31

Los golpes del gran puño

Distinguió a lo lejos el perfil de edificios pequeños, de un solo piso y de casas de ladrillo rojo que empezaron a aparecer entre la profunda penumbra escarlata. «Una ciudad —pensó Josh—. ¡Gracias a Dios!».

El viento seguía soplando con fuerza a su espalda, pero después de lo que le parecieron como unas ocho horas de caminata durante el día anterior, y por lo menos otras cinco en el día de hoy, se sentía a punto de caer desmoronado sobre el suelo. Llevaba a la niña exhausta en sus brazos, como lo había venido haciendo durante las dos últimas horas, y caminaba con las piernas rígidas, las plantas de los pies sangrando y supurándole las ampollas, y los zapatos que empezaban a abrirse por las costuras. Pensó que su aspecto debía de ser el de un zombie, o como el monstruo de Frankenstein llevando a la desmayada heroína entre sus brazos.

Habían pasado la noche anterior al abrigo de un camión tumbado, rodeado por balas de heno desparramadas por todas partes. Josh las había arrastrado con dificultad para formar un cobijo artesanal que pudiera conservar un poco el calor de sus cuerpos. Sin embargo, habían estado acurrucados en medio de ninguna parte, rodeados por campos desolados y muertos, y los dos habían temido la aparición de las primeras luces, porque sabían que entonces tendrían que levantarse y reanudar la caminata.

La oscura ciudad, compuesta apenas por una serie de edificios destrozados por el viento y unas pocas casas muy espaciadas sobre un terreno polvoriento, significó para él un acicate para seguir adelante. No vio coches, ni la menor señal de luz o de vida. Había una gasolinera de la Texaco, con un surtidor de gasolina y un garaje cuyo techo se había derrumbado. Un cartel que se bamboleaba de un lado a otro, colgado de sus goznes, anunciaba: «HERRAMIENTAS Y ALIMENTOS DE TUCKER», pero la ventana delantera de la tienda estaba hecha añicos y el lugar aparecía pelado. Un pequeño café también se había derrumbado, a excepción de un cartel que decía: «¡BUENAS COMIDAS!». Josh pasó por delante de los edificios derrumbados. Cada uno de sus pasos era un ejercicio doloroso. Vio docenas de libros diseminados por los alrededores, con las páginas revoloteando con fuerza bajo el capricho del viento. A su izquierda encontró los restos de una pequeña estructura con un cartel pintado a mano que decía: «BIBLIOTECA PÚBLICA SULLIVAN».

«Sullivan», pensó Josh. Fuera cual fuese aquel pueblo llamado Sullivan, ahora estaba muerto.

Percibió un movimiento por el rabillo del ojo. Miró hacia un lado y algo pequeño —«¿un conejo?», se preguntó— desapareció de su visión por detrás de las ruinas del café.

Josh tenía el cuerpo rígido a causa del frío, y sabía que Swan también debía de estar helada. La niña sostenía aquel muñeco como si se tratara de la propia vida, y ocasionalmente se encogía en su atormentado sueño. Se aproximó a una de las casas, pero se detuvo al ver un cuerpo encogido, como un signo de interrogación, tumbado en uno de los escalones que daban al porche. Se encaminó hacia la casa siguiente, más adelante y al otro lado de la carretera.

El buzón de correos, sostenido sobre un pedestal retorcido, estaba pintado de blanco, y tenía dibujado en negro lo que parecía ser un ojo, con los párpados superior e inferior. El nombre, escrito a mano, decía: «Davy y Leona Skelton». Josh cruzó el terreno polvoriento, subió los escalones y se detuvo ante la puerta de rejilla que daba acceso al porche.

—¿Swan? —dijo—. Despierta ahora.

Ella murmuró algo y él la dejó en el suelo. Luego intentó abrir la puerta, pero la encontró cerrada con pestillo desde el interior. Levantó un pie y lo lanzó contra el centro, desencajándola de sus goznes. Luego cruzaron el porche, hacia la puerta principal de la casa.

