27

Círculo negro

Sobre las ruinas de East Hanover, New Jersey, caían cortinas de agua helada, del color de la nicotina, azotadas por vientos de cien kilómetros por hora. La tormenta hacía que de los techos agrietados colgaran carámbanos, desmoronaba las paredes, desgajaba los árboles sin hojas y helaba todas las superficies con un hielo contaminado.

La casa donde se habían refugiado Hermana, Artie Wisco, Beth Phelps, Julia Castillo y Doyle Halland temblaba hasta en sus cimientos. Hacía tres días, desde que empezara la tormenta, que se encontraban arremolinados ante el fuego, que retumbó y se elevó cuando el viento derribó la chimenea. Casi todos los muebles habían desaparecido, rotos y echados al fuego, a cambio de un calor que les permitía mantenerse con vida. De vez en cuando, escuchaban los crujidos de las paredes, algunas de las cuales se agrietaron bajo el empuje del viento, y Hermana se encogió, pensando que aquella casa podía verse levantada por el viento como si sólo fuera un cartón. Pero la pequeña edificación era robusta y por el momento resistía. Escucharon ruidos como el de árboles desgajados, pero Hermana se dio cuenta de que debían corresponder al de otras casas que estaban siendo destrozadas por el viento, y que sus restos estarían siendo esparcidos por la tormenta. Hermana le pidió a Doyle Halland que les dirigiera a todos en un rezo colectivo, pero él la miró con ojos que expresaban amargura, y se arrastró hasta un rincón para fumar su último cigarrillo y contemplar el fuego con expresión hosca.

Se habían quedado sin comida, y tampoco les quedaba nada para beber. Beth Phelps había empezado a esputar sangre, y la fiebre le brillaba en los ojos. Cuando el fuego disminuía, el cuerpo de Beth aún se calentaba más, y los demás, quisieran o no, se acercaban más a ella para absorber el calor.

Beth inclinó la cabeza sobre el hombro de Hermana.

—Hermana —dijo con una voz suave y exhausta—. ¿Puedo…, puedo sostenerlo, por favor?

Hermana sabía a qué se refería. Al objeto de cristal. Lo tomó de la bolsa y las joyas brillaron a la luz anaranjada del fuego de la chimenea. Hermana miró en sus profundidades durante unos segundos, recordando sus experiencias de haber caminado en ensueño a través de un campo desolado cubierto de mazorcas de maíz quemadas. ¡Había parecido tan real! «¿Qué es esta cosa? —se preguntó—. ¿Y por qué la tengo precisamente yo?». Colocó el círculo de cristal en las manos de Beth. Los demás estaban observando, con los reflejos de las joyas desparramados sobre sus rostros cómo lámparas de arco iris procedentes de un paraíso lejano.

Beth se lo apretó contra su cuerpo. Miró fijamente el círculo y susurró:

—Estoy sedienta. Estoy muy, muy sedienta.

Luego permaneció en silencio, simplemente sosteniendo el cristal y mirando en él, mientras sus colores latían con lentitud.

—No queda nada para beber —replicó Hermana—. Lo siento.

Beth no dijo nada. La tormenta hizo que la casa se estremeciera durante unos segundos. Hermana se sintió observada de un modo muy penetrante por alguien y miró hacia donde estaba Doyle Halland. Se hallaba sentado a pocos pasos de distancia, con las piernas extendidas hacia el fuego y con la esquirla de metal que le atravesaba el muslo reflejando un destello de luz.

—Va a tener que sacarse eso de la pierna, antes o después —le dijo Hermana—. ¿Ha oído hablar alguna vez de la gangrena?

—Se mantendrá ahí —dijo él, y volvió su atención hacia el círculo de cristal.

—Oh —exclamó Beth ensoñadoramente. Su cuerpo se estremeció y luego dijo—: ¿Lo habéis visto? Estaba ahí. ¿Lo habéis visto?

—Ver… ¿qué? —preguntó Artie.

