33

Papel y pinturas

Swan lo había evitado durante todo el tiempo que le fue posible. Pero ahora, al salir de la bañera de maravillosa agua caliente, que había dejado de un color amarronado a causa de la suciedad y la piel desprendida, y al tomar la gran toalla que Leona Skelton le había preparado, no tuvo más remedio que hacerlo. Tenía que hacerlo.

Y fue entonces cuando se miró en el espejo.

La luz procedía de una sola lámpara, cuya mecha había puesto baja, pero era suficiente. Swan se quedó mirando fijamente el cristal ovalado situado sobre el lavabo, y por un momento creyó estar contemplando a alguien que se ocultaba tras una grotesca máscara sin cabello del día de Halloween. Se llevó una mano hacia los labios para ahogar una expresión de asombro, y la imagen reflejada en el espejo hizo lo mismo.

Del rostro le colgaban jirones de piel, que se desprendían como la corteza de un árbol. Unas rayas marrones y costrosas le cruzaban la frente y el puente de la nariz, y las cejas, en otro tiempo tan rubias y espesas, se habían quemado por completo y desaparecido. Tenía los labios agrietados como la tierra reseca, y los ojos parecían hundidos en la cabeza, rodeados de oscuras simas. En su mejilla derecha había dos pequeñas verrugas negras, y otras tres más le habían aparecido en los labios. Había visto aquellas mismas cosas, parecidas a verrugas, en la frente de Josh. También había visto las quemaduras marrones de su cara y el moteado blanco grisáceo de su piel, pero se había acostumbrado al aspecto de Josh. Ahora, al verse con apenas unos mechones de cabello suelto donde antes había sido tan abundante, y con la piel mortalmente blanca colgándole de la cara, unas lágrimas de conmoción y horror aparecieron en sus ojos.

Se sobresaltó al escuchar una llamada suave en la puerta del cuarto de baño.

—¿Swan? ¿Estás bien, muchacha? —preguntó la voz de Leona Skelton.

—Sí, señora —contestó, pero su voz sonó temblorosa y supo que la mujer lo había percibido.

—Bueno —dijo Leona tras una pausa—, tengo algo de comida para ti cuando estés preparada.

Swan le dio las gracias y dijo que saldría al cabo de pocos minutos. Leona se marchó. El monstruo con la máscara de Halloween la miró desde el espejo.

Le había entregado a Leona sus ropas sucias, y ella le dijo que intentaría lavarlas en una cubeta y ponerlas a secar delante del fuego, así que de momento se puso un batín a cuadros que le venía muy grande y unas gruesas medias blancas que Leona le había dejado. El batín formaba parte de un arcón de ropas que habían pertenecido a Joe, el hijo de Leona, quien ahora, según dijo ella con orgullo, vivía en Kansas City con su propia familia y dirigía un supermercado. Según añadió Leona, había tenido la intención de tirar todo el contenido de aquel arcón pero, de algún modo, nunca llevó a cabo esa tarea.

Swan tenía el cuerpo limpio. El jabón que utilizó había olido a lilas, y ella pensó tristemente en sus jardines, llenos de color bajo la luz del sol. Salió del cuarto de baño, dejando la lámpara encendida para que Josh se viera cuando tomara el baño. La casa estaba fría y se dirigió directamente al salón, para calentarse de nuevo frente a la chimenea encendida. Josh se había quedado durmiendo en el suelo, cubierto por una manta roja, con la cabeza apoyada sobre una almohada. Cerca de la cabeza tenía una bandeja con un plato vacío y una taza en la que aún quedaba un ínfimo resto de torta de maíz. La manta se le había resbalado del hombro, y Swan se inclinó y lo tapó hasta la barbilla.

—Me ha contado cómo os conocisteis —dijo Leona en voz baja para no perturbar el sueño de Josh.

