20

El cuerpo de la bestia

—Señora —dijo Jack Tomachek—, si piensa que podemos pasar a través de eso, cree usted en milagros.

Hermana no dijo nada. El fuerte viento que surgía del río Hudson le azotaba el rostro, y ella entrecerró los ojos para protegerlos de los alfilerazos de hielo que descendían agitadamente de las nubes negras, por encima de ellos, y que se extendían de un lado al otro del horizonte, como un manto funerario. Débiles rayos amarillos de luz solar encontraban huecos entre las nubes y se movían como reflectores en una prisión de una película de serie B, extinguiéndose en cuanto los agujeros se cerraban. El río bajaba lleno de cadáveres, desperdicios flotantes y los cascos quemados de botes y barcas, todos ellos moviéndose lentamente hacia el Atlántico. Al otro lado del terrible río seguían brillando los incendios de la refinería de petróleo, y un humo negro y espeso giraba en torbellinos hacia la costa de Jersey.

Detrás de ella se encontraban Artie, Beth Phelps y la mujer hispana, todos ellos envueltos en capas de cortinas y abrigos para protegerse del viento. La mujer hispana se había pasado la mayor parte de la noche llorando, pero ahora sus ojos estaban secos, pues ya había llorado todo lo que tenía que llorar.

Por debajo de la cresta sobre la que se encontraban se hallaba la entrada al túnel Holland. Estaba abarrotado de vehículos cuyos depósitos de gasolina habían explotado, aunque eso no era lo peor; lo peor, según vio Hermana, era que los restos de aquellos coches estaban cubiertos por el agua sucia del río Hudson hasta la altura de los volantes. En alguna parte del interior del largo y oscuro túnel se había roto el techo, y el agua había empezado a entrar, aunque no con la fuerza suficiente como para que se derrumbara, como había sucedido con el túnel Lincoln, lo que convertía el paso en una travesía peligrosa a través de un pantanal de coches quemados, cadáveres y sólo Dios sabía qué más.

—No estoy dispuesto a nadar —dijo Jack—. Y mucho menos a ahogarme. Si ese bastardo se desmorona sobre nuestras cabezas, ya podemos despedirnos para siempre.

—De acuerdo, ¿hay alguna sugerencia mejor?

—Vayamos al este, hacia el puente de Brooklyn. O también podemos cruzar por el puente Manhattan. Por cualquier sitio, menos por aquí.

Hermana reflexionó un momento. Llevaba la bolsa de cuero apretada al costado y dentro de ella percibía la forma del círculo de cristal. En algún momento de la larga noche había tenido un sueño de aquella cosa con la mano ardiente, surgiendo de entre el humo y las ruinas, buscándola con la mirada. Temía a aquella cosa mucho más que a un túnel medio inundado.

—¿Y si los puentes se han derrumbado?

—¿Eh?

—¿Y si los dos puentes se han derrumbado? —repitió con serenidad—. Miren a su alrededor y díganme si creen que esos puentes pueden haber sobrevivido a lo que derrumbó el World Trade Center y el Empire State.

—Es posible que sí. No lo sabremos a menos que lo veamos.

—Y con eso habremos perdido otro día. Es muy posible que para entonces este túnel haya quedado completamente inundado. No sé lo que piensan ustedes, pero a mí no me importaría mojarme los pies.

—Ni hablar —dijo Jack meneando la cabeza—. ¡De ningún modo voy a meterme ahí! Y estaría usted loca si lo hiciera. Escuche, ¿por qué quiere alejarse de Manhattan? Aquí podemos encontrar comida, y podríamos volver a refugiarnos en el sótano. ¡No tenemos por qué marcharnos!

—Usted puede quedarse —asintió Hermana—. Yo me marcho. Aquí ya no queda nada.

—La acompaño —dijo Artie—. No tengo miedo.

—¿Quién ha dicho que yo tuviera miedo? —replicó Jack—. ¡No tengo miedo! Sólo que no estoy rematadamente loco, eso es todo.

—¿Beth? —preguntó Hermana volviendo su atención a la mujer joven—. ¿Qué me dice usted? ¿Se viene con nosotros o no?

Ella observó temerosa la atestada entrada del túnel, y finalmente contestó:

—Sí, voy con ustedes.

Hermana tocó el brazo de la mujer hispana, señaló hacia la entrada del túnel Holland e hizo el gesto de caminar con dos dedos. La otra mujer todavía se sentía demasiado conmocionada como para contestar.

