35

La Magnum que espera

A más de tres mil kilómetros de distancia, Hermana estaba sentada junto al fuego. Todos los demás se habían dormido sobre el suelo, en la habitación, y a Hermana le había correspondido esta noche el turno de vigilar el fuego, mantenerlo encendido, con la madera brillando en la oscuridad, para que no tuvieran que desperdiciar cerillas. El calentador funcionaba a baja potencia, para no gastar su escasa provisión de queroseno, y el frío había empezado a penetrar por las grietas de las paredes.

Mona Ramsey murmuró algo en sueños y su esposo cambió de posición y la rodeó con un brazo. El viejo no se enteraba de nada, Artie estaba echado sobre un montón de periódicos, y Steve Buchanan roncaba de vez en cuando como un cerdo. Pero a Hermana le preocupaba el silbido de la respiración de Artie. Le había observado sosteniéndose las costillas, pero él había dicho que se encontraba bien, que a veces se le cortaba un poco la respiración pero que, por lo demás, se encontraba bien, «tan suave como el encurtido con nata», según dijo.

Así esperaba ella que fuera, porque si Artie estaba herido en alguna parte interna, quizá cuando aquel condenado lobo se le había echado encima en la carretera, unos días antes, no disponían de ninguna medicina capaz de cortar la infección.

Tenía la bolsa a su lado. Aflojó la cuerda que la ataba y metió la mano dentro, encontró el círculo de cristal y lo sacó a la luz de los rescoldos del fuego.

Su brillo llenó la habitación. La última vez que había mirado en el círculo de cristal, durante su turno de guardia, cuatro noches antes, había vuelto a caminar en sueños. En un momento estaba sentada allí, sosteniendo el círculo como estaba haciendo ahora, y en el momento siguiente se encontró de pie sobre una mesa…, una mesa cuadrada, con lo que parecían ser unas cartas dispuestas en la superficie.

Las cartas estaban decoradas con imágenes y no se parecían en nada a ningún otro juego de cartas que Hermana hubiera visto con anterioridad. Hubo una, en particular, que le llamó la atención: era la figura de un esqueleto cabalgando sobre un caballo cadavérico, oscilando una cimitarra sobre lo que parecía ser un grotesco campo de cuerpos humanos. Creyó que había sombras en la habitación, otras presencias, el ruido apagado de otras personas al hablar. Y también creyó escuchar a alguien tosiendo, pero el sonido le llegaba distorsionado, como si lo escuchara a través de un largo túnel que produjera ecos, y al regresar de nuevo a la cabaña se dio cuenta de que era Artie el que tosía y se sujetaba las costillas.

Había pensado a menudo en aquella carta con el esqueleto sosteniendo la cimitarra. Aún podía verla, desde el fondo de sus ojos. También pensó en las sombras que habían parecido estar en la habitación, con ella, como cosas insustanciales, pero eso quizá fue así porque dirigió toda su atención hacia las cartas. Quizá si se concentrara en dar forma a las sombras pudiera ver quién había allí.

«Muy bien —pensó—. Actúas como si realmente fueras a alguna parte cuando ves imágenes en el círculo de cristal». Y eso es lo que eran, claro: imágenes, fantasías, imaginación suya. Lo que fuera. ¡No había nada real en todo aquello!

Pero ella sabía que había estado caminando en sueños, y que regresar de aquel sueño era cada vez más fácil. Sin embargo, no siempre caminaba en sueños cuando miraba el cristal; la mayoría de las veces sólo era un objeto de luz brillante, sin ninguna imagen de ensoñación. A pesar de todo, el círculo de cristal seguía poseyendo un poder desconocido; de eso estaba segura. Si no se trataba de algo con un propósito determinado, ¿por qué lo había querido aquella cosa que se hacía llamar Doyle Halland?

Fuera lo que fuese, tenía que protegerlo. Ella era la responsable de su seguridad, y no podía, no se atrevía a perderlo.

—¡Jesús bendito! ¿Qué es eso?

Sobresaltada, Hermana levantó la mirada. Paul Thorson, con los ojos hinchados por el sueño, acababa de cruzar la cortina verde que separaba las dos habitaciones. Se echó hacia atrás el cabello enmarañado y se quedó de pie, con la boca abierta, mientras el círculo latía con el ritmo del corazón de Hermana.

Ella estuvo a punto de esconderlo en la bolsa, pero ya era demasiado tarde.

—¡Esa cosa… arde! —consiguió decir Paul—. ¿Qué es?

—Todavía no estoy segura. Lo encontré en Manhattan.

—¡Dios santo! Esos colores… —Se arrodilló junto a ella, evidentemente abrumado por lo que veía. Un círculo llameante de luz era lo último que hubiera esperado encontrar, cuando salió de la habitación, tambaleándose, para calentarse un poco al fuego—. ¿Qué lo hace latir de ese modo?