Pero él dormía tan profundamente que no se habría despertado ni aunque un camión hubiera atravesado la pared. Leona terminó de salir de la cocina llevando una bandeja para Swan con un plato de sopa de verduras caliente, y una taza de agua del pozo con tres tortas de maíz. Swan tomó la bandeja y se sentó frente a la chimenea. La casa estaba tranquila. Davy Skelton también se había quedado dormido y, a excepción de las fuertes y ocasionales ráfagas de viento sobre el tejado, no se escuchaba otro sonido que los crujidos de la madera en el fuego y el tic-tac del reloj situado sobre la repisa de la chimenea y que indicaba las ocho y cuarenta.

Leona se acomodó en una silla y se cubrió con una alegre tela floreada. Sus rodillas crujieron. Hizo una mueca de dolor y se las frotó con una mano nudosa y manchada por la edad.

—A los huesos viejos les gusta hablar —dijo, haciendo un gesto hacia el gigante dormido—. Me ha dicho que eres una niña muy valiente, y que una vez que has tomado una decisión, no abandonas fácilmente. ¿Es eso cierto?

Swan no supo qué decir. Se encogió de hombros, masticando una torta de maíz dura como una roca.

—Bueno, eso fue lo que me dijo —continuó diciendo Leona—. Y es bueno tener una mente firme, sobre todo en momentos como estos. —Su mirada se movió más allá de donde se encontraba Swan, hacia la ventana—. Ahora, todo ha cambiado. Todo lo que había antes, ha desaparecido. Lo sé. —La mirada de sus ojos se estrechó—. Puedo escuchar una voz siniestra en ese viento. Una voz que dice: «Todo es mío… Todo es mío». Siento mucho decir que no creo que ahí afuera quede mucha gente con vida. Quizá todo el mundo esté en las mismas condiciones que Sullivan: arrasado por el viento, cambiando, transformándose en algo diferente a lo que era antes.

—¿Como qué? —preguntó Swan.

—¿Quién sabe? —replicó Leona encogiéndose de hombros—. Oh, el mundo no se va a acabar por esto. Eso fue lo primero en que pensé: que se acabaría. Pero el mundo también tiene una mente muy firme —dijo levantando un dedo medio curvado para dar mayor énfasis a sus palabras—. Aunque muera toda la gente que vivía en las grandes ciudades y en los pueblos pequeños, aunque todos los árboles y las cosechas se vuelvan negros, y aunque las nubes no dejen pasar la luz del sol, el mundo sigue girando. Oh, cuando Dios puso en movimiento este mundo, le dio un buen empujón para que girara con fuerza. ¡Vaya si lo hizo! Y también concedió mentes y almas poderosas y firmes a mucha gente, a gente como tú, quizá. Y como tu amigo.

Swan creyó escuchar el ladrido de un perro. Fue un sonido incierto, que pareció estar allí durante unos pocos segundos y que luego desapareció, llevado por el viento. Se levantó, miró por una ventana y luego por la otra, pero no pudo ver gran cosa.

—¿Ha oído usted el ladrido de un perro?

—¿Eh? No, pero tú probablemente sí. Por este pueblo siempre pasan perros vagabundos que andan buscando comida. A veces, les dejo unos pocos restos y un cuenco de agua en los escalones del porche.

Se inclinó sobre el fuego, ocupándose en arreglar la nueva madera colocada en la chimenea para que quedara entre los leños encendidos.

Swan tomó otro trago de la taza de agua y decidió que sus dientes eran incapaces de ganarle la batalla a las tortas de maíz. Tomó una de las tortas y preguntó:

—¿Estaría bien si sacara ahí fuera esta torta y esta agua?

—Claro, adelante. Supongo que los perros vagabundos también necesitan comer. Pero lleva cuidado para que no te atrape el viento.

Swan sacó la torta de maíz y el agua, para dejarlas en los escalones del porche. El viento había aumentado su fuerza, y arrastraba oleadas de polvo. Con el batín aleteando a su alrededor, Swan dejó la comida y el agua en uno de los escalones inferiores y miró en todas direcciones, protegiéndose los ojos con una mano para evitar el polvo. No vio ni el menor rastro de ningún perro. Se dirigió hacia donde antes había estado la puerta que Josh derribara de una patada y permaneció allí un momento. Estaba a punto de regresar a la casa cuando creyó detectar un movimiento furtivo hacia la derecha. Esperó, al tiempo que empezaba a estremecerse de frío.

