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El guerrero zulú

Josh cavó la fosa con una pala que tomó del sótano de Leona Skelton, y enterraron a Davy en el patio trasero.

Mientras Leona inclinaba la cabeza y rezaba en voz alta una oración que se llevó el viento, Swan levantó la mirada y vio al pequeño terrier sentado a unos veinte metros de distancia, con la cabeza ladeada y las orejas tiesas. Durante la última semana, ella le había ido dejando restos de comida sobre uno de los escalones del porche; el perro había tomado la comida, pero nunca se acercó lo suficiente como para que Swan pudiera acariciarlo. Ella creyó que el terrier se había resignado a vivir de restos, pero que aún no era lo bastante mendigo como para dejarse acariciar y mover la cola pidiendo más.

Josh había tomado finalmente su baño. Podría haberse hecho un traje con la piel muerta que se le desprendió, y el agua parecía como si le hubiera echado una paletada de tierra. Se había lavado la sangre encostrada y se había limpiado la suciedad del fragmento de carne donde antes había tenido su oreja derecha; la sangre había penetrado profundamente en el canal auditivo y tardó algún tiempo en extraerla toda. Más tarde se dio cuenta de que sólo había estado oyendo por una oreja; ahora, los sonidos volvieron a ser agudos y claros para él. Las cejas le habían desaparecido, y tenía el rostro, el pecho, los brazos, las manos y la espalda cruzados por rayas y manchas debidas a la pérdida de pigmento negro, como si alguien le hubiera echado un cubo lleno de pintura beige. Se consolaba con la idea de que ahora se parecía a un guerrero zulú en atuendo de combate, o algo así. Le estaba creciendo la barba, que también aparecía moteada de blanco.

Las ampollas y las úlceras que tenía en la cara se le estaban curando, pero en la frente mostraba siete pequeños nódulos negros que parecían como verrugas. Dos de ellos se habían conectado entre sí. Josh trató de arrancárselos con el dedo, pero eran demasiado duros, y el dolor se le extendió por toda la cabeza. Pensó que se trataba de cáncer de piel. Pero sólo tenía las verrugas en la frente, y en ningún otro sitio. «Soy como una rana cebra», pensó, aunque, por alguna razón, aquellos nódulos le preocupaban mucho más que cualquier otra herida o cicatriz.

Tuvo que volver a ponerse sus viejas ropas porque en la casa no había nada lo bastante grande para él. Leona las lavó y repasó los agujeros con hilo y aguja, pero se encontraban en bastante mal estado. Le proporcionó un nuevo par de calcetines, pero incluso estos le venían demasiado pequeños. Sus propios calcetines, sin embargo, no eran más que bolsas de agujeros sostenidas por hilillos de sangre reseca, totalmente inútiles.

Después de haber enterrado el cuerpo, Josh y Swan dejaron a Leona a solas junto a la tumba de su esposo. Se había puesto una raída chaqueta de pana sobre los hombros, volviéndose de espaldas al viento.

Josh bajó al sótano y empezó a prepararse para el viaje que habían acordado emprender. Subió una carretilla a la planta baja y la llenó con suministros: alimentos enlatados, algunos frutos secos, tortas de maíz petrificadas, seis grandes botellas de cierre hermético llenas de agua del pozo, mantas y varios utensilios de cocina. Lo cubrió todo con una sábana, que luego ató con hilo de bramante. Leona, con los ojos acuosos de tanto llorar, pero con la espalda rígida y fuerte, entró finalmente en la casa y empezó a hacer una maleta; lo primero que guardó en ella fueron las fotografías enmarcadas de su familia, que antes habían adornado la repisa de la chimenea, y a ellas siguieron suéteres, calcetines y otras piezas de ropa. También preparó una pequeña bolsa con ropa vieja de Joe para Swan, y mientras el viento azotaba la casa, ella recorrió todas las habitaciones, sentándose durante un rato en cada una, como si quisiera extraer de ellas los aromas y recuerdos de la vida que las había habitado.

Con la primera luz del día emprenderían el camino en dirección a Matheson. Leona había dicho que les llevaría hasta allí y que en el camino tendrían que pasar por una granja perteneciente a un hombre llamado Homer Jaspin y su esposa Maggie. Según dijo Leona, la granja Jaspin estaba aproximadamente a medio camino entre Sullivan y Matheson, y allí podrían pasar la noche.

