32

Ciudadano del mundo

Hermana y Artie habían encontrado un pequeño trozo de cielo.

Entraron en una pequeña cabaña de troncos, oculta en unos bosquecillos de árboles de hoja perenne, a orillas de un lago cubierto de hielo, y en cuyo interior reinaba el calor maravilloso de un calentador de queroseno. De los ojos de Hermana casi brotaron lágrimas en cuanto cruzó el umbral, y Artie se quedó boquiabierto de placer.

—Este es el lugar —dijo el hombre del pasamontañas de esquiador.

Había otras cuatro personas en la cabaña: un hombre y una mujer, ambos vestidos con andrajosas ropas de verano. Parecían jóvenes —debían de tener poco más de veinte años—, aunque resultaba difícil saberlo, ya que ambos mostraban graves quemaduras, con costras amarronadas, que formaban extrañas figuras geométricas sobre sus rostros y brazos, así como bajo las zonas desgarradas de sus ropas. El cabello oscuro del joven le llegaba casi hasta los hombros, pero tenía la coronilla quemada y salpicada de marcas marrones. La mujer podría haber sido bonita, con grandes ojos azules y el cuerpo de una modelo, pero su cabello castaño y rizado estaba chamuscado casi por completo, y las marcas de las costras se extendían diagonalmente, como trazos precisos, a través de su cara. Llevaba vaqueros azules cortos y sandalias, y las piernas desnudas también aparecían salpicadas de quemaduras. Tenía los pies vendados, y se hallaba encogida cerca del calentador.

Los otros dos eran un hombre de mayor edad, quizá de unos cincuenta y cinco años, con brillantes quemaduras azuladas que le desfiguraban la cara, y un muchacho de unos dieciséis, que vestía vaqueros y una camiseta con letras desiguales pintadas en el pecho que decían: «¡VIVA BANDERA NEGRA!». El muchacho llevaba en el lóbulo de la oreja izquierda dos pequeños botones decorativos, y conservaba todo su cabello cortado al cepillo y teñido de color naranja, aunque la cara, de mandíbula fuerte, aparecía atravesada por marcas de quemaduras de color grisáceo, como si alguien hubiera encendido una vela sobre su frente y hubiera dejado gotear la cera ardiente. Sus ojos verdes, introducidos en profundas cuencas, observaron a Hermana y a Artie con un matiz de diversión.

—Conozcan a mis otros huéspedes —dijo el hombre del pasamontañas de esquiador, dejando la mochila sobre un mostrador de porcelana manchado de sangre, situado cerca de la pila, después de haber cerrado la puerta y haber corrido el pestillo—. Kevin y Mona Ramsey —presentó, señalando a los dos jóvenes—. Steve Buchanan —hizo un movimiento hacia el muchacho—, y lo máximo que he podido sacarle al viejo es que procede de Union City. No recuerdo que me hayan dicho sus nombres.

—Artie Wisco.

—Puede llamarme Hermana —dijo ella—. ¿Y cuál es el suyo?

El hombre se quitó el pasamontañas y lo colgó de un perchero.

—Paul Thorson —contestó—. Ciudadano del mundo.

Se quitó los recipientes de sangre y sacó de la mochila los Tupperwares con su horrible contenido.

Hermana quedó impresionada. El rostro de Paul Thorson no estaba marcado por ninguna quemadura, y ya había transcurrido mucho tiempo desde que ella viera un rostro humano sin ampollas. Tenía el cabello negro, largo y moteado de gris, y en la barba, totalmente negra, también había canas en las comisuras de la boca. Su cutis era casi blanco, pero aparecía curtido y arrugado, y tenía una frente alta y con profundos surcos y el aspecto duro de alguien acostumbrado a vivir al aire libre. Hermana pensó que se parecía a un hombre de las montañas, a alguien que podría haber vivido a solas en una cabaña perdida en el monte y haber bajado al valle sólo para atrapar castores o algún otro animal. Por debajo de las cejas negras, sus ojos eran de un helado gris azulado, rodeados por oscuros círculos de cansancio. Se quitó la parka —que le había hecho parecer bastante más pesado de lo que era en realidad— y la colgó junto al pasamontañas. Luego empezó a vaciar el contenido de los recipientes de plástico en la pila.

—Hermana —le dijo—, permítame algunas de esas verduras que trae usted. Esta noche vamos a tener un buen estofado para asnos, muchachos.