—La corriente. Fluyendo entre mis dedos. Estaba sedienta, y he bebido. ¿Es que nadie más lo ha visto?

«La fiebre le hace ver visiones», pensó Hermana. O quizá…, quizá ella también había estado como caminando en sueños.

—He metido las manos dentro —siguió diciendo Beth—, y el agua estaba fresca, muy fresca. Oh, hay un lugar maravilloso dentro del cristal…

—¡Dios mío! —exclamó Artie de pronto—. Escuchad… No había dicho nada antes, porque pensé que me estaba volviendo loco, pero… —Los miró a todos, y su mirada se detuvo finalmente en Hermana—. Quiero contarte algo que vi cuando miré esa cosa. —Y les contó el picnic que había visto y en el que había estado con su esposa—. ¡Fue muy extraño! Quiero decir que fue tan real que pude saborear lo que había comido incluso después de haber regresado. Me sentí con el estómago lleno, ¡y ya no tenía más hambre!

Después de haberle escuchado con intensidad, Hermana asintió con un gesto.

—Bueno —dijo—, dejadme que os diga adónde fui yo cuando miré el cristal.

Una vez que hubo terminado de explicar su experiencia, los otros permanecieron en silencio. Julia Castillo observaba a Hermana, con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado; no había comprendido una sola palabra de lo que se había dicho, pero vio que todos observaban el objeto de cristal, y sabía de qué estaban hablando.

—Mi experiencia también fue bastante real —siguió diciendo Hermana—. No sé lo que eso puede significar. Lo más probable es que no signifique nada. Quizá se trate de una imagen que surgió como flotando de mi propia cabeza. No lo sé.

—La corriente de agua es real —dijo Beth—. Sé que lo es. La puedo sentir, y la puedo saborear.

—Esa comida me llenó el estómago —les dijo Artie—. Impidió que me sintiera hambriento durante un tiempo. ¿Y qué me decís del hecho de que pudiéramos hablar con ella a través de esa cosa? —preguntó, señalando a Julia—. Quiero decir que es algo condenadamente extraño, ¿no os parece?

—Se trata de algo muy especial. Sé que lo es. Le proporciona a una lo que necesita. Quizá sea… —Beth se irguió y miró a los ojos de Hermana, quien tuvo la sensación de que a Beth empezaba a desaparecerle la fiebre—. Quizá sea algo mágico. Una especie de magia que no hubiera existido antes. Quizá…, quizá la explosión lo convirtió en algo mágico. Algo que hubiera podido haber en la radiación, o en…

En ese momento, Doyle Halland se echó a reír. Todos se sobresaltaron, asombrados por la dureza de su risa, y le miraron. Él sonrió con una mueca a la luz del fuego.

—Esta es la mayor locura de la que he oído hablar en toda mi vida. ¡Magia! ¡Quizá la explosión lo convirtió en un objeto mágico! —Meneó la cabeza con escepticismo—. ¡Vamos! Sólo es un objeto de cristal con algunas joyas incrustadas en su interior. Sí, es muy bonito. De acuerdo. Quizá incluso sea sensible, como si fuera un diapasón o algo parecido. Pero yo os digo que os está hipnotizando. Yo digo que esos colores os están haciendo algo en vuestras mentes; quizá sean ellos los que ponen en funcionamiento las imágenes en vuestras mentes y vosotros creéis que estáis comiendo en un picnic, o bebiendo de una corriente de agua fresca, o caminando por un campo desolado.

—¿Y qué me dices del hecho de que yo haya podido comprender el español, y ella el inglés? —le preguntó Hermana—. ¿Eso también se ha debido a la hipnosis?

—¿Habéis oído hablar alguna vez de hipnosis de masas? —preguntó directamente—. Esta cosa cae bajo la misma categoría que las estatuas que sangran, las visiones y las curaciones por la fe. Todo el mundo quiere creer en esas cosas, así que terminan por ser ciertas. Hacedme caso, yo sé algo de eso. He visto una puerta de madera de la que cien personas juraban que contenía una imagen de Jesús, y una cristalera en la que muchas personas creían ver una imagen de la Virgen María, ¿y sabéis qué era? Un error. Una imperfección en el cristal, eso era todo. No hay nada de mágico en un error. La gente ve lo que desea ver, y escucha lo que desea escuchar.

