Tumores malignos
Un viento frío azotaba las antorchas en la llanura desértica situada a cuarenta y cinco kilómetros al noroeste del cráter de Salt Lake City. Unas trescientas personas harapientas y medio muertas de hambre se apiñaban en la costa del Gran Lago Salado, en una ciudad destartalada compuesta por cajas de cartón, automóviles averiados, tiendas y camiones. La luz de las antorchas se veía a varios kilómetros de distancia en el terreno llano y atraía a las bandas diseminadas de supervivientes que luchaban por dirigirse hacia el este, desde las ciudades y pueblos arruinados de California y Nevada. Cada día y cada noche llegaban al campamento grupos de gente, con sus pertenencias atadas a las espaldas, llevadas en los brazos, transportadas en maletas o empujadas en carretillas y carritos de compra de supermercados. Allí encontraban un espacio, sobre la tierra dura y desnuda, en el que se acurrucaban. Los más afortunados llegaban con tiendas y mochilas de comida enlatada y agua embotellada, y disponían de armas de fuego para proteger sus suministros; los más débiles se encogían en el suelo y expiraban en cuanto se les acababa la comida y el agua, o les eran robadas, y los cuerpos de los suicidas flotaban en las aguas del Gran Lago Salado como maderos macabros y agitados. Pero el olor del agua salada, llevado por el viento, también atraía a grupos de emigrantes; quienes se habían quedado sin agua fresca trataban de beber la del lago, y quienes sufrían de heridas infestadas y quemaduras buscaban su abrazo agonizante, con el deseo determinado de los flagelantes religiosos.
En el borde occidental del campamento, sobre un terreno duro y salpicado de rocas, yacían más de cien cadáveres allí donde se habían derrumbado. Los cuerpos habían sido despojados de todo por los saqueadores, que vivían en pozos excavados en la tierra, y que eran llamados despreciativamente Tumores Malignos por quienes vivían más cerca de la orilla del lago. Cubriendo casi todo el horizonte occidental se veía un enorme cementerio de coches destartalados, camionetas, remolques, jeeps y motocicletas que se habían quedado sin gasolina, o cuyos motores se habían quemado por la falta de aceite. Los saqueadores los habían despojado de todo aquello que fuera valioso, arrancando los asientos de los vehículos, quitándoles las ruedas, arrancando las puertas y capós y llevándoselos para construir sus propias y extrañas moradas. Los depósitos de combustible eran vaciados por grupos de hombres armados procedentes del campamento principal, y esos restos de combustible se utilizaban para alimentar las antorchas, porque la luz se había convertido en una fuerza, en una protección casi mística contra los horrores de la oscuridad.
Dos figuras, ambas cargadas con mochilas, avanzaban penosamente por el desierto en dirección a la luz de las antorchas, a casi un kilómetro de distancia. Era la noche del veintitrés de agosto, un mes y seis días después de que cayeran las bombas. Las dos figuras se abrieron paso entre la chatarra de los vehículos, sin vacilaciones, ni siquiera cuando se tropezaban con algún que otro cadáver desnudo. Por encima de los olores nauseabundos de la corrupción, percibieron el olor del lago salado. Su propio coche, un BMW robado de un aparcamiento en la ciudad fantasma de Carson City, Nevada, se había quedado sin combustible unos dieciocho kilómetros antes, y llevaban caminando toda la noche, siguiendo el brillo de las luces reflejado sobre las nubes bajas.
Algo tintineó a la derecha, por detrás de los restos saqueados de un Dodge Charger. La figura que iba delante se detuvo y extrajo una automática del 45 de la sobaquera que llevaba bajo una parka de plumas de ganso. El sonido no se repitió y tras un momento de silencio las dos figuras continuaron su camino hacia el campamento, apresurando el paso.
La figura de delante había dado unos cinco pasos más cuando una mano surgió de la tierra y la arena suelta a sus pies, y la sujetó por el tobillo izquierdo, zarandeándola y haciéndole perder el equilibrio. Su grito de alarma y el sonido de la 45 surgieron el unísono, pero el arma disparó hacia el cielo. Cayó con dureza sobre el costado izquierdo, expulsando el aire de los pulmones a causa del choque. Una figura humana surgió de un pozo que se había abierto en la tierra, arrastrándose como un cangrejo. Aquella cosa cayó sobre el hombre de la mochila, le puso una rodilla en el cuello y empezó a golpearle el rostro con el puño de la mano izquierda.
