Camino de ensueño
—¿Un cigarrillo?
Le ofreció un paquete de Winston. Hermana tomó uno de los cigarrillos. Doyle Halland encendió un mechero de oro a gas con las iniciales RBR grabadas en un lado. Una vez encendido el cigarrillo, Hermana aspiró profundamente el humo en sus pulmones —¡no valía la pena preocuparse ahora por el cáncer!— y luego lo fue soltando lentamente por las ventanas de la nariz.
Un fuego crujía en la chimenea de la pequeña casa suburbana de madera en la que habían decidido refugiarse para pasar la noche. Todas las ventanas estaban rotas, pero habían logrado un cierto calor en el salón de la casa, gracias al afortunado descubrimiento de unas mantas, un martillo y unos clavos. Clavetearon las mantas para cubrir las ventanas más grandes y se reunieron alrededor de la chimenea. En la nevera encontraron un bote de crema de chocolate, algo de limonada en una jarra de plástico y la cabeza de una lechuga amarronada. En la despensa sólo había una caja medio llena de uvas pasas y unas pocas latas y tarros con restos. Sin embargo, todo aquello era comestible, y Hermana se lo guardó en la bolsa, que ya empezaba a abultar con las cosas que iba recuperando. Tendría que encontrar pronto una segunda bolsa.
Durante el día habían caminado poco más de nueve kilómetros a través de la silenciosa extensión de los suburbios del este de Jersey, dirigiéndose hacia el oeste, a lo largo de la Interestatal 280 y cruzando el Garden State Parkway. El frío intenso se les metía en los huesos y el sol no era más que una zona gris en un cielo de nubes bajas, amarronadas y turbias, recorrido por rayas rojas. Pero Hermana observó que cuanto más se alejaban de Manhattan tantos más edificios encontraban intactos, aunque prácticamente todos estaban sin ventanas y aparecían inclinados, como si los hubieran empujado fuera de sus cimientos. Entonces llegaron a una zona de casas de dos pisos, muy cerca unas de otras —había miles de ellas de aspecto destartalado, como pequeñas y antiguas mansiones góticas—, sobre diminutos prados quemados que mostraban el color de las hojas muertas. Hermana observó que a ninguno de los árboles y arbustos que vieron les quedaba nada de vegetación. Ahora, ya nada era verde, todo tenía el color pardo, gris y negro de la muerte.
Vieron los primeros coches que no aparecían convertidos en chatarra. Se trataba de vehículos abandonados, con la pintura abrasada y las ventanillas y parabrisas destrozados, aparcados aquí y allá en las calles, pero sólo uno de ellos tenía las llaves de contacto y este estaba estropeado y la llave fundida en la ignición. Continuaron su camino, temblando bajo el frío, mientras el círculo gris del sol se movía a través del cielo.
Una mujer cubierta con un tenue batín azul, sentada en los escalones del porche de una casa, con el rostro hinchado y lacerado, se echó a reír al pasar ellos.
—¡Llegan demasiado tarde! —les gritó—. ¡Todos se han marchado! ¡Llegan demasiado tarde!
Tenía una pistola en el regazo, así que continuaron su camino. En otra esquina, un hombre muerto, con el rostro de color púrpura, la cabeza horriblemente desfigurada, apoyado contra un poste de la parada del autobús, miraba con una mueca hacia el cielo, con las manos apretando un maletín. Fue en el bolsillo de la chaqueta de su cadáver donde Doyle Halland encontró el paquete de Winston y el mechero de gas.
En efecto, todo el mundo se había marchado. Había unos cuantos cadáveres en los prados situados delante de los edificios, o en las aceras, o en los escalones que conducían a las casas, pero los que aún vivían o los que seguían medianamente sanos habían huido del radio del holocausto. Ahora, sentada delante del fuego y fumando el cigarrillo de un hombre muerto, Hermana se imaginó el éxodo de quienes habían vivido en aquellas zonas residenciales, metiendo frenéticamente en bolsas de papel y fundas de almohada todos los alimentos y cosas que pudieran llevarse, mientras Manhattan se fundía, más allá de Palisades. Se habían llevado a sus hijos y abandonado a sus animales domésticos, huyendo hacia el oeste, bajo la lluvia negra, como un ejército de tramperos y prostitutas. Pero se habían dejado atrás las mantas, porque aún era el mes de julio. Nadie esperaba que hiciera tanto frío. Sólo querían alejarse del fuego. ¿Hacia dónde habían echado a correr, y dónde iban a esconderse? El frío iba a atraparles, y muchos de ellos ya estarían profundamente dormidos en su abrazo mortal.