Josh acababa de poner una mano sobre el pomo de la puerta cuando esta se abrió de golpe y el cañón de una pistola le miró directamente a los ojos.

—Ha roto usted mi puerta —dijo la voz de una mujer desde la penumbra.

La pistola se mantuvo firme frente a él.

—Ah…, lo siento, señora. No creía que hubiera nadie aquí.

—Entonces, ¿por qué cree que estaba cerrada la puerta? ¡Esto es propiedad privada!

—Lo siento —repitió Josh viendo el dedo curvado de la mujer sobre el gatillo—. No tengo ningún dinero —añadió—. Si tuviera algo le pagaría la puerta.

—¿Dinero? —La mujer carraspeó y escupió más allá de donde él estaba—. ¡El dinero ya no vale nada! Demonios, una puerta como esa valdría una bolsa llena de oro. ¡Le volaría la cabeza aquí mismo si luego no tuviera que limpiar los restos!

—Si no le importa, seguiremos nuestro camino.

La mujer permaneció en silencio. Josh distinguió el perfil de su cabeza, pero no pudo verle el rostro. La cabeza de la mujer se volvió hacia Swan.

—Una niña —dijo con suavidad—. Oh, santo Dios… una niña pequeña…

—¡Leona! —llamó una voz débil desde el interior de la casa—. Leo…

La voz se vio interrumpida por un espasmo de tos terrible y estrangulador.

—¡Está bien, Davy! —dijo la mujer—. ¡Voy en seguida! —Volvió su atención a Josh, con la pistola todavía apuntándole directamente a la cabeza—. ¿De dónde vienen ustedes dos? ¿Adónde se dirigen?

—Venimos de… por allí —contestó, haciendo un movimiento hacia el extremo del pueblo—. Y supongo que vamos por ese camino —dijo señalando en la otra dirección.

—No parece un gran plan de viaje.

—Supongo que no lo es —asintió él, observando con inquietud el ojo negro de la pistola.

Ella guardó silencio, bajó la mirada hacia la niña y luego lanzó un profundo suspiro.

—Bueno —dijo finalmente—, puesto que ya han recorrido la mitad del camino, dará lo mismo que terminen por recorrer el resto.

Hizo un movimiento con el cañón del arma y se apartó de la puerta. Josh tomó a Swan de la mano y ambos entraron en la casa.

—Cierre la puerta —dijo la mujer—. Gracias a ustedes no tardaremos en estar cubiertos de polvo.

Josh hizo lo que se le había pedido. Había un pequeño fuego encendido en la chimenea, y la figura baja y fuerte de la mujer quedó recortada contra el fuego, al tiempo que se movía por la habitación. Encendió un farol protegido contra el viento que había sobre la repisa y luego un segundo y un tercero, colocados estratégicamente en diversos puntos de la habitación para obtener de ellos el máximo de luz. Le había puesto el seguro a la pistola, pero la conservaba a su lado. Una vez que hubo terminado de encender los faroles, se volvió para observar con atención a Josh y a Swan.

Leona Skelton era de baja estatura y ancha de hombros. Llevaba un tupido suéter de color rosa encima de un mono andrajoso y unos zapatos de piel rosada. Su cabeza cuadrada parecía haber sido esculpida en una manzana, y luego puesta a secar al sol; no había un solo lugar terso en toda ella, cubierta de grietas y arrugas. Sus grandes y expresivos ojos azules estaban rodeados de una red de arrugas, y las profundas líneas de su frente ancha parecían como un bajorrelieve en arcilla de las olas del océano. Josh calculó que debía de tener entre sesenta y cinco y setenta años, aunque llevaba el cabello rizado y peinado hacia atrás teñido de un alegre color rojo. Ahora, al mirar alternativamente a Josh y a Swan, sus labios se abrieron lentamente y Josh observó que algunos de sus dientes delanteros eran de plata.