—Y tú no quieres creer —contraatacó Artie, desafiante—. ¿Por qué? ¿Acaso tienes miedo?

—No, sólo soy realista. Creo que en lugar de discutir acerca de una baratija, deberíamos dedicarnos a encontrar algo más de madera para ese fuego, antes de que se apague.

Hermana miró el fuego. En efecto, las llamas estaban lamiendo los últimos restos de una silla rota. Tomó con suavidad el círculo de cristal de las manos de Beth; estaba caliente a causa de las palmas de la otra mujer. Pensó que quizá los colores y las pulsaciones hicieran aparecer imágenes en la mente. Recordó de repente un objeto que había tenido en su lejana infancia: una bola de cristal llena de tinta negra, de tal forma que pareciera una figura combinada de ocho caras. Se suponía que una debía pensar con la máxima intensidad en un deseo, y luego girar la bola. Entonces, en el fondo de esta aparecía un poliedro blanco con diferentes cosas escritas en cada lado, tales como «Tu deseo se cumplirá», «Es una certidumbre», «Parece dudoso», o «Pregunta de nuevo». Eran respuestas que servían para contestar todas las preguntas de una niña que deseaba desesperadamente creer en la magia; de aquellas respuestas se podía extraer lo que una deseara. Y quizá eso era precisamente el objeto de cristal: un rompecabezas críptico que a una le hacía ver lo que deseaba ver. Sin embargo, reflexionó, ella no había sentido ningún deseo de caminar por un campo de maíz quemado. La imagen había aparecido de repente y la había arrastrado. Así pues, ¿qué era aquella cosa? ¿Un rompecabezas críptico o una puerta de acceso a los sueños?

Hermana sabía que soñar con comida y con agua podía ser lo bastante bueno como para suavizar el deseo que todos sentían de aquellas cosas, pero lo que verdaderamente necesitaban era la materia real. Además de madera para aquel fuego que se apagaba. Y el único lugar donde podrían encontrar algo de todo aquello sería en el exterior, en alguna de las otras casas. Volvió a guardar el objeto de cristal en su bolsa.

—Tengo que salir —dijo—. Quizá pueda encontrar en la casa de al lado algo de comida para todos, y también algo de beber. Artie, ¿quieres venir conmigo? Podrás ayudarme a romper una silla o lo que sea para conseguir más madera. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —asintió Artie—. No voy a tener miedo de un poco de viento y lluvia.

Hermana miró a Doyle Halland, que levantó la vista de la bolsa Gucci.

—¿Y qué me dices tú? ¿Quieres venir con nosotros?

—¿Por qué no? —replicó Halland encogiéndose de hombros—. Pero si vosotros dos vais en una dirección, yo debería ir en otra. Puedo mirar en la casa de la derecha si vosotros miráis en la de la izquierda.

—De acuerdo, es una buena idea —dijo ella levantándose—. Necesitamos encontrar algunas sábanas en las que podamos envolver madera y todo lo que consigamos. Creo que estaríamos más seguros si avanzáramos gateando, en lugar de caminando. Si nos mantenemos cerca del suelo, es posible que el viento no sea tan fuerte.

Artie y Halland encontraron sábanas, las plegaron y se las colocaron bajo los brazos, para impedir que se abrieran como paracaídas al impulso del viento. Hermana se cuidó de dejar a Beth en una posición cómoda y le hizo señas a Julia para que se quedara con ella.

—Llevad cuidado —dijo Beth—. Los ruidos que llegan de fuera no parecen muy agradables.

—Volveremos —le prometió Hermana.

