Empieza con un paso
La oscuridad llegó de improviso. El frío de diciembre llenaba el aire de julio, y sobre las ruinas de Manhattan continuaba cayendo una lluvia negra y helada.
La hermana Creep y Artie Wisco estaban juntos sobre una montaña de escombros, mirando hacia el oeste. Aún se veían incendios al otro lado del río Hudson, en las refinerías de petróleo de Hoboken y en Jersey City, pero, a excepción de las llamaradas anaranjadas, en el oeste no se observaba ninguna luz. Las gotas de lluvia tamborileaban sobre el deformado paraguas de alegres colores que Artie había encontrado entre los restos de una tienda de artículos deportivos. En la tienda también habían descubierto otros tesoros: una mochila de nailon, de color naranja, que Artie se había colocado a la espalda, y un nuevo par de zapatillas para los pies de la hermana Creep. En la bolsa Gucci que le colgaba del hombro llevaba una chamuscada hogaza de pan de arroz, dos latas de anchoas con las llaves para abrirlas, un paquete de lonchas de jamón que había hervido en el plástico, y una botella milagrosamente intacta de ginger ale Canada Dry, que había sobrevivido a la destrucción de una tienda. Habían tardado varias horas en recorrer el terreno entre la parte superior de la Quinta Avenida y su primer destino: el túnel Lincoln. Pero el túnel se había hundido y el río lo había inundado hasta la entrada del peaje, junto con una oleada de coches aplastados, grandes trozos de hormigón y cadáveres.
Una vez allí dieron media vuelta en silencio, y la hermana Creep condujo a Artie hacia el sur, en dirección al túnel Holland, en busca de otra ruta subterránea que cruzara el río. Había oscurecido antes de que lo consiguieran, y ahora tendrían que esperar hasta la mañana para saber si el Holland también se había hundido. El último letrero de calle que la hermana Creep había encontrado decía Oeste Veintidós, pero se hallaba de costado entre las cenizas y podría haber llegado hasta allí volando desde donde, en realidad, había estado aquella calle.
—Bien —dijo Artie con tranquilidad, mirando hacia el otro lado del río—. Da la impresión de que no hay nadie en casa, ¿verdad?
—No —admitió la hermana Creep arrebujándose en el abrigo de visón—. Está haciendo más frío. Vamos a tener que encontrar algún cobijo. —Miró a su alrededor, en la oscuridad, hacia las vagas formas de las pocas estructuras que no habían sido derribadas. Cualquiera de ellas podría caerles sobre las cabezas, pero a la hermana Creep no le gustaba la forma en que estaba bajando la temperatura—. Vamos —dijo al tiempo que empezaba a caminar hacia uno de los edificios.
Artie la siguió sin hacer preguntas.
Durante su viaje sólo habían encontrado a otras cuatro personas que no habían muerto, y tres de ellas se encontraban tan malheridas que no tardarían en morir. La cuarta era un hombre terriblemente quemado, con un traje a rayas, que había aullado como un perro cuando ellos se le aproximaron, y que se había metido en una grieta para ocultarse. La hermana Creep y Artie decidieron continuar su camino, caminando sobre tantos cadáveres que el horror de la muerte dejó de impresionarles; ahora, se asustaban cada vez que escuchaban un gemido entre los escombros o, como les había ocurrido una vez, cuando escuchaban a alguien reír o gritar en la distancia. Habían caminado en dirección al lugar de donde procedía la voz, pero no habían visto a ningún ser vivo. La risa demente persiguió a la hermana Creep; le recordaba la risa que había escuchado dentro de aquel cine, emitida por el hombre de la mano incendiada.
—Por ahí hay otros con vida —dijo Artie—, a la espera de morir. No tardarán mucho. Y usted tampoco.
—Ya veremos qué ocurre con eso, no me jodas —replicó la hermana Creep.
—¿Qué? —preguntó Artie.
—Oh, nada. Sólo estaba… pensando.
«Pensando», reflexionó. Pensar no era algo a lo que ella estuviera muy acostumbrada. Los últimos años le parecían como un tiempo borroso, y además de eso sólo había una oscuridad rota por la relampagueante luz azulada y por el demonio del impermeable amarillo. «¡Mi verdadero nombre no es el de hermana Creep! —pensó de repente—. Mi verdadero nombre es…». Pero no sabía cuál era, como tampoco sabía quién era ni de dónde venía. «¿Cómo he llegado hasta aquí?», se preguntó, pero no pudo hallar una respuesta.
