26

Nuevo giro del juego

Empezó con una voz lejana que llegaba desde el otro lado de la puerta del gimnasio, que ellos habían reforzado, formando una barricada.

—¿Coronel? ¿Coronel Macklin?

Macklin, de rodillas en la oscuridad, no contestó. No lejos de él, Roland Croninger le quitó el seguro a la Ingram, y pudo escuchar la bronca respiración de Warner a su derecha.

—Sabemos que está usted en el gimnasio —siguió diciendo la voz—. Hemos buscado en todos los demás sitios. Se ha preparado una bonita fortaleza, ¿verdad?

En cuanto Roland les hubo informado del incidente ocurrido en la cafetería, se habían puesto a trabajar para bloquear la entrada del gimnasio con piedras, cables y restos de máquinas destrozadas. Al muchacho se le había ocurrido la buena idea de diseminar trozos de cristal roto por el pasillo, para cortar el paso a los merodeadores cuando llegaran en la oscuridad, arrastrándose sobre manos y pies. Un momento antes de que sonara la voz, Macklin había escuchado maldiciones y murmullos de dolor en voz baja, y supo así que el cristal había cumplido con su propósito. En la mano izquierda sostenía un arma artesanal, que había formado parte de una máquina Super Pullover. Se trataba de una curvada barra de metal de unos setenta centímetros de longitud, con unos treinta centímetros de cadena y una especie de maza que le colgaba en el extremo.

—¿Está el chico ahí dentro? —preguntó la voz—. Te busco a ti, muchacho. Hiciste un buen trabajo conmigo, pequeño jodido.

Roland se dio cuenta entonces de que Schorr había logrado escapar, pero por la forma en que hablaba, el sargento debía de haber perdido por lo menos media boca.

«Teddybear» Warner perdió los nervios.

—¡Largaos! ¡Dejadnos solos!

«¡Oh, mierda! —pensó Macklin—. ¡Ahora saben que estamos aquí!».

Hubo un prolongado silencio. Luego volvió a sonar la voz:

—Aquí conmigo hay unas cuantas personas hambrientas, coronel. Sabemos que tiene usted ahí una bolsa llena de comida. No es justo que lo tenga usted todo, ¿verdad? —Al ver que Macklin no decía nada, la voz distorsionada de Schorr rugió—: ¡Danos la comida, hijo de puta!

Macklin sintió como si algo le sujetara el hombro. Lo percibió como una garra fría y dura que se le metía en la piel. «A más bocas, menos comida —le susurró el soldado en la sombra—. Tú sabes muy bien lo que significa tener hambre, ¿verdad? ¿Recuerdas el pozo, allá en Vietnam? ¿Recuerdas lo que hiciste para conseguir aquel arroz, señor?».

Macklin asintió con un gesto. Lo recordaba. Oh, sí, lo recordaba. Recordaba haber cobrado conciencia de que iba a morir si no conseguía algo más que un cuarto de pequeño pastel de arroz cada vez que los soldados del Vietcong arrojaban al pozo el arroz, y también sabía que los otros, McGee, Ragsdale y «Mississippi», comprendían igualmente su próxima muerte. A un hombre siempre le aparecía una cierta mirada en los ojos cuando se encontraba entre la espada y la pared, privado de todo sentido de humanidad; todo su rostro cambiaba, como si se tratara de una máscara que se agrietara para dejar al descubierto la verdadera bestia que había en él.

Y cuando Macklin decidió lo que tenía que hacer, el soldado en la sombra le dijo cómo debía hacerlo.

Ragsdale había sido el más débil. Le había resultado muy sencillo hundirle la cara en el fango, mientras los otros dormían.

Pero el soldado en la sombra le dijo que una tercera parte del arroz aún no era suficiente, así que Macklin estranguló a McGee y ya sólo quedaron dos.

«Mississippi» había sido el más duro de pelar. Aún le quedaban fuerzas, y rechazó a Macklin una y otra vez. Pero él había seguido intentándolo, atacándole cada vez que intentaba dormir hasta que, finalmente, «Mississippi» perdió la razón y se acurrucó en un rincón, llamando a gritos a Jesús, como un niño histérico. Entonces, le resultó muy fácil agarrarle la barbilla y echarle la cabeza hacia atrás, violentamente.