Detrás de ella, los otros se habían acurrucado en el suelo, durmiendo sobre cojines de sofá y cubiertos por las alfombras. Hermana volvió a aspirar el humo del cigarrillo y luego observó el nudoso perfil de la cara de Doyle Halland, que contemplaba fijamente el fuego, con un cigarrillo entre los labios y una mano de largos dedos dándose un suave masaje en la pierna, allí donde la esquirla la había atravesado. Hermana pensó que aquel hombre era extraordinariamente duro; en ningún momento del día había pedido que se detuvieran para descansar su pierna, aunque el dolor de la caminata había hecho que su cara tuviera el color de la tiza.
—¿Qué tenía usted pensado hacer? —le preguntó Hermana—. ¿Quedarse para siempre en esa iglesia?
Él vaciló un momento antes de responder.
—No, no para siempre. Sólo hasta…, no lo sé. Sólo hasta que apareciese alguien que fuera a alguna parte.
—¿Por qué no se marchó con los demás?
—Me quedé para administrar los últimos sacramentos a todos aquellos que pude. Seis horas después de la explosión lo había hecho tantas veces que me quedé ronco. Casi no podía hablar, y había mucha más gente muriéndose. Me rogaban que salvara sus almas. Me rogaban que les hiciera llegar al cielo. —Le dirigió una rápida mirada y luego la apartó. Tenía ojos grises, con motitas verdes—. Me rogaban —repitió con suavidad—. Y yo ni siquiera podía hablar, así que me limitaba a hacer sobre ellos el signo de la cruz y… los besaba. Los besaba para que se durmieran y todos ellos confiaban en mí. —Dio una chupada al cigarrillo, exhaló el humo y lo vio desplazarse hacia el fuego de la chimenea—. San Mateo había sido mi iglesia durante más de doce años. No podía dejar de regresar a ella, caminando entre las ruinas, tratando de imaginar lo que había sucedido. Teníamos en la iglesia unas estatuas muy bonitas y unas vidrieras de colores. Doce años…
Y movió tristemente la cabeza.
—Lo siento —intentó consolarlo ella.
—¿Por qué iba a sentirlo? Usted no ha tenido nada que ver con todo eso. Sólo es… algo que quedó fuera de control. Quizá nadie pudo detenerlo. —La volvió a mirar y esta vez su mirada se detuvo un momento en la costra de la herida que tenía sobre el cuello—. ¿Qué es eso? —le preguntó—. Casi parece un crucifijo.
—Llevaba una cadena con una cruz —dijo ella, tocándose la zona.
—¿Qué ocurrió?
—Alguien… —Se detuvo. ¿Cómo podía describirlo? Incluso ahora, su mente rechazaba el recuerdo; no era nada seguro en lo que quisiera pensar—. Alguien me lo arrebató —dijo.
Él asintió pensativamente, dejando escapar el humo por la comisura de la boca. A través del humo azulado sus ojos buscaron los de ella.
—¿Cree usted en Dios?
—Sí, creo.
—¿Por qué? —preguntó él serenamente.
—Creo en Dios porque algún día Jesús va a venir a llevarse a todos los justos… —No, se dijo a sí misma. No. Aquella era la cháchara de la hermana Creep acerca de cosas que había oído decir a otras locas. Se detuvo, tratando de recuperar el control sobre sus pensamientos y después de un momento añadió—: Creo en Dios porque estoy viva, y no creo que yo sola hubiera podido llegar hasta aquí. Creo en Dios porque creo que viviré para ver un nuevo día.
—Cree usted porque cree —dijo él—. Eso no tiene mucha lógica, ¿no le parece?
—¿Quiere decirme que usted no cree?
Doyle Halland esbozó una sonrisa ausente, que fue desapareciendo lentamente de su rostro.
—¿Cree realmente que Dios ha puesto su mirada en usted, señora? ¿Cree de veras que le importa algo que usted viva un día más? ¿Qué la singulariza a usted de todos esos cadáveres que hemos visto hoy? ¿Acaso Dios se preocupó por ellos? —Sostuvo el mechero con las iniciales en la palma de la mano—. ¿Qué me dice de este señor RBR? ¿Acaso no iba lo bastante a la iglesia? ¿No era un chico lo bastante bueno?
—No sé si Dios ha puesto su mirada en mí o no —replicó Hermana—. Pero espero que así lo haga. Espero ser lo bastante importante…, que todos seamos lo bastante importantes. En cuanto a los muertos…, quizá ellos fueron los afortunados. No lo sé.
