22

Ha terminado el verano

Se hizo de noche cuando se hallaban en Communipaw Avenue, en las ruinas de Jersey City, al este de la bahía de Newark. Encontraron una hoguera de restos ardientes dentro de la estructura sin techo de un edificio, y fue allí donde Hermana decidió que debían descansar. Las paredes del edificio les protegían del viento helado, y había material inflamable suficiente como para mantener el fuego hasta la mañana siguiente; se acurrucaron cerca del fuego, porque situarse a dos metros de distancia era como hallarse en un congelador.

Beth Phelps extendió las palmas de las manos hacia el fuego.

—¡Dios, hace tanto frío! ¿Por qué hace tanto frío? ¡Si aún estamos en julio!

—No soy científico —aventuró Artie, sentado entre ella y la mujer hispana—, pero supongo que las explosiones arrojaron tantos restos y polvo al aire, que han dañado la atmósfera…, como impedir el paso de los rayos del sol o algo así.

—¡Nunca…, nunca había tenido tanto frío! —dijo ella castañeteándole los dientes—. Simplemente, no encuentro forma de calentarme.

—El verano ha terminado —dijo Hermana revolviendo el contenido de su bolsa—. No creo que vuelva a haber verano durante mucho, mucho tiempo.

Sacó las lonchas de jamón, lo último que quedaba del pan empapado y las dos latas de anchoas. En el fondo de la bolsa empapada de agua también había algunas cosas que Hermana había encontrado a lo largo del día: una taza de aluminio con un mango recubierto de goma negra, un pequeño cuchillo con hoja de sierra, un tarro de café soluble, y un único guante de jardinero con dos dedos quemados. Envuelto en el fondo de la bolsa estaba el anillo de cristal, que Hermana no había vuelto a mirar ni remover desde que salieron del túnel. Deseaba ahorrarse el espectáculo y conservar el tesoro para más tarde, como si se tratara de una especie de regalo que se hiciera al final de la jornada.

Ninguno de ellos había vuelto a hablar del túnel Holland. Ahora les parecía más como un extraño sueño, algo que deseaban olvidar. Pero Hermana se sentía mucho más fuerte. Habían conseguido cruzarlo. Y también lograrían pasar otra noche, y otro día.

—Tomad algo de pan —les dijo—. Y masticad bien el jamón. —Ella misma masticó un trozo empapado de pan y miró a la mujer hispana mientras comía—. ¿Tienes un nombre? —preguntó. La mujer hispana la miró con poca curiosidad—. Un nombre —repitió Hermana, haciendo en el aire el movimiento de escribir—. ¿Cuál es tu nombre?

La mujer hispana se enfrascó en la tarea de desgarrar una loncha de jamón en pequeños trozos.

—Quizá se haya vuelto loca —dijo Artie—. Quizá el haber perdido a su hija de esa manera la haya vuelto loca. ¿Cree que podría haberle sucedido eso?

—Tal vez —asintió Hermana tragando el pan, que sabía a ceniza.

—Creo que es portorriqueña —comentó Beth—. Estuve a punto de estudiar español en la universidad, pero al final decidí seguir un curso de música.

—¿Qué trabajo haces para…? —Artie se detuvo de pronto. Sonrió tristemente y luego la sonrisa se desvaneció con lentitud—. Quiero decir, ¿qué trabajo hacías para ganarte la vida, Beth?