A partir de ese momento, todo el arroz fue para él, y el soldado en la sombra le dijo que había hecho bien, muy bien.

—¿Me oye, coronel? —balbuceó Schorr desde el otro lado de la barricada—. ¡Denos la comida y nos marcharemos!

—Mierda —contestó Macklin. Ya no servía de nada seguir ocultándose—. Tenemos armas aquí, Schorr. —Deseaba desesperadamente que aquel hombre creyera que tenían algo más que una subametralladora Ingram, un par de barras metálicas, un hacha de cocinero y algunas piedras puntiagudas—. ¡Largo de aquí!

—Nosotros también hemos traído algunos juguetitos. No creo que le interese saber de qué se trata.

—Estás fanfarroneando.

—¿De veras? Bueno, señor, entonces déjeme decirle una cosa: he descubierto una forma de llegar al garaje. No queda mucho en pie. La mayor parte se ha derrumbado, y no se puede llegar hasta la manivela que baja el puente. Pero he encontrado lo que necesitaba, coronel, y no se puede imaginar la gran cantidad de armas que había allí. Y ahora, ¿nos entregan la comida o tendremos que entrar a por ella?

—Roland, prepárate para disparar —dijo Macklin con urgencia, en voz baja.

El muchacho apuntó la Ingram en la dirección de donde procedía la voz de Schorr.

—Lo que tenemos se queda aquí —dijo Macklin en voz alta—. Encontrad vosotros vuestra comida, del mismo modo que nosotros hemos encontrado la nuestra.

—¡No hay más comida! —exclamó Schorr lleno de rabia—. Maldito hijo de puta, no vas a matarnos como has matado a todos en este condenado…

—Dispara —ordenó Macklin.

Roland apretó el gatillo sin la menor vacilación.

El arma se estremeció en sus manos, mientras las balas trazadoras cruzaban el gimnasio como cometas escarlata. Alcanzaron la barricada y la pared que rodeaba la puerta, silbando y rebotando alocadamente. A la breve y tenue luz de las balas se pudo ver a un hombre, que no era Schorr, intentando saltar por el espacio que quedaba entre el montón de escombros apilados y la parte superior de la puerta. Empezó a retroceder en cuanto se inició el tiroteo, pero de pronto lanzó un grito, atrapado en el cristal y los cables de metal que Roland había dispuesto. Las balas le alcanzaron y se retorció, quedando más atrapado aún entre los cables. Sus gritos dejaron de sonar. Aparecieron unos brazos que agarraron el cuerpo y lo arrastraron hacia el pasillo, al otro lado.

Roland dejó de disparar. Tenía los bolsillos llenos de peines de balas, y el coronel le había enseñado a cambiar el peine con rapidez. El ruido producido por el tiroteo se fue apagando. Los asaltantes permanecieron en silencio.

—¡Se han ido! —gritó Warner—. ¡Los hemos rechazado!

—¡Cállate! —le espetó Macklin.

Vio un destello de luz procedente del pasillo, probablemente procedente de una cerilla que acababa de encenderse. En el instante siguiente, algo encendido pasó volando por encima de la barricada. Cayó al suelo con el sonido del cristal hecho añicos, y Macklin percibió por un segundo el olor a gasolina, antes de que el cóctel molotov explotara y una cortina de fuego se extendiera por el gimnasio. Agachó la cabeza tras el montón de rocas que se había preparado como escondite, mientras el cristal silbaba como cáscaras amarillas alrededor de sus orejas. Las llamas pasaron a su lado y una vez que hubo pasado el fragor de la explosión se asomó y vio un charco de gasolina ardiendo a unos cinco metros de distancia.

Roland también se había protegido, pero pequeños fragmentos de cristal le habían salpicado en una mejilla y un hombro. Levantó la cabeza y volvió a disparar hacia la puerta; las balas dieron en la parte superior de la barricada y rebotaron inofensivamente.

—¿Te ha gustado eso, Macklin? —se mofó Schorr—. Nos hemos procurado algo de gasolina de los depósitos de los coches. Luego hemos encontrado algunos trapos y también unas pocas botellas de cerveza. Y podemos conseguir más del mismo sitio. ¿Te ha gustado?

