La mayor tumba del mundo
El hombre con las tiras ensangrentadas de una camisa envolviéndole el muñón de su muñeca derecha se movió cautelosamente por el destrozado pasillo. No quería caerse y que aquel muñón empezara de nuevo a sangrar; había estado supurando durante horas hasta que finalmente empezó a formarse una costra. Se sentía débil y mareado, pero se obligó a sí mismo a seguir porque tenía que verlo con sus propios ojos. El corazón le latía con violencia, y la sangre le zumbaba en los oídos. Pero tenía los sentidos fijos en un agudo picor que percibía entre los dedos gordo e índice de su mano derecha, que ya no existía. El picor de aquella mano fantasma estaba a punto de volverle loco.
Junto a él se encontraba el jorobado tuerto, y por delante, portando la linterna y abriendo un camino transitable, iba el muchacho de las gafas rotas. El chico sostenía un hacha de carnicero en la mano izquierda, con la hoja ribeteada por la sangre seca del coronel «Jimbo» Macklin.
Roland Croninger se detuvo, y el haz de su linterna atravesó la neblina que se extendía ante él.
—Ahí está —dijo «Teddybear»—. Ahí está. ¿Lo ve? ¿Verdad que se lo dije? ¡Se lo dije!
Macklin se adelantó unos pocos pasos y tomó la linterna de manos de Roland. Recorrió con su luz la pared de rocas y cascotes que bloqueaba por completo el pasillo, por delante de ellos, buscando una grieta, un lugar débil, una zona donde aplicar una palanca, algo. No quedaba un solo espacio libre, ni siquiera para que pasara una rata por él.
—Que Dios nos ayude —dijo Macklin serenamente.
—¡Se lo dije! ¿Lo ve? ¿Verdad que se lo dije? —balbuceó «Teddybear» Warner.
El encontrar este pasillo bloqueado había eliminado de un plumazo la última fuerza de voluntad que aún le había mantenido en pie.
Más allá de aquella pared de roca se encontraba el almacén de alimentos de emergencia de Earth House, así como la sala del equipo. Estaban aislados de todo, de las linternas y las baterías de repuesto, del papel sanitario, los cohetes de señales, todo.
—Estamos jodidos —se lamentó «Teddybear» con una risita—. ¡Oh, ahora sí que estamos jodidos!
El polvo se filtraba hacia abajo, a través del haz de luz de la linterna. Macklin la levantó y vio las fisuras dentadas que recorrían el techo del pasillo. En cualquier momento se podría desprender una mayor parte del pasillo. Los cables y los hilos colgaban y las vigas de refuerzo, que eran de hierro y se suponía debían haber sostenido Earth House durante un ataque nuclear, aparecían completamente cortadas. La risita de «Teddybear» se mezclaba con los sollozos, y aunque Macklin tomaba conciencia de la magnitud del desastre, no podía seguir soportando el sonido de la debilidad humana; rechinó los dientes, con el rostro contorsionado por la rabia y se volvió, dispuesto a abofetear a «Teddybear» con la mano derecha que tanto le picaba.
Pero no tenía mano derecha y al hacer retroceder el brazo percibió un dolor desgarrador y agudo, y la sangre fresca empapó de nuevo los vendajes.
Macklin se refugió el brazo herido contra el cuerpo y cerró los ojos, apretándolos con fuerza. Sintió náuseas y estuvo a punto de vomitar. «Disciplina y control —se dijo a sí mismo—. Ponte erguido, soldado. ¡Ponte erguido, maldita sea!».
«Cuando vuelva a abrir los ojos —se dijo—, esa condenada pared de roca no estará ahí. Podremos seguir avanzando por el pasillo, hacia donde está la comida. Estaremos bien. Te lo ruego, Señor… Haz que todo esté bien».
Abrió los ojos.
La pared de roca seguía donde estaba.
—¿Alguien tiene algo de explosivo plástico? —preguntó Macklin.
Su voz produjo ecos en el interior del pasillo. Era una voz de lunático, la voz de un hombre que se encuentra en lo más profundo de un pozo lleno de barro, rodeado de cadáveres.
—Vamos a morir —dijo «Teddybear», riendo y sollozando al mismo tiempo, con una mirada enloquecida en su único ojo—. ¡Estamos en la mayor tumba del mundo!
—¿Coronel?