Cruzó la habitación y se dirigió hacia la puerta, que era prácticamente lo único de madera que no había ido a parar al fuego. Hizo girar el pomo y la empujó. La habitación se llenó inmediatamente de un viento frío y arremolinado y de una lluvia helada. Hermana se puso de rodillas y salió a gatas al porche resbaladizo, sosteniendo su bolsa de cuero. La luz tenía el color de la tierra de un cementerio, y las casas azotadas por el viento eran como tumbas descuidadas y destartaladas. Seguida de cerca por Artie, Hermana empezó a descender lentamente, a gatas, los escalones delanteros que daban al césped, ahora helado. Miró hacia atrás, entrecerrando los ojos para protegerlos de la lluvia helada, que le golpeaba la cara como aguijonazos de hielo, y vio que Doyle Halland avanzaba también a gatas hacia la casa de la derecha, arrastrando cuidadosamente la pierna herida.

Tardaron casi diez congeladores minutos en llegar a la casa contigua. El techo había sido desgarrado casi por completo y el hielo lo cubría todo. Artie se puso en seguida a trabajar. Encontró una grieta donde se protegió para atar la sábana hasta convertirla en una especie de gran bolsa, y luego se dedicó a echar en ella los restos de madera que había por todas partes. En lo que quedaba de la cocina, Hermana resbaló sobre el hielo y cayó con dureza hacia el fondo, pero encontró algunas latas de verduras en la despensa, unas manzanas congeladas, cebollas y patatas, y en la nevera descubrió algunos paquetes de cenas preparadas. Se metió en la bolsa todo aquello que pudo, y cuando terminó tenía los dedos congelados como garras. Tirando del botín, encontró a Artie con la gran bolsa hecha con la sábana llena de trozos de madera.

—¿Preparado? —gritó ella contra el viento, y él asintió con un gesto.

El camino de regreso fue más dificultoso, porque sostenían sus tesoros y debían tirar de ellos. El viento les azotaba, a pesar de que se arrastraban casi sobre sus vientres, y Hermana pensó que si tardaban mucho en colocarse delante de un buen fuego, se le iban a desprender las manos y la cara.

Recorrieron lentamente la distancia que separaba las dos casas. No vieron la menor señal de Doyle Halland, y Hermana se dio cuenta de que si se había caído y se había hecho daño, podía quedar congelado; si no regresaba al cabo de cinco minutos, tendría que ir a buscarlo. Subieron a gatas los escalones cubiertos de hielo que conducían al porche, y cruzaron la puerta para entrar en la bendita atmósfera más caliente.

En cuanto entró Artie, Hermana cerró la puerta y la aseguró con el pestillo. El viento rugió y aulló en el exterior como algo monstruoso que se le hubiera privado de sus juguetes. Una capa de hielo empezó a derretirse del rostro de Hermana, y pequeños carámbanos colgaban de los lóbulos de las orejas de Artie.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Artie, con la mandíbula rígida por el frío—. Hemos conseguido algo de…

Dejó de hablar. Miraba fijamente más allá de donde se encontraba Hermana, y sus ojos, con las cejas cubiertas de hielo, se abrieron horrorizados.

Hermana se volvió con rapidez.

Se quedó fría, mucho más fría de lo que se había sentido en medio de la tormenta.

Beth Phelps estaba tumbada de espaldas ante los rescoldos del fuego. Tenía los ojos abiertos y un charco de sangre se extendía alrededor de su cabeza. Mostraba una horrible herida en la sien, como si por allí se le hubiera introducido un cuchillo hasta el cerebro. Tenía una mano levantada, helada en el aire.

—¡Oh…! ¡Jesús! —exclamó Artie llevándose una mano a la boca.

En un rincón de la habitación se encontraba Julia, enroscada sobre sí misma. Entre los ojos sin visión se veía una herida similar, y la sangre se había esparcido sobre la pared situada detrás de ella, como impulsada por un ventilador.

Hermana apretó los dientes para contener un grito.

Y entonces, una figura se agitó en un rincón, más allá de la zona débilmente iluminada por los rescoldos del fuego.

