23

Duendes en el túnel

En la oscuridad, un total de dieciséis civiles, entre hombres, mujeres y niños, y tres hombres heridos del ejército del coronel Macklin se esforzaban por abrirse paso en la maraña de rocas caídas en el pasillo del nivel inferior. Macklin les había dicho que sólo les separaban dos metros del almacén de alimentos. «Sólo dos metros. No tardaréis mucho en abriros paso una vez hayáis conseguido abrir un hueco. El primero en llegar a esos alimentos recibirá ración triple».

Llevaban trabajando durante casi siete horas en la más completa oscuridad cuando el resto del techo se desprendió sobre sus cabezas sin la menor advertencia.

Roland Croninger, que estaba arrodillado en la cafetería, sintió el estremecimiento del suelo. Los gritos se escucharon a través de una tubería de ventilación y luego se produjo el más completo silencio.

—¡Maldición! —exclamó.

Sabía lo que había ocurrido, y se preguntó inmediatamente quién iba a despejar ahora aquel pasillo. Pero luego, en la otra cara de la moneda, pensó que los muertos no usaban aire. Reanudó su tarea de recoger fragmentos de comida del suelo y echarlos en una bolsa de plástico.

Había sugerido que el coronel Macklin instalara su cuartel general en el gimnasio. Habían encontrado un tesoro: un cubo de fregar en el que podían almacenar el agua de las cisternas de los lavabos. Roland, a quien el estómago le roía de hambre, los había dejado para ir a buscar comida en la cocina; tanto Macklin como Warner estaban dormidos. Roland sostenía la correa de la Ingram alrededor del hombro, y el mango del hacha sagrada permanecía seguro, metido en su cintura. Cerca de él, la linterna estaba en el suelo, iluminando restos de comida que habían salido despedidos de las latas de la despensa. El registro de los cubos de basura de la cocina también le había permitido recuperar algunas cosas: pieles de plátano, trozos de tomate, latas en las que aún quedaban algunos restos, y unos pocos bizcochos de desayuno. Todo aquello que era comestible iba a parar al saco de Roland, a excepción de los bizcochos, que constituyeron su primera comida desde que se produjo el desastre.

Recogió un trozo negro de algo y empezó a meterlo en la bolsa, pero vaciló. Aquella cosa negra le recordó lo que le había hecho a los hámsteres de Mike Armbruster el día en que este los llevó a la clase de biología. Una vez terminadas las clases, los hámsteres habían quedado en el fondo del aula, mientras Armbruster acudía a su entrenamiento de fútbol. Roland se había apoderado de la jaula sin ser visto por las mujeres de la limpieza y la había llevado a hurtadillas al taller de la escuela. En un rincón había un recipiente metálico que contenía un líquido de un marrón verdoso, y sobre el recipiente se veía un cartel en letras rojas que decía: «Póngase guantes».

Roland se había puesto un par de pesados guantes de asbesto al tiempo que les dirigía palabras zalameras a los dos animalitos, sin dejar de pensar en la risa de Mike Armbruster y en cómo le había escupido después de haberlo derribado al suelo.

Luego tomó la jaula por el asa y la metió en el recipiente de ácido, que se utilizaba para conseguir que los radiadores oxidados brillaran como si fueran nuevos.

Dejó que los hámsteres permanecieran bajo el líquido hasta que dejaron de aparecer burbujas. Cuando levantó la jaula, observó que el ácido había atacado el metal dándole un brillo de recién pulido. Se quitó los guantes y volvió a llevar la jaula a la clase de biología, sosteniéndola por el extremo de una escoba.

A menudo se había preguntado cuál debió de ser la expresión de la cara de Mike Armbruster cuando vio aquellas dos cosas negras allí donde debían estar los hámsteres. Roland pensó muchas veces que Armbruster no se había dado cuenta de que un caballero del rey dispone de muchas formas de vengarse.

Fuera lo que fuese aquello, Roland lo metió en la bolsa. Dio la vuelta a una caja de harina de avena y, ¡maravilla de las maravillas!, encontró una manzana verde. Las dos fueron a parar a la bolsa. Siguió arrastrándose, levantando los trozos de roca más pequeños y evitando las grietas.

Se estaba alejando demasiado de la luz de la linterna y se levantó. Ahora, la bolsa ya pesaba algo. El rey se iba a poner muy contento. Empezó a regresar hacia donde estaba la linterna, pasando por encima de los muertos.

Escuchó entonces un sonido por detrás de él. No fue un ruido fuerte, sino sólo una ligera agitación en el aire, y se dio cuenta de que ya no estaba solo. Antes de que pudiera darse media vuelta, una mano se cerró sobre su boca.

—¡Quitadle la bolsa! —dijo un hombre—. ¡Rápido! —Alguien le arrebató la bolsa—. ¡El pequeño jodido tiene una Ingram! —exclamó el hombre. El arma también le fue arrebatada del hombro. La mano se apartó de su boca y un brazo pasó alrededor de su cuello—. ¿Dónde está Macklin? ¿Dónde se esconde ese hijo de puta?