Era el muchacho quien había hablado. Macklin dirigió la luz hacia el rostro de Roland. Formaba una máscara polvorienta, salpicada de sangre, que le miraba inexpresivamente.
—Tenemos manos —dijo Roland.
—Manos, claro. A mí me queda una mano. Tú tienes dos. Pero las de «Teddybear» no valen una mierda. Claro, tenemos manos.
—No, no me refiero a nuestras manos —replicó Roland con calma. Se le había ocurrido una idea, con claridad y precisión—. Me refiero a las manos de ellos. A los que sigan con vida allá arriba.
—¿A los civiles? —preguntó Macklin meneando la cabeza—. Probablemente ni siquiera podamos encontrar a diez hombres capaces de ponerse a trabajar. Y mira ese techo. ¿Ves esas grietas? Todo parece a punto de desmoronarse. ¿Quién va a querer trabajar teniendo eso pendiente de su cabeza?
—¿Qué distancia hay desde esa pared hasta donde está la comida?
—No lo sé. Quizá unos siete metros. Tal vez diez.
—¿Qué le parece si les decimos que sólo falta una distancia de tres metros? —preguntó Roland asintiendo con la cabeza—. ¿Y qué le parece si no les decimos nada sobre el techo? ¿Cree usted que se pondrán a trabajar o no?
Macklin vaciló. «Este sí que es un muchacho —pensó—. ¿Cómo es que sabe tantas cosas de todo?».
—Nosotros tres vamos a morir si no logramos llegar hasta donde está esa comida —siguió diciendo Roland—. Y no lograremos llegar hasta ella si no conseguimos que alguien más realice el trabajo. Quizá el techo se desplome, o quizá no. Pero si cae, no seremos nosotros los que estemos debajo, ¿verdad?
—Ellos se darán cuenta de que el techo es débil. Todo lo que tienen que hacer es mirar hacia arriba y ver esas condenadas grietas.
—No podrán verlas en la oscuridad —dijo Roland sereno—. Y usted tiene la única luz disponible, ¿verdad? —preguntó, con una ligera sonrisa en la comisura de la boca.
Macklin parpadeó con lentitud. Percibió un movimiento en la penumbra, por encima del hombro de Roland Croninger. Macklin ajustó unos pocos grados el haz de luz. Encogido en el fondo estaba el soldado en la sombra, con su uniforme de camuflaje y llevando en la cabeza un casco cubierto por una red verde; por debajo de la pintura de guerra negra y verde, su rostro tenía el color del humo. «El chico tiene razón, «Jimbo» —susurró el soldado en la sombra irguiéndose en toda su altura—. Pon a los civiles a trabajar. Haz que trabajen en la oscuridad y diles que sólo faltan tres metros para alcanzar la comida. Mierda, diles que faltan dos metros. Así trabajarán con mayor afán. Y si consiguen abrirse paso, estupendo. En caso contrario…, sólo son civiles. Holgazanes. Reproductores. ¿Correcto?».
—Sí, señor —contestó Macklin.
—¿Eh?
Roland vio que el coronel parecía mirar hacia algo que estaba justo por encima de su hombro derecho, y que utilizaba aquella misma voz lisonjera que había empleado cuando se hallaba delirando, en el fondo del pozo. Roland miró a su alrededor pero, desde luego, allí no había nadie.
—Holgazanes —dijo Macklin—. Reproductores. Correcto. —Asintió con un gesto y apartó la vista del soldado en la sombra, volviendo su atención al muchacho—. Está bien. Subiremos y veremos si encontramos a gente suficiente como para realizar el trabajo. Quizá aún haya con vida algunos de mis hombres. —Recordó al sargento Schorr, que había salido corriendo del centro de mando—. Schorr. ¿Qué demonios le habrá pasado? —«Teddybear» meneó la cabeza—. ¿Y al doctor Lang? ¿Sigue con vida?
—No estaba en la enfermería —dijo «Teddybear» haciendo un esfuerzo por no mirar la pared de roca que tenía delante—. Pero no comprobé en su alojamiento.
—Entonces lo comprobaremos. Es posible que lo necesitemos, así como todos los medicamentos capaces de aliviar el dolor, analgésicos y todo eso. También voy a precisar más vendas. Y necesitamos botellas…, botellas de plástico, si es que podemos encontrarlas. Podemos conseguir agua de los lavabos.
—¿Coronel? —preguntó Roland, y Macklin le prestó inmediatamente toda su atención—. Hay una cosa más, señor: el aire.