Finalmente, una pequeña figura gris se acercó un poco más. El pequeño terrier se detuvo a poco más de tres metros del porche y olisqueó el suelo con su hocico peludo. Después husmeó el aire, tratando de percibir el olor de Swan. El viento se arremolinaba a través de su pelaje corto y polvoriento, y luego el terrier levantó la cabeza hacia Swan y tembló.

Ella experimentó una profunda punzada de lástima por la pequeña criatura. No había forma de saber de dónde procedía el perro; estaba asustado y no quería acercarse a donde se hallaba la comida, a pesar de que Swan se encontraba en el escalón más alto. De repente, el terrier se volvió y salió corriendo hacia la oscuridad. Swan comprendió; el pequeño animal ya no confiaba en los seres humanos. Dejó la comida y el agua donde estaban, y regresó al interior de la casa.

El fuego ardía alegremente. Leona estaba de pie ante él, calentándose las manos. Debajo de la manta, Josh se movía y roncaba más sonoramente. Luego se tranquilizó un poco.

—¿Has visto al perro? —preguntó Leona.

—Sí, señora. Pero no quiso acercarse a la comida mientras yo estaba allí.

—No podía esperarse otra cosa. Probablemente, también tiene su orgullo, ¿no te parece? —preguntó, volviéndose hacia Swan.

Formaba una figura redonda delineada contra la luz naranja del fuego. Swan tuvo que hacerle entonces una pregunta que se le había ocurrido mientras tomaba el baño.

—No quisiera que esto le sonara mal, pero… ¿es usted una bruja?

—¡Ja! —exclamó Leona echándose a reír roncamente—. Dices aquello que piensas, ¿verdad, muchacha? ¡Bueno, eso está muy bien! ¡Es una cosa muy rara en estos tiempos que corren!

Swan guardó silencio, a la espera de que ella siguiera hablando. Al ver que no decía nada, insistió:

—Me gustaría saberlo. ¿Lo es usted? Mi mamá decía que todo aquel que tiene visiones o que adivina el futuro tiene que ser malvado, porque esas cosas proceden de Satán.

—¿Te decía eso? Bueno, no sé si se me puede considerar una bruja o no. Quizá lo sea. Y yo soy la primera en decirte que no todo lo que veo termina por convertirse en realidad. De hecho, mi nivel de aciertos como vidente es relativamente bajo. Me imagino que la vida es como uno de esos grandes y complicados rompecabezas que una tiene que ir montando poco a poco. Eso no es algo que se pueda adivinar, sino que se tiene que avanzar pieza a pieza, y una trata de encajar piezas allí donde no corresponden, y cuando una se siente harta sólo desearía dejarlo todo y ponerse a llorar. —Se encogió de hombros—. No quisiera decir con ello que el rompecabezas ya está terminado, pero quizá yo tenga el don de ver por anticipado cuál es la pieza que encaja a continuación. Aunque eso no me sucede siempre, claro. Sólo a veces, cuando la pieza siguiente resulta ser realmente importante. Me imagino que Satán quisiera revolver todas esas piezas, quemarlas y destruirlas. No creo que al viejo demonio le agrade ver el rompecabezas terminado y bonito, ¿no te parece?

—No —admitió Swan—. Supongo que no.

—Muchacha, me gustaría enseñarte algo… si a ti te parece bien.

Swan asintió con un gesto.

Leona tomó una de las lámparas y le hizo señas para que la siguiera. Avanzaron por el pasillo, pasaron junto a la puerta cerrada tras la que dormía Davy, y se dirigieron hacia otra puerta situada al extremo del pequeño vestíbulo. Leona la abrió e invitó a Swan a pasar a una pequeña habitación forrada con paneles de madera de pino, llena de estanterías y libros, con una mesa cuadrada de jugar a las cartas y cuatro sillas, situadas en el centro de la estancia. Sobre la mesa había un tablero Ouija, y debajo de la mesa se veía una estrella multicolor de cinco puntas, pintada sobre el suelo de madera.

