Una extraña nueva flor
Josh Hutchins miró fijamente, bizqueó y parpadeó.
—¡Luz! —exclamó, con las paredes del túnel presionándole sobre los hombros y la espalda—. ¡Veo luz!
Por detrás de él, a unos diez metros de distancia, en el sótano, Swan preguntó a gritos:
—¿Está muy lejos?
Estaba toda sucia de tierra y parecía tener tanta tierra en las narices como para que allí también le brotara un pequeño jardín. Ese pensamiento le había hecho reírse unas cuantas veces, un sonido que ya no creía hubiera podido producir nunca más.
—Quizá falten tres o cuatro metros —contestó él.
Siguió excavando con las manos y empujando la tierra hacia atrás, para hacerla retroceder más con los pies. La utilización del pico y la pala habían representado un valeroso esfuerzo, pero al cabo de tres días de trabajo terminaron por darse cuenta de que las mejores herramientas eran sus propias manos. Ahora, al remover los hombros para avanzar un poco más y seguir sacando tierra, Josh levantó la mirada hacia la luz tenue que penetraba por la entrada de la madriguera de la ardilla, y pensó que era la luz más maravillosa que hubiera visto nunca. Swan entró en el túnel, por detrás de él y empujó la tierra suelta metiéndola en una gran lata vacía, transportándola de regreso hacia el sótano, donde la vació sobre el montón. Tenía cubiertas de tierra las manos, los brazos, la cara, la nariz y las rodillas, llenándola toda hasta casi los huesos. Tenía la sensación como de una llama quemándole en la espina dorsal. En el extremo del sótano, donde ella dormía, los brotes verdes ya habían alcanzado diez centímetros de altura.
La cara de Josh también estaba cubierta de tierra, y hasta la masticaba con los dientes. El terreno era pesado y tenía una consistencia espesa y gomosa, y tuvo que detenerse a descansar.
—¿Josh? ¿Estás bien? —preguntó Swan.
—Sí. Sólo necesito un minuto para recuperar el aliento.
Los hombros y los antebrazos le dolían despiadadamente, y la última vez que se había sentido tan débil fue después de una sesión de lucha libre con diez hombres en Chattanooga. La luz parecía hallarse algo más lejos de lo que había percibido al principio, como si el túnel —que ambos habían terminado por querer y odiar a un tiempo— se prolongara más allá, gastándoles un cruel truco de percepción visual. Tenía la sensación de arrastrarse por el interior de uno de esos tubos chinos que le encierran a uno los dedos, uno colocado en cada extremo, excepto por el hecho de que sentía todo su cuerpo dolorido.
Reanudó de nuevo el trabajo, arrancando una doble manotada de tierra que hizo pasar por debajo de su cuerpo hacia atrás, como si se encontrara nadando a través de la tierra. «Mi madre tenía una ardilla», y no pudo evitar una sonrisa, a pesar de la debilidad. Su boca tenía un sabor peculiar, como si hubiera estado comiendo pastel de barro.
Excavó diez centímetros más. Luego fueron treinta. ¿Se acercaba o se alejaba la luz? Se impulsó hacia adelante, pensando en cómo su madre solía regañarle porque no se limpiaba bien las orejas. Otros treinta centímetros, y luego otros. Por detrás de él, Swan se introducía en el túnel y sacaba la tierra suelta con la regularidad de un reloj. Ahora, la luz se estaba acercando. Estaba seguro de ello. Pero no le parecía tan hermosa. Era una luz pálida, nada parecida a la brillante luz del sol. Josh pensó que estaría contaminada y que probablemente también sería mortal. Pero continuó avanzando, arrancando un doble puñado de tierra tras otro, progresando con lentitud hacia el mundo exterior.
De pronto, la tierra le cayó sobre la nuca. Permaneció quieto, casi esperando que el túnel se hundiera, pero se mantuvo. «¡Por el amor de Dios, no te detengas ahora!», se dijo a sí mismo, y extendió las manos para arrancar el siguiente puñado.
—¡Ya casi he llegado! —gritó, pero la tierra apagó su grito. No sabía si Swan le había escuchado o no—. ¡Sólo falta un poco!