—Quizá lo fueron —asintió él volviendo a guardarse el mechero en el bolsillo—. Simplemente, no sé por qué hay que seguir viviendo. ¿Adónde nos dirigimos? ¿Por qué vamos a alguna parte? Quiero decir…, cualquier lugar es tan bueno como otro, ¿no le parece?
—No tengo la intención de morirme pronto. Creo que Artie desea regresar a Detroit. Yo le acompañaré hasta allí.
—¿Y después de eso? ¿Qué hará después, si consigue llegar a Detroit?
—Como ya le he dicho, no tengo la intención de morirme pronto —dijo ella encogiéndose de hombros—. Seguiré caminando mientras pueda hacerlo.
—Nadie tiene la intención de morirse. Yo era un optimista, hace ya mucho tiempo. Creía en los milagros. Pero ¿sabe lo que sucedió? Me fui haciendo viejo. Y el mundo empeoró a mí alrededor. Yo antes servía a Dios, y creía en él con todo mi corazón, con cada gramo de fe en mi cuerpo. —Sus ojos se estrecharon ligeramente, como si mirara algo situado mucho más allá del fuego—. Como le he dicho, eso fue hace mucho tiempo. Antes era un optimista… Ahora, supongo que soy un oportunista. Soy muy bueno a la hora de juzgar por dónde sopla el viento, y debo decir que ahora juzgo a Dios, o al poder que conocemos como Dios, y que lo considero muy, muy débil. Es como una vela que se apaga, rodeada de oscuridad. Y la oscuridad se cierra a su alrededor.
Permaneció sentado, sin moverse, mirando fijamente el fuego.
—No habla usted como un sacerdote.
—Tampoco me siento como tal. Sólo me siento… como un hombre desgarrado que lleva un traje negro con un estúpido y sucio alzacuellos blanco. ¿Le impresiona eso?
—No. No creo que nada pueda impresionarme ya.
—Bien. Eso quiere decir que usted también está siendo algo menos que optimista, ¿verdad? —lanzó un suave gruñido—. Lo siento. Supongo que mis palabras no suenan como las de Spencer Tracy en Boys Town, ¿verdad? Pero esos últimos sacramentos que administré… salieron expresados de mi boca como si fueran cenizas, y no logro quitarme de la boca ese condenado sabor. —Su mirada se deslizó hacia la bolsa que Hermana tenía a su lado—. ¿Qué es esa cosa que tenía usted anoche? ¿Esa cosa de cristal?
—Algo que encontré en la Quinta Avenida.
—Oh. ¿Me permite verla?
Hermana la sacó de la bolsa. Las joyas incrustadas en el círculo de cristal explotaron en seguida en los deslumbrantes colores del arco iris. Los reflejos bailotearon sobre las paredes de la habitación y en la cara de ambos. Doyle Halland contuvo la respiración porque era la primera vez que había podido verlo por completo. Sus ojos se abrieron más, y los colores arrancaron destellos de sus pupilas. Extendió una mano para tocarlo, pero la retiró en el último instante.
—¿Qué es?
—Sólo cristal y joyas que se han fundido. Pero… anoche, justo antes de que apareciera usted, esta cosa… hizo algo maravilloso, algo que aún no puedo explicarme. —Le contó lo sucedido con Julia Castillo, cuando ambas pudieron comprender el idioma en el que hablaba la otra cuando estaban tocando al mismo tiempo el círculo de cristal. Él la escuchó muy atentamente—. Beth dijo que esta cosa es mágica. No sé nada de eso, pero sí sé que es algo bastante extraño. Ahora mismo, palpita al ritmo de los latidos de mi corazón. Y por la forma en que brilla… No sé lo que es, pero estoy convencida de que no voy a desprenderme de ella por nada del mundo.
—Una corona —dijo él con suavidad—. Escuché a Beth decir que podía ser una corona. De hecho, parece una especie de tiara, ¿no cree?
—Supongo que sí. Pero no es igual que las tiaras que solía haber expuestas en el escaparate de Tiffany’s. Quiero decir que… es toda tortuosa y tiene un aspecto extraño. Recuerdo que yo deseaba abandonar, quería morirme. Y entonces encontré esto, y eso me hizo pensar que… No sé, quizá sea una estupidez.
—Continúe —le pidió él.