La segunda figura lanzó un grito —un grito de mujer—, se volvió y echó a correr por entre la chatarra de los vehículos. Escuchó pasos tras ella, dándose cuenta de que alguien le ganaba terreno, y al volver la cabeza para mirar atrás, tropezó con uno de los cadáveres desnudos y cayó de bruces. Intentó incorporarse pero, de pronto, un pie calzado con unas zapatillas le presionó la nuca, hundiéndole las narices y la boca en la tierra. Empezó a ahogarse, con el cuerpo recorrido por los espasmos.
A unos metros de distancia, la figura que se había arrastrado se desplazó, utilizando la rodilla izquierda para presionar contra la tierra la mano armada del hombre joven, mientras que con la derecha le apretaba el pecho. El hombre joven boqueaba buscando aire, con los ojos muy abiertos y atónitos sobre una sucia barba rubia. Entonces, la figura de cangrejo extrajo con la mano izquierda un cuchillo de caza de una funda de cuero que llevaba bajo un abrigo largo, polvoriento y negro; el cuchillo de caza efectuó un trazo rápido y profundo a través del cuello del hombre joven, luego una vez más, y finalmente una tercera. El hombre joven dejó de forcejear y sus labios se apartaron de los dientes, en una mueca.
La mujer luchaba por su vida; logró mover la cabeza, con la mejilla aplastada contra el suelo, y suplicó:
—Por favor… ¡no me mates! ¡Te daré… lo que quieras! Por favor, no…
De pronto, el pie con zapatilla se retiró. La punta de lo que ella sintió como un piolet le presionó en la mejilla, justo por debajo de su ojo derecho.
—Nada de trucos —dijo la voz de un muchacho, en tono alto y agudo—. ¿Comprendido?
El piolet se le hundió un poco más en la carne para dar mayor énfasis a sus palabras.
—Sí —dijo ella.
El muchacho la agarró por el cabello, largo y negro, y la incorporó hasta dejarla en una posición sentada. Ella pudo distinguir su rostro a la débil penumbra de las luces distantes. Sólo era un muchacho, de unos trece o catorce años de edad, que llevaba un suéter marrón inmundo, de un tamaño excesivamente grande, y unos pantalones grises con agujeros en las rodilleras; estaba muy delgado, hasta el punto de parecer demacrado, con un rostro de pómulos altos, pálido y cadavérico. Tenía el cabello oscuro pegado a la cabeza por la suciedad y el sudor, y llevaba un par de anteojos, ribeteados de cuero estropeado, que ella supuso eran de la clase que habían llevado los pilotos de la segunda guerra mundial. Los cristales aumentaban sus ojos como si se vieran a través de una pecera.
—No me hagas daño, ¿de acuerdo? Te juro que no gritaré.
Roland Croninger se echó a reír. Aquello era lo más estúpido que había escuchado nunca.
—Puedes gritar todo lo que quieras. A nadie le importa una mierda que grites o no. Quítate la mochila.
—¿Lo tienes? —preguntó el coronel Macklin desde donde se encontraba, agazapado sobre el otro cuerpo.
—Sí, señor —contestó Roland—. Es una mujer.
—¡Tráela aquí!
Roland tomó la mochila y retrocedió un paso.
—Empieza a moverte. —La mujer empezó a levantarse, pero él la empujó y la hizo caer de nuevo—. No, no de pie. Arrastrándote.
La mujer se arrastró sobre la tierra, por encima de los cuerpos corrompidos. Había un grito pugnando por salir desde detrás de sus dientes, pero no lo permitió.
—¿Rudy? —preguntó con voz débil—. ¿Rudy? ¿Estás bien?
Y entonces vio a la figura del abrigo negro abriendo la mochila de Rudy, observó toda la sangre, y se dio cuenta de que se habían topado con una gran mierda.
