30

Recipientes de plástico

Dos figuras avanzaban lentamente por la Interestatal 80, con las montañas Pocono cubiertas de nieve a su espalda, en el este de Pennsylvania. La nieve caída era de un gris sucio, y entre ella sobresalían rocas que parecían verrugas creciendo en una carne leprosa. Una nueva nieve gris caía de un cielo hosco, de un verde asqueroso y sin sol, y silbaba suavemente entre los miles de nogales, olmos y robles ennegrecidos y sin hojas. Los árboles de hoja perenne habían adquirido un color amarronado y perdían sus agujas. Desde un extremo a otro del horizonte y a juzgar por todo lo que Hermana y Artie eran capaces de ver, no se observaba el menor rastro de vegetación verde, ni una sola hoja o brote.

El viento les azotaba, arrojándoles la nieve cenicienta contra el rostro. Ambos se habían cubierto con varias capas de ropas que habían ido recogiendo durante los veintiún días transcurridos desde que escaparan del monstruo que se había hecho llamar Doyle Halland. Habían encontrado unos grandes almacenes saqueados en las afueras de Paterson, New Jersey, de donde se lo habían llevado casi todo, a excepción de algunas mercancías que quedaban en el fondo, bajo un gran cartel con carámbanos pintados en los que se leía: «¡REBAJAS DE INVIERNO EN JULIO! ¡AHORRE EN SEARS!».

Las estanterías y los mostradores aparecían intactos, y en ellos había pesados abrigos de lana, bufandas a cuadros, gorras y guantes de lana forradas con piel de conejo. Encontraron incluso ropa interior térmica y un buen suministro de botas, que Artie alabó como mercancía de primera calidad. Ahora, después de haber recorrido más de ciento cincuenta kilómetros, las botas ya se habían hecho flexibles, pero sus pies sangraban, y después de haber destrozado los calcetines, se los habían envuelto en telas y periódicos.

Los dos llevaban mochilas al hombro, cargadas con toda clase de objetos recogidos: latas de comida, abrelatas, un par de cuchillos bien afilados que servían para todo, algunas cajas de cerillas, una linterna y baterías de repuesto, y el afortunado descubrimiento de una caja entera de seis botellas de cerveza Olympia. Alrededor de su hombro, Hermana también llevaba colgado una holgada bolsa de color verde oscuro que había encontrado en el almacén de suministros del ejército y la marina de Paterson, y con la que había sustituido a la pequeña bolsa Gucci. En ella llevaba una manta térmica, algunas botellas de Perrier y algunos trozos de alimentos congelados que habían encontrado en una tienda de comestibles casi vacía. En el fondo de la bolsa se encontraba el círculo de cristal, colocado allí donde Hermana pudiera percibirlo a través de la lona siempre que quisiera.

Hermana se protegía la cara y la cabeza con una bufanda roja y un gorro de lana de un intenso color verde, y llevaba un grueso abrigo de lana sobre dos suéteres. Unos holgados pantalones de lana y unos guantes de cuero completaban su atuendo, y se movía con lentitud sobre la nieve, con todo el peso que la presionaba, pero al menos se sentía caliente. Artie también iba cargado con un pesado abrigo, una bufanda azul y dos gorras sobre la cabeza, una encima de la otra. Sólo dejaba al descubierto la zona que le rodeaba los ojos, y allí tenía la carne roja y quemada por el viento. La nieve gris, de feo aspecto, se arremolinaba alrededor de ellos; el pavimento de la interestatal se hallaba cubierto de nieve hasta una profundidad de unos diez centímetros, y montones más altos de nieve se elevaban entre el bosque desnudo y las profundas grietas que se abrían a los lados.