—Soy secretaria de la Compañía de Suministros de Fontanería Holmhauser, en la Once Oeste. Tercer piso, oficina de la esquina, en el edificio Broward. Soy la secretaria del señor Alden, el vicepresidente. Quiero decir… era. —Vaciló, tratando de recordar—. El señor Alden tenía dolor de cabeza. Me pidió que fuera a la farmacia de enfrente y le trajera un frasco de Excedrin. Recuerdo que… estaba en la esquina de la Once con la Quince, esperando a que el semáforo se pusiera en verde. Un tipo de aspecto agradable me preguntó si sabía dónde había un cierto restaurante sushi, pero le dije que no lo sabía. El semáforo cambió y todo el mundo empezó a cruzar la calle. Pero yo deseaba seguir hablando con aquel tipo, porque me parecía realmente atractivo y…, bueno, no suelo conocer a muchos hombres con los que me guste salir. Estábamos ya cruzando la calle cuando él me miró, sonrió y me dijo: «Me llamo Keith. ¿Y usted?». —Beth sonrió con tristeza y meneó la cabeza—. No tuve oportunidad de contestarle. Recuerdo que se escuchó un fuerte rugido. Tuve la sensación de que una oleada de calor casi me levantaba del suelo. Luego…, creo que alguien me tomó de la mano y me dijo que echara a correr. Así lo hice. Corrí como alma que lleva el diablo, escuché los gritos de la gente y creo que yo también estaba gritando. Todo lo que recuerdo después de eso es a alguien que preguntó: «¿Está todavía con vida?». Me volví loca. Recuerdo que pensé: «¡Pues claro que estoy viva! ¿Por qué no iba a estarlo?». Abrí los ojos y vi que el señor Kaplan y Jack estaban inclinados sobre mí. —La mirada de Beth se enfocó sobre Hermana—. Nosotros… no somos los únicos que lo conseguimos, ¿verdad? Quiero decir que… no quedamos sólo nosotros, ¿verdad?

—Lo dudo. Probablemente, los que pudieron haberlo conseguido se habrán desplazado ya hacia el oeste…, o al norte, o al sur —dijo Hermana—. Desde luego, no hay ninguna razón para ir al este.

—Dios santo. —Beth respiró profundamente—. Mis padres. Y mi hermana pequeña. Viven en Pittsburgh. No crees que… Pittsburgh esté como esto, ¿verdad? Quiero decir que Pittsburgh estará bien, ¿no es cierto? —Sonrió con una mueca, pero había una expresión aturdida en sus ojos—. ¿De qué serviría bombardear Pittsburg?, ¿no es cierto?

—Es cierto —asintió Hermana, y se concentró en la tarea de abrir una de las latas de anchoas con la pequeña llave. Sabía que el sabor salado les daría más sed, pero la comida era la comida—. ¿Alguien quiere una de estas?

Levantó uno de los filetes con los dedos y se lo llevó a la boca; el sabor salado casi le hizo encoger la lengua, pero logró tragarse la anchoa, imaginándose que el pescado contendría yodo, o algo que sería bueno para ella. Artie y Beth tomaron una anchoa cada uno, pero la mujer hispana volvió la cabeza hacia otro lado.

Terminaron de comerse el pan. Hermana volvió a guardar en la bolsa las lonchas de jamón que quedaban, luego vertió el aceite de la lata de anchoas sobre el suelo y también se guardó la lata en la bolsa. El jamón y el pescado podrían permitirles sostenerse un par de días más si los racionaban convenientemente. Lo que tendrían que hacer al día siguiente sería encontrar algo de beber.

Permanecieron sentados, acurrucados frente al fuego, mientras el viento soplaba al otro lado de las paredes del edificio. De vez en cuando, una ráfaga errante se metía entre las paredes y agitaba las cenizas como si fueran cometas, antes de agotarse. Sólo se escuchaba el ruido del viento y el agitar de las llamas, y Hermana contemplaba fijamente el corazón anaranjado del fuego.

—¿Hermana? —levantó la mirada hacia Artie—. ¿Te importaría… si lo sostengo un poco? —preguntó con una expresión esperanzada.

Sabía a qué se refería. Ninguno de ellos lo había sostenido en sus manos desde aquel día, entre las ruinas de Steuben Glass. Hermana metió la mano en la bolsa, apartó las cosas que contenía y rodeó con su mano el objeto envuelto en una chamuscada camisa a rayas. Lo sacó y apartó la camisa, que todavía estaba húmeda.