—Tendremos que mantenernos muy juntos —dijo Hermana a Beth y Artie—. No sé qué profundidad podrá tener el agua ahí dentro. Creo que deberíamos tomarnos de las manos y atravesarlo así, para que nadie se pierda. ¿De acuerdo?

Los dos asintieron.

—¡Están locos! —espetó Jack—. ¡Todos ustedes están locos!

Hermana, Beth y Artie empezaron a descender la cresta hacia la entrada del túnel. La mujer hispana les siguió. Jack les gritó:

—¡Nunca logrará pasar por ahí, señora!

Pero nadie se detuvo ni miró hacia atrás y al cabo de un momento Jack también empezó a bajar tras ellos.

Hermana se detuvo, con el agua fría llegándole hasta los tobillos.

—Déjeme su encendedor, Beth —pidió.

Beth se lo entregó, pero no lo encendió aún. Tomó la mano de Beth, esta la de Artie, y este la de la mujer hispana. Jack Tomachek completó la cadena.

—Muy bien —dijo Hermana, con un temblor temeroso en la voz, sabiendo que debía dar el paso siguiente antes de que le fallaran los nervios—. Sigamos adelante.

Empezó a caminar, rodeando los vehículos calcinados y entrando en el túnel Holland. El agua fue subiendo hasta llegarles a las rodillas. Las ratas muertas surgían a la superficie como corchos.

A menos de cuatro metros en el interior del túnel, el agua ya les llegaba a los muslos. Encendió el mechero y su débil llama apareció de pronto en la oscuridad. La luz puso al descubierto una escena fantasmagórica de pesadilla, compuesta por metales retorcidos de coches, camiones y taxis convertidos en figuras medio sumergidas de otros mundos. Las paredes del túnel aparecían chamuscadas y ennegrecidas y parecían tragarse la luz, en lugar de reflejarla. Hermana se dio cuenta de que allí tenía que haberse producido un increíble infierno cuando los depósitos de gasolina empezaron a estallar. En la distancia, muy por delante de donde se encontraban, escuchó el eco del ruido de una cascada.

Tiró hacia adelante de la cadena humana. A su alrededor flotaban cosas a las que ella evitaba mirar. Beth emitió un sofocado grito de terror.

—Continúe —le dijo Hermana—. No mire a su alrededor. Sólo continúe. —El agua empezó a subirle por encima de los muslos.

—¡He tropezado con algo! —gritó Beth—. Oh, Jesús…, ¡hay algo debajo de mi pie! —Hermana le apretó la mano con fuerza y continuó guiándola. El agua ya le llegaba a la altura de la cintura. Miró por encima del hombro, hacia la entrada, que ahora debía de estar a unos veinte metros por detrás de ellos, atrayéndola con su débil luz. Pero volvió su atención a lo que había delante y el corazón casi se le detuvo por un instante. La llama del encendedor iluminó apenas un enorme y retorcido nudo de metal que casi bloqueaba el túnel por completo; eran un montón de vehículos calcinados, fundidos por el calor. Hermana encontró un estrecho espacio a través del cual poder deslizarse, con los pies resbalando sobre algo deslizante que había en el fondo. Pequeñas cascadas de agua caían desde arriba, y Hermana se concentró en conservar seco el encendedor. El ruido de la cascada seguía estando por delante.

—¡Está a punto de hundirse! —gritó Jack—. Dios…, ¡se nos va a caer encima!

Por delante de ellos, más allá de la pequeña luz producida por el mechero, se extendía una oscuridad total y fantasmagórica. «¿Qué pasará si está bloqueado? —pensó sintiendo ramalazos de pánico—. ¿Y si no lo conseguimos? Tranquilízate, tranquilízate. Un paso cada vez. Un paso».

El agua le llegaba a la cintura y continuaba subiendo.

—¡Escuche! —exclamó Beth de repente, y se detuvo.

Artie tropezó con ella y estuvo a punto de caer de bruces al agua.

Hermana no pudo escuchar nada, excepto el creciente retumbar de la cascada de agua. Empezó a tirar de Beth, y entonces, desde encima de ellos les llegó un ruido que pareció un profundo gemido. «Estamos dentro del cuerpo de la bestia —pensó Hermana—. Como Jonás, que fue tragado vivo por la ballena».