Roland entregó al coronel Macklin la otra mochila y luego se guardó el piolet en el cinturón elástico con que se sujetaba los pantalones y que le había quitado al cadáver de un muchacho de su edad y estatura. Arrancó la automática de los dedos muertos de Rudy, mientras la mujer permanecía sentada cerca, observándolo todo en silencio, paralizada.
—Buen arma —le dijo al rey—. Podemos utilizarla.
—Tenemos que encontrar más cargadores —dijo Macklin, dedicándose a hurgar lo que había en la mochila con su única mano. Sacó calcetines, ropa interior, pasta de dientes, un equipo de urgencia sobrante del ejército y una cantimplora que produjo un chapoteo al agitarla—. ¡Agua! —exclamó—. ¡Oh, Jesús…, es agua fresca!
Se colocó la cantimplora entre los muslos y desenroscó el tapón. Luego tomó varios tragos de agua dulce y deliciosa, algunas de cuyas gotas resbalaron por su nueva barba salpicada de gris y cayeron al suelo.
—¿Tú también tienes una cantimplora? —le preguntó Roland a la mujer.
Ella asintió con un gesto tirando de la correa de la cantimplora que llevaba colgada al hombro, por debajo del abrigo de armiño que había tomado en una tienda de Carson City. Llevaba unos pantalones de leopardo y unas botas caras, y alrededor del cuello le colgaban collares de perlas y cadenas de diamantes.
—Dámela.
Ella le miró a la cara e irguió la espalda. Aquel muchacho sólo era un novato, y ella sabía tratar a los novatos.
—Que te jodan —le dijo.
Abrió la cantimplora y empezó a beber, con sus duros ojos azules desafiándole por encima del borde de la cantimplora.
—¡Eh! —gritó alguien desde la oscuridad, con un sonido ronco y escabroso—. ¿Habéis atrapado por ahí a una mujer?
Roland no contestó. Observó el suave cuello de la mujer moviéndose al tiempo que bebía.
—¡Tengo una botella de whisky! —siguió diciendo la voz—. ¡Os la cambio! Ella dejó de beber. De repente, el agua Perrier le supo a demonios.
—¡Una botella de whisky por treinta minutos! —dijo la voz—. ¡Os la devolveré cuando haya terminado! ¿De acuerdo?
—¡Yo tengo un cartón de cigarrillos! —dijo otra voz desde la izquierda, más allá de un jeep volcado—. ¡Quince minutos por un cartón de cigarrillos!
La mujer tapó apresuradamente la cantimplora y la arrojó a los pies del muchacho.
—Toma —le dijo mirándole fijamente—. Todo lo que queda es para ti.
—¡Municiones! —exclamó Macklin, sacando tres cargadores de la mochila de Rudy—. ¡Ahora disponemos de cierta potencia de fuego!
Roland tomó la cantimplora, bebió unos pocos tragos de agua, la tapó de nuevo y se pasó la correa por encima del hombro. De los alrededores les llegaban las voces de otros Tumores Malignos, ofreciéndoles alijos de licor, cigarrillos, cerillas, barras de chocolate y otras cosas valiosas a cambio de pasar un tiempo con la mujer recientemente atrapada. Roland permaneció tranquilo, escuchando cómo aumentaban las ofertas con el placer de un subastador que sabe que dispone de algo de verdadero valor. Estudió a la mujer a través de los cristales de los anteojos que él mismo se había confeccionado, ajustando las lentes con las dioptrías apropiadas —encontradas entre los restos de una óptica de Pocatello— en unos anteojos de tanquista del ejército. Aquella mujer no mostraba marcas, a excepción de varios rasguños pequeños y en proceso de cicatrización que tenía en las mejillas y la frente, y sólo por eso ya constituía un premio muy especial. La mayoría de las mujeres del campamento habían perdido el cabello y las cejas, y sus caras aparecían marcadas por cicatrices queloides de diversos colores, desde el marrón oscuro al escarlata. El cabello negro de esta mujer le caía en cascada sobre los hombros; estaba sucio, pero no había zonas calvas, que constituían la primera señal de envenenamiento por radiación. Tenía un rostro fuerte, de mandíbula cuadrada, y una cara altiva. Era el rostro de una mujer dura y regia. Sus eléctricos ojos azules se movieron con lentitud desde el arma de fuego hasta el cadáver de Rudy y luego volvieron a mirar el rostro de Roland, como si estuvieran precisando los vértices exactos de un triángulo. Roland pensó que debía rondar los treinta años, y sus ojos descendieron hacia la conjunción de los pechos, hinchados bajo una camiseta roja cruzada por unas letras dibujadas que decían: «ZORRA RICA», por debajo del abrigo de armiño. Creyó detectar el abultamiento de los pezones, como si el peligro y la muerte hubieran reavivado su motor sexual.