—Dios todopoderoso —dijo sin aspavientos—, están los dos quemados, ¿verdad? Oh, Jesús… Lo siento, no quería mirar, pero… —Observó a Swan y su rostro pareció contraerse en una mueca de dolor. En sus ojos apareció el brillo de unas lágrimas—. Oh, santo Dios —susurró Leona—. Oh, Dios mío, están los dos… tan malheridos.

—Estamos con vida —dijo Josh—. Eso es lo que cuenta.

—Sí —asintió ella con un gesto bajando la mirada hacia el suelo de madera dura—. Le ruego que disculpe mi rudeza. Le aseguro que tengo mejor educación.

—¡Leona! —llamó la débil voz del hombre, que sufrió un nuevo acceso de tos.

—Será mejor que vaya a ver a mi marido —dijo ella, abandonando la habitación para desaparecer por un pasillo.

Mientras estuvo ausente, Josh contempló la habitación en la que se encontraban; estaba escasamente amueblada, con muebles de pino sin pintar y delante de la chimenea había extendida una deshilachada alfombra de color verde. Evitó mirar en un espejo que colgaba de una pared y se acercó a una vitrina cercana, con puertas de cristal. En las estanterías había docenas de esferas de cristal de todos los tamaños, la más pequeña de las cuales tenía el tamaño de un guijarro, mientras que la más grande tenía el tamaño de los dos puños de Josh entrelazados, casi la mitad de una bola de jugar a los bolos. La mayoría era del tamaño de pelotas de béisbol y perfectamente claras, aunque algunas mostraban matices de azul, verde y amarillo. A la colección se añadían diferentes clases de plumas, algunas de las cuales eran mazorcas secas con penachos multicolores, y un par de pieles de serpiente de aspecto frágil y casi transparente.

—¿Dónde estamos? —le preguntó Swan, que seguía sosteniendo su Monstruo de las Galletas.

Por debajo de sus ojos se veían oscuros huecos de color púrpura, producto de la fatiga, y la sed le quemaba en el fondo de la garganta.

—En un pequeño pueblo llamado Sullivan. No hay gran cosa por aquí. Parece que todo el mundo se ha marchado, excepto estas personas.

Se acercó a la repisa de la chimenea, donde había varias fotografías Polaroid enmarcadas; en una de ellas, Leona Skelton estaba sentada en una mecedora, en el porche, con un hombre sonriente y robusto, de edad media, que tenía más vientre que cabello, pero que mostraba una expresión jovial en los ojos, y un cierto matiz malicioso detrás de las gafas de montura metálica. Rodeaba a Leona con un brazo y la otra mano parecía avanzar hacia su regazo. Ella estaba riendo, con la boca llena de un brillo plateado, y su cabello no era tan rojizo como el que mostraba ahora; en cualquier caso, parecía tener unos quince años menos.

En otra fotografía, Leona acunaba a un gatito blanco en los brazos, como si fuera un bebé, que dejaba colgar las patas en el aire y parecía sentirse feliz. Una tercera fotografía mostraba al hombre de vientre prominente con otro tipo más joven. Los dos llevaban cañas de pescar, y mostraban peces de buen tamaño.

—Esa es mi familia —dijo Leona regresando a la salita. Ya no llevaba el arma en la mano—. Mi esposo se llama Davy, nuestro hijo es Joe y la gata es Cleopatra. Bueno, quiero decir que se llamaba Cleopatra. La enterré hace unas dos semanas, en la parte de atrás. La enterré profundamente, para que nada pudiera llegar hasta ella. ¿Y vosotros tenéis nombres o acabáis de salir del cascarón? —preguntó con una sonrisa, tuteándolos.

—Yo soy Josh Hutchins. Y ella es Sue Wanda, pero la llaman Swan.