—¿Un estofado para asnos? —preguntó Hermana frunciendo el ceño—. ¿Y qué… demonios es eso?

—Eso quiere decir que sería usted un asno estúpido si no lo comiera, porque eso es todo lo que tenemos. Vamos, deme esas latas.

—¿Y vamos a comer… eso? —preguntó Artie, retrocediendo ante la masa sanguinolenta.

Le dolían las costillas y el dolor de la mano le obligaba a apretársela bajo el abrigo.

—No está tan mal, hombre —intervino el muchacho del cabello naranja, hablando con acento de Brooklyn—. Uno se acostumbra. Demonios, uno de esos bastardos intentó comerme a mí. Así que también servirá para que nos lo comamos nosotros, ¿no le parece?

—Absolutamente —dijo Paul, que empezó a trabajar inmediatamente con el cuchillo.

Hermana se quitó la mochila, abrió la bolsa y le entregó unas latas de verduras en conserva. Paul las abrió con un abrelatas y vertió su contenido en una gran cacerola de hierro.

Hermana se estremeció pero, evidentemente, aquel hombre sabía lo que estaba haciendo. La cabaña parecía estar compuesta únicamente de dos habitaciones grandes. En la habitación donde se encontraban, y junto al calentador de queroseno, había una pequeña chimenea de ladrillos sin desbastar, con un fuego alegremente encendido en ella que proporcionaba más luz y calor. En varios puntos de la habitación había unas pocas velas sobre pequeños platos y una lámpara de queroseno. También había dos sacos de dormir desenrollados, una pequeña cama y un montón de periódicos apilados en un rincón. En el otro lado de la habitación había una estufa de hierro forjado y un buen montón de troncos apilados para la leña.

—Steve —dijo Paul—, ahora puedes encender la estufa.

El muchacho se levantó, tomó una pala situada junto a la chimenea, recogió algunos trozos de madera ardiendo y los introdujo en la estufa. Hermana sintió una nueva oleada de alegría. ¡Iban a disfrutar de una comida caliente!

—Ahora ha llegado el momento —dijo el hombre más viejo, mirando a Paul—. Ha llegado el momento, ¿verdad?

Paul miró su reloj de pulsera.

—No, todavía no.

Siguió troceando los intestinos y los sesos, y Hermana observó que sus dedos eran largos y delgados. Pensó que tenía manos de artista, muy poco adaptadas para la tarea que estaban realizando ahora.

—¿Es aquí donde vive? —le preguntó.

—Sí —asintió él con un gesto—. Llevo viviendo aquí…, oh, desde hace unos cuatro años. Durante el verano soy el vigilante de la zona de esquí de Big Pines, que está a unos diez kilómetros de aquí. —Señaló en la dirección del lago, por detrás de la cabaña—. Durante el invierno, holgazaneo un poco y vivo de lo que obtengo de la tierra. —Levantó la mirada y sonrió tristemente—. Este año, el invierno ha llegado muy pronto.

—¿Qué estaba haciendo en la carretera?

—Los lobos suelen acudir por allí para ver qué encuentran. Yo acudo para cazarlos. Así fue como encontré a todas estas pobres almas, deambulando por la Interestatal ochenta. He encontrado unos cuantos más. Sus tumbas están ahí afuera. Se las mostraré más tarde, si lo desea. —Ella negó con un gesto de la cabeza—. Mire, los lobos siempre han vivido en las montañas. Nunca tuvieron razones para bajar. Comían conejos, algún venado viejo y cualquier otro animal que pudieran encontrar. Pero ahora los animales pequeños se mueren en sus madrigueras, y los lobos son capaces de oler la carne nueva. Así que bajan en manadas al supermercado de la Interestatal ochenta para buscar allí la carne fresca. Esta gente llegó aquí antes de que empezara a nevar, si es que a esa mierda radiactiva se le puede llamar nieve. —Lanzó un gruñido de asco—. En cualquier caso, la cadena alimentaria ha quedado perturbada. No hay animales pequeños para que los grandes se puedan alimentar. Sólo alguna gente. Y los lobos empiezan a sentirse realmente desesperados…, y se muestran muy osados. —Echó las tripas troceadas en la cacerola, luego destapó uno de los recipientes de sangre y vertió su contenido en ella. El olor de la sangre impregnó toda la estancia—. Mete más madera ahí, Steve. Queremos que esta mierda hierva de verdad.