Sintió una presión en el estómago y levantó rápidamente la mirada, apartándola de los pezones. De repente se había preguntado cómo sabría uno de ellos entre sus dientes.
—¿Te gusta lo que ves? —preguntó ella, abriendo sus labios llenos.
—¡Una linterna! —ofreció uno de los Tumores Malignos—. ¡Te daré una linterna por ella!
Roland no respondió. Esta mujer le hacía pensar en las imágenes que había encontrado en cierta ocasión en el cajón del fondo de la mesilla de noche de su padre, en su otra y lejana vida. El bajo vientre se le estaba tensando, y percibía un latido en los testículos, como si alguien los estuviera apretando con un puño brutal.
—¿Cómo te llamas?
—Sheila —contestó ella—. Sheila Fontana. ¿Y el tuyo?
Dotada con la fría lógica de una superviviente, había llegado a la conclusión de que sus oportunidades serían mayores con este muchacho novato y con el hombre que sólo tenía una mano, que allá en la oscuridad, entre aquellas otras voces que sonaban. El manco lanzó una maldición y arrojó al suelo el resto del contenido de la mochila de Rudy.
—Roland Croninger.
—Roland —repitió ella, haciendo que el nombre sonara como si estuviera lamiendo un pirulí—. No vas a entregarme a ellos, ¿verdad, Roland?
—¿Era él tu marido? —preguntó Roland señalando el cuerpo de Rudy con un pie.
—No. Viajábamos juntos, eso es todo.
En realidad, habían vivido juntos durante más de un año, y él había sido su chulo en Oakland, pero no había necesidad de confundir al muchacho. Miró el cuello ensangrentado de Rudy y en seguida apartó la vista; sintió una punzada de lástima, porque él había sido un buen director de sus negocios, un amante fantástico, y siempre había logrado que ambos tuvieran mucho de todo. Pero ya no era más que un bulto de carne muerta, y así era como se movía el mundo ahora. Tal y como habría dicho el propio Rudy, uno tiene que cubrirse siempre el propio culo, y a cualquier precio.
Algo se movió sobre el suelo, a espaldas de Sheila, que se volvió a mirar. Una figura vagamente humana se arrastraba hacia ella. Se detuvo a dos o tres metros de distancia, y una mano cubierta de úlceras abiertas y supurantes levantó una bolsa de papel.
—¿Barras de chocolate? —ofreció una voz mutilada.
Roland disparó la automática, y el sonido del disparo hizo que Sheila se levantara de un salto. Desde los otros pozos excavados en la tierra llegaron risas roncas. Sheila había visto muchas cosas desde que ella y Rudy abandonaran la cabaña de un traficante de coca en las Sierras, donde se hallaban ocultos, huyendo de la policía de San Francisco, cuando explotaron las bombas. Esto, sin embargo, era, con mucho, lo peor de todo. Miró los ojos del muchacho, cubiertos por los anteojos, desde su propia altura de casi un metro ochenta. Tenía la estructura ósea de una guerrera amazona, pero era todo curvas y zalamerías cuando eso convenía a sus necesidades, y ahora sabía que estaba atrapada en el anzuelo.
—¿Qué demonios es esta mierda? —preguntó Macklin, inclinado sobre los objetos que había extraído de la mochila de Sheila.
Sheila sabía muy bien qué había descubierto el hombre manco. Se le acercó, sin prestar atención a la 45 del muchacho, y vio lo que el hombre sostenía en su única mano: un paquete de plástico lleno del polvo colombiano, blanco como la nieve. Desparramados a su alrededor, sobre el suelo, había otros tres paquetes de plástico de cocaína de gran pureza, y aproximadamente una docena de frascos de plástico con píldoras de todas clases, desde LSD y PCP, hasta bellezas negras y varias clases más de opiáceos.