—¿Qué es eso? —preguntó Swan, señalando el dibujo puesto al descubierto por la luz de la lámpara.

—A eso se le llama un pentáculo. Es un signo mágico, y se supone que este atrae a los espíritus buenos que desean ser útiles.

—¿Espíritus? ¿Quiere decir fantasmas?

—No, sólo sentimientos y emociones buenas. No estoy segura con exactitud. Solicité este modelo a partir de un anuncio que vi publicado en Fate, y cuando me lo entregaron no recibí mucha más información. —Dejó la lámpara sobre la mesa—. En cualquier caso, este es mi cuarto de «videncia». Traigo…, bueno, traía aquí a mis clientes, para leerles lo que decía la bola de cristal y el tablero Ouija. Así que supongo que esto también es algo así como mi despacho.

—¿Quiere decir que gana dinero haciendo esto?

—¡Pues claro! ¿Por qué no? Es una forma decente de ganarse la vida. Además, todo el mundo quiere saber algo acerca de su tema favorito: ¡ellos mismos! —Se echó a reír y sus dientes despidieron destellos plateados a la luz de la lámpara—. ¡Mira aquí!

Extendió la mano hacia una de las estanterías y sacó un trozo de madera en forma de cayado que parecía una rama de árbol pelada. Él objeto tenía aproximadamente un metro, y en uno de sus extremos sobresalían dos ramas más pequeñas, que se separaban en ángulos opuestos.

—Este es «Bebé Llorón» —dijo Leona—. Con él es con lo que realmente gano dinero.

A Swan le pareció que sólo era un viejo y extraño palo, con forma de tirachinas.

—¿Esa cosa? ¿Cómo?

—¿Has oído hablar alguna vez de una varita de zahorí? Pues esta es la mejor varita de zahorí que se podría desear, muchacha. El viejo «Bebé Llorón» se inclina y llora sobre una charca de agua situada a más de treinta metros de profundidad, bajo tierra. Es capaz de descubrir el agua más limpia que pueda probar tu lengua. ¡Oh, me encanta mi varita de zahorí! —Le dio un sonoro beso y la volvió a guardar en su sitio. Luego, su mirada brillante y astuta se posó de nuevo sobre Swan—. ¿Te gustaría conocer tu futuro?

—No lo sé —contestó ella, algo inquieta.

—¿No te gustaría saberlo? ¿Aunque sólo fuera un poco? Oh, quiero decir, por pasar el rato…, sólo por eso. —Swan se encogió de hombros, sin estar muy convencida—. Tú me interesas, muchacha —siguió diciendo Leona—. Después de lo que me ha contado Josh acerca de ti, y de todo lo que habéis pasado los dos juntos… Me gustaría echarle un vistazo a ese gran rompecabezas tuyo. ¿No te gustaría a ti?

Swan se preguntó si Josh le habría hablado de la orden que había pronunciado el cadáver de PawPaw, y de la hierba que había crecido allí donde ella dormía. «Seguramente no», pensó. No conocían a Leona Skelton lo bastante bien como para revelarle sus secretos. O bien, si la mujer era una bruja, siguió razonando, ya fuera buena o mala, quizá ya lo supiera de algún modo, o al menos habría supuesto que había algo extraño en la historia que le había contado Josh.

—¿Cómo lo hace? —preguntó Swan—. ¿Con una de esas bolas de cristal? ¿O con ese tablero que tiene sobre la mesa?

—No, creo que no. Esas cosas tienen su utilidad, pero… lo haría con esto.