Entraron en los restos de un edificio de piedra gris, subiendo a un montón de escombros y entrando a gatas por un boquete abierto en la pared. El interior estaba oscuro como boca de lobo, y el aire era húmedo, maloliente y lleno de humo, pero al menos estaban al abrigo del viento. Avanzaron a tientas sobre un suelo de losas, hasta que encontraron un rincón. Una vez que se hubieron instalado, la hermana Creep metió la mano en el bolso para sacar la hogaza de pan y la botella de ginger ale. Sus dedos acariciaron el círculo de cristal, que ella había envuelto en una chamuscada camisa que había cogido de un maniquí. Las otras piezas de cristal, envueltas en la bufanda azul, se encontraban en el fondo de la bolsa.
—Tome.
Partió un trozo de pan y se lo tendió a Artie. Luego partió otro trozo para ella. Sólo tenía gusto a quemado, pero aquello era mejor que nada. Desenroscó la tapa de la botella de ginger ale y la soda espumeó instantáneamente, desparramándose por todas partes. Se la llevó rápidamente a la boca y tomó varios tragos. Luego le pasó la botella a Artie.
—No me gusta el ginger ale —dijo Artie una vez hubo terminado de beber—, pero debo admitir que es el líquido condenadamente más bueno que he bebido en mi vida.
—No se lo beba todo —dijo ella.
Decidió no abrir las latas de anchoas, porque su salinidad no haría más que provocarles más sed. En cuanto a las lonchas de jamón, eran demasiado preciosas para comerlas ahora. Le dio a Artie otro trozo de pan, tomó otro para sí misma y guardó lo que quedaba.
—¿Sabe lo que cené la noche antes de que ocurriera? —preguntó Artie—. Un filete. Un filete enorme en un restaurante de la calle Cincuenta Este. Luego, algunos de los compañeros y yo empezamos a recorrer los bares. ¡Eso sí que fue una noche, se lo aseguro! ¡Lo pasamos de maravilla!
—Una suerte para usted.
—Sí. ¿Qué hizo usted esa noche?
—Nada especial —contestó ella—. Estuve dando vueltas por ahí.
Artie guardó silencio durante un rato, masticando su trozo de pan. Luego dijo:
—Llamé a mi esposa antes de salir del hotel. Supongo que le dije una gran mentira, porque comenté que iba a salir para tomar una buena cena y que luego regresaría a acostarme. Me aconsejó que llevara cuidado y dijo que me amaba. Yo también le dije que la quería, y que la vería al cabo de un par de días. —Se quedó callado y cuando suspiró, la hermana Creep escuchó el silbido de su respiración—. ¡Jesús! —susurró él—. Me alegro de haberla llamado. Me alegro de haber escuchado su voz antes de que sucediera todo. Eh, señora…, ¿y qué pasará si Detroit ha recibido también lo suyo?
—¿Recibir? ¿Qué quiere decir con eso?
—Si también ha sido alcanzada por una bomba nuclear —dijo Artie—. ¿Qué otra cosa se imagina que ha sido capaz de hacer todo esto? ¡Una bomba nuclear! Quizá incluso más de una. Probablemente, esos artefactos cayeron por todo el país y afectaron a todas las grandes ciudades, incluyendo a Detroit. —Su tono de voz se hacía histérico e hizo un esfuerzo para esperar a controlarlo de nuevo—. Esos condenados rusos nos han bombardeado, señora. ¿Es que no leía usted los periódicos?
—No, no los leía.
—¿Qué ha estado haciendo? ¿Vivir en Marte? Cualquiera que leyera los periódicos y viera la televisión podría haber comprendido que se nos estaba acercando esta mierda. Los rusos nos han bombardeado, convirtiéndonos en papilla…, y supongo que nosotros también los hemos bombardeado y los hemos convertido igualmente en papilla.
«¿Una bomba nuclear?», pensó. Apenas si recordaba lo que era eso; la guerra nuclear parecía ser para ella algo de lo que se hubiera preocupado en otra vida.
—Espero que, si han alcanzado Detroit, ella muriera con rapidez. Quiero decir que esa es una buena esperanza en un caso así, ¿no le parece? Que muriera con rapidez, sin dolor.
—Sí, creo que eso estaría bien.
—¿Y… estuvo bien que le dijera una mentira? Claro que fue una mentira piadosa. No quería que se sintiera preocupada por mí. A ella le preocupa que yo beba demasiado y que me ponga en ridículo. No soy capaz de resistir muy bien el alcohol. Estuvo bien que le dijera una mentira piadosa, ¿verdad?
Ella sabía que Artie le estaba rogando una confirmación.
—Pues claro —contestó—. Una gran cantidad de gente hizo cosas mucho peores durante esa noche. Seguramente, ella se fue a dormir sin preocuparse y sin…
Algo puntiagudo pinchó a la hermana Creep en la mejilla izquierda.