—Esa es mi bolsa de las medicinas, amigo —le dijo—. Si lo que andas buscando es comida, ahí dentro también tengo un par de viejas hamburguesas y unas pocas patatas fritas. Puedes comértelas, si quieres, pero quiero que me devuelvas mis cosas.
—Drogas —se dio cuenta Macklin—. ¿Qué es esto? ¿Cocaína? —Dejó caer la bolsa y tomó uno de los frascos, levantando hacia ella su rostro cadavérico y salpicado de sangre. Su cabello corto estaba creciendo con el color marrón oscuro salpicado de gris. Sus ojos eran dos profundos agujeros tallados en un rostro duro como la roca—. ¿También píldoras? ¿Qué eres, una adicta?
—Soy un gourmet —contestó ella con serenidad. Se imaginó que el muchacho no iba a permitir que aquel jodido loco y manco le hiciera ningún daño, pero, a pesar de todo, sus músculos se tensaron, preparada para luchar o para huir—. ¿Y tú quién eres?
—Es el coronel James Macklin —contestó Roland—. Fue un héroe de guerra.
—Me da la impresión de que la guerra ya ha terminado. Y la perdimos… héroe —dijo, mirando directamente a los ojos de Macklin—. Toma lo que quieras, pero necesito que me devuelvas mis cosas.
Macklin midió con la mirada a la mujer, y decidió que probablemente no podría arrojarla al suelo y violarla, como había tenido intención de hacer hasta ese momento. Posiblemente, ella era demasiado para dominarla con una sola mano, a menos que consiguiera derribarla y colocarle el cuchillo en el cuello. Pero no deseaba intentarlo y fallar delante de Roland, aunque su pene había empezado a abultarse. Lanzó un gruñido y buscó las hamburguesas. Cuando las encontró, le arrojó el paquete de plástico a Sheila, que empezó a reunir los demás paquetes de coca y los frascos de píldoras.
Macklin se arrastró hacia el cadáver y le arrancó las botas a Rudy; también le quitó un Rolex de oro que llevaba en la muñeca izquierda, y se lo puso en la suya.
—¿Cómo es que os habéis quedado aquí? —le preguntó ella a Roland, quien la observaba mientras guardaba los paquetes de cocaína y las píldoras—. ¿Cómo es que no estáis allí, más cerca de la luz?
—Allá no quieren Tumores Malignos —contestó Macklin—. Así es como nos llaman: Tumores Malignos. —Señaló con un gesto de la cabeza hacia el agujero rectangular excavado en el suelo, a pocos pasos de distancia; había estado cubierto con una tela asfáltica, imposible de detectar en la oscuridad, y a Sheila le pareció que debía de tener más de metro y medio de profundidad. Las puntas de la tela asfáltica se sostenían con piedras—. Ellos creen que no olemos lo bastante bien como para estar más cerca —añadió Macklin con una mueca burlona en la que había un matiz de demencia—. ¿Y a ti, muñeca, qué tal te huelo?
Ella pensó que olía como un cerdo bajo el calor, pero se encogió de hombros y señaló con un gesto una barra de desodorante que había caído de la mochila de Rudy. Macklin se echó a reír. Estaba desabrochando el cinturón de los pantalones de Rudy, preparándose para quitárselos.
—Mira, aquí vivimos de lo que podemos conseguir y de lo que podemos tomar. Esperamos a que los recién llegados pasen por aquí, dirigiéndose hacia la luz. —Indicó con un gesto de cabeza la orilla del lago—. Esas gentes tienen el poder. Disponen de armas, mucha comida enlatada y agua embotellada, combustible para las antorchas, y algunos de ellos incluso tienen tiendas. Se bañan en esa agua salada, y nosotros les oímos gritar. Pero no nos permiten que nos acerquemos. ¡Oh, no! Piensan que nosotros los contaminaríamos o algo así. —Terminó de sacar los pantalones de Rudy y los arrojó al fondo del pozo—. ¿Lo ves? Lo peor de todo esto es que el muchacho y yo deberíamos estar viviendo ahora a la luz. Deberíamos llevar ropas limpias, y tomar duchas de agua caliente, y disponer de toda la comida y el agua que quisiéramos. Porque nosotros estábamos preparados… ¡Estábamos preparados! Sabíamos que las bombas iban a caer. ¡Todo el mundo lo sabía en Earth House!