La luz del fuego parpadeaba en las paredes del destrozado gimnasio. Macklin no había contado con esto; Schorr y los otros podían permanecer detrás de la barricada y dedicarse a arrojarles aquellos condenados cócteles desde el otro lado. Escuchó el sonido de una herramienta metálica hurgando sobre los escombros que bloqueaban la puerta y algunas de las rocas apiladas cayeron dentro del gimnasio.

Una segunda botella de gasolina, con un trapo encendido en el gollete, voló por el interior del gimnasio y explotó cerca de donde se encontraba el capitán Warner, que se cubrió detrás de un montón de rocas y piezas metálicas. La gasolina se extendió como aceite ardiendo en una sartén, y el capitán lanzó un grito al ser alcanzado por el cristal que salió volando. Roland volvió a disparar contra la puerta cuando una tercera botella estalló entre él y el coronel Macklin, pero tuvo que apartarse de un salto hacia un lado cuando la gasolina ardiendo le salpicó las piernas. Trozos de cristal se incrustaron en la chaqueta de Macklin, y uno de ellos le alcanzó en la ceja derecha y la cabeza se le echó hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo.

Los escombros del gimnasio, colchonetas, toallas, baldosas caídas del techo, alfombras destrozadas y paneles de madera, empezaron a incendiarse. El humo de la gasolina llenó el aire.

Cuando Roland volvió a mirar pudo ver unas figuras borrosas que se abrían paso furiosamente sobre la barricada. Les lanzó otra andanada de balas y las figuras retrocedieron al pasillo como cucarachas metiéndose en un agujero. Como respuesta, les lanzaron otro cóctel y el zumbido de las llamas chamuscó el rostro de Roland y le cortó el aire que llegaba a sus pulmones. Sintió un dolor punzante y se miró la mano izquierda; se había incendiado y círculos de fuego le subían por todo el brazo. Lanzó un grito de terror y se arrastró hasta el cubo lleno de agua.

Las llamas aumentaban su violencia, surgiendo y avanzando por todo el gimnasio. Una parte de la barricada se derrumbó, y Macklin vio entrar a los asaltantes; iban dirigidos por Schorr, armado con el mango de madera de una escoba, afilado hasta haberse convertido en una lanza; llevaba un andrajo manchado de sangre alrededor de la cara hinchada, con un solo ojo enloquecido. Detrás de él había tres hombres y una mujer, todos los cuales llevaban armas muy primitivas: piedras afiladas y palos conseguidos de los muebles rotos. Mientras Roland se apagaba frenéticamente el brazo incendiado de gasolina, «Teddybear» Warner salió de su escondite y cayó de rodillas delante de Schorr, con las manos levantadas pidiendo clemencia.

—¡No me mates! —suplicó—. ¡Estoy contigo! ¡Te juro por Dios que estoy c…!

Schorr hundió el palo aguzado en la garganta de Warner. Los otros también se abalanzaron sobre él, golpeando y pateando al capitán que se balanceó hacia atrás, al extremo de la lanza. Las llamas arrojaban sus sombras sobre la pared como si fueran danzarines en el infierno. Schorr tiró de la lanza, sacándola de la garganta de Warner y se volvió con rapidez hacia el coronel Macklin.

Roland recogió la Ingram que había dejado caer a su lado. De pronto, una mano se le cerró desde atrás alrededor del cuello, poniéndolo en pie. Vio la imagen borrosa de un hombre con las ropas destrozadas, de pie junto a él, a punto de aplastarle la cabeza con una roca.

Schorr cargó contra Macklin. El coronel se puso en pie para defenderse con la maza artesanal hecha de piezas metálicas.

El hombre que sujetaba a Roland por la espalda emitió un sonido ahogado. Llevaba gafas con los cristales agrietados, sostenidas en el puente de la nariz con una tira de esparadrapo.

Schorr hizo una finta con la lanza. Macklin perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, retorciéndose, al tiempo que la lanza le rozaba el costado.

—¡Ayúdame, Roland! —gritó.

—Oh…, Dios santo… —exclamó junto a su oreja el hombre de las gafas rotas—. Roland…, estás vivo…

A Roland le pareció familiar la voz de aquel hombre, pero no estuvo seguro. Ya nada era seguro, excepto el hecho de que él era un caballero del rey. Todo lo que había sucedido hasta este preciso momento eran sombras, turbias e insustanciales, mientras que esto era la vida real.

