballo, siguiendo a Josh a través del campo. Apenas había dado media docena de pasos cuando sintió, más que escuchó, los pesados cascos del animal sobre la tierra, por detrás de ella. Miró por encima del hombro. El caballo se detuvo, quedándose quieto como una estatua. Swan continuó su camino en pos de Josh, y el caballo la siguió a una respetable distancia, al ritmo de su propio paso. El terrier se puso en movimiento y lanzó un par de ladridos, aunque sólo fuera por molestar un poco, y el caballo manchado lanzó una coz hacia atrás, con un gesto de desdén, manchando al perro de tierra sucia.
Leona estaba sentada en el suelo, dándose masajes en las rodillas. Vio acercarse la luz del farol de Josh y cuando ellos reaparecieron surgiendo del campo de maíz, vio a Swan y al caballo a la débil luz.
—¡Señor todopoderoso! ¿Qué has encontrado?
—Este animal andaba medio loco por ahí —le dijo Josh, ayudándola a incorporarse—. Swan lo tranquilizó inmediatamente.
—¿De veras? —Leona miró a la pequeña y ella le sonrió, como si ambas compartieran un secreto—. ¿Eso fue lo que hizo? —Leona se adelantó unos pasos, tambaleante, para contemplar mejor el caballo—. Tiene que haber pertenecido a Homer. Tenía por aquí tres o cuatro caballos. Bueno, no es precisamente el animal más elegante del mundo, pero tiene cuatro fuertes patas, ¿verdad?
—A mí más bien me parece una mula —dijo Josh—. Esos cascos son tan grandes como yunques. —Percibió un hedor fétido procedente de la casa de los Jaspin. El caballo agitó la cabeza y relinchó, como si él también hubiera olido la muerte—. Será mejor que nos apartemos de este viento.
Josh hizo un gesto con el farol, señalando el cobertizo. Volvió a dejar la pistola y el farol sobre la carretilla y avanzó delante, para asegurarse de que quien hubiera matado a Homer y a Maggie Jaspin no se ocultara allí dentro, esperándoles. Se preguntó quién sería lord Alvin pero, desde luego, no tenía ninguna prisa por descubrirlo. Detrás de él, Swan tomó su bolsa y la varita de zahorí, y Leona les siguió con su maleta. A una cierta distancia también les siguió el caballo, con el terrier que no dejaba de ladrar a sus espaldas y que empezó a recorrer la granja como un soldado de patrulla.
Josh registró a conciencia el cobertizo y no descubrió allí a nadie. Había mucho heno desparramado y el caballo entró con ellos y se instaló como en su propia casa. Josh retiró las mantas de la carretilla, colgó el farol de un gancho de la pared y abrió una lata de carne estofada para cenar. El caballo les olisqueó durante un rato, más interesado por el heno que por la carne estofada, pero se les acercó en cuanto Josh abrió una de las grandes botellas herméticas de agua de pozo, y Josh le sirvió un poco de agua en un pequeño cubo vacío. El caballo se la bebió, lamiendo hasta las últimas gotas y se acercó para pedir más. Josh le dio un poco más y el animal pateó el suelo como un potrillo recién nacido.
—¡Fuera de aquí, mula! —exclamó Josh cuando el caballo intentó meter la lengua en el interior de la botella.
Una vez que hubieron comido la mayor parte del estofado y apenas si quedaba algo de jugo, Swan sacó la lata al exterior y la dejó allí para el terrier, así como el resto del agua de la botella hermética. El perro se acercó hasta una distancia de tres metros, y luego esperó a que Swan regresara al interior del cobertizo, antes de acercarse más.
Swan durmió bajo una de las mantas. El caballo, al que Josh había bautizado ya con el nombre de Mulo, deambuló de un lado a otro, alimentándose de heno y mirando por las grietas de la puerta cerrada, hacia la oscuridad de la granja. El terrier continuó patrullando la zona durante un rato más; luego, encontró un lugar donde cobijarse, acurrucado contra una de las paredes exteriores, y se tumbó allí a descansar.
—Los dos estaban muertos —le dijo Leona a Josh cuando este se tumbó apoyando la espalda junto a un poste, envolviéndose en una manta para protegerse de los escalofríos.
—Sí.
—¿Quieres hablar de ello?
—No. Y usted tampoco. Mañana nos espera otro día muy largo y duro.
Ella esperó unos minutos más, para ver si él quería hablar o no, pero, en realidad, tampoco deseaba saberlo. Se acurrucó bajo la manta y se quedó dormida.
Josh tenía miedo de dormirse, porque sabía lo que le esperaba en cuanto cerrara los ojos. Al otro extremo del cobertizo, Mulo se movía tranquilamente; le pareció un sonido extrañamente tranquilizador, como el del calor que surge de una rejilla de ventilación inundando una habitación fría, o el vigilante de un pueblo gritando que todo estaba tranquilo y sereno en la noche. Josh sabía que tenía que dormir algo, y estaba a punto de cerrar los ojos cuando detectó un pequeño movimiento hacia su derecha. Miró y vio una pequeña cucaracha que se arrastraba lentamente sobre unos restos esparcidos de heno. Josh levantó el puño y se dispuso a aplastarla, pero la mano se detuvo a medio camino.
Swan había dicho que todo lo que está vivo tiene su propia forma de hablar y conocer. Todo lo que está vivo.
Renunció a dar el golpe mortal y observó los esfuerzos del insecto por seguir tenazmente su camino, enredándose en fragmentos de heno y liberándose, avanzando con tenacidad y con una admirable determinación.
Josh abrió el puño y retiró la mano. El insecto continuó su camino, alejándose del ámbito de la luz y desapareciendo en la oscuridad, siguiendo su decidido viaje. «¿Quién soy yo para matar esa cosa? —se preguntó—. ¿Quién soy yo para causarle la muerte ni siquiera a la forma más inferior de la vida?».
Se quedó escuchando el sonido penetrante del viento, silbando por entre los agujeros de las paredes, y se le ocurrió pensar que allá fuera, en la oscuridad, podría haber algo, divino o demoníaco, o incluso más elemental que eso, que contemplaba al género humano tal y como Josh había visto a la cucaracha, como algo menos que inteligente, indudablemente nauseabundo, pero esforzándose por continuar su camino, sin arredrarse nunca, luchando por superar todos los obstáculos o rodeándolos, haciendo todo aquello que fuera necesario para sobrevivir.
Y confió en que si llegaba el momento de que ese puño elemental bajara dispuesto a aplastar, su poseedor también se tomara un momento para reflexionar.
Josh se acurrucó bajo la manta y se tumbó sobre la paja, quedándose dormido.