Instantáneamente, el círculo de cristal, con sus cinco espiras y sus joyas incrustadas, explotó en una brillante luminosidad, absorbiendo la luz del fuego. Aquella cosa relucía como una bola de fuego, quizá incluso con mayor intensidad que antes. Latió al ritmo de su corazón, como si su propia vida le transmitiera energía, y los hilillos de oro, platino y plata se iluminaron.

—¡Oh! —exclamó Beth con la respiración entrecortada. Las luces de las piedras preciosas se reflejaban en su rostro—. Oh…, ¿qué es eso? Nunca…, nunca he visto nada igual… en mi vida.

—Hermana lo encontró —dijo Artie con un tono de voz reverente, con toda su atención dirigida al anillo de cristal. Extendió ambas manos hacia él, con cautela—. ¿Puedo… por favor?

Hermana se lo entregó. En cuanto Artie lo tomó en sus manos, las pulsaciones de las piedras preciosas cambiaron de ritmo y velocidad, adaptándose a los latidos de su corazón. Artie meneó la cabeza, con una expresión maravillada y los ojos llenos con los colores del arco iris.

—Sostener esto en mis manos hace que me sienta bien —dijo—. Hace que me sienta… como si en el mundo aún no hubiera muerto toda la belleza. —Pasó los dedos sobre las espiras de cristal y trazó un círculo con el índice alrededor de una esmeralda del tamaño de una almendra grande—. Es tan verde —susurró—. Tan verde…

Olió el aroma limpio y fresco de un bosque de pinos. Sostenía un bocadillo en las manos, de pastrami con arroz y mostaza caliente y picante. Tal y como a él le gustaban. Asombrado, levantó la mirada y se vio rodeado por una visión de bosques verdes y de prados del color de la esmeralda. Junto a él había una fresquera, con una botella de vino en ella, y un vaso de papel lleno de vino estaba a su alcance. Se hallaba sentado sobre un mantel de rayas verdes. Había una cesta de mimbre abierta delante de él, mostrando una gran cantidad de alimentos. «Estoy soñando —pensó—. ¡Dios santo…, estoy soñando con los ojos abiertos!».

Pero entonces vio sus manos… llagadas y quemadas. Aún llevaba puesto el abrigo de piel y su pijama rojo. Y seguía teniendo en los pies los mismos zapatos sólidos. Pero no experimentaba ningún dolor y el sol era luminoso y cálido, y una brisa aterciopelada se agitaba a través del bosque de pinos. Escuchó el sonido de la puerta de un coche al cerrarse. Aparcado a unos diez metros de distancia vio un T-Bird de color rojo. Una mujer joven, alta y sonriente, con el cabello moreno y rizado, caminaba hacia él, llevando en la mano un transistor del que surgía la música de Smoke Gets in Your Eyes.

—No podríamos haber soñado con tener un día mejor, ¿verdad? —preguntó la mujer balanceando la radio a su lado.

—Ah…, no —contestó Artie, atónito—. Supongo que no.

Nunca había olido un aire tan fresco y limpio. ¡Y ese T-Bird! Dios santo. Tenía una cola de zorro colgándole de la antena. ¡Ahora recordaba aquel juego de ruedas! Era el coche más exquisito y rápido que había tenido nunca y… «Pero, un momento —pensó mientras la mujer se le acercaba—. ¡Un momento! ¿Qué diablos…?».

—Bébete el vino —dijo la mujer, ofreciéndole el vaso—. ¿No tienes sed?

—Ah…, sí. Sí, claro, tengo sed.

Tomó el vaso de papel y se bebió el vino de tres ávidos tragos. La garganta le había quemado de tanta sed. Extendió el vaso para pedir más y luego se lo bebió con la misma rapidez. Luego, Artie miró los suaves ojos azules de la mujer, vio la figura ovalada de su rostro, y se dio cuenta de quién era. ¡Pero no podía ser ella! Ella tenía diecinueve años y se encontraban de picnic, la misma tarde en que le había pedido que se casara con él.

—Me estás mirando muy fijamente, Artie —dijo ella juguetonamente.