Hermana, que caminaba unos pocos metros por delante de Artie, levantó una mano y señaló hacia la derecha. Se dirigió penosamente hacia cuatro figuras oscuras tumbadas en la nieve, y observó los cadáveres congelados de un hombre, una mujer y dos niños. Todos ellos llevaban ropas de verano, camisetas de manga corta y pantalones ligeros. El hombre y la mujer habían muerto cogidos de la mano. Pero a la mujer le habían cortado el dedo anular de la mano izquierda. Hermana pensó que se lo habían cortado para quitarle el anillo de boda. Los zapatos del hombre habían desaparecido y tenía los pies ennegrecidos. Sus ojos hundidos brillaban con un hielo grisáceo. Hermana se apartó de allí.

Desde que habían llegado a Pennsylvania, después de cruzar ante un gran cartel verde que decía: «BIENVENIDOS A PENNSYLVANIA. EL ESTADO BASE», unos cuarenta y cinco kilómetros y siete días atrás, habían encontrado casi trescientos cuerpos congelados a lo largo de la Interestatal 80. Se habían refugiado durante un tiempo en una ciudad llamada Stroudsburg, que había quedado asolada por un tornado. Las casas y edificios yacían desparramados bajo la nieve sucia, como si fueran los juguetes rotos de un gigante enloquecido, y allí también habían visto muchos cadáveres. Hermana y Artie habían encontrado un camión de reparto, con el depósito vacío de gasolina, aparcado en la calle principal de la ciudad, y habían dormido en la cabina. Luego, regresaron a la interestatal, dirigiéndose hacia el oeste, caminando con sus botas flexibles y con los pies ensangrentados, pasando junto a más cadáveres, coches destrozados y camiones tumbados que debieron de haberse visto atrapados en un intenso tráfico que trataba de huir hacia el oeste.

La marcha era dura y difícil. En el mejor de los casos recorrían siete u ocho kilómetros al día, antes de verse obligados a buscar refugio, en los restos de una casa, un cobertizo, un coche destrozado, cualquier cosa en la que pudieran abrigarse del viento. En veintiún días de marcha sólo habían visto a otras tres personas con vida; dos de ellas estaban rematadamente locas, y la tercera huyó precipitadamente hacia los bosques en cuanto les vio llegar. Tanto Hermana como Artie estuvieron enfermos durante un tiempo, tosieron y escupieron sangre, y sufrieron agudos dolores de cabeza. Hubo un momento en que Hermana pensó que iba a morir, y ambos dormían estrechamente abrazados, respirando roncamente; pero lo peor de las náuseas, la debilidad y el mareo febril ya había desaparecido y aunque a veces aún tosían incontrolablemente y vomitaban un poco de flujo sanguinolento, habían ido recuperando sus fuerzas poco a poco y también habían desaparecido los dolores de cabeza.

Dejaron atrás los cuatro cadáveres y no tardaron en encontrar los restos de un camión Airstream que había estallado. Un Cadillac calcinado aparecía aplastado contra él, y un Subaru había chocado por detrás con el Cadillac. Cerca, otros dos vehículos se habían estrellado e incendiado. Más allá, otro grupo de gente estaba tumbada en el mismo lugar donde habían muerto, con los cuerpos encogidos y abrazados los unos a los otros, en un vano intento por buscar algo de calor. Hermana pasó junto a ellos sin detenerse; ahora, el rostro de la muerte ya no le era extraño, pero no podía soportar mirarla tan de cerca.

Unos cincuenta metros más adelante, Hermana se detuvo de pronto. Por delante de ella, a través de los remolinos de nieve, vio a un animal que mordisqueaba uno de los dos cadáveres apoyados contra la valla de protección de la carretera. El animal levantó la cabeza y se tensó. Hermana se dio cuenta de que se trataba de un perro grande, quizá lobo, que había bajado de las montañas para alimentarse. La bestia tenía aproximadamente el tamaño de un gran pastor alemán, con un hocico largo y una piel gris rojiza. Había devorado una pierna hasta dejarla en los huesos, y ahora se afianzó sobre su presa y miró amenazadoramente a Hermana.