—De acuerdo.

—¡Sé que ha llegado el momento! —lloriqueó el viejo—. ¡Tiene que haber llegado!

—No, todavía no —le dijo Kevin Ramsey—. No hasta que hayamos comido.

Paul añadió el contenido de otro recipiente de sangre a la cacerola y empezó a removerlo todo con una cuchara de madera.

—Ustedes también pueden quitarse los abrigos y quedarse a cenar, a menos que prefieran dirigirse hacia la carretera para encontrar el restaurante más próximo.

Hermana y Artie se miraron el uno al otro, los dos sintiendo náuseas a causa del olor que procedía del estofado. Hermana fue la primera en quitarse los guantes, el abrigo y el gorro de lana. Luego Artie hizo lo mismo de mala gana.

—Muy bien —dijo Paul levantando la cacerola y colocándola sobre uno de los quemadores de la estufa—. Alimenta ese trasto y hagamos un buen fuego. —Mientras Steve Buchanan se ocupaba del fuego, Paul se volvió hacia un armario y sacó una botella en la que todavía quedaba un poco de vino tinto—. Esto es el último resto —les dijo—. Todo el mundo puede tomar un buen trago.

—Espere —dijo Hermana. Abrió de nuevo la cremallera de la mochila y sacó el pack de seis cervezas Olympia—. Es posible que esto vaya mejor con el estofado.

Los ojos de todos se encendieron como candiles.

—¡Dios mío! —exclamó Paul—. Señora, acaba de robarme usted el alma.

Tocó delicadamente el pack, como si tuviera miedo de que las botellas se evaporaran, y al ver que no sucedía así liberó una de la anilla de plástico que la sujetaba. La sacudió un poco y le alegró comprobar que no se había helado. Luego, quitó el tapón y se llevó la botella a la boca, tomando un largo y profundo trago, con los ojos cerrados de embeleso.

Hermana entregó cervezas a todos, y compartió la botella de Perrier con Artie. No era tan satisfactoria como la cerveza, pero de todos modos tenía un buen sabor.

El estofado para asnos hizo que la cabaña oliera como un matadero. Desde el exterior llegó hasta ellos un aullido bajo y distante.

—Esos bastardos lo huelen —dijo Paul, mirando hacia la ventana—. ¡Oh, van a estar rodeando este lugar dentro de muy pocos minutos!

Los aullidos continuaron y fueron haciéndose más numerosos, a medida que más lobos añadían sus notas disonantes a los primeros.

—¡Tiene que haber llegado el momento! —insistió el viejo después de haberse terminado la cerveza—. ¿Verdad?

—Ya casi ha llegado —dijo Mona Ramsey con una voz suave y encantadora—. Pero todavía no. Todavía no.

Steve removía el contenido de la cacerola.

—Está hirviendo. Creo que está mierda ya está todo lo preparada que puede estar.

—Estupendo.

El estómago de Artie estaba a punto de quedársele helado.

Paul sirvió el estofado en cuencos de arcilla. Estaba más espeso de lo que Hermana había supuesto, y el olor que despedía era pesado, pero no parecía peor que algunas de las cosas que había tenido que comer después de sacarlas de los cubos de basura de Manhattan. La materia tenía un color rojo oscuro y si no se la miraba muy de cerca, uno se podría haber imaginado que era un buen estofado de carne de buey.

En el exterior, los lobos aullaban al unísono, mucho más cerca que antes de la cabaña, como si supieran que uno de los suyos estaba a punto de ser devorado por los humanos.

—Esto hay que echárselo al coleto —dijo Paul Thorson, que fue el primero en probarlo.

Hermana se llevó el cuenco a la boca. La sopa era amarga y arenosa, pero la carne no estaba tan mala. De repente, la saliva le llenó la boca, y ella se tragó la comida caliente casi como un animal. Después de tomar dos tragos, Artie empezó a ponerse pálido.

—¡Eh! —le dijo Paul—, si va a vomitar, hágalo fuera. Una sola mancha en mi suelo limpio y tendrá que dormir usted con los lobos.

Artie cerró los ojos y siguió comiendo. Los otros atacaron sus cuencos, terminándolos de limpiar con los dedos, y extendiéndolos luego para pedir más, como huérfanos de Oliver Twist.