—Swan —repitió Leona—. Es un nombre muy bonito. Significa cisne, ¿verdad? Me alegro mucho de conoceros.

—Gracias —dijo Swan, sin olvidar su buena educación.

—¡Oh, Señor! —exclamó Leona. Se inclinó y tomó algunas revistas de agricultura y de Hogares con estilo, que se habían caído de la mesita de café, y luego tomó una escoba que estaba apoyada en un rincón y empezó a barrer el polvo hacia la chimenea—. ¡La casa está hecha un asco! —se disculpó mientras trabajaba—. Antes la tenía limpia como una patena, pero últimamente el tiempo pasa sin darme cuenta. ¡Hace ya muchos días que no tengo visitas! —Terminó de barrer el polvo y luego se quedó de pie ante una ventana, contemplando la penumbra rojiza y el viento que azotaba los restos de Sullivan—. Era un pueblo bastante bonito —dijo como si hablara consigo misma—. Por aquí vivíamos más de trescientas personas. Todas eran muy buena gente. Ben McCormick solía decir que era lo bastante grueso como para ocupar el lugar de tres. Drew y Sissy Stimmons vivían en esa casa de ahí enfrente —dijo señalando hacia afuera—. ¡Oh, cómo le gustaban a Sissy sus sombreros! Tenía por lo menos treinta. Cada domingo se ponía uno diferente durante treinta domingos, y luego empezaba por el principio. Kyle Doss era el propietario del café, y Geneva Dewberry dirigía la biblioteca pública, ¡y vaya si sabía hablar de libros! No paraba. —Su voz se iba tranquilizando cada vez más, disminuyendo su tono, como si se alejara perdida en sus recuerdos—. Geneva decía que un día iba a sentarse y a escribir una novela de amor. Yo siempre creí que terminaría por hacerlo. —Señaló en otra dirección—. Norm Barkley vivía allá, al final de la calle, aunque desde aquí no se divisa su casa. Cuando era joven, casi estuve a punto de casarme con Norman, pero un sábado por la noche Davy me robó el corazón con una rosa y un beso. Sí, señor —asintió con un gesto, y luego pareció recordar dónde estaba. Su espalda se irguió, se volvió y dejó la escoba en un rincón, como si acabara de abandonar a un compañero de baile—. Bueno, este era nuestro pueblo.

—¿Adónde se marcharon todos? —preguntó Josh.

—Al cielo —contestó ella—. O al infierno. Supongo que al primer sitio desde donde se les reclamara. Oh, algunos de ellos recogieron unas cuantas cosas y se marcharon —añadió, encogiéndose de hombros—. Aunque no sé adónde fueron. Pero la mayoría de nosotros nos quedamos aquí, en nuestras casas, en nuestra tierra. Luego, la enfermedad empezó a afectar a la gente… y apareció la muerte. Es como un gran puño que llama a la puerta de una…, bum, bum, bum, bum. Así es como suena. Y una sabe que no puede impedirle la entrada, aunque haya que intentarlo. —Se humedeció los labios con la lengua, con los ojos vidriosos y distantes—. Sin duda, hace un tiempo loco para ser el mes de agosto, ¿verdad? Lo bastante frío como para congelar el rabo de una bruja.

—Sabe… lo que sucedió, ¿verdad?

—Oh, sí —asintió—. Lee Procter tenía la radio encendida y a todo volumen en la tienda en el momento en que yo estaba allí comprando cuerda y clavos para colgar un cuadro. No sé qué emisora había sintonizado, pero de repente se produjo un verdadero guirigay y surgió la voz de un hombre que hablaba muy de prisa acerca de un estado de emergencia, de bombas y todo eso. Luego se escuchó un sonido chisporroteante, como el de la grasa en una sartén caliente, y la radio se quedó muda. Ya no pudimos captar ni un susurro. Wilma James llegó corriendo, gritándonos a todos que miráramos al cielo. Salimos y miramos, y vimos los aviones, o las bombas, o lo que fuera, pasando sobre nuestras cabezas, algunos de ellos a punto de chocar entre sí de tan juntos como iban. Y Grange Tucker exclamó: «¡Está sucediendo! ¡Se está produciendo el Armagedón!». Y se sentó en la acera, delante de la tienda, contemplando aquellos artefactos que cruzaban el cielo.