«Si lo que quiere ese bastardo es carne fresca, estamos perdidos», pensó. Miró fijamente al animal y durante unos treinta segundos, ambos permanecieron así, mirándose con desafío. Luego, el animal emitió un gruñido bajo y siguió mordisqueando. Hermana y Artie dieron un amplio rodeo para evitarlo, y no dejaron de mirar atrás, hasta que salieron de una curva y lo perdieron de vista.

Hermana se estremeció bajo las capas de ropa que la cubrían. Los ojos de aquella bestia le habían recordado los de Doyle Halland.

El temor que le tenía a Doyle Halland empeoraba cuando caía la noche, y no parecía haber ninguna regularidad en su llegada, pues no se producía ninguna penumbra previa o sensación de que el sol estuviera desapareciendo. La oscuridad podía llegar después de dos o tres horas de lobreguez, o podía tardar lo que parecían ser veinticuatro horas, pero cuando llegaba era una oscuridad absoluta. En la noche, cualquier ruido era suficiente para que Hermana se sentara y escuchara, con el corazón latiéndole aceleradamente y un sudor frío brotándole en la cara. Ella tenía algo que aquella cosa Doyle Halland deseaba, algo que él no comprendía, como tampoco ella misma, pero le había prometido que la seguiría para conseguirlo. ¿Y qué haría con el objeto de cristal si lo conseguía? ¿Hacerlo añicos? Eso sería lo más probable. Mientras caminaba, miraba de vez en cuando por encima del hombro, temerosa de ver a una figura negra siguiéndola, con el rostro malformado y unos dientes puntiagudos mostrándose en una mueca como de tiburón.

«Te encontraré —le había prometido—. Te encontraré, zorra».

El día anterior se habían refugiado en un cobertizo destartalado y habían encendido un pequeño fuego en el granero. Hermana había sacado el objeto de cristal de su bolsa. Había pensado en su rompecabezas infantil que le ayudaba a predecir las cosas, y había preguntado mentalmente: «¿Qué nos espera?».

Desde luego, esta vez no apareció ningún poliedro blanco con respuestas para todos los gustos. Pero los colores de las joyas y su pulsación y su ritmo firmes la habían tranquilizado; se sintió como desplazándose en el vacío, encantada con el brillo del círculo, y luego pareció como si toda su atención, todo su ser, fuera atraído más y más profundamente en el cristal, cada vez más hondo, como si penetrara en el mismo corazón del fuego…

Y luego había vuelto a caminar en sueños, a través de aquel paisaje estéril y desolado donde estaba el túmulo de tierra, y el Monstruo de las Galletas permanecía a la espera de una niña perdida. Pero en esta ocasión vio algo diferente; esta vez había caminado en sueños hacia el túmulo, con la sensación de que sus pies no tocaban del todo la tierra, cuando, de repente, se detuvo y escuchó.

Creyó haber escuchado algo por encima del ruido del viento, como un sonido apagado que bien podría haber sido una voz humana. Escuchó con atención, esforzándose por percibirlo de nuevo, pero ya no pudo.

Y entonces vio un pequeño agujero en el terreno calcinado, casi a sus pies. Y mientras observaba se imaginó ver que el agujero empezaba a agrandarse, y la tierra crujió y se tensó a su alrededor. Y en el momento siguiente…, sí, sí, la tierra se estaba cuarteando, y el agujero se hacía más y más grande, como si algo se estuviera agitando allá abajo. Observó con atención, temerosa y fascinada a un tiempo, mientras las partes laterales del agujero se desmoronaban. Y entonces pensó: «No estoy sola».

Y del agujero surgió una mano humana.

Estaba manchada de gris y blanco, y era una mano grande, como la de un gigante. Los gruesos dedos arañaron la superficie de la tierra, hacia arriba, como los de un hombre muerto que estuviera excavando para salir de una tumba.