—¿Earth House? ¿Qué es eso?
—El lugar de donde venimos —contestó Macklin, sentándose en el suelo—. Allá arriba, en las montañas de Idaho. Recorrimos un largo camino y vimos mucha muerte a nuestro alrededor, y Roland se imaginó que si lográbamos llegar al Gran Lago Salado, podríamos lavarnos en sus aguas, limpias de la radiación y que la sal curaría nuestras heridas. Eso es así, ya sabes. La sal cura, especialmente esto —dijo levantando el muñón vendado. Las vendas aparecían resecas de sangre y deshilachadas, y en algunas partes habían adquirido un color verdoso. Sheila percibió el olor de la carne infectada—. Necesito bañarme en esa agua salada, pero ellos no nos permiten acercarnos. Dicen que vivamos de los muertos. Así que disparan contra nosotros cuando tratamos de cruzar el terreno abierto. Pero ahora…, ¡ahora disponemos de potencia de fuego! —dijo indicando con un gesto la automática de Roland.
—Es un lago muy grande —dijo Sheila—. No tienes por qué atravesar el campamento para llegar hasta ella. Podrías dar un rodeo.
—No. Por dos razones: alguien ocuparía nuestro pozo mientras estuviéramos fuera y se apoderaría de todo lo que tenemos; y, en segundo lugar, nadie le impide a «Jimbo» Macklin conseguir aquello que desea. —Le sonrió con una mueca, y ella pensó que su rostro se parecía al de una calavera—. Ellos no saben quién soy, o qué soy. Pero yo les voy a enseñar…, ¡oh, sí! ¡Les voy a enseñar a todos ellos! —Volvió la cabeza hacia el campamento, permaneció observando por un momento las distantes antorchas y luego volvió a mirarla—. No querrás follar, ¿verdad?
Ella se echó a reír. Aquel tipo era la cosa más sucia y repulsiva que había visto nunca. Pero incluso mientras reía, se dio cuenta de que había sido un error. Se detuvo en plena risa.
—Roland —dijo Macklin con tranquilidad—, anda, tráeme esa pistola.
Roland vaciló; sabía lo que estaba a punto de suceder. Sin embargo, el rey le había dado una orden, y él era un caballero del rey, y no podía desobedecerle. Avanzó un paso, y volvió a vacilar.
—Roland —dijo el rey.
Esta vez, Roland se le acercó y le entregó la pistola, que puso en su mano izquierda extendida. Macklin la empuñó desmañadamente y apuntó a la cabeza de Sheila. La mujer levantó la barbilla, desafiante, se pasó la correa de la mochila por el hombro y se levantó.
—Voy a empezar a caminar hacia el campamento —dijo—. Quizá puedas dispararle a una mujer por la espalda, héroe de guerra. Pero no creo que puedas. Así que, hasta la vista, muchachos. Ha sido un placer.
Dio un paso por encima del cadáver de Rudy y empezó a caminar decididamente entre la chatarra, con el corazón latiéndole con fuerza y los dientes muy apretados, esperando la bala.
Algo se movió hacia su izquierda. Una figura harapienta estaba agachada detrás de una desvencijada camioneta Chevrolet. Alguien más se arrastró sobre la tierra, a unos siete metros por delante de ella, y no tardó en darse cuenta de que no lograría llegar con vida al campamento.
—Te están esperando —le dijo Roland desde atrás—. Nunca te dejarán llegar allí.
Sheila se detuvo. Las antorchas parecían estar tan lejos, tan terriblemente lejos. Y aunque consiguiera llegar hasta ellas sin haber sido violada, o sin que le sucediera algo peor, tampoco tenía ninguna seguridad de que no la violaran en el campamento. Sabía que sin Rudy no era más que carne en movimiento, atrayendo a las moscas.
—Será mejor que regreses —le dijo Roland—. Estarás más segura con nosotros.