Pero poco antes de llegar a la abertura, que apenas tenía el tamaño de su puño, Josh tuvo que detenerse a descansar de nuevo. Permaneció quieto, observando anhelante la luz, con el agujero apenas a un metro de distancia. Ahora pudo oler el aire del exterior, los amargos aromas de la tierra quemada, las panochas de maíz calcinadas y el álcali. Se reanimó y siguió avanzando. La tierra estaba mucho más dura cerca de la superficie, y parecía llena de piedras cristalizadas y trozos metálicos. El fuego había quemado la tierra hasta convertirla en una especie de pavimento. Sin embargo, se esforzó por seguir avanzando, notando los latidos de los hombros, con la mirada fija en el agujero por donde entraba aquella fea luz. Y entonces se encontró lo bastante cerca como para introducir la mano por el agujero, aunque antes de hacerlo, gritó:
—¡Ya he llegado, Swan! ¡Estoy arriba!
Arrancó tierra con las uñas y su mano alcanzó el agujero. Pero la parte inferior de la superficie que lo rodeaba parecía estar compuesta por un asfalto guijarroso y ni siquiera pudo atravesarla con los dedos. Preparó el puño, con la carne moteada de gris y blanco y apretó la superficie hacia el exterior. Aumentó la presión. Y más aún. «¡Vamos, vamos! —pensó—. ¡Ábrete ya, maldita sea!».
Se produjo un sonido seco y firme de resquebrajamiento. Al principio, Josh pensó que había sido su brazo, que se había roto, pero no sintió ningún dolor, y siguió presionando, como si tratara de apartar el cielo.
La tierra volvió a crujir. El agujero empezó a desmoronarse y ampliarse. Sus puños empezaron a pasar por él y se imaginó qué era lo que podría ver alguien que estuviera de pie sobre la superficie: el florecimiento de un puño manchado como una cebra, como si fuera una nueva y extraña flor que surgiera de la tierra muerta, con los dedos abriéndose y extendiéndose como pétalos bajo la débil luz rojiza.
Josh pasó el brazo por el agujero, casi hasta la altura del codo. Un viento frío le azotó las puntas de los dedos. Ese movimiento de aire le excitó, como si le hubiera despertado de una prolongada somnolencia.
—¡Ya estamos fuera! —gritó, a punto de sollozar de alegría—. ¡Swan! ¡Estamos fuera!
Ella estaba detrás de él, acurrucada en el interior del túnel.
—¿Puedes ver algo?
—Voy a pasar la cabeza —le dijo—. Allá voy.
Se impulsó hacia arriba, con los hombros siguiendo a su brazo, ampliando el agujero. Luego, todo su brazo quedó fuera y la parte superior de la cabeza estuvo preparada para presionar y abrirse paso. Al hacerlo, pensó en sus hijos en el momento de nacer, con sus pequeñas cabezas esforzándose por llegar al mundo. Se sentía tan mareado y temeroso como posiblemente lo estaría un recién nacido. Detrás de él, Swan también le presionaba, ofreciéndole apoyo en su esfuerzo por liberarse.
La tierra se abrió con el sonido de la arcilla cocida que se parte con un crujido. Dándose un fuerte impulso, Josh lanzó la cabeza a través de la abertura, sacándola al viento turbulento que le mordía.
—¿Has llegado ya? —preguntó Swan—. ¿Qué ves?
Vio un paisaje desolado, de un color marrón ceniciento, sin ninguna protuberancia, a excepción de lo que parecían ser los restos retorcidos del Bonneville y del Camaro de Darleen. Por encima de él había un cielo cubierto de nubes bajas, espesas y grises. Desde un extremo al otro del horizonte las nubes giraban lenta y pesadamente, y aquí y allá se veían destellos azogados de un tono escarlata. Josh miró por encima de su hombro. A unos seis metros por detrás de él y a su izquierda había una gran colina de tierra, panochas de maíz calcinadas, y trozos de madera y metal de los surtidores de gasolina y de los coches. Se dio cuenta de que aquello era el túmulo donde habían estado enterrados y, al mismo tiempo, también se dio cuenta de que habrían sido quemados hasta morir de no haber sido por las toneladas de tierra y panochas de maíz que los habían cubierto. A excepción de eso, y de unos pocos restos y panochas desplazados por el viento, el paisaje era completamente llano y desértico.