—No se mueva —le advirtió una voz de mujer—. No se atreva ni a respirar.
La voz era temblorosa. Fuera quien fuese, estaba mortalmente asustada.
—¿Quién está ahí? —preguntó Artie muy asustado—. ¡Eh, señora! ¿Está usted bien?
—Estoy bien —contestó la hermana Creep.
Se llevó la mano a la mejilla y palpó un mellado trozo de cristal, como un cuchillo.
—¡He dicho que no se mueva! —El cristal le pinchó con mayor fuerza—. ¿Cuántos hay con usted?
—Sólo una persona más.
—Artie Wisco. Me llamo Artie Wisco. ¿Dónde está usted?
Hubo una larga pausa. Finalmente, la mujer dijo:
—¿Tienen comida?
—Sí.
—Agua —dijo otra voz, esta vez la de un hombre, algo más lejos, hacia la izquierda—. ¿Tienen agua?
—No tenemos agua. Sólo ginger ale.
—Veamos qué aspecto tienen, Beth —dijo el hombre.
Se encendió la llama de un mechero, tan brillante en la oscuridad que la hermana Creep tuvo que cerrar los ojos por unos segundos para protegerse del resplandor. La mujer sostuvo la llama cerca del rostro de la hermana Creep, y luego la desvió hacia el de Artie.
—Creo que están bien —le dijo al hombre, que entró en el círculo de luz.
La hermana Creep distinguió a la mujer acurrucada cerca de ella. Tenía el rostro hinchado y mostraba una hendidura a través del puente de la nariz, pero parecía ser joven, quizá de unos veinticinco años, con unos pocos restos de cabello moreno, ligero y rizado colgándole del cuero cabelludo, lleno de ampollas. Se le habían quemado las cejas por completo y sus ojos azul oscuro estaban hinchados e inyectados en sangre; era una mujer delgada y llevaba un vestido azul a rayas, todo manchado de sangre. Sus largos y frágiles brazos aparecían salpicados de ampollas. Sobre los hombros llevaba puesto lo que parecía ser parte de una cortina dorada.
El hombre llevaba los harapos de un uniforme de la policía. Era más viejo, posiblemente de unos cuarenta años, y la mayor parte de su cabello moreno y cortado al cepillo se conservaba en buen estado en la parte derecha de la cabeza, pero el de la parte izquierda había quedado quemado hasta dejarle el cuero cabelludo al descubierto. Era un hombre corpulento y pesado y llevaba el brazo izquierdo envuelto y sostenido en un cabestrillo hecho del mismo material basto de color dorado.
—¡Dios santo! —exclamó Artie—. ¡Señora, acabamos de encontrar a un policía!
—¿De dónde vienen ustedes dos? —preguntó Beth a la hermana Creep.
—De ahí fuera. ¿De dónde quiere que vengamos?
—¿Qué hay en la bolsa? —preguntó la mujer señalándola con un gesto.
—¿Me lo pregunta o pretende robarme?
La mujer vaciló, miró al policía y de nuevo a la hermana Creep. Finalmente, bajó el trozo de cristal. Se lo metió en una faja que llevaba atada alrededor del pecho.
—Se lo pregunto.
—Pan quemado, un par de latas de anchoas y unos trozos de jamón. —La hermana Creep casi pudo ver cómo se formaba saliva en la boca de la mujer. Metió la mano en la bolsa y sacó el pan—. Tome. Que le aproveche.
Beth partió un trozo y tendió lo que quedaba al policía, que también se partió un trozo y se lo metió en la boca como si fuera maná caído del cielo.
—Por favor —dijo Beth, tendiendo la mano hacia el ginger ale. La hermana Creep se lo entregó y para cuando ella y el policía lo hubieron probado sólo quedaron unos tres buenos tragos—. Toda el agua está contaminada —le dijo Beth—. Uno de los nuestros bebió ayer de un charco. Anoche empezó a vomitar sangre. Tardó casi seis horas en morir. Todavía tengo un reloj que funciona, ¿lo ve?
Con un gesto orgulloso, le enseñó su Timex a la hermana Creep. El cristal había desaparecido, pero aquel viejo reloj seguía funcionando. En aquellos momentos eran las veinte horas veintidós minutos.
«Uno de los nuestros», había dicho la mujer.
—¿Cuántas personas más hay aquí? —preguntó la hermana Creep.
—Dos más. Bueno, en realidad, sólo una persona más. La mujer hispana. Anoche perdimos al señor Kaplan… Fue el que bebió el agua. El muchacho también murió ayer. Y la señora Ivers murió mientras dormía. Ahora sólo quedamos cuatro.