—Lo siento. Yo sólo… Quiero decir que vuelves a ser joven, y yo estoy aquí sentado, como una patata frita con pijama rojo. Quiero decir…, no es correcto.

Ella frunció el ceño, como si fuera incapaz de imaginar de qué estaba hablando.

—Eres un tonto —decidió ella—. ¿No te gusta el bocadillo?

—Claro, claro que me gusta.

Le dio un bocado, esperando que se disolviera como un espejismo entre sus dientes, pero se encontró con la boca llena de pastrami, y si aquello era un sueño era el mejor bocadillo que se hubiera comido jamás en un sueño. Se sirvió otro vaso de vino y se lo bebió como si nada. El dulce y limpio aroma de los pinos llenaba el aire, y Artie respiró profundamente. Se quedó absorto contemplando los bosques verdes y el prado, y pensó: «Dios mío, oh, Dios mío, ¡qué bueno es estar vivo!».

—¿Te encuentras bien?

—¿Eh?

La voz le había sobresaltado. Parpadeó y se encontró mirando el rostro lleno de ampollas de Hermana. El anillo de cristal todavía se encontraba entre sus manos.

—Te he preguntado si te encuentras bien —dijo ella—. Has estado mirando fijamente esa cosa durante más de medio minuto. Lo único que hacías era mirarla.

—Oh.

Artie vio la fogata, los rostros de Beth y de la mujer hispana, las ruinosas paredes del edificio. «No sé adónde he ido —pensó—, pero ahora he vuelto». Se imaginó percibir en su boca el gusto del pastrami, la mostaza picante y el vino. Incluso se sintió un poco mareado, como si hubiera bebido demasiado y con excesiva rapidez. Pero ahora sentía el estómago lleno, y ya no tenía sed.

—Sí, estoy bien —dijo, dejando que sus dedos juguetearan durante un rato más sobre el anillo de cristal, y devolviéndoselo luego a Hermana—. Gracias.

Ella lo tomó en sus manos. Por un instante creyó percibir el olor de… ¿Qué era? ¿Licor? Pero luego el débil olor desapareció. Artie Wisco se inclinó hacia atrás y eructó.

—¿Puedo sostenerlo yo? —preguntó Beth—. Tendré mucho cuidado. —Lo tomó de manos de Hermana, y la mujer hispana lo admiró por encima de su hombro—. Me recuerda algo. Algo que he visto —dijo Beth—. Pero no se me ocurre pensar en qué. —Miró a través del cristal, hacia el destello del topacio y los diamantes—. Oh, Señor, ¿sabes lo que debe de valer esto?

—Supongo que hace unos días debería valer muchísimo —dijo Hermana encogiéndose de hombros—. Pero ahora no estoy tan segura. Quizá valga unas pocas latas de comida y un abrelatas. Quizá una caja de cerillas. En el mejor de los casos, una jarra de agua limpia.

«Agua», pensó Beth. Habían transcurrido más de veinticuatro horas desde que tomara un trago del ginger ale. Sentía la boca como si fuera un trapo seco. Sería tan maravilloso un vaso de agua…, poder beber aunque sólo fuera un sorbo.

De repente, sus dedos se sumergieron dentro del cristal.

Sólo que ya no era cristal, sino una corriente de agua que saltaba sobre unas piedras multicolores. Apartó las manos y unas gotas de agua cayeron como diamantes de las puntas de los dedos, volviendo a la corriente.

Se dio cuenta de que Hermana la estaba observando, pero también se sentía distanciada de ella, distanciada de las ruinas de la ciudad que los rodeaban; percibía la presencia de Hermana, pero era como si la mujer se hallara en otra habitación de una mansión mágica de la que Beth acabara de encontrar la llave de la puerta principal. La fresca corriente de agua producía un invitador sonido cantarín al pasar sobre las piedras de colores. «No puede haber agua corriendo por encima de mi regazo», pensó Beth y, por un instante, la corriente de agua pareció parpadear y empezó a desvanecerse, como una especie de niebla que se levantara bajo el ardiente sol de la razón. «¡No! —deseó—. ¡Todavía no!».