—¿Qué pasa con el aire?
—El generador está fuera de servicio. Lo mismo sucede con el sistema eléctrico. ¿Cómo van a impulsar aire los ventiladores en los sistemas de ventilación?
Macklin había abrigado una esperanza, aunque débil, de que ellos pudieran sobrevivir. Ahora, esa esperanza se derrumbó instantáneamente. Sin ventiladores, el aire no circularía por Earth House. El aire húmedo que ahora había en Earth House sería todo lo que pudieran esperar, y cuando los niveles de anhídrido carbónico fueran lo bastante elevados, todos ellos morirían.
Pero no sabía cuánto tiempo tardaría en suceder eso. ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? Se sentía incapaz de pensar más allá del momento actual, y lo más importante ahora consistía en encontrar agua potable, un poco de comida y un grupo de trabajo.
—Disponemos de mucho aire —dijo—. Lo bastante para todo el mundo, y para cuando empiece a escasear ya habremos encontrado una forma de salir de aquí. ¿Correcto?
Roland quiso creerlo así, y asintió con un gesto. Por detrás de él, el soldado en la sombra también asintió, y le dijo a Macklin: «Buen chico».
El coronel comprobó el estado de su propio alojamiento, un poco más arriba, en el mismo pasillo. La puerta había quedado desgajada de sus goznes y parte del techo se había hundido; en el suelo se había abierto un agujero, tragándose en sus profundidades la cama y la mesilla de noche. El cuarto de baño también se hallaba destrozado, pero Macklin encontró un poco de agua en el cuenco del lavabo. Bebió de ella, y luego hicieron lo mismo Roland y «Teddybear». El agua nunca les había parecido más sabrosa.
Macklin se dirigió al armario. En su interior, todo había caído, formando un montón en el suelo. Se arrodilló y, sosteniendo la linterna bajo la axila, empezó a remover lo que había, buscando algo que sabía debía hallarse allí.
Tardó un rato en encontrarlo.
—Roland, ven aquí.
—¿Sí, señor? —preguntó el muchacho detrás de él.
Macklin le entregó la pequeña subametralladora Ingram que había estado en la estantería del armario.
—Tú quedas a cargo de esto —dijo, metiéndose algunos peines de balas en los bolsillos de la chaqueta de aviador.
Roland se introdujo el mango del hacha sagrada por el cinturón de los pantalones y sostuvo la culata de la Ingram con las dos manos. No era pesada, pero la sintió… justiciera. Sí, justiciera e importante, como un sello vital del imperio del que tenía que hacerse cargo un caballero del rey como él.
—¿Sabes algo de armas? —le preguntó Macklin.
—Mi padre me… —Roland se detuvo. No, eso no era correcto. En absoluto—. En algunas ocasiones he ido a disparar a una galería de tiro —contestó—. Pero nunca he utilizado nada como esto.
—Te enseñaré lo que necesitas saber. Vas a ser mi dedo en el gatillo cuando lo necesite. —Dirigió el haz de luz hacia «Teddybear», que se encontraba a unos pasos de distancia, escuchando—. A partir de ahora, este muchacho debe permanecer siempre cerca de mí —le dijo a «Teddybear», quien se limitó a asentir con un gesto, sin decir nada.
Macklin ya no confiaba en «Teddybear», quien estaba demasiado cerca de alcanzar sus límites. Pero eso no le sucedía al chico. Oh, no, el chico tenía una mente dura y era astuto, y había necesitado muchas agallas para arrastrarse hasta él, en el fondo del pozo, y haber hecho lo que había hecho. El chico parecía un debilucho, de apenas cuarenta y cinco kilos de peso, pero si fuera a desmoronarse en algún momento, ya lo habría hecho.
Roland se pasó la correa del arma por el hombro y se la ajustó para llevarla apretada y poder utilizarla en cualquier momento y con rapidez. Ahora ya estaba preparado para seguir al rey a cualquier parte. Unos rostros surgieron desde las aguas llenas de barro de sus recuerdos —un hombre y una mujer—, pero él los obligó a desaparecer en las profundidades. Ya no quería recordar más aquellos rostros. No servía de nada, y sólo contribuían a debilitarle.
Macklin estaba preparado.
—Muy bien —dijo—. Veamos qué podemos encontrar.
Y el jorobado tuerto y el muchacho de las gafas rotas lo siguieron hacia la oscuridad.