—Entrad —dijo Doyle Halland—. Y disculpad el desorden.

Se levantó en toda su altura, con sus ojos captando un brillo de luz naranja, como si fueran las pupilas de un gato que reflejaran la luz.

—Habéis conseguido suministros, ¿verdad? —su voz sonaba indolente, como la de un hombre que se ha servido una buena cena pero no pudiera rechazar el postre—. Yo también he conseguido los míos.

—Dios santo…, Dios santo, ¿qué ha ocurrido aquí? —preguntó Artie buscando el brazo de Hermana para apoyarse.

Doyle Halland levantó un dedo en el aire y lentamente apuntó con él hacia Hermana.

—Te recordé —dijo con suavidad—. Tú fuiste la mujer que entró en el cine. La mujer del collar. Me encontré con un amigo tuyo, allá, en la ciudad. Era un policía. Me tropecé con él mientras deambulaba por ahí. —Hermana le vio brillar los dientes cuando sonrió, y casi se le doblaron las rodillas al verlos—. Tuvimos una agradable charla.

Jack Tomachek. Jack Tomachek no había podido atravesar el túnel Holland. Había regresado, y en algún lugar de la ciudad, entre las ruinas, se había encontrado cara a cara con…

—Me dijo que algunos otros habían logrado salir de la ciudad —siguió diciendo Doyle Halland—. Me dijo que uno de ellos era una mujer, ¿y sabes lo que más recordaba acerca de esa mujer? Que tenía una herida en el cuello, con forma de…, bueno, ya sabes. Me dijo que ella encabezaba a un grupo de gente que se dirigía hacia el oeste. —Su mano, con el dedo todavía extendido se movió de un lado a otro—. Eres una pícara. Te escapaste en cuanto te di la espalda.

—Tú las has matado —dijo ella con voz temblorosa.

—Las he liberado. Una de ellas ya se estaba muriendo, y la otra estaba medio muerta. ¿Qué esperanzas podían tener…, quiero decir, realmente?

—Tú… me seguiste. ¿Por qué?

—Tú lograste salir de allí. Y dirigías a otros que también se marcharon. Eso no está bien. Deberías dejar a los muertos allí donde cayeran. Pero me alegro de haberte seguido… porque posees algo que me interesa mucho. —Su dedo señaló el suelo—. Me lo puedes poner ahora a mis pies.

—¿Qué?

—Ya sabes de qué estoy hablando. De eso. De la cosa de cristal. Vamos, no me hagas discutir.

Él esperó. Hermana se dio cuenta entonces de que no había percibido su rastro frío, como le había ocurrido en la calle Cuarenta y dos y en el cine, porque todo estaba frío. Y ahora aquí estaba, y deseaba la única cosa hermosa que quedaba.

—¿Cómo me has encontrado? —le preguntó intentando desesperadamente imaginar una forma de escapar.

Al otro lado de la puerta que tenía a su espalda, el viento seguía aullando.

—Sabía que si habías logrado cruzar el túnel Holland, tendrías que pasar por Jersey City. Seguí el camino que ofrecía menor resistencia, y vi tu fuego encendido. Estuve escuchando y observando durante un rato. Y luego encontré un trozo de cristal de colores y me di cuenta de qué clase de lugar había sido aquel. También encontré un cuerpo, y me puse sus ropas. Puedo encajar en cualquier tamaño, ¿lo ves?

De pronto, sus hombros se abultaron con los músculos, y su columna vertebral se alargó. La chaqueta del sacerdote se desgarró por las costuras. Ahora tenía unos cinco centímetros más de altura que antes.

Artie emitió un gemido, sacudiendo la cabeza de un lado a otro.

—Yo no… comprendo.

—No tienes nada que comprender, estúpido. Esto sólo es entre ella y yo.

—¿Qué… eres tú? —preguntó ella, luchando contra el deseo de retirarse de él, porque temía que un solo paso atrás haría que se lanzara sobre ella como un oscuro torbellino.