El agua continuó fluyendo, justo bajo sus manos, moviéndose de un lado a otro.

Beth volvió a meter las manos en el agua. Estaba tan fresca, tan fresca. Tomó algo de agua en el cuenco de la palma de su mano y se la llevó a la boca. Tenía un sabor mejor que cualquier vaso de Perrier que hubiera tomado nunca. Volvió a beber, y luego bajó la cabeza hacia la corriente, y bebiendo directamente de ella, mientras el agua le daba en la mejilla, como un beso suave que permaneciera allí.

Hermana pensó que Beth Phelps había entrado en una especie de trance. Había visto que, de repente, los ojos de Beth miraban fijamente hacia alguna parte, como antes había hecho Artie. Beth no se había movido durante más de treinta segundos.

—¡Eh! —exclamó Hermana, y extendió una mano para zarandearla—. ¡Eh! ¿Qué es lo que te pasa?

Beth levantó la cabeza hacia ella. Su mirada se aclaró.

—¿Qué?

—Nada. Creo que ya es hora de que descansemos un poco.

Hermana tomó el círculo de cristal, disponiéndose a guardarlo, pero la mujer hispana lo agarró bruscamente y retrocedió a rastras, sentada entre las piedras rotas y apretándoselo con fuerza contra el cuerpo. Tanto Hermana como Beth se levantaron, y a Beth le pareció que algo le chapoteaba en el interior del estómago.

Hermana se acercó a la mujer hispana, que sollozaba, con la cabeza inclinada. Se arrodilló junto a ella y con un tono de voz muy suave, le dijo:

—Vamos, devuélvemelo, ¿quieres?

Mi niña me perdona —sollozó la mujer en español—. Madre de Dios, mi niña me perdona.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Beth, de pie detrás de Hermana.

—No lo sé. —Hermana rodeó con sus manos el anillo de cristal y tiró de él con lentitud. La mujer hispana lo retuvo, sacudiendo la cabeza de un lado a otro—. Vamos, devuélvemelo…

—¡Mi niña me perdona! —dijo de pronto la mujer hispana, en inglés, con los ojos muy abiertos y llenos de lágrimas—. ¡Madre de Dios, he visto la cara de mi niña en esto! ¡Y me ha dicho que me perdona! ¡Soy libre! ¡Madre de Dios, soy libre!

—No… sabía que hablaras inglés —balbuceó Hermana, atónita.

Ahora fue la mujer hispana la que parpadeó, extrañada.

—¿Qué?

—¿Cómo te llamas? ¿Cómo es que no habías hablado inglés hasta ahora?

—Me llamo Julia. Julia Castillo. ¿Inglés? No sé… qué quieres decir.

—O yo estoy loca, o lo está ella —dijo Hermana—. Vamos, devuélveme esto. —Tiró del anillo de cristal y Julia Castillo lo soltó—. Muy bien. Y ahora, ¿cómo es que no habías hablado inglés antes, Julia?

No comprendo —dijo en español, y añadió en inglés—: Buenos días. Buenas tardes. Me alegro de conocerlo, señor. Gracias. —Se encogió de hombros e hizo un vago gesto hacia el sur—. Matanzas, Cuba.

Hermana volvió la cabeza para mirar a Beth, que había retrocedido un par de pasos y tenía una expresión muy extraña en la cara.

—¿Quién está loca, Beth, Julia o yo? ¿Sabe ella hablar inglés o no?

—Ella… estaba hablando en español —dijo Beth—. Nunca dijo una sola palabra en inglés. ¿Comprendiste tú… lo que dijo?

—¡Demonios, sí, claro que lo comprendí! ¡Cada condenada palabra! ¿Acaso…? —De pronto se detuvo. La mano que sostenía el anillo de cristal le hormigueaba. Más allá de la fogata, Artie se levantó de pronto y exclamó entre hipos:

—¡Eh! ¿Dónde es la fiesta?

Hermana volvió a tender el anillo de cristal hacia Julia Castillo. La mujer hispana lo tocó con vacilación.