El viento le azotaba el rostro. Se impulsó hacia arriba, terminando de salir del agujero y se sentó en cuclillas, mirando a su alrededor, contemplando la destrucción, mientras Swan surgía del interior del túnel. El frío se metió en los huesos de la niña, y sus ojos inyectados en sangre se desplazaron con incredulidad sobre lo que se había convertido en un desierto.
—Oh —susurró, aunque el viento se llevó su voz—. Todo… ha desaparecido…
Josh no la había escuchado. No era capaz de hacerse ninguna idea de dirección. Sabía que la ciudad más próxima, o lo que quedara de ella, era Salina. Pero ¿por dónde estaba el este y por dónde el oeste? ¿Dónde estaba el sol? Los restos llevados por el viento y el polvo lo oscurecían todo más allá de unos veinte metros de distancia. ¿Dónde estaría la carretera?
—No queda nada —dijo Josh casi hablando consigo mismo—. ¡No ha quedado absolutamente nada!
Swan vio entonces un objeto familiar. Se levantó y, haciendo un esfuerzo contra el viento, se acercó a la pequeña figura. La mayor parte del pelaje azulado se había quemado, pero quedaban intactos los ojos de plástico y las pequeñas pupilas negras que giraban. Swan se agachó y lo recogió. El cordón que le daba cuerda colgaba de la espalda del muñeco; lo agitó y escuchó al Monstruo de las Galletas pedir más pastas, con una voz lenta y distorsionada.
Josh también se levantó. «Bueno —pensó—, ya estamos fuera. ¿Y qué demonios hacemos ahora? ¿Adónde vamos?». Meneó la cabeza con aversión. Quizá no hubiera ningún sitio adónde ir. Quizá todo estaba como esto, en todas partes. ¿De qué servía abandonar su sótano? Miró tristemente hacia el agujero del que acababan de salir a rastras, y por un momento pensó en volver arrastrándose allí, como una gran ardilla, y pasarse el resto de sus días lamiendo latas y sentado en un montón de tierra.
«Cuidado», se dijo a sí mismo. Porque aquel agujero que regresaba al sótano, al fondo de la tumba, le resultó de pronto demasiado atrayente. Excesivamente atrayente. Se apartó del agujero unos pocos pasos y trató de pensar con coherencia.
Su mirada se desvió hacia donde se encontraba la niña. Estaba cubierta por la tierra del túnel, con las ropas desgarradas ondeando a su alrededor. Ella miraba fijamente hacia la distancia, con los ojos entrecerrados para protegerse del viento, con aquella destrozada muñeca acunada entre sus brazos. Josh se la quedó mirando durante largo rato.
«Podría hacerlo —se dijo—. Claro. Podría obligarme a mí mismo a hacerlo, porque sería lo adecuado. Podría ser lo adecuado, ¿no es cierto? Si todo está así, ¿para qué demonios sirve seguir viviendo? —Josh abrió las manos y las volvió a cerrar—. Lo podría hacer con rapidez. Ella ni siquiera sentiría nada. Y luego podría subir a ese montón de escombros y encontrar un buen trozo de metal con una punta aguzada y terminar también el trabajo conmigo mismo».
Eso sería lo más adecuado, ¿no?
«Protege a la niña», pensó, y entonces se sintió aguijoneado por una terrible y profunda vergüenza. «¿Cómo puedo protegerla? ¡Santo Dios, si no ha quedado nada! ¡Todo ha volado al infierno!».
Swan volvió la cabeza y su mirada buscó la de él. Dijo algo, pero Josh no pudo entenderla. Ella se le acercó más, temblando e inclinada contra el viento, y le preguntó a gritos:
—¿Qué vamos a hacer?
—¡No lo sé! —contestó también a gritos.
—No estará todo así, ¿verdad? Tiene que haber otras personas en otra parte. ¡Tiene que haber ciudades y gente!
—Quizá. Aunque tal vez no. ¡Maldita sea, hace frío!
Le tembló el cuerpo; había estado vestido para un caluroso día de julio, y ahora apenas si llevaba encima una camiseta desgarrada.
—¡No podemos quedarnos aquí! —dijo Swan—. ¡Tenemos que ir a alguna parte!
—Correcto. Bien, señorita, elige tú misma la dirección. A mí, todas me parecen iguales.