—¡Roland! —exclamó el hombre—. ¿Es que no conoces a tu propio…?

Roland levantó la Ingram y le voló al hombre la mayor parte de la cabeza. El extraño se tambaleó hacia atrás, con los dientes rotos formando una masa sanguinolenta, y cayó en medio del fuego.

Los demás se arrojaron sobre la bolsa de comida y la desgarraron salvajemente, desparramando todo su contenido y forcejeando entre sí por apoderarse de los restos. Roland se volvió hacia Schorr y el coronel Macklin. El sargento intentaba alcanzar al coronel con la lanza, mientras que este utilizaba su barra de metal para detener los golpes. Macklin estaba siendo arrinconado hacia un lugar donde, a la luz del fuego, se veía un gran pozo de ventilación introducido en la pared agrietada, con una rejilla metálica que se sostenía de un solo tornillo.

Roland se dispuso a disparar, pero el humo se arremolinaba alrededor de las figuras y temía alcanzar al rey. Su dedo se curvó sobre el gatillo y entonces algo le golpeó en la rabadilla y lo lanzó de bruces sobre el suelo, donde quedó tumbado, esforzándose por recuperar la respiración: La subametralladora se le cayó de las manos, y la mujer de ojos dementes e inyectados en sangre que le había lanzado la piedra se arrastró sobre manos y pies para apoderarse del arma.

Macklin lanzó el mazo contra la cabeza de Schorr, que se agachó, tambaleándose sobre las rocas y escombros ardiendo.

—¡Vamos! —gritó Macklin—. ¡Ven a por mí! ¡Acércate!

La mujer demente pasó a gatas sobre Roland y se apoderó de la Ingram. El muchacho quedó atónito, pero se dio cuenta de que tanto él como el rey estarían muertos si aquella mujer era capaz de utilizar el arma; la agarró por la muñeca, y ella gritó y forcejeó intentando morderle la cara. La mujer levantó la otra mano y la extendió hacia sus ojos, con los dedos por delante, pero él apartó la cabeza con un movimiento brusco, para no ser cegado. La mujer se liberó la muñeca y, sin dejar de gritar, apuntó el arma.

La disparó, y las trazadoras cruzaron el gimnasio.

Pero no apuntaba al coronel Macklin. Los dos hombres que forcejeaban sobre la bolsa de la comida fueron alcanzados y el impacto de las balas los hizo bailotear como si se les hubieran incendiado los zapatos. Cayeron a tierra y la mujer enloquecida se arrastró hacia los restos de comida, sujetando el arma contra sus pechos.

Los disparos de la Ingram hicieron que Schorr volviera ligeramente la cabeza, y ese fue el momento que aprovechó Macklin para lanzarse hacia adelante y golpear el costado del otro con su maza. Escuchó el sonido de las costillas de Schorr al romperse como palitos pisoteados. Schorr gritó, intentó rechazar el ataque, tropezó y cayó de rodillas. Macklin levantó la maza y la descargó con fuerza contra el centro de la frente de Schorr, y el cráneo del hombre se partió. Luego, Macklin se mantuvo en pie sobre el cuerpo, golpeándolo una y otra vez. La cabeza de Schorr empezó a cambiar de forma.

Roland se había levantado. A corta distancia de donde se encontraba, la mujer enloquecida se llenaba la boca con trozos de comida quemada. Las llamas se hacían cada vez más altas y calientes, y un humo denso revoloteó más allá de donde estaba Macklin, a quien finalmente le fallaron las fuerzas en su brazo izquierdo. Dejó caer la maza y lanzó una última patada contra las costillas del cadáver de Schorr.

El humo atrajo entonces su atención. Lo vio deslizarse por la trampilla de ventilación, que tenía aproximadamente un metro cuadrado. Se dio cuenta de que era lo bastante grande como para pasar por ella. Tardó un rato en despejarse la mente de la fatiga que sentía. El humo estaba siendo absorbido hacia el interior de la trampilla de ventilación. ¡Absorbido! ¿Adónde iría a parar? ¿Acaso a la superficie de la montaña Blue Dome? ¿Al mundo exterior?