—Late al compás de mi corazón. Y hace lo mismo si lo sostienes tú.

—Pero ¿qué es? ¿Alguna clase de artilugio japonés? ¿Funciona con baterías?

—No, no lo creo —contestó Hermana con ironía.

Paul extendió una mano y lo acarició con un dedo. Parpadeó.

—¡Es cristal!

—En efecto.

—Vaya —se estremeció—. ¿Puedo sostenerlo? ¿Sólo por un instante?

Estaba a punto de decir que sí, pero la promesa de Doyle Halland la detuvo. Aquel monstruo era capaz de adoptar la forma de cualquiera, y cualquiera de los presentes en aquella habitación podía ser Doyle Halland, hasta el mismo Paul. Pero no; habían dejado atrás a aquel monstruo, ¿no era así? ¿Cómo viajaba una criatura así? «Sigo la línea de menor resistencia», recordó que había dicho. Si tenía piel humana, entonces también tendría que desplazarse como un humano. Se estremeció, imaginándoselo caminando tras ellos, con un par de zapatos de un hombre muerto, caminando día y noche, sin descanso, hasta que los zapatos se le cayeran a trozos de los pies, para detenerse entonces y arrancar unos zapatos nuevos a otro cadáver, porque era capaz de adaptar su tamaño a cualquier cosa…

—¿Puedo? —volvió a preguntar Paul.

¿Dónde estaría Doyle Halland?, se preguntó Hermana. ¿Allá afuera, en la oscuridad, pasando ahora por la Interestatal ochenta? ¿A un par de kilómetros de distancia, buscando otro par de zapatos? ¿Podía volar en el viento, con gatos negros en los hombros y los ojos llenos de llamaradas, o era un agotado caminante que buscaba fuegos de campamento en la noche?

Iba detrás de ellos, ¿no?

Hermana contuvo la respiración y le ofreció a Paul el círculo de cristal. Él lo rodeó con sus manos.

La luz permaneció constante. La mitad que sostenía Paul adquirió un nuevo latido, más apresurado. Lo atrajo hacia sí con ambas manos y Hermana dejó escapar el aire, con un suspiro de alivio.

—Háblame de esto —dijo Paul—. Quiero saber.

Hermana vio las gemas reflejadas en sus ojos. Sobre el rostro había una expresión de curiosidad infantil, como si los años hubieran retrocedido rápidamente. Pocos segundos después parecía tener una década menos de los cuarenta y tres años con que contaba en realidad. Entonces, decidió contarle toda la historia.

Una vez que ella hubo terminado, Paul permaneció en silencio durante largo rato. Mientras le contó la historia, el ritmo de las pulsaciones del círculo se había acelerado y luego se había serenado.

—Cartas del tarot —dijo Paul, que no dejaba de admirar el círculo—. El esqueleto con la cimitarra representa a la Muerte. —Haciendo un esfuerzo, levantó la mirada hacia ella—. Sabes que todo esto suena como una locura infernal, ¿verdad?

—Sí, lo sé. Aquí tengo la cicatriz que me hizo al arrancarme el crucifijo. Artie también vio como cambiaba la cara de aquella cosa, aunque dudo que lo admita si se lo preguntas. No lo ha mencionado para nada desde que sucedió, y creo que así es mejor. Y aquí está el círculo de cristal, al que le falta una espiga.

—Vaya, vaya. No habrás estado bebiendo a escondidas de mi Johnny Walker, ¿verdad?

—Tú sabes que no. Yo sé que veo cosas cuando miro el cristal. No sucede siempre, pero sí con la frecuencia suficiente como para saber que tengo una imaginación calenturienta, o bien que…

—¿O que?

—O que hay alguna razón para que yo lo tenga —siguió diciendo Hermana—. ¿Por qué razón iba a ver un Monstruo de las Galletas tirado en medio del desierto? ¿O una mano surgiendo de un agujero en la tierra? ¿Por qué iba a ver una mesa con unas cartas del tarot en ella? Demonios, si ni siquiera sé lo que son esas cosas.

—Se utilizan para adivinar el futuro. Las emplean los gitanos, o las brujas. —En su rostro apareció una semisonrisa que casi le hizo parecer elegante. Se desvaneció cuando ella no le correspondió—. Escucha, yo no sé nada sobre demonios con ojos rugientes, ni de caminar en sueños, pero lo que sí sé es que esto es una pieza de cristal extraordinaria. Hace apenas un par de meses esta cosa habría valido… —Meneó la cabeza—. ¡Uau! —volvió a exclamar—. La única razón por la que tú la tienes es porque estabas en el lugar adecuado, en el momento correcto. Eso ya es algo suficientemente mágico, ¿no te parece?