Algo chapoteó en el agua, por delante de ella. Otros objetos que caían produjeron fuertes ruidos sobre las estructuras calcinadas de los coches, que sonaron como si fueran martillazos.

Hermana se dio cuenta de que eran trozos de hormigón. «¡Santo Dios, el techo está a punto de hundirse!».

—¡Se está hundiendo! —gritó Jack, a punto de dejarse dominar por el terror.

Hermana le oyó chapotear en el agua, y supo que había perdido los nervios. Miró hacia atrás y le vio esforzarse por avanzar alocadamente de regreso por el camino por el que habían llegado. Resbaló sobre el agua y cayó. Cuando se incorporó, estaba sollozando.

—¡No quiero morir! —gritó—. ¡No quiero morir! Y el sonido de sus gritos le persiguió.

—¡Que no se mueva nadie! —ordenó Hermana antes de que los demás huyeran también. Los trozos de hormigón seguían cayendo a su alrededor, y sujetó la mano de Beth con tal fuerza que los nudillos le crujieron. Los miembros de la cadena temblaron, pero se mantuvieron firmes. Finalmente, dejaron de caer trozos de hormigón y también se detuvieron los gemidos—. ¿Están todos bien? ¿Beth? ¿Artie, está bien la mujer?

—Sí —contestó el hombre con voz temblorosa—. Pero creo que me he cagado en los pantalones.

—La mierda es algo a lo que me puedo enfrentar. Pero el pánico no. ¿Seguimos o no? —Beth tenía los ojos vidriosos. Estaba muerta de miedo, como paralizada, y Hermana pensó que quizá fuera eso lo mejor—. Artie, ¿está preparado? —preguntó, y todo lo que este pudo contestar fue un gruñido.

Siguieron vadeando hacia adelante, con el agua subiéndoles ya hasta casi la altura de los hombros. Sin embargo, seguía sin verse ninguna luz por delante, ninguna señal de que la salida estuviera cerca. Hermana se contrajo cuando un trozo de hormigón del tamaño de una tapa de cloaca cayó estruendosamente sobre los restos de un camión, a unos tres metros de distancia. El ruido de la cascada era más cercano, y por encima de sus cabezas el túnel gemía por la tensión de contener el río Hudson. Escuchó una débil voz que llegó hasta ellos desde atrás.

—¡Vuelvan! ¡Regresen, por favor!

Le deseó a Jack Tomachek toda la suerte del mundo. Luego, el rugido de la cascada de agua ahogó su voz.

Tenía la bolsa llena de agua y las ropas le resultaban muy pesadas, pero mantenía el mechero encendido por encima de su cabeza. Lo sentía incómodamente caliente en la mano, pero no se atrevía a apagar la llama. Hermana podía ver como el hálito de su respiración se extendía bajo la luz, y el agua le entumecía las piernas, poniéndole rígidas las rodillas. «Un paso más —resolvió—. Y luego el siguiente. ¡Adelante!».

Pasaron junto a otro montón surrealista de vehículos fundidos los unos en los otros, y la mujer hispana lanzó un grito de dolor cuando una arista de metal le desgarró la pierna, por debajo del agua, pero la mujer apretó los dientes y no se desvaneció. Un poco más adelante, Artie se enredó los pies con algo y cayó, volviendo a resurgir tosiendo y escupiendo, pero estaba bien.

Y entonces el túnel empezó a trazar una curva.

—Alto —dijo Hermana.

Delante de ellos, apenas entrevisto a la débil luz, caía un torrente de agua desde arriba, extendiéndose a todo lo ancho del túnel. Tendrían que pasar bajo la cascada de agua, y Hermana sabía lo que eso significaba.

—Ahora voy a tener que apagar el mechero, hasta que hayamos pasado —dijo—. Que todo el mundo apriete la mano del otro. ¿Preparados?

Sintió que Beth le apretaba la mano en silencio. Más atrás, Artie dijo:

—Preparado.

Hermana cerró la capucha del mechero. La oscuridad se apoderó de todo y su corazón empezó a latirle con rapidez. Protegió el mechero en el interior de su puño y continuó avanzando.