—No puedo… respirar —gimió Roland.

El hombre lanzó una maldición y lo arrojó al suelo. A Roland se le cayeron las gafas, y una bota le presionó la espalda contra el suelo.

—¿A quién pensabas matar con esta arma, muchacho? ¿Quieres asegurarte de que toda la comida sea para ti y para el coronel?

Uno de los otros se apoderó de la linterna y dirigió el haz de luz hacia el rostro de Roland. A juzgar por las voces y los movimientos, creyó que eran tres, aunque no estaba seguro. Su cuerpo se encogió al escuchar el clic del seguro de la Ingram.

—¡Mátalo, Schorr! —le urgió uno de los hombres—. ¡Vuélale los sesos! Schorr. Roland conocía ese nombre. Sargento de recepción Schorr.

—Sé que está con vida, muchacho —dijo Schorr por encima de él, con el pie apretándole la espalda—. Bajé al centro de mando y encontré a toda esa gente trabajando en la oscuridad. También encontré al cabo Prados. Me dijo que un muchacho había sacado a Macklin del agujero donde estaba atrapado, y que el coronel estaba herido. Dejó allí a Prados, sin prestarle ayuda, para que muriera, ¿verdad?

—El cabo… no podía moverse. No podía levantarse, a causa de su pierna. Tuvimos que dejarlo.

—¿Quién más está con Macklin?

—El capitán Warner —balbuceó Roland—. Eso es todo.

—¿Y te ha enviado aquí a buscar comida? ¿Te ha dado la Ingram y te ha dicho que mates a todos los demás?

—No, señor.

Roland pensaba con toda celeridad, buscando el modo de escapar a aquella situación.

—¿Dónde se esconde? ¿De cuántas armas dispone? —Roland permaneció en silencio. Schorr se inclinó a su lado y le colocó el cañón del arma junto a la sien—. No muy lejos de aquí hay otras nueve personas que también necesitan comida y agua —dijo Schorr lacónicamente—. Son mi gente. Creí que iba a morir, pero he visto cosas… —Se detuvo, temblando, y por un momento no pudo seguir hablando—. Cosas que nadie debería ver y vivir para recordar. La culpa de todo esto la tiene Macklin. Él sabía que este lugar se estaba desmoronando, ¡tenía que saberlo! —El cañón del arma se apretó con fuerza contra la sien de Roland—. ¡El orgulloso y todopoderoso Macklin, con sus soldaditos de juguete y sus medallas gastadas! Y permitiendo que los primos entraran y salieran de aquí. ¡Él sabía lo que iba a suceder! ¿Verdad?

—Sí, señor.

Roland sintió el hacha sagrada apretada contra su estómago. Lentamente, empezó a introducirse la mano por debajo del cuerpo.

—Sabe que no hay forma humana de llegar al almacén de emergencia, ¿verdad? Así que te envió aquí para recoger los restos de comida, antes de que otro lo hiciera. ¡Pequeño bastardo!

Schorr le agarró por el cuello y lo sacudió, lo que permitió a Roland deslizar la mano por debajo, situándola más cerca del hacha sagrada.

—El coronel quiere almacenar todo lo que se encuentre —dijo Roland, con la idea de ganar tiempo—. Quiere reunir a todos los supervivientes y racionar el agua y la com…

—¡Eres un embustero! ¡Lo quiere todo para él mismo!

—¡No! Aún podemos llegar al almacén de emergencia donde está la comida.

—¡Y una mierda! —rugió el hombre con un tono demencial en su voz—. ¡He escuchado cómo se derrumbaba el resto del nivel uno! ¡Sé que están todos muertos! ¡Lo que él quiere es matarnos a todos para disponer así de la comida!

—Termina con él, Schorr —dijo el otro hombre—. Vuélale los cojones.

—Todavía no, todavía no. ¡Quiero saber dónde está Macklin! ¿Dónde se oculta, y de cuántas armas dispone?

Los dedos de Roland casi tocaban ya la hoja del hacha. Estaban más cerca…, más cerca.

—Tiene…, tiene muchas armas. Una pistola, y otra ametralladora. —Los dedos se acercaban más y más—. Tiene todo un arsenal ahí.

—¿Ahí? ¿Dónde?

—En… una de las habitaciones. Al fondo del pasillo.

¡Ya casi la tenía!

—¿En qué habitación, pequeña mierda?

Schorr volvió a sacudirlo con furia, y Roland aprovechó el movimiento; extrajo del cinturón el hacha sagrada y la cubrió con su cuerpo, al mismo tiempo que cerraba su mano sobre el mango, sujetándolo con fuerza. Cuando decidiera golpear, tendría que hacerlo con rapidez, y si los otros dos hombres tenían armas, estaría acabado.

«¡Llora!», se dijo a sí mismo. Emitió un sollozo forzado.

—¡Por favor…, no me haga daño, por favor! ¡No puedo ver sin las gafas! —balbuceó y se estremeció—. ¡No me haga daño!

Emitió un sonido como si estuviera a punto de vomitar y sintió que el cañón de la Ingram se apartaba de su cabeza.