La visión la asustó tanto que retrocedió de un salto. Tuvo miedo de ver qué clase de monstruo podía emerger por él, y echó a correr a través de la llanura desolada y vacía, deseando frenéticamente: «Quiero volver, quiero volver a donde estaba…».

Y se encontró de nuevo ante el pequeño fuego, en el cobertizo destartalado. Artie la miraba con expresión extraña, con la carne enrojecida que le rodeaba los ojos como una máscara.

Le contó lo que había visto, y él le preguntó qué significaba aquello, según ella. Naturalmente, no supo decírselo; claro que podría haber sido algo que surgiera de su propia mente, quizá como respuesta al hecho de haber visto todos aquellos cadáveres en la carretera. Hermana había vuelto a guardar el círculo de cristal, pero la imagen de aquella mano extendiéndose hacia arriba, surgiendo de la tierra, se le quedó grabada en el cerebro. Y no pudo apartarla.

Ahora, mientras caminaba penosamente sobre la nieve, tocó la figura del círculo en la bolsa de lona. Sólo saber que continuaba allí era suficiente para tranquilizarla, y en este preciso instante esa era la única magia que necesitaba.

Sus piernas se detuvieron de golpe.

Delante de ella, a unos seis metros de distancia, había otro lobo o perro salvaje o lo que fuera, plantado en medio de la carretera. Este estaba más delgado y mostraba manchas rojizas en carne viva en un costado. Los ojos del animal se hundieron en los de ella, y abrió el hocico lentamente, mostrando los colmillos, al tiempo que emitía un gruñido.

«¡Oh, mierda!», fue lo primero que pensó. Este parecía mucho más hambriento y desesperado que el otro. Y por detrás de él, en la nieve gris, distinguió a dos o tres más, situados a derecha e izquierda.

Miró por encima del hombro, más allá de donde estaba Artie, y vio otras dos figuras de lobos detrás de ellos, medio ocultas por la nieve, pero lo bastante cerca como para distinguir sus siluetas.

Su segunda reacción fue pensar: «Nuestras nalgas son hamburg…».

En ese instante, algo saltó desde la izquierda, como un movimiento borroso, y cayó contra el costado de Artie, que lanzó un grito al tiempo que caía, y la bestia, que a Hermana le pareció que podría haber sido la misma de pelaje rojizo que vieron dándose un festín con un cadáver, agarró entre los dientes parte de la mochila de Artie y la sacudió violentamente de un lado a otro, tratando de desgarrarla. Hermana se revolvió para sujetar a Artie por la mano que este había extendido, pero la bestia lo arrastró unos tres metros sobre la nieve, antes de soltarlo y alejarse hasta el límite de la visibilidad, donde siguió merodeando en círculos, lamiéndose el hocico.

Entonces, escuchó un gruñido gutural y se volvió al tiempo que el animal delgado y con úlceras enrojecidas saltaba sobre ella. Le golpeó en el hombro y estuvo a punto de arrojarla al suelo, cerrando sus fauces a pocos centímetros de su cara, con un ruido como el de la trampa de un oso al cerrarse de golpe. Ella olió a carne podrida en el hálito de la bestia y el animal le mordió entonces en la manga derecha del abrigo y tiró de ella. Otra bestia apareció como una sombra hacia la izquierda, y una tercera avanzó directamente por delante, agarrándole el pie derecho y tratando de arrastrarla. Ella se retorció y gritó; la bestia más delgada se acobardó y huyó, pero la otra tiró de ella sobre la nieve. Hermana sujetó la bolsa con las dos manos y lanzó patadas con la bota izquierda, alcanzando a la bestia tres veces en la cabeza antes de que esta lanzara un gañido y la soltara.

A su espalda, Artie estaba siendo atacado al mismo tiempo por otros dos. Uno lo atrapó por la muñeca, y sus colmillos casi le encontraron la carne, atravesando el pesado abrigo y el suéter, mientras el segundo le saltaba sobre el hombro, sacudiéndolo con un repentino acceso de fuerza.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó, esforzándose por librarse de ambos, lanzándolos en direcciones diferentes.