Ya no le preocupó más la bolsa de la comida, ni Schorr, ni la mujer demente o la subametralladora Ingram. ¡Por allí tenía que haber un camino que condujera a alguna parte! Arrancó la rejilla y se introdujo en el pozo de ventilación, que se extendía hacia arriba, formando un ángulo de cuarenta grados. Los pies de Macklin encontraron las cabezas de los pernos en la superficie de aluminio, y se apoyó en ellos para ayudarse en su ascensión. No había ninguna luz por delante, y el humo era casi sofocante, pero Macklin sabía que esta podía ser su única posibilidad de salir de allí. Roland le siguió, avanzando por detrás del rey en este nuevo giro del juego.

Detrás de ellos, en el gimnasio incendiado, aún escucharon la voz de la mujer demente, cuyo sonido flotaba por el túnel.

—¿Adónde se han marchado todos? Hace calor aquí…, tanto calor. ¡Sólo Dios sabe que no he recorrido todo este camino para asarme en un pozo de mina!

Hubo algo en aquella voz que a Roland le hizo encogérsele el corazón. Recordaba haber escuchado una voz así, hacía ya mucho tiempo. Siguió moviéndose, pero cuando la mujer demente gritó y el olor a carne quemada se introdujo por el túnel, tuvo que detenerse y llevarse las manos a las orejas, porque aquel sonido hizo que el mundo girara a su alrededor con excesiva rapidez, y por un momento temió volverse loco también él. Los gritos dejaron de sonar al cabo de un rato, y todo lo que Roland pudo escuchar entonces fue el continuo deslizamiento del cuerpo del rey a lo largo del pozo de ventilación. Tosiendo, con los ojos picándole y llorándole, Roland continuó impulsándose hacia adelante.

Llegaron a un lugar en el que el pozo de ventilación había quedado aplastado. La mano de Macklin encontró otro ramal a partir del camino que habían seguido; este era más estrecho y se apretó alrededor de los hombros del coronel al introducirse en él. El humo seguía siendo denso y los pulmones le quemaban. Era como subir por una chimenea teniendo un fuego encendido debajo, y Roland se preguntó si sería así como se sentiría santa Claus.

Más adelante, los dedos de la mano izquierda de Macklin, que tanteaban por delante, encontraron fibra de vidrio. Eso formaba parte del sistema de filtros de aire y rejillas destinado a purificar el aire que respiraran los habitantes de Earth House en caso de un ataque nuclear. Sin duda alguna, aquel sistema había servido de mucho, pensó. Desgarró el filtro y continuó arrastrándose. El pozo de ventilación se curvaba ligeramente hacia la izquierda, y Macklin tuvo que desgarrar más filtros y pantallas a modo de persianas, hechas de goma o nailon. Hacía esfuerzos por respirar y escuchó la entrecortada respiración de Roland por detrás de él. Pensó que aquel muchacho era condenadamente duro y que cualquier persona que tuviera su misma voluntad de sobrevivir era alguien a quien había que tener en cuenta, aunque tuviera el aspecto de un enclenque de cuarenta y cinco kilos.

Macklin se detuvo. Tocó metal por delante de él. Eran hojas que irradiaban de un cubo central. Se trataba de uno de los ventiladores que absorbían el aire del exterior para introducirlo en el interior.

—¡Tenemos que estar cerca de la superficie! —dijo. El humo seguía moviéndose sobre él, perdiéndose más allá, en la oscuridad—. ¡Tenemos que estar cerca!

Apoyó la mano contra el cubo del ventilador y apretó, hasta que le crujieron los músculos del hombro. El ventilador estaba firmemente atornillado en su lugar y no había forma de moverlo. «¡Maldita sea! —masculló para sí—. ¡Condenado armatoste!». Volvió a empujarlo con todas sus fuerzas, pero lo único que consiguió fue agotarse. Aquel ventilador no iba a permitirles salir al exterior.

Macklin apoyó la mejilla contra el aluminio frío e intentó pensar, intentó hacerse una imagen de los planos del anteproyecto de Earth House. «¿Cómo funcionaban los ventiladores de absorción de aire? ¡Piensa!». Pero fue incapaz de recordar con precisión los planos, cuya imagen terminó por desaparecer de su mente, sin que hubiera logrado ver nada claro.