Tomó una caja de madera labrada de una de las estanterías, y se acercó a la mesa, donde la luz era más fuerte. Apartó a un lado el tablero Ouija, colocó la caja sobre la mesa y la abrió; el interior estaba recubierto de un revestimiento de terciopelo de color púrpura, y Leona Skelton extrajo de él un mazo de cartas. Puso el mazo hacia arriba y con una mano abrió las cartas en abanico para que Swan pudiera verlas. Y, al verlas, Swan contuvo la respiración.

Sobre las cartas se veían imágenes extrañas y maravillosas: espadas, palos, copas y estrellas de cinco puntas, como la que había pintada en el suelo, con números diferentes de cada objeto en cada una de las cartas y presentados sobre el fondo de enigmáticos dibujos que Swan no podía imaginar qué eran: tres espadas atravesando un corazón, u ocho palos volando por un cielo azul. Pero en algunas de las otras cartas había dibujos de personas: un anciano con vestimentas grises, con la cabeza inclinada y un cetro en una mano, mientras que la otra sostenía un farol donde brillaba una estrella de seis puntas; dos figuras desnudas, un hombre y una mujer, entrelazadas para formar una sola persona; un caballero con una armadura roja y llameante, montado en un caballo que expulsaba fuego, y cuyos cascos despedían chispas, lanzado hacia adelante a todo galope. Y más y más figuras mágicas, pero lo que parecía darles vida eran los colores impresos en las cartas: verde esmeralda, el rojo de mil incendios, un dorado deslumbrante y un plateado reluciente, un azul real y un negro de medianoche, un blanco de perla y el amarillo de un sol de pleno verano. Bañadas en aquellos colores, las figuras parecían moverse y respirar por sí solas, dispuestas a realizar cualquier clase de acción en la que se hallaran implicadas. Swan nunca había visto cartas como aquellas, y no pudo apartar la vista de ellas.

—A esto se les llama las cartas del tarot —dijo Leona—. Este mazo procede de la década de los años veinte y cada color fue pintado por la mano de alguien distinto. ¿No te parecen interesantes?

—Sí —respondió Swan entrecortadamente—. Oh…, sí.

—Siéntate aquí enfrente, muchacha —dijo Leona tocando una de las sillas—, y comprobemos qué podemos ver, ¿de acuerdo?

Swan vaciló, aún insegura, pero se sentía encantada por aquellas figuras hermosas y misteriosas pintadas sobre las cartas mágicas. Levantó la cabeza para mirar el rostro de Leona Skelton y luego se deslizó en la silla como si esta hubiera sido hecha expresamente para ella.

Leona se sentó frente a ella y apartó la lámpara hacia la derecha.

—Vamos a hacer algo que se llama la Gran Cruz. Es una forma especial de distribuir las cartas para que cuenten una historia. Es posible que lo que cuenten no quede claro, y puede que no sea una historia fácil, pero las cartas se colocarán una junto a la otra y contendrán una referencia a las siguientes, un poco como en ese rompecabezas de que te hablaba antes. ¿Estás preparada?

Swan asintió con un gesto, con el corazón empezando a latirle con fuerza. El viento aullaba en el exterior y, por un instante, Swan creyó haber percibido una oscura voz en él.

Leona sonrió y fue pasando las cartas, buscando una en particular. La encontró y la extendió hacia arriba, para que Swan la viera.

—Esta será la tuya, y las otras cartas formarán una historia alrededor de ella. —Dejó la carta sobre la mesa, delante de Swan; estaba ribeteada de oro y rojo y contenía la imagen de un joven envuelto en una capa larga y dorada, con un gorro del que sobresalía una pluma roja; delante de él sostenía un palo del cual surgían verdes hojas de parra que se enroscaban alrededor—. Esta es la Sota de Bastos, un muchacho, que aún tiene un largo camino por delante. —Extendió el resto del mazo de cartas hacia Swan—. ¿Quieres barajarlas?

Swan no sabía cómo hacerlo y meneó la cabeza en un gesto negativo.

—Bueno, entonces mézclalas. Mézclalas muy bien, una y otra vez, y mientras lo estés haciendo piensa intensamente en donde has estado, en quién eres y adónde deseas ir.