Swan se lo quedó mirando fijamente durante unos pocos segundos más y Josh volvió a sentirse avergonzado. Luego, ella se volvió en todas direcciones, como si tratara de elegir una. De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas, y estos le picaron tanto que casi se puso a gritar; pero se mordió el labio inferior, se lo mordió con fuerza, casi hasta hacérselo sangrar. Por un momento, deseó que su madre hubiera estado a su lado, para ayudarla y decirle lo que debía hacer. Ahora necesitaba más que nunca de ella para que la guiara. ¡No era justo que su madre se hubiera marchado para siempre! ¡No era bueno, y era injusto!
Pero finalmente, decidió que eso era pensar como una niña pequeña. Su madre se había marchado a casa, a un lugar pacífico muy lejos de allí, y Swan tenía que tomar algunas decisiones por sí misma. Y debía empezar a hacerlo ahora mismo.
Swan levantó la mano y señaló a la parte contraria de donde soplaba el viento.
—Por ahí —decidió.
—¿Por alguna razón en particular?
—Sí —contestó ella volviéndose y dirigiéndole una mirada que le hizo sentirse el payaso más estúpido sobre la tierra—. Porque de ese modo tendremos el viento a nuestra espalda. Nos empujará, y caminar no nos resultará tan duro.
—Oh —dijo Josh sumisamente.
En la distancia hacia la que ella había señalado no había nada, sólo el polvo que giraba formando torbellinos y la más completa desolación. No comprendía que hubiera ninguna razón para empezar a mover las piernas.
Swan se dio cuenta de que él estaba a punto de sentarse, y que una vez que lo hubiera hecho no habría forma de que ella consiguiera volver a levantar a este gigante.
—Hemos trabajado mucho para salir de ahí, ¿verdad? —le gritó para hacerse oír por encima del viento. Josh asintió con un gesto de cabeza—. Hemos demostrado que somos capaces de hacer algo si queremos hacerlo, ¿verdad? ¿Tú y yo? ¿No es cierto que formamos una especie de equipo? Hemos trabajado mucho, y ahora no deberíamos dejar de seguir trabajando. —Josh asintió con una expresión triste—. ¡Tenemos que intentarlo! —gritó Swan.
Josh volvió la mirada hacia el agujero. Al menos, allá abajo se estaba caliente. Allí disponían de comida. ¿Qué mal había en quedarse…?
Percibió un movimiento por el rabillo del ojo.
La niña, con el Monstruo de las Galletas en los brazos, había empezado a caminar en la dirección que ella misma había elegido, con el viento a la espalda, casi empujándola.
—¡Eh! —gritó Josh. Swan no se detuvo ni volvió la mirada—. ¡Eh! —volvió a gritar, y ella continuó caminando.
Josh dio un primer paso tras ella. El viento le dio por detrás, en las corvas. «¡Una falta! —pensó—. ¡Quince metros de penalización!». Luego, el viento le azotó en el trasero, haciéndole tambalearse hacia adelante. Dio un segundo paso, luego un tercero y un cuarto. Y finalmente se encontró siguiéndola, pero el viento le daba con tal fuerza en la espalda que casi parecía volar, en lugar de caminar. La alcanzó, anduvo algunos metros a su lado y nuevamente experimentó una sensación de vergüenza por su propia debilidad, porque la niña ni siquiera se dignó mirarle. Caminaba con la pequeña barbilla levantada, como si con ello desafiara la desolación a la que se enfrentaban; Josh pensó que parecía la pequeña reina de un reino que le hubiera sido robado, y que era una figura trágica y decidida.
«No hay nada ahí delante —pensó Swan, sintiendo una profunda y terrible tristeza, y si el viento no la hubiera estado empujando tan fuerte, podría haber caído de rodillas, desmoronada—. Todo ha desaparecido. Todo ha desaparecido».
Dos lágrimas resbalaron por la tierra pegada a la cara y las ampollas. «No es posible que todo haya desaparecido —se dijo—. ¡Tienen que haber quedado ciudades y gente en alguna parte! Quizá un kilómetro más adelante. Quizá dos. Sólo hay que caminar por el polvo y llegar hasta el horizonte».
Continuó caminando, dando un paso detrás de otro, con Josh Hutchins caminando a su lado.
Por detrás de ellos, la ardilla asomó la cabeza por el cráter y miró en todas direcciones. Luego, emitió un sonido castañeteante y volvió a desaparecer en la segura profundidad de la tierra.