—Yo soy el ganador —contestó—. ¿Y sabes una cosa? Ni siquiera he tenido que sudar para conseguirlo. Simplemente, me tumbé a descansar y todo me fue entregado. —La mueca de su sonrisa se hizo salvaje—. ¡Ahora me ha llegado el turno a mí! Y este turno va a durar mucho, mucho tiempo.

Finalmente, Hermana retrocedió un paso. Aquella cosa llamada Doyle Halland se deslizó hacia adelante.

—Ese círculo de cristal es bonito. ¿Sabes lo que es? —Ella negó con la cabeza—. Yo tampoco lo sé…, pero sé que no me gusta.

—¿Por qué? ¿Qué es para ti?

Él se detuvo, con los ojos entrecerrados.

—Es peligroso. Quiero decir, para ti. Te da falsas esperanzas. Te escuché hablar de toda esa mierda sobre la belleza y la esperanza, y la arena, hace unas cuantas noches. Tuve que morderme la lengua porque, de no haberlo hecho, me habría echado a reír en tu cara. Ahora…, dime que no crees en ninguna de esas tonterías, y habré tenido el día completo, ¿quieres?

—Sí —dijo con firmeza Hermana con un tono de voz que apenas tembló—. Creo en ellas.

—Ya me lo temía.

Sin dejar de sonreír cruelmente, se inclinó hacia la esquirla de metal que llevaba incrustada en el muslo. Tenía la punta manchada de sangre. Empezó a sacársela, y Hermana supo con qué habían herido mortalmente a sus compañeras. Extrajo por completo la daga y se enderezó. Su pierna no sangró.

—Tráemelo —dijo, con la voz tan suave como el terciopelo negro.

Hermana sacudió el cuerpo. La fuerza de voluntad pareció abandonarla como si su alma se hubiera convertido de pronto en un colador. Sintiéndose mareada y como flotando, deseaba acercarse a él, introducir la mano en la bolsa y sacar el círculo de cristal, deseaba colocarlo en sus manos, y luego ofrecer su cuello a la daga. Eso habría sido muy fácil de hacer para ella, y toda resistencia le pareció increíble e insufriblemente difícil.

Temblando, con los ojos muy abiertos y húmedos, introdujo la mano en la bolsa, pasó entre las lanas y los paquetes de cenas preparadas y tocó el círculo de cristal.

La luz blanca del diamante relampagueó bajo sus dedos. El brillo surgido de la bolsa la asombró y le permitió recuperar sus sentidos. Notó que la fuerza de voluntad volvía a fluir en su mente. Puso tensas las piernas, como si echara raíces con ellas sobre el suelo.

—Ven, acércate a papá —dijo él, aunque con un tono tenso y duro en su voz.

No estaba acostumbrado a que se le desobedeciera, y se daba cuenta de que ella se le resistía. Parecía mucho más tenaz que el ser desvalido que había encontrado en el cine, y que apenas si se le había resistido. Pudo mirar por detrás de sus ojos y vio imágenes que brincaban, envueltas en sombras: una luz azul giratoria, una carretera lluviosa, figuras de mujeres empujadas por pasillos tenebrosos, la sensación del cemento duro y de golpes brutales. «Esta mujer ha aprendido a hacer del sufrimiento su compañero», razonó.

—He dicho… que me lo traigas. Ahora.

Y él ganó, al cabo de unos segundos más de lucha. Ganó, como bien sabía que ganaría.

Hermana intentó impedir que sus piernas se movieran hacia adelante, pero las piernas se movieron como si hubieran sido capaces de desgajarse de las rodillas y seguir avanzando sin su torso. La voz de él le lamía los sentidos, la atraía firmemente hacia adelante.

—Eso es. Vamos, tráelo aquí. —Cuando ya se encontraba a muy pocos pasos, añadió—: Buena chica.

Detrás de ella, Artie Wisco seguía encogido cerca de la puerta.