Los lobos aullaban y armaban ruido justo delante de la cabaña. Algo chocó contra la pared, y Hermana se sobresaltó tanto que se salpicó el suéter con el estofado para asnos.

—Sólo tienen curiosidad —le dijo Steve—. No se preocupe, señora. Hace frío.

Hermana tomó un segundo cuenco. Artie la miró horrorizado y se apartó un poco, a rastras, con la mano apretada contra el dolor que le latía en las costillas. Paul lo observó, pero no dijo nada.

En cuanto la cacerola hubo quedado totalmente limpia, el viejo dijo con irritación:

—¡Ha llegado el momento! ¡Ahora!

Paul apartó el cuenco vacío y volvió a comprobar su reloj.

—Todavía no ha transcurrido un día entero.

—Por favor —dijo el viejo, con los ojos de un animal de compañía perdido—. Por favor…, ¿de acuerdo?

—Ya conoces las reglas. Una vez al día. Ni más, ni menos.

—Por favor. Sólo por esta vez…, ¿no podemos hacerlo más temprano?

—¡Ah, mierda! —exclamó Steve—. ¡Adelante y terminemos de una vez! Mona Ramsey sacudió la cabeza con violencia.

—¡No, todavía no ha llegado el momento! ¡Aún no ha transcurrido un día completo! ¡Conocéis las reglas!

Los lobos seguían gruñendo y aullando en el exterior, casi como si metieran los hocicos por entre las grietas de la puerta. Dos o más de ellos empezaron una pelea a dentelladas, gruñendo. Hermana no tenía ni la menor idea acerca de qué estaban hablando los demás, pero fuera lo que fuese, llegó a la conclusión de que debía de tratarse de algo vital. El viejo estaba a punto de echarse a llorar.

—Sólo esta vez…, sólo esta vez —gimió.

—¡No lo hagas! —le dijo Mona a Paul, con una mirada desafiante en los ojos—. ¡Debemos tener reglas!

—¡Oh, que se jodan las reglas! —exclamó Steve Buchanan golpeando el mostrador con el cuenco—. ¡Yo digo que lo hagamos y que acabemos de una vez!

—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Hermana, extrañada.

Los demás dejaron de discutir y se la quedaron mirando. Paul Thorson miró su reloj y luego lanzó un profundo suspiro.

—De acuerdo —dijo—. Sólo por esta vez, lo haremos más temprano. —Levantó una mano para rechazar las objeciones de la mujer joven—. Sólo vamos a adelantarnos una hora y veinte minutos. Eso no puede hacernos ningún daño.

—¡Sí que puede! —casi gritó Mona. Su esposo le pasó el brazo por los hombros, como para contenerla—. ¡Podría arruinarlo todo!

—Votemos entonces —propuso Paul—. Seguimos siendo una democracia, ¿no? Que diga «sí» todo el mundo que quiera hacerlo antes.

—¡Sí! —gritó inmediatamente el viejo.

Steve Buchanan levantó el dedo gordo en el aire. Los Ramsey permanecieron en silencio. Paul se quedó quieto, escuchando la llamada de los lobos, y Hermana se dio cuenta de que estaba pensando. Luego, Paul dijo tranquilamente:

—Sí. Por lo tanto, ganan los votos afirmativos.

—¿Y qué pasa con ellos? —preguntó Mona señalando a Hermana y Artie—. ¿Es que ellos no votan?

—¡Demonios, no! —exclamó Steve—. ¡Son nuevos! ¡Todavía no tienen derecho al voto!

—Los votos afirmativos ganan —repitió Paul con firmeza, mirando fijamente a Mona—. Una hora y veinte minutos de adelanto no representarán una gran diferencia.

—¡Sí que la representa! —replicó ella con la voz quebrada. Empezó a sollozar, mientras su marido la sostenía por los hombros y trataba de calmarla—. ¡Esto lo va a arruinar todo! ¡Sé que lo hará!

—Ustedes dos, vengan conmigo —les dijo Paul a Hermana y Artie, indicándoles que le siguieran a la otra habitación de la cabaña.