«Segura», pensó Sheila con sarcasmo. Claro. La última vez que se había sentido segura fue cuando estuvo en el jardín de infancia. A los diecisiete años se había escapado de casa con el batería de un grupo de rock, y había terminado en Hollywood, pasando por las fases de camarera, bailarina en topless, y masajista en un local de Sunset Strip, hizo un par de películas porno y fue entonces cuando se lio con Rudy. El mundo se había convertido para ella en una alocada rueda giratoria de coca, pastillas y tipos sin rostro, pero la verdad es que ella lo disfrutaba. Para ella no había lamentaciones sobre lo que habría podido ser, ni estaba dispuesta a ponerse de rodillas para pedir perdón a nadie; le gustaba el peligro, le gustaba el lado oscuro del rock, allí donde se ocultaban los noctámbulos. La seguridad era un aburrimiento, y siempre había pensado que sólo viviría una vez, de modo que ¿por qué no despilfarrarlo todo?
Sin embargo, no creía que desafiar a aquellas figuras que se arrastraban por el suelo fuera muy divertido para ella.
Alguien soltó una risita desde la oscuridad. Fue una risita de expectativa demencial, y aquel sonido terminó por inducirla a tomar una decisión.
Dio media vuelta y regresó hasta donde esperaban el muchacho y el héroe de guerra manco, y ya empezaba a pensar en la forma de conseguir aquella pistola y volarles la cabeza a los dos. La pistola la ayudaría a llegar hasta las antorchas y a la orilla del lago.
—Ponte a gatas —le ordenó Macklin, con los ojos brillándole por encima de la sucia barba.
Sheila sonrió débilmente y se encogió para dejar caer la mochila sobre el suelo. «¡Qué demonios! No será nada peor que algunos de los tipos a los que he atendido en Strip». Pero no quería dejarlo ganar tan fácilmente.
—Sé un buen deportista, héroe de guerra —dijo con las manos en jarras—. ¿Por qué no dejas que el chico lo haga primero?
Macklin miró al muchacho, cuyos ojos, por detrás de los anteojos, parecían como si estuvieran a punto de estallarle en la cabeza. Sheila se desabrochó el cinturón y empezó a bajarse los pantalones de leopardo. Los bajó por las caderas, luego por los muslos y finalmente por las botas vaqueras. No llevaba ropa interior. Se puso sobre las manos y las rodillas, abrió la mochila y sacó un frasco de píldoras de bellezas negras. Tomó una, se la tragó y dijo:
—Vamos, cariño. ¡Hace frío aquí!
De repente, Macklin se echó a reír. Pensó que aquella mujer tenía coraje, y aunque no sabía lo que haría con ella una vez que hubieran terminado, sabía que Sheila era de las de su misma clase.
—Adelante —le dijo a Roland—. ¡Sé un hombre!
Roland estaba terriblemente asustado. La mujer esperaba, y el rey quería que lo hiciera. Se imaginó que aquello era un rito importante de masculinidad por el que tenía que pasar un caballero del rey. Sus testículos estaban a punto de explotar, y el oscuro misterio existente entre los muslos de la mujer le atrajeron hacia ella como un amuleto hipnótico.
Los Tumores Malignos se acercaron a rastras para contemplar los festejos. Macklin permaneció sentado, observando, con los ojos hundidos e intensos, al mismo tiempo que se acariciaba la mandíbula con el cañón de la automática, llevándola hacia adelante y hacia atrás.
Escuchó una risa hueca por encima de su hombro izquierdo, y se dio cuenta de que el soldado en la sombra también estaba disfrutando de esto. El soldado en la sombra había bajado con ellos desde la montaña Blue Dome, había caminado detrás de ellos y a su lado, pero siempre estaba allí. Al soldado en la sombra le gustaba el muchacho, y creía que el chico poseía un instinto de asesino que valía la pena desarrollar. Porque, como le había dicho a Macklin en el silencio de la oscuridad, aún no habían terminado los tiempos de guerra. Este nuevo país iba a necesitar guerreros y señores de la guerra. Se volvería a necesitar a hombres como Macklin, como si alguna vez no se los hubiera necesitado. El soldado en la sombra le contó todo eso, y Macklin lo creyó.
Ahora, empezó a reír también, a la vista de lo que se desarrollaba ante él, y su risa y la del soldado en la sombra se entremezclaron, se fundieron y se convirtieron en una sola risa.