»Luego llegó el viento, y el polvo y el frío —siguió diciendo, volviendo a mirar por la ventana—. El sol adquirió un tono rojo sangre. Se formaron fuertes remolinos, y uno de ellos alcanzó la granja de McCormick y, sencillamente, se la llevó por los aires y no dejó de ella más que los cimientos. No quedaron ni rastro de Ben, Ginny o los niños. Entonces, todo el mundo empezó a venir a verme porque querían saber qué les depararía el futuro y todo eso. —Se encogió de hombros—. No podía decirles que veía calaveras allí donde en ese momento sólo contemplaba sus caras. ¿Cómo se le puede decir algo así a los amigos? Bueno, el caso es que no apareció por aquí el señor Laney, el cartero del condado de Russell, y las líneas telefónicas habían quedado cortadas, y no había electricidad. Todos sabíamos que había ocurrido una catástrofe. Kyle Doss y Eddie Meachum se presentaron voluntarias para recorrer en coche los treinta kilómetros que nos separan de Matheson y descubrir qué estaba ocurriendo. No regresaron jamás. También vi calaveras en sus rostros, pero ¿qué podía decir yo? A veces no tiene ningún sentido decirle a la gente que sus días están contados.

Josh no comprendió del todo las divagaciones de la anciana.

—¿Qué quiere decir con eso de que veía calaveras en sus caras?

—Oh, lo siento. Me olvido que fuera de Sullivan nadie sabe nada de mí.

Leona Skelton se apartó de la ventana con una débil sonrisa en su rostro de manzana reseca. Tomó uno de los faroles, cruzó la salita hasta una estantería llena de libros y sacó uno con el lomo de cuero. Se lo acercó a Josh y lo abrió.

—Ahí tiene. Esa soy yo —dijo, señalando una fotografía amarillenta y un artículo cuidadosamente recortado de una revista.

El titular decía: «VIDENTE DE KANSAS PROFETIZÓ LA MUERTE DE KENNEDY SEIS MESES ANTES DE QUE OCURRIERA». Y más abajo, un titular en letras más pequeñas proclamaba: «Leona Skelton profetiza riquezas y una nueva prosperidad para Estados Unidos». La fotografía mostraba a una Leona Skelton mucho más joven, rodeada de gatos y bolas de cristal.

—Eso es de la revista Fate, y fue publicado en 1964. Le escribí una carta al presidente Kennedy, aconsejándole que se mantuviera alejado de Dallas, porque él estaba pronunciando un discurso en la televisión y yo vi una calavera donde tenía el rostro, y luego utilicé las cartas del tarot y el tablero Ouija, y descubrí que Kennedy tenía un poderoso enemigo en Dallas, Texas. Incluso obtuve parte del nombre, que surgió como Osbald. En cualquier caso, le escribí esa carta, y hasta me hice una copia. —Pasó la página, enseñándole una avejentada carta escrita a mano y casi ilegible, fechada el 19 de abril de 1963—. Dos hombres del FBI acudieron a mi casa y quisieron mantener una larga conversación conmigo. Yo estaba bastante tranquila, pero aquellos hombres asustaron mucho al pobre Davy. Oh, eran tipos que hablaban muy suavecito, pero que la miraban a una y parecían traspasarla. Me di cuenta de que, en su opinión, yo no era más que una lunática. Me dijeron que no volviera a escribir más cartas como aquella y luego se marcharon.