Hermana intentó mantenerse en pie, pero resbaló en la nieve y cayó. El pánico se apoderó de ella, agarrotándole las entrañas. Vio que Artie estaba siendo arrastrado por el animal que lo sujetaba por la muñeca, y se dio cuenta de que las bestias intentaban separarlos, del mismo modo que si fueran una cabeza de ganado del rebaño. Mientras hacía esfuerzos por incorporarse, una de aquellas bestias se abalanzó sobre ella y le agarró el tobillo entre las fauces, separándola otros pocos metros de donde se encontraba Artie, quien ahora sólo era una figura borrosa que se revolvía, rodeado por las figuras de las bestias sobre la nieve grisácea.

—¡Fuera, bastardo! —gritó ella.

El animal tironeó de ella con tal fuerza que por un instante pensó que le había arrancado la pierna. Lanzando un grito de rabia, Hermana le tiró la bolsa, sin soltarla del asa, y el animal volvió grupas. Pero apenas un segundo después otro se abalanzó sobre ella, con las fauces abiertas, buscándole el cuello. Levantó el brazo, y las mandíbulas se cerraron sobre él con una fuerza brutal. El perro lobo empezó a desgarrarle la tela del abrigo. Le golpeó con el puño izquierdo, alcanzándolo en las costillas y escuchó su gruñido, pero siguió tironeándole del abrigo, llegando ahora al primer suéter. Hermana se dio cuenta de que aquel condenado hijo de puta no iba a parar hasta que no mordiera carne. Lo volvió a golpear e intentó liberarse, pero ahora otro la atrapó de nuevo por el tobillo y tiró de ella en otra dirección. Tuvo la alocada imagen mental de ser un manjar que no tardaría en verse devorado.

Escuchó un agudo crujido y creyó que esta vez le habían roto la pierna. Pero la bestia que le tironeaba del hombro lanzó un gañido y saltó, huyendo alocadamente a través de la nieve. Luego escuchó un nuevo crujido, seguido inmediatamente por un tercero. El perro lobo que la sostenía por el tobillo se estremeció, aulló y Hermana vio que la sangre le brotaba de un boquete abierto en el costado. El animal la soltó y empezó a girar en círculo como si tratara de agarrarse la cola. Sonó un cuarto disparo, y Hermana se dio cuenta entonces de que la bestia había sido desgarrada por una bala, y escuchó un aullido de agonía procedente de donde se encontraba Artie Wisco. Luego, las otras bestias huyeron a la desbandada, resbalando y chocando entre sí en su prisa por escapar. En apenas cinco segundos habían desaparecido de su vista.

El animal herido cayó de costado a pocos pasos de Hermana, en frenéticas convulsiones. Ella se sentó sobre la nieve, atónita y mareada, y vio que Artie también hacía esfuerzos por levantarse. Cuando lo hubo conseguido, las piernas le fallaron de nuevo y cayó otra vez.

Una figura que llevaba un pasamontañas de esquiador, de color verde oscuro, una raída parka y unos vaqueros azules, pasó deslizándose junto a Hermana. Llevaba raquetas de nieve atadas a unas botas maltrechas, y del cuello le colgaba una cuerda que atravesaba tres recipientes de plástico vacíos. La cuerda tenía un grueso nudo en el extremo para evitar que los recipientes se cayeran. Sobre la espalda llevaba una mochila de color verde oscuro, algo más pequeña que las de Hermana y Artie. Se detuvo junto a ella.

—¿Está usted bien? —preguntó con un tono de voz que parecía como fibra de acero rozando una sartén de hierro.

—Sí, creo que sí.

Tenía magulladuras y moratones, pero no se había roto nada.