En la habitación había una cama normal con un edredón, unas pocas estanterías con papeles y con libros de tapa dura, una mesa y una silla. Sobre la mesa había una vieja máquina de escribir Royal y un delgado fajo de hojas de papel. Las hojas de papel arrugadas y tiradas a la papelera, que estaba llena, habían caído alrededor de esta. Sobre la mesa también había un cenicero lleno de cerillas y una pipa negra de madera de brezo, de cuya cazoleta se había derramado el tabaco. Sobre una pequeña mesita situada junto a la cama había un par de platos pequeños con velas, y la ventana de la habitación daba al lago ahora contaminado.

Pero no fue eso lo único que puso de manifiesto la ventana.

Aparcado detrás de la cabaña había una vieja camioneta Ford, con la pintura gris de buque de guerra descascarillándose de los lados y el óxido empezando a comerse el metal del capó y los guardabarros.

—¡Tiene usted una camioneta! —exclamó Hermana con excitación—. ¡Dios mío! ¡Podemos salir de aquí!

Paul miró el vehículo, sonrió burlonamente y se encogió de hombros.

—Olvídelo, señora.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir con eso de que lo olvide? ¡Tiene usted una camioneta! ¡Podemos regresar a la civilización!

Paul tomó la pipa y metió el dedo en la cazoleta, rascando el depósito de carbón del fondo.

—¿Sí? ¿Y dónde cree usted que puede estar eso?

—¡Ahí fuera! ¡A lo largo de la Interestatal ochenta!

—¿A qué distancia cree usted? ¿Tres kilómetros? ¿Cinco? ¿Veinte? ¿Qué le parecen setenta? —Dejó la pipa sobre la mesa y la miró fijamente. Luego corrió una cortina verde que separaba su habitación de la otra—. Olvídelo —repitió—. Esa camioneta sólo tiene una cucharada de gasolina, los frenos están estropeados y dudo mucho que logre arrancar. La batería ya estaba jodida incluso en sus mejores tiempos.

—Pero… —Volvió a mirar el vehículo por la ventana, luego miró a Artie y finalmente a Paul Thorson—. Tiene usted una camioneta —repitió escuchándose a sí misma decirlo casi como con un quejido.

—Los lobos tienen dientes —replicó él—. Y muy afilados. ¿Quiere usted que esas pobres almas de ahí fuera descubran hasta qué punto son afilados? ¿Quiere usted que se amontonen en la caja de una camioneta y salgan a dar una agradable excursión a través de Pennsylvania, con una cucharada de gasolina en el depósito? Claro. No habrá ningún problema para llamar a un remolque cuando nos quedemos averiados. Un remolque que nos lleve directamente a la estación de servicio, donde compraremos lo que necesitemos con nuestras tarjetas de crédito y luego seguiremos felizmente nuestro camino. —Permaneció un momento en silencio, luego meneó la cabeza y añadió—: No se torture, señora. Olvídelo. Estamos aquí para quedarnos.

Hermana escuchó el aullido de los lobos, y su sonido flotó a través de los bosques y del lago helado, y temió que él pudiera tener razón.

—Pero no les he pedido que vengan aquí para hablarles de esa destartalada camioneta —dijo Paul. Se inclinó y extrajo una vieja cajonera de madera de debajo de la cama—. Ustedes dos aún parecen conservar buena parte de su sano juicio. No sé qué es lo que habrán tenido que pasar, pero les puedo asegurar que esas personas de ahí fuera están agarradas a la vida con las uñas. —La cajonera estaba cerrada por un candado del tamaño de un puño. Extrajo una llave de un bolsillo de los pantalones vaqueros y abrió el candado—. Aquí solemos participar en un pequeño juego. Es posible que no parezca muy agradable, pero supongo que eso les ayuda a no dejarse vencer. Es algo así como caminar todos los días hasta el buzón para ver si ha llegado la carta de amor o el cheque que se está esperando.

Levantó el candado y abrió el cajón. En el interior, entre periódicos y trapos, había tres botellas de Johnny Walker etiqueta roja, una Magnum 357 y una o dos cajas de municiones, algunos manuscritos de aspecto enmohecido sostenidos con bandas de goma, y otro objeto algo grande envuelto en un plástico. Paul empezó a desplegar el plástico.