Pasó otra página. El titular del siguiente artículo decía: «VIDENTE DE KANSAS TOCADA POR UN ÁNGEL EN EL MOMENTO DE NACER».

—Eso se publicó en el National Tattler, hacia 1965. Se me ocurrió mencionarle a aquella periodista que mi madre siempre me había dicho que había tenido una visión de un ángel envuelto en una túnica blanca, besándome la frente cuando yo era un bebé. El caso es que esto se publicó después de que yo encontrara a un niño pequeño que se había perdido de sus padres en Kansas City. El pequeño se volvió loco y se escapó de casa, y se había escondido en un viejo caserón situado a sólo dos manzanas de distancia. —Pasó más páginas, señalando con orgullo distintos artículos publicados en el Star, el Enquirer y en la revista Fate. El último artículo, publicado en un pequeño periódico de Kansas databa de 1987—. Últimamente no he estado muy acertada —dijo ella—. Problemas de sinusitis y artritis. Supongo que eso me ha nublado la capacidad. Pero, en cualquier caso, esa soy yo.

Josh gruñó. Nunca había creído en la percepción extrasensorial, pero a juzgar por lo que había visto últimamente, cualquier cosa le parecía posible ahora.

—Ya he visto sus bolas de cristal en la vitrina.

—¡Es mi colección favorita! ¡Proceden de todo el mundo!

—Son muy bonitas —añadió Swan.

—Es usted muy amable, señorita —dijo ella, sonriéndole a Swan. Luego volvió a mirar a Josh—. Resulta que no profeticé lo que iba a suceder. Quizá me esté haciendo ya demasiado vieja como para saber lo que va a ocurrir. Pero tuve una sensación muy inquietante, en lo más profundo de mis entrañas, acerca de ese estúpido y espectacular presidente. Pensé que era la clase de persona capaz de permitir que se agitaran demasiados gallos en el gallinero. Ni Davy ni yo votamos por él, ¡no señor!

El acceso de tos volvió a sonar en la habitación del fondo. Leona ladeó la cabeza y escuchó con atención, pero la tos se desvaneció y Leona volvió a relajarse.

—No tengo mucho que ofreceros en materia de comida —explicó—. Tengo algunas tortas hechas con harina vieja de maíz, tan duras como bloques de ceniza, y un plato de sopa de verduras. Aún puedo seguir cocinando en el fuego de la chimenea, pero me he acostumbrado a la comida tan fría como la cama de una virgen. Tengo un pozo en el patio de atrás del que todavía sale agua limpia. Así que sois bienvenidos a compartir lo poco que hay.

—Muchas gracias —dijo Josh—. Creo que un poco de sopa y unas tortas de maíz serán algo estupendo, estén frías o no. ¿Hay alguna forma de que me pueda quitar de encima toda esta suciedad?

—¿Quieres decir que deseas tomar un baño? —Se quedó pensativa un rato—. Bueno, supongo que podremos hacerlo al estilo antiguo: calentar baldes de agua en el fuego de la chimenea y llenar con ellos la bañera. Y en cuanto a ti, señorita, también espero que tomes un buen baño. Claro que es posible que los desagües se atasquen con tanta suciedad, y no creo que el fontanero pase nunca más por casa. Pero ¿qué habéis estado haciendo los dos? ¿Jugando en la tierra?

—Algo así —dijo Swan.

Pensó que tomar un baño era una buena idea, ya fuera de agua caliente o fría. Sabía que olía como una pequeña cerdita, pero tenía miedo de ver qué aspecto tendría su piel por debajo de toda aquella suciedad. Sabía que no iba a ser nada agradable.

—Entonces os traeré un par de cubos y vosotros mismos podréis bombear el agua. ¿Quién quiere ser el primero? —Josh se encogió de hombros y señaló a Swan—. Muy bien, os ayudaré a bombear el agua, pero tengo que quedarme cerca de Davy por si le da un ataque. Os encargaréis de traer los cubos y los calentaremos en la chimenea. Dispongo de una bonita bañera con patas de gancho que no ha acogido ningún cuerpo desde que empezó todo este lío.