Plantó el rifle que llevaba, con la culata sobre la nieve, luego se quitó la cuerda que sostenía los recipientes de plástico y los dejó en el suelo, cerca del animal, que todavía pateaba. Retorció el cuerpo y se quitó la mochila, que también dejó en el suelo. Abrió la cremallera con las manos enguantadas y extrajo una serie de Tupperwares de diversos tamaños, con tapas de plástico que los cerraban herméticamente. Los colocó sobre la nieve, en una fila ordenada delante de él.

Artie se acercó tambaleante, sosteniéndose la muñeca con la otra mano. El hombre con el pasamontañas de esquiador le dirigió una rápida mirada y continuó con su tarea, sacándose los guantes y desanudando la cuerda para poder extraer los recipientes de plástico.

—¿Ese hijo de puta le ha hecho daño? —le preguntó a Artie.

—Sí. Me ha desgarrado la mano. Pero estoy bien. ¿De dónde ha salido usted?

—Por ahí —contestó el hombre señalando los bosques con un gesto de la cabeza.

Luego empezó a destapar los recipientes con dedos que se enrojecían con rapidez. El animal aún seguía pateando con violencia. El hombre se levantó, extrajo el rifle de la nieve y empezó a aplastarle la cabeza a golpes de culata. Tardó un minuto en terminar, pero finalmente la bestia emitió un gemido apagado, se estremeció y quedó inmóvil.

—No creía que nadie más pudiera venir por este camino —dijo el hombre—. Pensaba que, a estas alturas, todo el mundo se había marchado ya.

Volvió a arrodillarse junto al cuerpo del animal, extrajo un cuchillo de hoja larga y curvada de la funda que llevaba en el cinturón y trazó un corte en el bajo vientre grisáceo del animal. La sangre salió a borbotones. Tomó entonces uno de los recipientes de plástico y lo sostuvo debajo del chorro de sangre, que fue cayendo en el recipiente, llenándolo con rapidez. Luego lo tapó, lo dejó a un lado y tomó otro recipiente, mientras Hermana y Artie lo miraban con una silenciosa fascinación.

—Creía que ya todo el mundo estaba muerto —siguió diciendo el hombre, sin dejar de atender a su trabajo—. ¿De dónde son ustedes dos?

—Ah…, Detroit —logró decir Artie.

—Venimos de Manhattan —le dijo Hermana—. Vamos camino de Detroit.

—¿Se han quedado sin gasolina? ¿Han tenido una avería?

—No. Vamos caminando.

Lanzó un gruñido, dirigiéndole una rápida mirada antes de volver la atención a su tarea. El chorro de sangre se iba debilitando.

—Es un largo camino —dijo—. Condenadamente largo, sobre todo porque no servirá de nada.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que Detroit ya no existe. Fue barrida del mapa. Del mismo modo que no existen Pittsburgh, o Indianapolis, o Chicago, o Philadel­phia. Me sorprendería mucho saber que ha quedado alguna ciudad en pie. A estas alturas, supongo que la radiación también habrá hecho lo suyo en las ciudades pequeñas.

El flujo de sangre casi se había detenido. Tapó el segundo recipiente de plástico, que estaba medio lleno, y luego abrió un tajo más largo en el vientre del animal. Introdujo las manos desnudas en la herida humeante, hasta las muñecas.

—¡Eso no lo sabe! —exclamó Artie—. ¡No puede saberlo!

—Lo sé —replicó el hombre, pero no dio mayores explicaciones—. Señora, ¿quiere abrirme esos Tupperwares, por favor?

Ella hizo lo que se le había pedido, y el hombre empezó a extraer puñados de intestinos sanguinolentos y humeantes. Los troceó y llenó con ellos los Tupperwares.

—¿Le alcancé a ese otro bastardo? —le preguntó a Artie.

—¿Qué?

—El otro al que le disparé. El que le estaba desgarrando el brazo.