Leona también metió en la maleta algunas de sus mejores bolas de cristal, y de una caja guardada en la estantería de un armario sacó unos pocos sobres amarillentos y tarjetas de felicitación de cumpleaños; eran «cartas de novios» de Davy, según le dijo a Swan, y tarjetas de felicitación que Joe le había enviado. También guardó dos tarros de ungüento para sus rodillas reumáticas, y aunque Leona no lo había comentado, Josh sabía que recorrer toda aquella distancia —por lo menos quince kilómetros hasta la granja de los Jaspin— iba a ser una verdadera tortura para ella. Pero no disponían de vehículos, y tampoco tenían otra alternativa.

El mazo de cartas del tarot también fue a parar a la maleta de Leona, y luego ella tomó otro objeto y lo llevó al salón.

—Toma —le dijo a Swan—. Quiero que lleves esto. —Swan aceptó la varita de zahorí que Leona le ofreció—. No podemos dejar aquí solo a «Bebé Llorón», ¿verdad? —preguntó Leona—. Oh, ni hablar. «Bebé Llorón» aún no ha terminado su trabajo… ¡ni mucho menos!

Transcurrió la noche, y Josh y Swan durmieron profundamente en camas que iban a lamentar haber dejado atrás.

Josh se despertó cuando una débil luz grisácea penetró por la ventana. La fuerza del viento había amainado, pero el cristal de la ventana estaba muy frío al tacto. Entró en la habitación de Joe y despertó a Swan. Luego entró en el salón y encontró a Leona sentada ante el hogar apagado de la chimenea, vestida con un mono, un par de suéteres, el abrigo de pana y guantes. En el suelo, a ambos lados de la silla, tenía la maleta y una bolsa.

Josh había dormido vestido y ahora se puso con dificultades un abrigo largo que había pertenecido a Davy. Durante la noche, Leona había descosido y vuelto a coser los hombros y las mangas para que se lo pudiera poner, a pesar de lo cual él se sintió como una salchicha demasiado llena.

—Supongo que estamos preparados para marcharnos —dijo Josh en cuanto apareció Swan.

La niña llevaba en la mano la varita de zahorí y se había vestido con unos pantalones vaqueros de Joe, un grueso suéter de color azul oscuro, una chaqueta forrada de vellón y unos mitones rojos.

—Sólo un minuto más —dijo Leona, con las manos entrelazadas sobre su regazo. El reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea ya no funcionaba—. Oh, Dios mío, esta es la mejor casa en la que he vivido.

—Le encontraremos otra —le prometió Josh.

Una sonrisa apenas perceptible apareció en su rostro.

—No será como esta. Aquí se queda mi vida, entre los ladrillos. Oh, Señor… Oh, Señor…

Hundió la cabeza entre las manos y sus hombros se estremecieron, aunque no emitió ningún sonido. Josh se dirigió hacia una ventana, y Swan empezó a poner una mano sobre el brazo de Leona, pero en el último instante prefirió no hacerlo. Swan sabía que la mujer estaba sufriendo, pero, en cierto modo, Leona también se estaba preparando para lo que deparara el futuro.

Al cabo de unos pocos minutos, Leona se levantó de la silla y se dirigió al fondo de la casa. Regresó con la pistola y una caja de balas y metió ambas cosas bajo la sábana que cubría la carretilla.

—Es posible que necesitemos esto —dijo—. Nunca se sabe. —Miró a Swan y luego desvió la mirada hacia Josh—. Bien, creo que ahora ya estoy preparada.

Tomó la maleta y Swan se hizo cargo de la bolsa pequeña.

Josh levantó los brazos de la carretilla. No le pesaban mucho, pero el día no había hecho más que empezar. De repente, la maleta de Leona volvió a caer al suelo.

—¡Esperad! —dijo.

Desapareció apresuradamente en la cocina y regresó con una escoba que solía utilizar para barrer las cenizas y los trozos de madera desprendidos del hogar que habían caído al suelo.

—Está bien —dijo poniéndose la escoba a un costado—. Ahora ya estoy preparada.

Salieron de la casa y emprendieron el camino en dirección al noroeste, a través de los restos de Sullivan.

El pequeño terrier de pelaje gris les siguió a una distancia de unos treinta metros, con la cola tiesa para conservar el equilibrio contra el viento.