La cosa Doyle Halland extendió lentamente una mano para tomar el reluciente círculo de cristal. Su mano se detuvo a pocos centímetros del objeto, sin llegar a tocarlo. Las joyas latieron rápidamente. Él ladeó la cabeza. Aquella cosa no debía existir. Se sentiría mucho mejor cuando la hubiera hecho añicos bajo sus zapatos.

Se la arrebató de pronto de entre los dedos.

—Gracias —susurró.

Todo sucedió en un instante: las luces del arco iris se desvanecieron, se transformaron en algo tenebroso y feo, de un color amarronado como el barro, grisáceo como el pus, negruzco como el carbón. El círculo de cristal dejó de latir y quedó muerto entre sus garras.

—¡Mierda! —exclamó él, extrañado y confundido, y uno de sus ojos grises palpitó con un azul pálido.

Hermana parpadeó, y sintió escalofríos recorriéndole la espalda. La sangre volvió a circular por sus piernas. El corazón empezó a funcionarle como una máquina que se esforzara por ponerse en marcha, después de una noche pasada a la intemperie.

La atención de él estaba concentrada en el círculo negro, y ella sabía que sólo disponía de uno o dos segundos para salvar su vida.

Afianzó las piernas y lanzó la bolsa de cuero justo contra la parte lateral de su cráneo. Él levantó la cabeza en seguida, con los labios retorcidos en una mueca; inició el movimiento de apartarse a un lado, pero la bolsa Gucci, llena de latas, objetos y paquetes le alcanzó con toda la fuerza que Hermana pudo imprimirle. Ella casi esperaba que resistiera el golpe como un muro de piedra y que gritara con toda la rabia. Por eso le asombró escucharle emitir un gruñido y verle tambalearse contra la pared, como si sus huesos hubieran estado hechos de papel maché.

La mano libre de Hermana se adelantó con rapidez y agarró el círculo, y ambos lo sostuvieron por un momento. Algo parecido a un choque eléctrico le atravesó el brazo y ella tuvo la visión mental de un rostro tachonado con cien narices y bocas, y parpadeando con ojos de todas las formas y colores imaginables; pensó que aquella debía de ser su verdadera cara, una cara de máscaras y cambios, de trucos y de maldad camaleónica.

La mitad del círculo que ella sostenía experimentó una erupción de luz, aún más brillante que todo lo que había visto hasta entonces. La otra mitad, la que él sostenía, permaneció negra y fría.

Hermana tiró con fuerza de ella, arrancándosela, y el resto del círculo se iluminó con un fuego incandescente. Vio que la cosa Doyle Halland torcía la vista ante el resplandor y se llevaba una mano a la cara para protegerse de la luz. Los latidos del corazón de Hermana hacían que el pulso del círculo se acelerara, y la criatura que estaba ante ella retrocedió ante aquella luz feroz, como atónita tanto ante la fuerza de la luz, como ante la de ella. Y Hermana vio en sus ojos lo que pudo haber sido una expresión de temor.

Pero sólo permaneció allí por un instante porque, de pronto, los ojos de aquella cosa se hundieron en una masa de carne y todo su rostro cambió. La nariz se derrumbó, la boca desapareció; un ojo negro se abrió en el centro de su frente, y un ojo verde parpadeó en cada mejilla. Una boca como la de un tiburón se abrió donde antes había estado la barbilla dejando al descubierto en su cavidad pequeños colmillos amarillentos.

—¡Terminemos de una vez, zorra! —aulló la boca.

La esquirla de metal destelló cuando él la levantó sobre su cabeza, dispuesto a golpear con ella.

La daga descendió como la espada de la venganza.

Pero al hacerlo se encontró con la bolsa de Hermana, que la había levantado a modo de escudo. La daga la atravesó, pero no pudo penetrar un paquete de carne de pavo congelada. Él extendió la otra mano para agarrarle el cuello, y lo que pudo hacer a continuación lo hizo gracias a lo que había aprendido después de haber librado tantas luchas callejeras. Hizo girar el círculo de cristal ante el rostro de él y enterró una de las pequeñas lanzas en el ojo negro situado en el centro de su frente.