—En realidad, es una mierda —dijo—. Yo llegué aquí desde ninguna parte para alejarme de la gente. No puedo soportar demasiado al género humano. Nunca pude. Desde luego, no soy precisamente el buen samaritano. Y entonces, de repente, la carretera empezó a llenarse de coches y cadáveres, y la gente empezó a correr por todas partes como alma que lleva el diablo, y yo me encontré con que estaba hasta las orejas del género humano. Me dije que todo se había echado a perder y que nos merecíamos todo lo que nos ocurriera. —Terminó de desplegar el plástico y puso al descubierto una radio con una intrincada serie de diales y botones. Lo levantó de la cajonera, abrió el cajón de la mesa y extrajo ocho baterías—. Es una radio de onda corta —les dijo al tiempo que procedía a colocar las baterías en la parte posterior del aparato—. Me gustaba escuchar los conciertos de Suiza a altas horas de la noche.

Luego cerró la cajonera y volvió a echar el candado.

—No comprendo —dijo Hermana.

—Ahora lo comprenderá. Lo único que les pido es que no pierdan su compostura, al margen de lo que pueda suceder ahí fuera dentro de pocos minutos. Como ya les he dicho, sólo se trata de un juego, pero hoy parecen estar todos un poco exaltados. Sólo quería advertirles.

Les hizo señas para que lo siguieran y regresaron los tres a la habitación principal.

—¡Hoy me toca a mí! —gritó en seguida el viejo, levantándose sobre sus rodillas, con los ojos muy brillantes.

—Tú lo hiciste ayer —le dijo Paul con serenidad—. Hoy le toca a Kevin.

Ofreció la radio al joven. Kevin vaciló, y después lo tomó como si aceptara a un bebé envuelto en pañales.

Los demás se reunieron a su alrededor, a excepción de Mona Ramsey, que permaneció acurrucada un tanto aparte, con gesto petulante. Pero incluso ella observó con excitación a su esposo. Kevin tomó la punta de la antena de la radio y la levantó en toda su altura de unos setenta centímetros, con el metal brillando como una promesa.

—De acuerdo —dijo Paul—. Enciéndela.

—Todavía no —dijo el joven, resistiéndose—. Por favor, todavía no.

—¡Adelante, hombre! —exclamó Steve Buchanan—. ¡Hazlo!

Lentamente, Kevin hizo girar uno de los botones, y la aguja roja se movió hasta un extremo del dial de frecuencia. Luego apoyó el dedo contra un botón rojo y lo dejó descansar allí, como si no pudiera soportar la idea de apretarlo. Emitió un repentino y agudo suspiro y su dedo apretó el botón de encendido.

Hermana parpadeó, y todos los demás respiraron aliviados, o se encogieron, o se agitaron.

Ningún sonido surgió de la radio.

—¡Aumenta el volumen, hombre!

—Ya está muy alto —dijo Kevin.

Luego, lenta, delicadamente, empezó a mover la aguja a lo largo del dial de frecuencia.

Avanzó milímetro a milímetro y seguía sin escucharse nada. La aguja roja siguió moviéndose, casi imperceptiblemente. A Hermana le sudaban las palmas de las manos. Lenta, muy lentamente, la aguja fue recorriendo milímetros.

De pronto, una fuerte explosión de estática surgió del altavoz, y todos los presentes se sobresaltaron. Kevin miró a Paul.

—La atmósfera está supercargada —dijo este.

La aguja roja siguió moviéndose a través de pequeños números y puntos decimales, buscando una voz humana que estuviera retransmitiendo.

Diferentes tonos de estática surgieron por el altavoz y se desvanecieron, con una extraña cacofonía de violencia atmosférica. Hermana escuchó el aullido de los lobos en el exterior, mezclándose con el ruido de la estática, un sonido solitario, de una soledad que casi encogía el corazón. Los espacios de ondas muertas se alternaban con una crujiente y terrible estática, y Hermana se dio cuenta de que estaban escuchando a los fantasmas procedentes de los cráteres negros abiertos allí donde antes habían existido las ciudades.

—¡Estás yendo demasiado rápido! —objetó Mona.

Kevin hizo aún más lento el progreso de la aguja, hasta el punto de que una araña podría haber tejido su tela entre sus dedos. El corazón de Hermana latía con fuerza a cada ínfimo cambio que se produjera en el pitido o el volumen de la estática que surgía del altavoz.

Finalmente, Kevin llegó al final del dial. Sus ojos estaban iluminados por las lágrimas.

—Intenta la AM —le dijo Paul.

—¡Sí! ¡Prueba con la AM! —dijo Steve apretando un hombro a Kevin—. ¡Tiene que haber algo en la AM!