—Me hizo pensar en la arena —dijo Hermana—. En que la arena es la materia menos valiosa del mundo y, sin embargo, fíjese en qué puede convertirse cuando está en las manos adecuadas. —Pasó los dedos sobre la fina superficie del cristal—. Hasta la cosa menos valiosa del mundo puede ser maravillosa. Sólo requiere el toque adecuado. El ver este objeto hermoso y el sostenerlo entre mis manos, me hizo pensar que yo tampoco era tan inútil. Me hizo desear levantarme y seguir viviendo. Yo antes era una demente, pero después de encontrar esta cosa… ya no volví a estar loca. Quizá haya una parte de mí que continúe estándolo, no lo sé. Pero deseo creer que en el mundo aún no ha muerto toda la belleza. Deseo creer que la belleza aún se puede salvar.
—No he visto precisamente mucha belleza en los últimos días. A excepción de eso. Tiene usted razón. Es una baratija muy, muy hermosa. —Sonrió débilmente—. O una corona. O aquello que usted prefiera creer.
Hermana asintió con un gesto y miró en las profundidades del círculo de cristal. Por debajo del cristal, los hilos de metales preciosos relucían como chispas centelleantes. El latido de un gran topacio, de color marrón oscuro, atrajo su atención; percibió la mirada de Doyle Halland posada sobre ella, pudo escuchar el crujido de los leños en el fuego, y el silbido del viento en el exterior, pero el topacio marrón y su ritmo hipnótico, tan suave, tan firme, llenó toda su visión. «Oh —pensó—, ¿qué eres? ¿Qué eres? ¿Qué…?».
Parpadeó.
Ya no sostenía el círculo de cristal.
Y ya no estaba sentada delante del fuego, en una casa de New Jersey.
El viento silbaba a su alrededor y olía a tierra seca y requemada y… a algo más. ¿Qué era?
Sí. Ahora lo sabía. Era el olor del maíz quemado.
Se encontraba en medio de una vasta llanura, y el cielo, sobre ella, era una masa en movimiento de nubes de un gris sucio, a través de las cuales se observaban los trazos azul eléctrico de los relámpagos. Se hallaba rodeada por miles de panochas de maíz quemadas y el único rasgo sobresaliente de toda aquella terrible extensión desértica era una gran colina redondeada que parecía un túmulo y que se hallaba a cien metros de distancia.
«Estoy soñando —pensó—. En realidad, estoy sentada en una casa de New Jersey. Esto no es más que una ensoñación, una imagen que me he hecho en mi mente, eso es todo. Puedo despertar en cualquier momento que quiera, y volveré a encontrarme de nuevo en New Jersey».
Observó el extraño túmulo y se preguntó hasta dónde podría llevar los límites de este sueño. «Si doy un paso —pensó—, ¿se derrumbará todo como un escenario de cine?». Decidió descubrirlo y dio un paso. La ensoñación permaneció intacta. «Si esto es un sueño —se dijo—, por Dios que estoy caminando en sueños en alguna parte muy lejos de New Jersey, porque puedo sentir el viento en mi cara».
Siguió caminando sobre la tierra reseca y las mazorcas de maíz quemadas, acercándose al túmulo; sus pasos no levantaban nada de polvo, y más bien tenía la sensación de estar desplazándose sobre la tierra, como un fantasma, en lugar de caminar, aunque sabía que sus piernas se estaban moviendo. Al acercarse más al túmulo se dio cuenta de que se trataba en realidad de una gran masa de tierra y miles de mazorcas de maíz quemadas, trozos de madera y bloques de ceniza, todo ello revuelto. Cerca había una cosa de metal retorcido que podría haber sido un coche, y había otro a unos diez o quince metros por detrás del primero. Otras piezas de metal, madera y escombros aparecían diseminadas a su alrededor: allí se veía lo que parecía ser el inyector de un surtidor de gasolina, allá la tapa quemada de una maleta. También había restos de ropa a su alrededor, ropa de niña. Hermana caminó como en sueños y pasó junto a la rueda de un carro medio enterrado en la tierra, y vio los restos de un cartel que aún contenía unas letras apenas descifrables: «P… A… W».
Se detuvo a unos veinte metros del túmulo. «Resulta curioso estar soñando con esto —pensó—. Podría estar soñando con un grueso filete y una gran copa de helado».
Hermana miró en todas direcciones y no vio más que desolación.
Pero no. Algo en la tierra llamó su atención, una pequeña figura, y se dirigió soñadoramente hacia ella.
Al acercarse más, se dio cuenta de que era un muñeco. Un muñeco con un resto de pelaje azulado colgándole del cuerpo y dos ojos de plástico con pequeñas pupilas negras que Hermana sabía que se moverían si el muñeco se movía. Se detuvo sobre él. De algún modo, le parecía familiar y pensó en su propia hija muerta, sentada delante del televisor. Uno de sus programas favoritos habían sido las reposiciones de una vieja serie para niños llamada Barrio Sésamo.