De aquella boca abierta surgió un grito como el de un gato que estuviera siendo desollado vivo, y aquella cosa se retorció tan rápidamente y con movimientos tan violentos, que la pequeña lanza de cristal se rompió, aún llena de luz, y quedó incrustada en el ojo, como la lanza de Ulises en la órbita de Cíclope. Él golpeó ciegamente con la daga, con sus otros ojos verdes girando en sus órbitas y sobresaliendo entre la carne.

—¡Corre! —le gritó Hermana a Artie Wisco.

Luego, se dio la vuelta con rapidez y se alejó corriendo.

Artie manoseó el pestillo y casi se llevó la puerta por delante al salir corriendo de la casa; el viento lo atrapó y su fuerza le hizo tambalearse. Cayó sobre el vientre, deslizándose por los escalones, hacia la acera helada, arrastrando todavía la sábana llena de trozos de madera.

Hermana lo siguió, también perdió el equilibrio en los escalones y cayó sobre el prado helado. Metió el círculo de cristal en lo más profundo de su bolsa y se arrastró sobre el hielo, patinando sobre el vientre, como un trineo humano, alejándose de la casa. Artie siguió arrastrándose tras ella.

Desde detrás de ellos, amortiguado por el fragor del viento, les llegó el sonido de un rugido enloquecedor:

—¡Te encontraré! ¡Te encontraré, zorra! ¡No podrás escapar!

Ella miró hacia atrás y lo vio a través de la tormenta; estaba intentando sacarse la lanza negra de su ojo y, de pronto, resbaló y cayó sobre el porche de la casa.

—¡Te atraparé! —prometió de nuevo, haciendo esfuerzos por incorporarse—. ¡No podrás lleg…!

El ruido de la tormenta se llevó su voz y Hermana se dio cuenta de que patinaba con mayor rapidez, deslizándose calle abajo sobre el hielo del color del té.

Un coche cubierto de hielo surgió ante ella. No había forma de evitarlo. Se encogió y pasó directamente por debajo, al tiempo que algo le desgarraba el abrigo de piel, y seguía deslizándose más allá, fuera de control. Miró hacia atrás y vio a Artie girando como una peonza, pero el curso que seguía le permitió pasar alrededor del coche y dejarlo atrás sin peligro.

Adquirieron mayor velocidad colina abajo, como dos toboganes humanos que pasaran a toda velocidad por la calle alineada a ambos lados con casas muertas y destartaladas, mientras el viento les impulsaba con mayor fuerza y la nevisca les azotaba la cara.

Hermana pensó que encontrarían refugio en alguna parte. Quizá en otra casa. Y ahora tenían bastante comida. Y madera con la que encender otro fuego. No disponían de cerillas, ni de mechero, pero seguramente los saqueadores y los supervivientes que habían huido no se habrían llevado todo lo que fuera capaz de producir algunas chispas.

Aún conservaba el círculo de cristal. Aquella cosa que se había llamado Doyle Halland había tenido razón. Era la esperanza lo que la mantenía con vida, y nunca dejaría de tenerla. Nunca.

Pero también se trataba de algo más. De algo especial. De algo que, como había dicho Beth Phelps, era mágico. Lo que no se atrevía ni a imaginar era cuál sería el propósito de aquella magia.

Iban a vivir, y se alejaban deslizándose sobre el hielo, dejando cada vez más atrás al monstruo vestido con un traje de sacerdote. «¡Te encontraré! —le escuchó gritar en su mente—. ¡Te encontraré!».

Y temió que algún día, de algún modo, así pudiera suceder.

Se deslizaron colina abajo hasta llegar al final, pasaron junto a más coches abandonados y continuaron a lo largo de la carretera unos cuarenta metros más, hasta que chocaron y rebotaron sobre una acera.

Su recorrido había terminado, pero su viaje no había hecho más que empezar.