Swan hizo lo que se le pedía y las cartas se deslizaron en todas direcciones, boca abajo, mostrando sólo los dorsos de color dorado. Se concentró en las cosas que Leona había mencionado, y pensó en ellas con toda la intensidad de que fue capaz, aunque el ruido del viento seguía intentando distraerla.

—Ya está bien, muchacha —dijo finalmente Leona—. Ahora, vuelve a juntarlas para formar un mazo, con la cara hacia abajo y en el orden que tú quieras. Luego cortas la baraja en tres montones y los colocas a tu izquierda.

Una vez hecho lo que se le había pedido, Leona extendió una mano, grácil a la luz naranja de la lámpara, y tomó cada uno de los montones para formar un mazo completo.

—Y ahora empezamos la historia —dijo, colocando la primera carta boca arriba, directamente sobre la Sota de Bastos—. Esta te cubre.

Se trataba de una gran rueda dorada, con figuras de hombres y mujeres en los rayos, algunas con expresiones alegres en la parte superior de la rueda y otras, en la parte inferior, con las manos sobre sus caras, en un gesto de desesperación.

—La Rueda de la Fortuna, que siempre gira, proporciona cambios y despliega el Destino. Esa es la atmósfera en la que te encuentras, quizá con las cosas moviéndose y girando a tu alrededor, cosas de las que ni siquiera eres consciente.

La siguiente carta se colocó a través de la Rueda de la Fortuna.

—Esto te cruza —dijo Leona—, y representa a las fuerzas que se oponen a ti. —Sus ojos se estrecharon—. Oh, santo Dios.

La carta, ribeteada de ébano y plata, mostraba a una figura envuelta casi por completo en una capa negra con capucha, a excepción de un rostro blanco, como el de una máscara, que mostraba una sonrisa cruel; los ojos de la figura eran plateados, pero había un tercer ojo de color escarlata sobre la frente. En la parte superior de la carta había unas letras de dibujo intrincado que decían…

—El Demonio —dijo Leona—. Desencadena la destrucción y la inhumanidad. Tienes que estar en guardia y llevar cuidado, muchacha.

Antes de que Swan pudiera hacer alguna pregunta más sobre aquella carta, que la hizo estremecer, Leona extrajo la siguiente, colocándola sobre las otras dos.

—Esto te corona y dice aquello que anhelas. El As de Copas…, significa paz, belleza y anhelo de comprensión.

—¡Ah, esa no soy yo! —exclamó Swan, que se sintió incómoda.

—Quizá no lo seas todavía. Pero tal vez llegues a serlo algún día. —La carta siguiente fue colocada debajo del Demonio, de mirada odiosa—. Esto está por debajo de ti, y cuenta una historia acerca de lo que has tenido que pasar para llegar a donde estás. —La carta mostraba el brillante sol amarillo, pero estaba vuelto del revés—. El Sol en esa posición indica soledad, incertidumbre…, la pérdida de alguien. Quizá también la pérdida de una parte de ti misma. La muerte de la inocencia.

Leona levantó rápidamente la cabeza para mirarla y luego volvió a concentrarse en las cartas. La siguiente carta, la quinta que Leona sacaba del mazo, fue colocada a la izquierda de la carta del Demonio.

—Esto está detrás de ti, y significa una influencia que ha quedado atrás. —Mostraba la imagen de un viejo que llevaba un farol, pero también estaba boca abajo—. El Ermitaño. Vuelto boca abajo significa retirada, ocultación, olvido de tus responsabilidades. Todas esas cosas están quedando atrás. Estás empezando a entrar en el mundo, para bien o para mal.

La sexta carta quedó colocada a la derecha del Demonio.

—Esto está por delante de ti e indica lo que ha de llegar.

Leona examinó la carta con interés. En ella se veía a un joven con una armadura carmesí, sosteniendo una espada levantada, mientras un castillo aparecía borrosamente al fondo.