—¡Escuche! —gritó Roland.

Macklin escuchó, pero no percibió nada, a excepción de los latidos de su corazón y de su propia y pesada respiración.

—¡Oigo el viento! —dijo Roland—. ¡Oigo el viento soplando allá arriba!

El muchacho escuchó con atención y percibió el movimiento del aire. El débil sonido del ulular del viento procedía directamente de arriba. Recorrió con las manos la abollada pared de aluminio, primero a la derecha, luego a la izquierda, y descubrió unos peldaños de hierro.

—¡Hay un camino que sube! ¡Hay otro pozo justo por encima de nuestras cabezas! —Agarrándose al primer peldaño de hierro, Roland se izó, subiendo peldaño a peldaño hasta ponerse de pie—. ¡Estoy subiendo! —le dijo a Macklin, y continuó la ascensión.

El aullido del viento se hizo más fuerte, pero seguía sin verse ninguna luz. Había subido ya unos siete metros cuando su mano tocó un volante sobre su cabeza. Explorando, sus dedos encontraron una superficie agrietada de hormigón. Roland creyó que aquello debía de ser la tapa de una escotilla, como la de la torre de exploración de un submarino, que podía abrirse y cerrarse mediante el volante. Pero pudo sentir la fuerte succión del aire y se imaginó que la explosión debía de haber movido la escotilla, porque ahora ya no estaba cerrada herméticamente.

Sujetó el volante y trató de hacerlo girar. Aquel trasto no quiso moverse. Roland esperó un rato, acumulando toda su fuerza y determinación; si alguna vez había necesitado el poder de un caballero del rey, era precisamente en este momento. Volvió a atacar el volante y esta vez creyó que se había movido un poco, aunque no estaba seguro.

—¡Roland! —le llamó el coronel Macklin desde abajo, quien finalmente había logrado recordar los planos del anteproyecto. El pozo vertical era utilizado por los obreros para cambiar los filtros de aire y las pantallas en esta zona en particular—. ¡Tiene que haber una tapa de hormigón ahí arriba! ¡Se abre a la superficie!

—¡La he encontrado! ¡Estoy intentando abrirla!

Pasó un brazo alrededor del peldaño más cercano, sujetó el volante e intentó hacerlo girar con toda la fuerza de sus músculos. Se estremeció por el esfuerzo, con los ojos cerrados, y unas gotitas de sudor le brotaron en la cara. «¡Vamos! —rogó interiormente—. Destino, o Dios, o diablo, o quienquiera que gobierne estas cosas. ¡Vamos!».

Continuó con sus esfuerzos, sin darse por vencido.

El volante se movió. Primero fue un centímetro, luego dos, después cuatro.

—¡Ya lo tengo! —gritó Roland.

Empezó a hacer girar el volante con un brazo maltratado y palpitante por el esfuerzo. Una cadena tintineó a través de los dientes del mecanismo y el viento empezó a aullar. Sabía que la tapa se estaba levantando, pero no vio ninguna luz.

Roland había dado cuatro giros completos al volante cuando hubo una desgarradora ráfaga de viento y el aire, lleno de un polvillo picante, se arremolinó salvajemente alrededor del pozo. Casi estuvo a punto de absorberle hacia el exterior, y permaneció agarrado a un peldaño con las dos manos, mientras el viento tiraba de él. Se sentía débil a causa de su lucha con el volante, pero sabía que si se soltaba la tormenta podría elevarlo en la oscuridad como si fuera un muñeco y posiblemente ya nunca volvería a bajar. Gritó pidiendo ayuda, pero ni siquiera pudo escuchar su propia voz por encima del ulular del viento.

Un brazo sin mano se cerró alrededor de su cintura. Macklin lo sostenía ahora y poco a poco fueron descendiendo juntos los peldaños. Se retiraron hacia el interior del pozo.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó Macklin por encima del ruido del viento—. ¡Por ahí es por donde se sale!

—¡Pero no podemos sobrevivir ahí fuera! ¡Eso es un tornado!

—¡No durará mucho tiempo! ¡Se agotará por sí mismo! ¡Lo hemos conseguido!