El agua le golpeó con tanta dureza que la hundió. Perdió el contacto con la mano de Beth y escuchó el grito de la mujer. Frenéticamente, Hermana trató de recuperar pie, pero todo el fondo parecía estar lleno de algo deslizante y cenagoso. Tenía agua en la boca y en los ojos, no podía respirar, y la oscuridad distorsionaba su sentido de la dirección. Su pie izquierdo quedó atrapado y sujeto por algún objeto que había bajo el agua, y estuvo a punto de gritar, pero sabía que si se ponía a gritar ella, todos estarían perdidos. Intentó mantenerse a flote con una sola mano, mientras que con la otra sostenía en alto el mechero. Entonces, unos dedos se agarraron a su hombro.

—¡Ya la tengo! —gritó Beth tras ella, con su propio cuerpo golpeado por la cascada de agua.

Ella sostuvo a Hermana, que logró liberarse la pierna con un esfuerzo que casi le arrancó la zapatilla. Luego, se encontró suelta y con capacidad para moverse, y siguió dirigiendo a los otros fuera de la cascada.

No supo cuánto tiempo tardaron en pasar bajo la cascada, quizá dos minutos, quizá tres, pero de pronto se encontraron más allá, y ahora ya no boqueaba para intentar respirar. Sentía la cabeza y los hombros tan amoratados como si los hubieran utilizado como saco de boxeo.

—¡Lo hemos conseguido! —gritó y los alejó aún más antes de que su costado chocara contra el metal.

Luego, tomó el mechero con los dedos y trató de encenderlo.

Surgió una chispa, pero no apareció ninguna llama.

«¡Oh, Jesús!», pensó Hermana. Lo volvió a intentar. Otras chispas en forma de estrellas, pero nada de llama, ni de luz.

—¡Vamos, vamos! —exclamó. El tercer intento no obtuvo mejor resultado—. ¡Enciéndete, maldita sea!

Pero el mechero no quiso encenderse, ni al cuarto ni al quinto intentos, y ella rezó para que no se hubiera humedecido demasiado.

En el octavo intento surgió una llama débil y pequeña, osciló y casi estuvo a punto de apagarse de nuevo. Hermana se dio cuenta de que apenas quedaba combustible. Tenían que salir de allí antes de que se acabara, y hasta ese instante no se había dado cuenta de lo mucho que todo podía depender de una diminuta llama parpadeante.

Junto a ella sobresalía del agua la retorcida parrilla del radiador y el capó de un Cadillac, como si fueran las fauces de un cocodrilo. Delante, otro coche estaba tumbado boca abajo, sumergido, con las llantas hechas jirones y colgando de las ruedas. Se encontraban en medio de un laberinto de ruinas, y el pequeño círculo de luz no permitía ver más que una pequeña parte de lo que habían podido ver antes. Los dientes de Hermana empezaron a castañetear, y sentía las piernas como si fueran trozos de madera.

Siguieron avanzando, dando un paso tras otro. El túnel volvió a gemir sobre ellos y más trozos de hormigón cayeron a su alrededor, pero, de pronto, Hermana se dio cuenta de que el agua le había bajado hasta el pecho.

—¡Estamos saliendo! —gritó—. ¡Gracias a Dios, estamos saliendo!

Se esforzó por ver luz delante de ella, pero aún no se veía la salida. «¡No te detengas! ¡Casi lo has conseguido!».

Entonces, tropezó con algo que había en el fondo.

Un gorgoteo de burbujas explotó ante su cara, y del agua, delante de ella, surgió un cadáver, ennegrecido y retorcido como un trozo de madera de árbol, con los brazos rígidamente congelados sobre su rostro y la boca abierta en un grito sin sonido.

El mechero se apagó.

El cadáver se apoyó contra el hombro de hermana, en la oscuridad. Ella permaneció inmóvil, con el corazón a punto de estallarle en el pecho, y se dio cuenta de que en ese momento podía perder la cabeza o bien…

Lanzó un suspiro de estremecimiento y apartó aquella cosa hacia un lado, con el antebrazo. El cadáver volvió a deslizarse hacia el fondo, con un sonido gorgoteante.

—Voy a sacarlos a todos de aquí —se escuchó prometer en voz alta, y el sonido de su voz le proporcionó una fortaleza renovada que no sabía hubiera podido poseer—. ¡Que se joda la oscuridad! ¡Ya estamos saliendo!

Dio otro paso, y a continuación el siguiente.

Lentamente, el agua fue descendiendo hasta que sólo les llegaba a las rodillas. Y entonces, sin que Hermana supiera cuánto tiempo más tarde, ni cuántos pasos más adelante, vio la salida del túnel Holland delante de ellos.

Habían alcanzado la orilla de Jersey.