—Pero tú no crees en lo que te he contado, ¿verdad?

—Quisiera decir que la radiación te ha afectado la chaveta. O quizá las bombas destaparon las tapas del infierno, y quién sabe lo que puede haber salido por ellas. —Le devolvió el círculo y ella lo guardó de nuevo en la bolsa—. Cuídalo. Es posible que sea la única cosa hermosa que ha quedado.

Desde el otro lado de la habitación, Artie hizo una mueca de dolor y contuvo la respiración al cambiar de posición. Luego, volvió a quedarse quieto.

—Tiene un daño interior —le dijo Paul a Hermana—. He visto sangre en el cubo de sus excrementos. Me imagino que tiene una o dos costillas rotas, y que probablemente le están lesionando algo. —Se frotó los dedos, percibiendo aún en ellos el calor del círculo de cristal—. No creo que tenga muy buen aspecto.

—Lo sé. Me temo que, sea lo que fuere, se le haya infectado.

—Es posible. Mierda, en estas condiciones de vida uno puede morirse hasta por morderse las uñas.

—¿Y no hay ninguna medicina?

—Lo siento. Terminé el último Tylenol unos tres días antes de que cayeran las bombas. Un poema que estaba escribiendo quedó hecho pedazos.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer cuando se termine el queroseno?

Paul emitió un gruñido. Había estado esperando aquella pregunta, y sabía que nadie se la plantearía, excepto ella.

—Disponemos de suministro para otras dos semanas. Quizá. Me preocupan mucho más las baterías de la radio. En cuanto se terminen, estas gentes se van a desmoronar. Supongo que lo mejor que podremos hacer entonces es destapar las botellas de whisky y organizar una buena fiesta. —La mirada de sus ojos volvía a ser la de un viejo—. Haremos rodar la botella entre todos, y el que tenga suerte será el primero en probar.

—¿Probar? ¿Qué significa eso?

—Tengo una Magnum 357 en la cajonera —le recordó—. Y una caja de balas. Yo mismo he estado dos veces a punto de utilizarla conmigo: una vez cuando mi segunda esposa me abandonó por un tipo que tenía la mitad de mi edad; se llevó todo mi dinero y me dijo que mi pene no valía dos centavos cuando estaba deprimido. La segunda vez fue cuando los poemas en los que llevaba trabajando desde hacía seis años se quemaron junto con el resto de mi apartamento. Eso fue poco después de que me despidieran del equipo docente de la Universidad estatal de Millersville, por haberme acostado con una estudiante que quería un sobresaliente en su examen de literatura inglesa. —Siguió frotándose los nudillos, evitando la mirada de Hermana—. No soy lo que se podría considerar un tipo con verdadera buena suerte. De hecho, prácticamente todo lo que he intentado hacer ha terminado por convertirse en una mierda. Así que esa Magnum lleva esperándome desde hace bastante tiempo. Ya se me ha pasado la hora.

A Hermana le impresionó la naturalidad con la que hablaba Paul; trataba el tema del suicidio como el paso siguiente a dar en una progresión natural de las cosas.

—Amigo mío —dijo ella con firmeza—, si crees que he recorrido todo este largo camino para volarme los sesos en esta desvencijada cabaña, estás más loco de lo que yo lo estuve durante un tiempo…

Se mordió la lengua. Ahora, él la observaba con un creciente interés.

—Entonces, ¿adónde vas a ir? ¿Qué vas a hacer? ¿Bajarás al supermercado a comprar un buen filete y un pack de seis botellas de cerveza? ¿Qué te parece si llevas a Artie al hospital para impedir que se desangre por dentro? Por si no te habías dado cuenta, debo decirte que ahí afuera no queda gran cosa.

—Bueno, nunca te habría tomado por un cobarde. Creía que tenías agallas, pero debe de haber sido sólo serrín.

—Ni yo mismo podría haberlo expresado mejor.

—¿Qué me dices si ellos quieren vivir? —preguntó Hermana señalando hacia las figuras que dormían—. Ellos te miran a ti. Harán lo que tú les digas que hagan. ¿Y tú vas a decirles que prueben lo que sale por esa pistola?

—Pueden decidir por sí mismos. Pero, como ya te he dicho, ¿adónde van a ir?

—Ahí fuera —contestó ella indicando la puerta con un gesto de la cabeza—. Salir al mundo, o al menos a lo que queda de él. No sabes lo que puede haber diez kilómetros más abajo, por la carretera. Es posible que encontremos un refugio de defensa civil, o toda una comunidad de gente. La única forma de averiguarlo consiste en montar todos en tu camioneta y dirigirnos hacia el oeste por la Interestatal ochenta.