—Pequeña mierda. ¡Eres una pequeña mierda! ¡Vamos! ¡Ponte de pie como un hombre!

Agarró a Roland por un brazo y empezó a levantarlo, para ponerlo en pie.

«¡Ahora!», pensó Roland con serenidad y determinación. Un caballero del rey no le tenía miedo a la muerte.

Dejó que la fuerza del hombre lo levantara, y luego se desplegó como un muelle liberado, revolviéndose y extendiendo el brazo con el hacha sagrada, cuya hoja aún tenía algo de la sangre seca del rey.

La luz de la linterna brilló sobre la hoja, que se introdujo en la mejilla izquierda de Schorr como si estuviera cortando un trozo de carne del pavo del Día de Acción de Gracias. El hombre quedó demasiado conmocionado como para reaccionar inmediatamente, pero la sangre empezó a brotarle de la herida, y el dedo que tenía sobre el gatillo hizo un movimiento convulsivo e involuntario, lanzando una ráfaga de balas que pasaron por encima de la cabeza de Roland. Schorr se tambaleó hacia atrás, con la mitad de la cara abierta hasta el hueso. Roland lo empujó, y volvió a golpearlo salvajemente antes de que el hombre pudiera apuntar su arma contra él.

Uno de los otros sujetó a Roland por el hombro, pero él se desprendió, desgarrándose casi por completo la camisa. Lanzó de nuevo el hacha contra Schorr y esta vez le alcanzó en la parte carnosa del brazo que sostenía el arma. Schorr tropezó con un cuerpo muerto y la Ingram cayó estruendosamente a los pies de Roland.

Roland la recogió con celeridad. Su rostro se contorsionó con un rictus salvaje y se revolvió contra el hombre que sostenía la linterna. Abrió las piernas, colocándose en la posición de tiro que le había enseñado el coronel, apuntó y apretó el gatillo.

El arma zumbó como una máquina de coser, pero el retroceso le hizo tambalearse hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó en el suelo, sentado sobre su trasero. Al tiempo que caía, vio la linterna explotar en la mano del hombre, y escuchó un gruñido, seguido por un horripilante grito de dolor. Alguien gimió y se alejó, arrastrándose por el suelo. Roland disparó en la oscuridad, y las rojizas trayectorias de las balas trazadoras rebotaron en las paredes. Hubo otro grito, que terminó en un gorgoteo distante, y Roland pensó que uno de los hombres debía de haber caído por uno de los agujeros abiertos en el suelo. Roció la cafetería con balas y luego dejó de disparar, al darse cuenta de que volvía a estar solo.

Escuchó. El corazón le latía con violencia. El dulce aroma del arma recién disparada llenaba el aire a su alrededor.

—¡Vamos! —gritó—. ¿Queréis más? ¡Vamos!

Pero sólo le contestó el silencio. No sabía si los había matado a todos o no. Aunque estaba seguro de que había alcanzado por lo menos a uno.

—Bastardos —exclamó entrecortadamente—. Sois unos bastardos. La próxima vez os mataré a todos.

Se echó a reír. Eso le asombró, porque la risa no le sonó a la de alguien que él conociera. Hubiera deseado que los hombres volvieran. Quería disponer de otra oportunidad para matarlos.

Roland se puso a buscar las gafas. Encontró la bolsa con la comida, pero no las gafas. A partir de ahora, lo vería todo borroso, pero no importaba, porque, de todos modos, no había luz. Sus manos tocaron sangre caliente y un cuerpo del que manaba. Se pasó un minuto o dos pateando la cabeza del hombre muerto.

Roland tomó la bolsa de comida y, con la Ingram preparada, se movió con cautela por la cafetería, en dirección hacia donde sabía que se hallaba la salida; las puntas de los pies tanteaban en busca de agujeros en el suelo, pero logró llegar sin problemas al pasillo.

Aún temblaba de excitación. Todo estaba a oscuras y en silencio, a excepción del lento gotear del agua en alguna parte. Fue tanteando el camino hacia el gimnasio, con su bolsa de botín, ávido por contarle al rey que había luchado y vencido contra tres duendes del túnel, y que uno de ellos se llamaba Schorr. ¡Pero habría más duendes! No abandonarían tan fácilmente y, además, no estaba seguro de si había matado o no al sargento.

Roland sonrió cruelmente en la oscuridad, con el rostro y el cabello húmedos a causa de un sudor frío. Se sentía muy, muy orgulloso de sí mismo por haber protegido al rey, aunque lamentaba el hecho de haber perdido la linterna. En el pasillo se tropezó con cuerpos que empezaban a hincharse como bolsas de gas.

Este iba a ser el juego más grande en el que hubiera participado jamás. Sin lugar a dudas, superaba la versión del ordenador en un año luz.

Hasta entonces, jamás había disparado de verdad contra nadie. Y tampoco se había sentido nunca tan poderoso.

Rodeado por la oscuridad y la muerte, y llevando una bolsa llena de restos de comida y una Ingram cuyo cañón todavía estaba caliente, Roland Croninger conoció el verdadero éxtasis.