—¿Qué dijiste sobre Cuba? —preguntó Hermana.

—Yo… soy de Matanzas, en Cuba —contestó Julia en un perfecto inglés, con los ojos muy abiertos y una expresión de extrañeza—. Mi familia llegó al país en un bote de pesca. Mi padre hablaba un poco de inglés, y vinimos al norte para trabajar en la confección de camisas. ¿Cómo sabes… mi idioma?

Hermana se volvió a mirar a Beth.

—¿Qué has escuchado? —le preguntó—. ¿Español o inglés?

—Español. ¿No es eso lo que has escuchado tú?

—No. —Apartó el anillo de las manos de Julia—. Y ahora di algo —le pidió—. Cualquier cosa.

Lo siento, no comprendo —dijo Julia en español meneando la cabeza.

Hermana miró fijamente a Julia por un momento y luego, lentamente, levantó el anillo de cristal hasta la altura de su cara, para mirar en sus profundidades. Le temblaba la mano y lo que le parecieron pequeñas sacudidas de energía le atravesaron los brazos, hasta los codos.

—Es esto. Este cristal es fascinante. No sé por qué ni cómo, pero lo cierto es que… esta cosa me ha permitido comprender lo que ella decía, y ella también puede comprenderme a mí. La he oído hablar en inglés, Beth…, y creo que ella me ha oído a mí hablar en español.

—¡Eso es una locura! —exclamó Beth, pero entonces pensó en la fresca corriente de agua que había fluido sobre su regazo, y en su garganta, que ya no estaba reseca—. Quiero decir…, sólo es cristal y joyas, ¿no es cierto?

—Toma —dijo Hermana ofreciéndoselo—. Míralo tú misma.

Beth siguió una de las espiras con uno de sus dedos.

—La Estatua de la Libertad —dijo.

—¿Qué?

—La Estatua de la Libertad. Eso es lo que esto me recuerda. No la estatua en sí misma, sino… su corona. —Levantó el círculo hasta su cabeza, con las espiras sobresaliendo—. ¿Lo ves? Podría ser una corona, ¿verdad?

—Nunca había visto a una princesa más encantadora —dijo entonces la voz de un hombre, desde la oscuridad que había más allá de la fogata.

Instantáneamente, Beth protegió entre sus brazos el círculo de cristal, y retrocedió, apartándose de la dirección de donde había surgido la voz. Hermana se tensó.

—¿Quién anda ahí?

Percibió un movimiento. Alguien caminaba lentamente sobre las ruinas, aproximándose al borde de la luz de la fogata. Al fin se dejó ver. Su mirada se posó alternativamente en cada uno de ellos.

—Buenas noches —dijo con amabilidad, dirigiéndose a Hermana.

Era un hombre alto, de anchos hombros, con un porte regio, y vestido con un traje negro lleno de polvo. Llevaba una manta marrón envolviéndole los hombros y el cuello, como un poncho campesino. En su rostro pálido, de rasgos agudos, se veían las señales escarlata de profundas quemaduras, como las marcas infligidas por un látigo. Una herida de sangre reseca le zigzagueaba por la frente, le cruzaba lateralmente la ceja izquierda y terminaba en el pómulo. Aún conservaba la mayor parte de su cabello, de color gris rojizo, aunque mostraba algunos sitios completamente pelados. La respiración surgía de su nariz y su boca, formando espirales de vaho.

—¿Les parece bien que me acerque más? —preguntó, con un tono de voz entrecortado y doloroso. Hermana no dijo nada. El hombre esperó—. No les morderé —dijo el hombre.

Estaba temblando y ella no podía negarle el calor del fuego.

—Adelante —dijo con recelo, al tiempo que daba un paso hacia atrás.

El hombre expresó una mueca de dolor al avanzar, y Hermana vio lo que le estaba doliendo: una retorcida esquirla de metal le había desgarrado la pierna derecha, justo por encima de la rodilla y sobresalía unos siete centímetros por el otro lado. Pasó junto a Hermana y Beth y se dirigió directamente hacia el fuego, donde se calentó, extendiendo las manos.