Empezó a llorar, pero recordó entonces que la disciplina y el control eran lo que hacían a un hombre. No tenía conciencia del tiempo, ni de cuánto había transcurrido desde la primera vez que viera aquellos artefactos en la pantalla de radar. Debía de ser de noche, pero no sabía a qué día correspondería esa noche.

Su mente se desplazó hacia la gente que aún quedaba en Earth House y que estaba muerta, o había perdido la razón, o se encontraba perdida en la oscuridad. Pensó en todos los hombres que le habían seguido para llevar a cabo este trabajo, que habían tenido fe en él y le habían respetado. Su boca se retorció en una mueca. «¡Es una locura! —pensó—. Todos esos soldados experimentados y oficiales leales perdidos, y haberme quedado en cambio a solas con este muchacho enclenque. ¡Qué burla!». Todo lo que quedaba del ejército de Macklin era un joven escolar.

Pero recordó como Roland había racionalizado la situación al poner a trabajar a los civiles, como había realizado serenamente el trabajo que tenía que hacer en el fondo de aquel pozo donde había quedado la mano de Macklin. Aquel muchacho tenía agallas. Algo más que agallas. Había algo en Roland Croninger que a Macklin le hacía sentirse incómodo, como si supiera que un pequeño bicho mortal se ocultaba por debajo de una roca plana por encima de la cual tenía que pasar él. Lo había visto en sus ojos cuando Roland le contó cómo había sido asaltado por Schorr en la cafetería, y cómo se había librado de él. También lo percibió en su voz cuando el muchacho dijo: «Tenemos manos». Macklin estaba ahora seguro de una cosa: sería mucho mejor tener al muchacho a su lado que no a su espalda.

—¡Saldremos de aquí cuando haya pasado la tormenta! —gritó Macklin—. ¡Vamos a vivir!

Y entonces, las lágrimas aparecieron en sus ojos, pero se echó a reír para que el muchacho no se diera cuenta.

Entonces, una mano fría le tocó en el hombro. La risa de Macklin se detuvo de pronto. La voz del soldado en la sombra sonó muy cerca de su oreja: «Correcto, Jimbo. Vamos a vivir».

Roland se estremeció. El viento era frío y apretó su cuerpo contra el del rey, en busca de calor. El rey vaciló y luego colocó su brazo sin mano sobre el hombro de Roland.

El muchacho sabía que la tormenta amainaría tarde o temprano. El mundo esperaría. Pero podría ser un mundo muy diferente. Podría tratarse de un juego muy distinto. Sabía que no se parecería en nada al que acababa de terminar. Y en el nuevo juego serían infinitas las posibilidades que se le ofrecerían a un caballero del rey.

No sabía adónde irían, ni lo que harían; no sabía qué podía haber quedado del viejo mundo, pero aun cuando todas las ciudades hubieran podido quedar arrasadas, tenían que haber quedado grupos de supervivientes que deambularían por las tierras devastadas, o se acurrucarían en los sótanos, esperando. Esperando a un nuevo líder. Esperando a alguien lo bastante fuerte como para doblegarlos a su voluntad y hacerlos bailar al son del nuevo juego que ya había empezado.

Sí, sería el mayor juego en el que participaría jamás el caballero del rey. El tablero de juego se extendería a través de ciudades arruinadas, de ciudades fantasma, de bosques ennegrecidos y desiertos allí donde antes hubo prados. Roland aprendería las nuevas reglas a medida que siguieran su camino, del mismo modo que todos los demás. Pero él ya se encontraba un paso por delante de los demás, porque se daba cuenta de que existía un gran poder en el hecho de haber sido escogido por el más astuto y el más fuerte. Escogido y utilizado como un hacha sagrada, levantada sobre las cabezas de los débiles.

Y quizá, sólo quizá, la suya sería la mano que sostendría aquel hacha sagrada. Junto con el rey, claro.

Escuchó el rugido del viento y se imaginó que pronunciaba su nombre con una poderosa voz y que llevaba ese nombre a lo largo y a lo ancho del país devastado, como una promesa de poder que aún tenía que convertirse en realidad.

Sonrió en la oscuridad, con el rostro salpicado por la sangre del hombre que había matado, y esperó la llegada del futuro.