—La Sota de Espadas —explicó Leona—. Una joven, o un muchacho que reclama poder, que vive para él, que lo necesita como el alimento y el agua. El Demonio también mira en esa dirección. Es posible que exista alguna clase de conexión entre ambos. En cualquier caso, eso es alguien contra quien te dirigirás, alguien realmente poderoso, y quizá también peligroso.

Antes de que pudiera girar la carta siguiente, una voz llegó hasta ellas desde el pasillo.

—¡Leona! ¡Leona!

Davy empezó a toser violentamente, casi sofocándose. Instantáneamente, Leona dejó las cartas a un lado y salió precipitadamente de la habitación.

Swan se levantó. La carta del Demonio —«Un hombre con un ojo escarlata», pensó— parecía mirarla directamente a ella, y a lo largo de los brazos se le puso la carne de gallina. El mazo que Leona había dejado sobre la mesa sólo estaba a unos pocos centímetros de distancia, y la carta superior despertó su deseo de echarle un vistazo.

Su mano se desplazó hacia ella. Se detuvo.

Sólo un vistazo. Un pequeño y rápido vistazo.

Tomó la carta superior del mazo y miró.

Mostraba a una hermosa mujer vestida con ropajes de color violeta, con el sol brillando por encima de ella, rodeada por un campo de trigo, una cascada y flores. A sus pies yacían un león y un cordero. Pero su cabello estaba encendido, y sus ojos también eran feroces, decididos y fijos en algún obstáculo distante. Llevaba un escudo de plata, con un dibujo de fuego en su centro, y sobre su cabeza llevaba una corona que relucía con colores, como estrellas incrustadas. Unas letras ornamentadas situadas sobre la parte superior de la carta decían: «EMPERATRIZ».

Swan se permitió contemplarla por un momento, hasta que todos los detalles de la carta quedaron fijos en su mente. La volvió a dejar sobre el mazo y quiso mirar la que venía a continuación. «¡No! —se advirtió a sí misma—. ¡Ya has ido demasiado lejos!». Casi pudo sentir el ojo escarlata y malicioso del Demonio, burlándose de ella e incitándola a levantar una carta más.

Tomó la carta siguiente y le dio la vuelta.

Se quedó fría.

Un esqueleto vestido con armadura montado sobre un caballo en los huesos, y los brazos del esqueleto sostenían una cimitarra manchada de sangre. Aquella cosa estaba segando un campo de trigo, pero las espigas de trigo eran cuerpos humanos apiñados, desnudos y con expresiones de agonía, al tiempo que eran segados por la cimitarra que descendía sobre ellos. El cielo era del color de la sangre y había en él unos cuervos negros que volaban en círculo sobre el campo humano de miseria. Era la imagen más terrible que Swan hubiera visto nunca, y ni siquiera tuvo que leer el título, escrito en la parte superior de la carta, para reconocer lo que era.

—¿Qué estás haciendo aquí?

La voz la sobresaltó tanto, que casi le hizo dar un salto en el aire. Se volvió rápidamente y allí estaba Josh, de pie ante la puerta. Su rostro, manchado de gris y blanco, y de quemaduras marrones, era grotesco, pero en ese instante Swan se dio cuenta de que le gustaba, igual que él. Josh observó la habitación, frunciendo el ceño.

—¿Qué es todo esto?

—Es… el cuarto de videncia de Leona. Estaba leyéndome el futuro en las cartas.

Josh se acercó a la mesa y echó un vistazo a las cartas que estaban boca arriba.

—Son bastante bonitas —dijo—. Todas excepto esa —dijo, señalando la carta del Demonio—. Eso me recuerda un sueño que tuve después de haberme comido un bocadillo de salami y una caja entera de donuts.

Todavía inquieta, Swan le mostró la última carta que había tomado. Él la tomó en sus dedos y la sostuvo cerca de la luz. Ya había visto otras veces cartas del tarot, en el barrio francés de Nueva Orleans. Las letras de esta decían: «MUERTE».