Kevin hizo girar otro dial más pequeño para cambiar de la onda corta a la AM y volvió a emprender la búsqueda con la aguja a través de los números y los decimales. Esta vez, a excepción de unas bruscas detonaciones, clics y un débil y distante zumbido, como el de las abejas, la banda estaba casi completamente muerta. Hermana no supo cuánto tiempo tardó Kevin en alcanzar el otro extremo del dial; pudieron haber sido diez minutos, o quince, o veinte. Pero recorrió toda la banda hasta percibir el susurro más débil, y finalmente se sentó, sosteniendo la radio entre las manos, contemplándola fijamente, mientras que en su sien se le percibía un latido firme.

—Nada —susurró, y apretó el botón rojo.

Se produjo el más absoluto silencio.

El viejo se llevó las manos al rostro.

Hermana escuchó que Artie, que estaba de pie a su lado, emitía un suspiro de impotencia y desesperación.

—Ni siquiera Detroit —dijo angustiosamente—. Dios mío…, ni siquiera Detroit.

—¡Lo has hecho girar demasiado rápido, hombre! —le dijo Steve a Kevin Ramsey—. ¡Mierda, has pasado como un bólido! ¡Creí haber escuchado algo… que sonaba como una voz! ¡Y tú lo pasaste de largo!

—¡No! —gritó Mona—. ¡No hubo ninguna voz! Lo que pasa es que lo hemos hecho demasiado temprano, y por eso no se escucha ninguna voz. Si lo hubiéramos hecho en su momento, ateniéndonos a las reglas, estoy segura de que esta vez habríamos escuchado a alguien. ¡Lo sé!

—Era mi turno —dijo el viejo con ojos suplicantes, mirando a Hermana—. Siempre hay alguien que me roba el turno.

—¡No hemos cumplido las reglas! —exclamó Mona, que empezó a sollozar—. ¡No hemos encontrado la voz porque no hemos cumplido las reglas!

—¡Maldita sea! —espetó Steve—. ¡Pues yo he oído una voz! ¡Juro por Dios que la he oído! Estaba justo…

Extendió la mano para apoderarse de la radio, pero Paul Thorson se le adelantó y se hizo cargo de ella, luego bajó la antena y se volvió, pasando junto a la cortina para entrar en la otra habitación. Hermana apenas si podía creer lo que acababa de ver; en su alma se agitaba la cólera, y una sensación de piedad por aquellas pobres almas impotentes. Decidida, se encaminó a la habitación, donde encontró a Paul envolviendo la radio en el plástico protector.

Él levantó la mirada hacia ella, y Hermana, sin poder contenerse, le dio un bofetón poniendo en él toda la furia de su juicio. El golpe le hizo caer hacia atrás, sobre el suelo, y le dejó las huellas enrojecidas de los dedos sobre la mejilla. Sin embargo, al caer, sujetó la radio protectoramente contra su pecho y amortiguó el golpe de la caída sobre su hombro. Permaneció en el suelo, parpadeando y mirándola.

—¡Jamás había visto nada tan cruel en toda mi vida! —exclamó Hermana con voz enfurecida—. ¿Cree usted que eso ha sido divertido? ¿Consigue un gran placer con ello? ¡Levántese, hijo de puta! ¡Le voy a patear el culo hasta pasarlo a través de la pared!

Avanzó decidida hacia él, pero Paul extendió una mano y ella vaciló.

—Espere —casi gimió—. Un momento. No lo ha comprendido, ¿verdad?

—¡Usted es el que lo va a comprender, mierda!

—Espere un momento. Espere y observe lo que viene a continuación. Luego, si le parece, podrá patearme cuanto quiera.

Se incorporó, siguió envolviendo cuidadosamente la radio y la colocó de nuevo en la cajonera, echó el candado y la empujó bajo la cama.

—Después de usted —le dijo, señalándole la habitación donde estaban los demás.

Mona Ramsey estaba acurrucada en un rincón, sollozando, mientras su marido intentaba consolarla. El viejo se había acurrucado en otro rincón, con la mirada perdida. Steve lanzaba puñetazos contra la pared, profiriendo obscenidades. En el centro de la habitación, Artie permanecía muy quieto, mientras el muchacho se agitaba a su alrededor, sin dejar de lanzar puñetazos contra la pared.

—¿Mona? —dijo Paul con Hermana situada tras él y hacia un lado.