—No me gustaba el mundo, tal y como era antes. Estoy condenadamente seguro de que ahora tampoco me gustará.

—¿Y quién te pidió que te gustara? Escucha, no digas chorradas. Necesitas a la gente mucho más de lo que pretendes creer.

—Claro —dijo él con sarcasmo—. Los amo a todos.

—Si no necesitas a la gente, ¿por qué bajaste hasta la carretera? —le preguntó ella, desafiante—. No para matar lobos. Eso lo puedes hacer desde la puerta de la cabaña. Acudiste allí en busca de gente, ¿verdad?

—Quizá deseaba tener a un público cautivo para las lecturas de mi poesía.

—Ja, ja. En cualquier caso, en cuanto se acabe el queroseno yo emprenderé camino hacia el oeste. Y Artie vendrá conmigo.

—Eso es algo que les gustará mucho a los lobos. Se sentirán muy felices de escoltaros.

—Me llevaré también tu rifle —dijo ella—. Y las balas.

—Gracias por pedirme permiso.

—Todo lo que tú necesitas es la Magnum —dijo ella encogiéndose de hombros—. Dudo mucho que tengas que seguir preocupándote por los lobos después de muerto. También me gustaría llevarme la camioneta.

Paul se echó a reír, aunque sin alegría.

—Por si se te había olvidado, te recuerdo que apenas tiene gasolina, y que los frenos están estropeados. Es posible que el radiador se haya congelado y dudo mucho que quede algo de energía en la batería.

Hermana nunca se había encontrado con nadie con tantas razones para permanecer sentado sobre su trasero y pudrirse.

—¿Has probado últimamente a poner en marcha la camioneta? Aunque el contenido del radiador se haya congelado, siempre podremos encender un fuego debajo de ese maldito trasto.

—Has pensado en todo, ¿eh? Estás decidida a llegar a la carretera con una vieja camioneta sin frenos, pensando que a la vuelta de la esquina encontrarás una brillante ciudad, llena de gentes de la defensa civil, médicos y policías, haciendo todo lo que puedan por volver a poner a este país en pie. ¡Apuesto a que también encontrarás ahí fuera a todos los caballeros y hombres del rey! Pero yo sé muy bien lo que hay a la vuelta de la esquina. Más jodida carretera, ¡eso es lo que hay! —Se presionaba los nudillos con mayor dureza, con una amarga sonrisa en la comisura de los labios—. Te deseo mucha suerte. De veras te la deseo.

—Yo, en cambio, no te deseo suerte —le dijo ella—. Lo que quiero es que vengas conmigo.

Él permaneció en silencio. Los nudillos le crujieron.

—Si ahí fuera queda algo, va a ser mucho peor que Dodge City, el infierno de Dante, las eras tenebrosas y la tierra de nadie, todo junto. Vas a tener que ver cosas que harán que ese demonio tuyo de ojos rugientes se parezca a los siete enanitos.

—A ti te gusta jugar al póquer, pero no eres un buen jugador, ¿verdad?

—No cuando la suerte tiene dientes afilados.

—Yo voy hacia el oeste —insistió Hermana por última vez—. Voy a llevarme la camioneta, y voy a encontrar alguna ayuda para Artie. Cualquiera que lo desee puede venir conmigo. ¿Qué te parece eso?

Paul se levantó. Observó las figuras que dormían en el suelo. «Confían en mí —pensó—. Harán lo que yo les diga. Pero aquí estamos calientes, y estamos a salvo, y…».

Y el queroseno sólo duraría una semana más.

—Lo consultaré con la almohada —dijo bruscamente y se alejó, pasó junto a la cortina y entró en su habitación.

Hermana permaneció sentada, escuchando el aullido del viento. Artie emitió otro gemido de dolor en sueños, con los dedos apretados contra el costado. Desde la distancia llegó hasta ella el tenue y agudo aullido de un lobo, con el sonido temblando como una nota de violín. Hermana tocó el círculo de cristal a través de la lona de la bolsa y dirigió sus pensamientos hacia el mañana.

Por detrás de la cortina verde, Paul Thorson abrió la cajonera y tomó la Magnum 357. Era un arma pesada, de color negro azulado, con una culata marrón oscura. Tuvo la sensación de que el arma había sido hecha para su mano. Giró el cañón hacia su cara y contempló su negrura, con ojos desapasionados. «Un apretón —pensó—, y todo habrá terminado. Así de sencillo. Eso sería el final de un jodido viaje y el principio de… ¿qué?».

Lanzó un profundo suspiro, bajó la mano y dejó el arma en la cajonera, después sacó una botella de escocés, que se llevó a la cama.