—Oh, sí, sí. —Artie no apartaba la mirada de los intestinos que empezaban a llenar los Tupperwares, de brillantes colores—. No, quiero decir… Creo que le alcanzó, pero me soltó y salió huyendo.

—Pueden ser muy duros estos hijos de puta —dijo el hombre, y luego empezó a separar la cabeza del animal, cortándola por el cuello—. Abra ese recipiente grande, señora —pidió. Introdujo una mano en la cabeza cortada y los sesos cayeron con un sonido apagado en el recipiente grande—. Ahora ya puede taparlos todos.

Hermana así lo hizo, a punto de vomitar ante el olor de la sangre. El hombre se limpió las manos en el pelaje del costado de la bestia y luego introdujo los dos recipientes de plástico pasando la cuerda por el agujero que tenían y volviendo a hacer el nudo en el extremo; después, se volvió a poner los guantes, se guardó el cuchillo en la funda y metió los recipientes en la mochila. Finalmente, se levantó.

—¿Tienen ustedes armas de fuego?

—No —contestó Hermana.

—¿Y alimentos?

—Tenemos…, tenemos algunas latas de verduras y zumo de frutas. Y también algunas comidas preparadas y congeladas.

—Comidas preparadas —repitió el hombre con desdén—. Señora, no podrán llegar muy lejos con este tiempo, alimentándose sólo de comidas preparadas. ¿Dice que tienen verduras? Espero que no sea bróculi. Odio el bróculi.

—No… Tenemos algo de maíz, y guisantes, y patatas hervidas.

—Me parece que con eso se podría hacer un buen estofado. Tengo mi cabaña a unos tres kilómetros al norte de aquí a vuelo de pájaro. Si quieren venir conmigo, serán bienvenidos. Si no, les deseo un buen viaje a Detroit.

—¿Cuál es la ciudad más cercana? —preguntó Hermana.

—Supongo que St. Johns. Hazleton es la más próxima de tamaño medio y eso está a unos quince kilómetros al sur de St. Johns. Es posible que por allí queden unas pocas personas, pero después de que pasara por allí la oleada de refugiados procedente del este, me sorprendería que encontraran gran cosa en cualquier ciudad, a lo largo de la interestatal ochenta. St. Johns está a unos seis o siete kilómetros hacia el oeste. —El hombre miró a Artie, que estaba goteando sangre sobre la nieve—. Amigo, eso va a atraer a cualquier animal carroñero que ronde por ahí, y créame que algunos de esos bastardos son capaces de oler la sangre a mucha distancia.

—Deberíamos ir con él —le dijo Artie a Hermana—. ¡Podría desangrarme!

—Lo dudo —dijo el hombre—. No se desangrará de un desgarrón como ese. No tardará en congelarse, pero sus ropas olerán a sangre. Como le he dicho, bajarán de las montañas con los colmillos bien dispuestos. Pero hagan ustedes lo que quieran. Yo voy a seguir mi camino. —Se retorció de nuevo para colocarse la mochila a la espalda, se pasó la cuerda alrededor del hombro y tomó su rifle—. Lleven cuidado —les dijo, y empezó a deslizarse sobre las raquetas de nieve, atravesando la carretera, en dirección a los bosques.

Hermana tardó unos dos segundos más en tomar su decisión.

—¡Espere un momento! —El hombre se detuvo—. Está bien. Iremos con usted, señor…

Pero él ya había reanudado la marcha, dirigiéndose hacia el lindero de un espeso bosque.

No tuvieron más remedio que seguirle apresuradamente. Artie miró por encima del hombro, aterrorizado ante la idea de que otros depredadores pudieran saltar sobre él por la espalda. Le dolían las costillas allí donde la bestia le había golpeado, y sentía las piernas como si fueran trozos de goma blanda. Él y Hermana entraron en el bosque, en pos de la figura del hombre que arrastraba los pies y llevaba un pasamontañas de esquiador, y dejaron atrás la carretera de la muerte.