La mujer joven levantó los ojos para mirarlo. El viejo también le miró, y lo mismo hizo Kevin. Steve dejó de golpear las paredes.

—Tienes razón, Mona —siguió diciendo Paul—. Esta vez no hemos seguido las reglas, y por eso no hemos escuchado ninguna voz. Ahora bien, eso no quiere decir que vayamos a escucharla mañana, aunque nos atengamos a las reglas. Pero mañana será otro día, ¿verdad? Eso fue lo que dijo Scarlett O’Hara. Mañana encenderemos de nuevo la radio y lo volveremos a intentar. Y si mañana no escuchamos nada, lo seguiremos intentando al día siguiente. Ya sabéis que se necesita algo de tiempo para reparar una emisora de radio y poder emitir de nuevo. Eso puede tardar bastante tiempo. Pero mañana volveremos a intentarlo, ¿de acuerdo?

—¡Claro! —exclamó Steve—. ¡Demonios, se necesita algo de tiempo para reparar una emisora de radio! —Sonrió con una mueca, mirándolos a todos—. ¡Apuesto a que ahora mismo están trabajando en ello a marchas forzadas! Dios, eso sí que sería un buen trabajo, ¿no os parece?

—Yo me pasaba antes todo el tiempo escuchando la radio —dijo el viejo, ahora sonriente, como si acabara de entrar en un sueño—. En el verano escuchaba todos los partes meteorológicos de la radio. Mañana escucharemos a alguien, ¡os apuesto lo que queráis!

Mona se agarró al hombro de su esposo.

—No hemos seguido las reglas, ¿verdad? ¿Lo ves? Ya te lo dije…, es muy importante tener reglas. —Pero su llanto había desaparecido, y ahora se echó a reír, tan repentinamente como había empezado a llorar—. ¡Dios nos permitirá escuchar a alguien si nos atenemos a las reglas! ¡Mañana! ¡Sí, creo que podría ser mañana!

—¡Correcto! —asintió Kevin, abrazándola más estrechamente—. ¡Mañana!

—Sí —dijo Paul mirándolos a todos. Tenía una sonrisa en la cara, pero en sus ojos había una expresión de dolor y angustia—. Yo también creo que podría ser mañana, ¿verdad? —preguntó, volviéndose a mirar a Hermana.

Ella vaciló y entonces, de repente, lo comprendió. Aquellas personas no tenían nada por lo que vivir, excepto aquella radio guardada en la cajonera. Sin ella, si no contaran con el anhelo de esperar un momento muy especial del día, cada uno de ellos podría suicidarse. Mantener la radio encendida durante todo el tiempo no haría más que despilfarrar las baterías y terminar así con todas las esperanzas. Comprendió que Paul Thorson sabía que jamás volverían a escuchar una voz humana con aquella radio. Pero, a su manera, él estaba siendo un buen samaritano. Mantenía vivas a todas aquellas personas, y no sólo se limitaba a alimentarlas.

—Sí —contestó finalmente—. Creo que podría ser mañana.

—Bien. —La sonrisa de Paul se hizo más profunda, así como la red de arrugas que había alrededor de sus ojos—. Espero que ustedes dos sepan jugar al póquer. Dispongo de una baraja y de un montón de cerillas. Ustedes no tenían prisa por ir a ninguna parte, ¿verdad?

Hermana miró a Artie, que estaba de pie en el centro de la habitación, con los ojos hundidos, una mirada vacía en sus ojos, y se dio cuenta de que estaba pensando en el agujero que seguramente existía en el lugar donde antes había estado Detroit. Lo observó fijamente por un momento, hasta que al fin él se enderezó y contestó con un tono de voz débil pero valiente:

—No, no tengo prisa por llegar a ninguna parte. Ya no más.

—Aquí solemos jugar al póquer descubierto —dijo Paul—. Si gano, tengo el derecho de leerles mis poesías, y ustedes tendrán que sonreír y disfrutarlas. O eso, o se encargan de vaciar los cubos de excrementos…, como prefieran.

—Eso ya lo decidiré cuando llegue el momento —replicó Hermana, y llegó a la conclusión de que Paul Thorson le caía muy bien.

—¡Habla usted como una verdadera jugadora, señora! —dijo Paul frotándose las manos y expresando una sonrisa burlona—. ¡Bienvenida al club!