Swan asintió con un gesto y le dio las gracias; Leona Skelton se marchó a la cocina para traer los cubos. Desde la habitación del fondo, Davy Skelton tosió unas pocas veces con violencia y luego el ruido de la tos remitió.

Josh estuvo tentado de dirigirse hacia aquella habitación y echarle un vistazo al hombre, pero no se atrevió. Aquella tos sonaba muy mal; le recordaba la misma tos que le había escuchado a Darleen poco antes de morir. Se imaginó que debía ser causada por el envenenamiento de la radiación. «La enfermedad empezó a afectar a las personas», había dicho Leona. El envenenamiento por radiación debió de haber afectado a todo el pueblo. Pero a Josh se le ocurrió pensar que algunas personas parecían resistir mejor que otras los efectos de la radiación. Quizá dejaba fuera de combate a algunos con una tremenda rapidez, mientras que a otros les afectaba más lentamente. Él estaba cansado y débil a causa de la caminata, pero por lo demás se sentía bien; Swan también parecía encontrarse en buena forma, a excepción de sus quemaduras, y Leona Skelton tenía un aspecto bastante saludable. Allá, en el sótano donde habían quedado atrapados, Darleen había estado bien un día, para verse postrada y con fiebre al día siguiente. Quizá algunas personas podían continuar durante semanas o meses, sin sentir todos los efectos de la radiación. Esperaba que así fuera.

Pero ahora mismo, la idea de tomar un baño caliente y de disfrutar de una comida verdadera, tomada en un plato y con una cuchara, le hacía sentirse excitado.

—¿Estás bien? —le preguntó a Swan, que miraba fijamente hacia ninguna parte.

—Estoy mejor —contestó la niña.

Su mente había vuelto a su madre, que se había quedado allí, bajo la tierra, y a lo que había dicho PawPaw, o lo que se hubiera apoderado de él. ¿Qué significaba aquello? ¿De qué se suponía que debía protegerla el gigante? ¿Y por qué a ella?

Pensó en los brotes verdes que habían crecido en la tierra, adquiriendo la forma de su propio cuerpo. Nunca le había sucedido nada parecido. Realmente, no había tenido que hacer nada, ni siquiera amasar la tierra entre sus manos. Claro que estaba acostumbrada a aquella sensación de hormigueo, a sentirse a veces cómo una fuente de energía que surgía de la tierra y pasaba por su espina dorsal…, pero esto era diferente.

Llegó a la conclusión de que algo había cambiado. «Siempre puedo hacer crecer las flores», pensó. Cuidarlas en una tierra húmeda, cuando brillaba el sol, había sido muy sencillo. Pero ahora había hecho crecer hierba en la oscuridad, sin agua, y ella ni siquiera lo había intentado. Sí, algo había cambiado.

Y entonces se le ocurrió pensarlo, con sencillez: «Ahora soy más fuerte que antes».

Josh cruzó la salita, dirigiéndose hacia la ventana, y contempló el pueblo muerto, dejando a Swan sumida en sus propios pensamientos. Allá afuera, una figura atrajo su atención: era un pequeño animal de alguna clase, resistiendo el viento. Tenía la cabeza levantada y miraba a Josh. Se dio cuenta de que era un perro, un pequeño terrier. Los dos se miraron fijamente durante unos pocos segundos, y luego el perro dio media vuelta y se alejó.

«Buena suerte», le deseó Josh. Se apartó de la ventana, sabiendo que el pequeño animal estaba destinado a morir, y experimentó una bocanada nauseabunda de la muerte. Davy tosió dos veces y llamó con voz débil a Leona. La mujer les sacó los dos cubos de la cocina para el baño de Swan, y luego regresó presurosa para ver cómo estaba su marido.