«La muerte segando a la raza humana», pensó. Era una de las cosas más crueles que hubiera visto, y a la débil luz de la lámpara, la cimitarra de plata parecía trazar un movimiento de vaivén, hacia adelante y atrás, a través de las gavillas humanas, con el esquelético caballo levantado sobre sus cuartos traseros, mientras su jinete trabajaba bajo un cielo de color rojo sangre. La dejó caer sobre la mesa, y la carta quedó situada medio a través de la carta de la figura demoníaca con el ojo escarlata.

—Sólo son cartas —dijo—. Papel y dibujos. No significan nada.

—Leona dijo que contaban una historia.

Josh tomó las cartas y formó un nuevo mazo con ellas, apartando de la vista de Swan las imágenes del Demonio y de la Muerte.

—Papel y dibujos —repitió—. Eso es todo.

No pudieron evitar el escuchar la atormentada y carrasposa tos de Davy Skelton. El haber visto aquellas cartas, especialmente la del cruel cosechador, había producido en Josh una sensación horripilante. Davy producía el ruido de una persona que se sofoca, y escucharon a Leona consolándole, intentando calmarlo. Josh se dio cuenta, de repente, de que la muerte estaba cerca. «Está cerca, muy cerca», pensó. Salió de la habitación y avanzó por el pasillo. La puerta que daba a la habitación de Davy estaba entornada. Josh pensó que quizá pudiera ayudar, y se dispuso a entrar en la habitación.

Lo primero que vio fue que las sábanas estaban manchadas de sangre. El rostro agonizante de un hombre apareció iluminado por una lámpara amarillenta, con los ojos asustados por la náusea y el horror. Al toser, surgían de su boca flemas espesas y oscuras.

Josh se detuvo en el umbral de la puerta.

Leona estaba inclinada sobre su marido, con una jofaina de porcelana en el regazo y un paño húmedo de sangre en la mano. Percibió la presencia de Josh, volvió la cabeza y con toda la dignidad que pudo reunir dijo:

—Por favor, salga y cierre la puerta. —Josh vaciló, atónito y con náuseas al mismo tiempo—. Por favor —le imploró Leona, mientras su esposo seguía tosiendo sobre su regazo, escupiendo la vida por la boca.

Retrocedió, salió de la habitación y cerró la puerta.

De algún modo, un instante después se volvió a encontrar sentado ante la chimenea. Se olió a sí mismo. Olía muy mal y necesitaba recoger algunos cubos de agua del pozo, calentarlos en el fuego de la chimenea, y sumergirse en aquel baño que tanto había anhelado. Pero el rostro amarillento y tenso del moribundo de la otra habitación no desaparecía de su mente, impidiéndole moverse. Recordó a Darleen, muriéndose sobre la tierra del sótano. Recordó el cadáver de alguien que había visto en los escalones de un porche, en la semioscuridad. La imagen de aquel jinete esquelético pasando su hoja sobre el campo de trigo de la humanidad era algo que permanecía adherido a su cerebro.

«Oh, Dios —pensó, al tiempo que le brotaban las lágrimas—. Oh, Dios, ayúdanos a todos».

Y entonces, inclinó la cabeza y sollozó, no sólo por sus recuerdos de Rose y los chicos, sino también por Davy Skelton, y Darleen Prescott, y la persona muerta entrevista en la oscuridad, y por todos los seres humanos muertos y moribundos que antes habían sentido el sol sobre sus rostros y pensaron alguna vez que vivirían para siempre. Sollozó, con las lágrimas resbalándole por el rostro y goteándole por la barbilla, y no pudo contener sus sollozos.

Alguien le puso una mano sobre la nuca.

Era la niña.

Swan.

Josh la atrajo hacia sí, y esta vez fue ella quien le abrazó mientras él lloraba.

Ella le apretó con fuerza. Quería mucho a Josh, y no podía soportar el sonido tan doloroso de su llanto.

El viento aulló, cambió de dirección y atacó las ruinas de Sullivan desde otro ángulo.

Y en el aullido de ese viento ella creyó escuchar una voz siniestra susurrando: «Todo mío… Todo mío».