—¡Ah, esto sí que sienta bien! ¡Ahí fuera debe de estar helando!

Hermana también había sentido el frío, y volvió a acercarse a la fogata. Detrás de ella la siguieron Julia y Beth, que seguía sosteniendo protectoramente el anillo de cristal.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Artie con ojos legañosos desde el otro lado de la fogata.

—Me llamo Doyle Halland —contestó el hombre—. ¿Por qué no se marcharon ustedes con los demás?

—¿Quiénes son los demás? —preguntó Hermana, que seguía observándolo con recelo.

—Los que salieron. Ayer. Supongo que fue ayer. Hubo cientos de ellos que se marcharon. —Sonrió débilmente e hizo un gesto con la mano, a su alrededor—. Abandonaron el Garden City. Quizá haya cobijo más hacia el oeste. No lo sé. En cualquier caso, no esperaba que hubiera quedado nadie.

—Nosotros venimos de Manhattan —le dijo Beth—. Cruzamos por el túnel Holland.

—No creía que nadie hubiera podido sobrevivir después de lo que pasó en Manhattan. Dijeron que allí cayeron por lo menos dos bombas. Jersey City se incendió con rapidez. Y los vientos… Dios mío, los vientos. —Cerró los puños delante de las llamas—. Fue un tornado. Creo que más de uno. Los vientos… arrancaron los edificios de sus cimientos. Supongo que yo tuve suerte. Me metí en un sótano, pero el edificio se desmoronó sobre mi cabeza. Fue el viento el que me hizo esto. —Se tocó cautelosamente la esquirla de metal—. He oído decir que los tornados son capaces de hacer atravesar postes de teléfono con pajas, y sin romperlas. Supongo que esto se debe al mismo principio, ¿no? —Miró a Hermana—. Soy consciente de que no me encuentro en mis mejores condiciones, pero ¿por qué me miran de esa manera?

—¿De dónde viene usted, señor Halland?

—De no muy lejos. Vi el fuego y me acerqué, pero si no quieren que me quede, sólo tienen que decírmelo.

Hermana se sintió avergonzada de lo que había estado pensando. El hombre volvió a mostrar una mueca de dolor, y ella se dio cuenta de que la sangre fresca había empezado a surgir alrededor de la esquirla.

—No soy la propietaria de este lugar. Puede usted quedarse donde más le guste.

—Gracias. No hace una noche muy agradable para caminar por ahí. —Su mirada se movió hacia el brillo que despedía el círculo de cristal que Beth sostenía—. Esa cosa brilla, ¿verdad? ¿Qué es?

—Es… —Ella no pudo encontrar la palabra adecuada—. Es algo mágico —dijo de pronto—. ¡No creería usted lo que acaba de suceder! ¿Ve usted a esa mujer de ahí? Pues no sabe hablar inglés, y esta cosa…

—Es una baratija —la interrumpió Hermana tomando el anillo de cristal de manos de Beth. Aún no confiaba en este hombre extraño, y no deseaba que supiera más acerca de su tesoro—. Sólo es una baratija que reluce, eso es todo.

Se lo guardó en el fondo del bolso, y el brillo de las gemas disminuyó y desapareció.

—¿Y guarda usted una baratija que reluce? —preguntó el hombre—. Yo le enseñaré algunas. —Miró a su alrededor, luego se alejó unos pocos metros y se inclinó dolorosamente. Tomó algo del suelo y volvió con ello al fuego—. ¿Lo ve? Esto reluce como el suyo —dijo, mostrándole lo que sostenía en la mano.

Era un trozo de vidrio coloreado de ventana, de un profundo color azul y púrpura.

—Se encuentran ustedes en lo que antes era mi iglesia —dijo el hombre.

Y se apartó el poncho que llevaba, para revelar el cuello blanco almidonado de un sacerdote. Sonrió amargamente, y arrojó el cristal coloreado al fuego.