Y Hermana recordó a la niña señalando alegremente hacia la pantalla y gritando: «¡Galletas!».
El Monstruo de las Galletas. Sí. Eso era lo que había allí, en el suelo, a sus pies.
Hubo algo en aquel muñeco, tirado allí en la desolada llanura, que provocó en el corazón de Hermana una nota de terrible tristeza. ¿Dónde estaría la niña a la que había pertenecido este muñeco? ¿Se la habría llevado el viento? ¿O estaría enterrada y muerta bajo la tierra?
Se inclinó para recoger el muñeco.
Y sus manos la atravesaron, como si la escena, o ella misma, estuvieran hechas de humo.
«Esto es un sueño —pensó Hermana—. ¡Esto no es real! ¡Es un espejismo que tengo dentro de la cabeza y por el que estoy caminando en sueños!».
Se apartó del muñeco. Era mejor que permaneciera allí por si acaso la niña que lo había perdido volvía a pasar algún día por el mismo sitio.
Hermana cerró los ojos, apretándolos. «Quiero regresar ahora —pensó—. Quiero regresar a donde estaba, muy lejos de aquí. Muy lejos. Tan lejos como…».
—… por saber sus pensamientos.
Hermana se sobresaltó al escuchar la voz que casi le pareció haberle sido susurrada junto a la oreja. Miró hacia un lado y vio la cara de Doyle Halland inclinada sobre ella, iluminada por la luz del fuego y el reflejo de las joyas.
—¿Qué?
—Dije que daría cualquier cosa por saber sus pensamientos. ¿Adónde se había marchado?
«¿Adónde?», se preguntó ella misma.
—Muy lejos de aquí —contestó.
Todo volvía a ser como antes. La visión había desaparecido, pero Hermana creyó que aún percibía el olor a maíz quemado y que sentía el soplo del viento en su cara.
El cigarrillo se había ido quemando entre sus dedos. Le dio una última chupada y luego lo arrojó al fuego. Volvió a guardar el círculo de cristal en el bolso y lo mantuvo cerca de su cuerpo. En el fondo de su mirada aún podía ver con claridad el túmulo de tierra, la rueda de carro, los restos retorcidos de los coches y el Monstruo de las Galletas de pelaje azul.
«¿Dónde estaba?», se preguntó…, y no halló respuesta.
—¿Adónde iremos mañana por la mañana? —preguntó Halland.
—Hacia el oeste —contestó ella—. Seguiremos caminando hacia el oeste. Quizá encontremos un coche con las llaves puestas. Quizá encontremos a otras personas. No creo que tengamos que preocuparnos mucho por la comida, al menos por el momento. A medida que avancemos iremos recogiendo lo que encontremos, y tendremos comida suficiente. De todos modos, yo nunca he sido muy remilgada con mis comidas.
Sin embargo, el agua seguiría siendo un problema. La pila de la cocina y los lavabos de esta casa estaban secos, y Hermana se imaginó que las ondas expansivas habían zarandeado las conducciones de agua en toda la zona.
—¿Cree de veras que estaremos mejor en alguna otra parte? —preguntó él levantando sus cejas quemadas—. El viento va a diseminar la radiación por todo el país. Si la explosión, los incendios y la radiación no acaban con todos nosotros, aparecerán el hambre, la sed y el frío. Yo diría que, después de todo, no hay ningún otro sitio adónde ir, ¿no le parece?
Hermana observó el fuego durante un rato. Finalmente, habló:
—Como yo digo, nadie tiene por qué venir conmigo si no quiere. Y ahora, voy a dormir un poco. Buenas noches.
Se arrastró hasta donde estaban acurrucados los otros bajo las alfombras, se acomodó entre Artie y Beth y trató de conciliar el sueño, mientras el viento aullaba al otro lado de las paredes.
Doyle Halland se tocó cuidadosamente la esquirla de metal que tenía introducida en la pierna. Permaneció sentado, ligeramente inclinado hacia adelante y su mirada se posó en Hermana y en la bolsa que ella sostenía tan protectoramente junto a sí. Gruñó pensativamente, terminó de fumarse el cigarrillo y arrojó la colilla al fuego. Luego se sentó en un rincón, frente a Hermana y los demás, y se los quedó mirando fijamente durante quizá unos cinco minutos, con los ojos brillándole en la semipenumbra. Finalmente, inclinó la cabeza hacia atrás y se quedó dormido, sentado.