—Tres —dijo el policía.
—Sí, tienes razón. Sólo quedamos tres. La mujer hispana está abajo, en el sótano. No podemos conseguir que se mueva, y ninguno de nosotros entiende una palabra de español. ¿Lo entiende usted?
—No. Lo siento.
—Yo soy Beth Phelps, y él es Jack…
No pudo recordar el apellido y meneó la cabeza.
—Jack Tomachek —dijo el hombre.
Artie se presentó a sí mismo, pero la hermana Creep preguntó:
—¿Por qué no se han instalado aquí, en lugar de en el sótano?
—Ahí abajo hace más calor —le contestó Jack—. Y también es más seguro.
—¿Seguro? ¿Cómo es eso? Si este viejo edificio vuelve a temblar, caerá sobre sus cabezas.
—Ayer estuvimos aquí arriba —explicó Beth—. El muchacho…, creo que tenía unos quince años, y era el más fuerte de todos nosotros. Era etíope o algo así, y sólo sabía hablar un poco de inglés. Salió para buscar comida, y regresó con unas latas de carne, comida para gatos y una botella de vino. Pero… ellos le siguieron hasta aquí. Y nos encontraron.
—¿Ellos? —preguntó Artie—. ¿Quiénes son ellos?
—Tres de ellos. Estaban tan quemados que no se podía saber si eran hombres o mujeres. Siguieron al muchacho hasta aquí, y llevaban martillos y botellas rotas. Uno de ellos tenía un hacha. Querían nuestra comida. El muchacho se les enfrentó y el que llevaba el hacha… —vaciló, con los ojos vidriosos, mirando fijamente la llama anaranjada del mechero que seguía sosteniendo en la mano—. Estaban como locos —siguió diciendo—. Ellos… no eran humanos. Uno de ellos me hizo un corte en la cara. Supongo que tuve suerte. Echamos a correr y se apoderaron de nuestra comida. No sé hacia dónde se marcharon. Pero recuerdo que… olían como… hamburguesas quemadas. ¿No es extraño? Eso fue en lo que pensé, en hamburguesas quemadas. Así que decidimos instalarnos en el sótano para ocultarnos. No hay forma de saber qué otras clases de… de cosas hay por ahí fuera.
«No sabes ni la mitad de la historia», pensó la hermana Creep.
—Yo intenté enfrentarme a ellos —dijo Jack—. Pero supongo que ya no me encuentro en forma como para luchar. —Se dio media vuelta y tanto la hermana Creep como Artie se encogieron. Jack Tomachek tenía la espalda de color escarlata, hasta la altura de la cintura, convertida en una masa supurante de tejido quemado. Se volvió de nuevo para mirarles—. La peor y más jodida quemadura solar que ha recibido jamás este viejo polaco —les dijo con una amarga sonrisa.
—Les oímos aquí arriba —siguió diciendo Beth—. Al principio pensamos que esas cosas habían vuelto. Subimos con sigilo para escuchar, y les oímos comer. Mire…, la mujer hispana tampoco ha comido nada. ¿Puedo llevarle algo de pan?
—Llévennos al sótano —dijo la hermana Creep levantándose—. Abriré el jamón.
Beth y Jack les condujeron hacia el vestíbulo. El agua se derramaba desde arriba, formando un gran charco negro sobre el suelo. Al fondo del vestíbulo, un tramo de escalera de madera sin barandilla descendía hacia la oscuridad. La escalera se estremeció precariamente bajo sus pies.
Aparentemente, se estaba más caliente en el sótano, aunque sólo fuera un par de grados, a pesar de lo cual seguía viéndose el hálito de la respiración. Las paredes de piedra aún se mantenían en pie, y la mayor parte del techo estaba intacto, a excepción de unos pocos agujeros que permitían el paso del agua de lluvia. La hermana Creep se dio cuenta de que se trataba de un edificio antiguo, de los que ya no se hacían. Las columnas de piedra construidas a intervalos sostenían el techo; algunas de ellas mostraban grietas, pero ninguna se había desmoronado. «Todavía», se dijo la hermana Creep.
—Ahí está —dijo Beth, caminando hacia una figura acurrucada junto a la base de una de las columnas. El agua negra caía directamente sobre la cabeza de la figura, sentada sobre un charco de lluvia contaminada, y sostenía algo entre sus brazos. El mechero de Beth se apagó—. Lo siento —dijo—, se calienta demasiado como para sostenerlo, y no quiero utilizar todo el combustible. Era del señor Kaplan.
—¿Qué han hecho ustedes con los cuerpos?
—Los sacamos de aquí. Este lugar está lleno de pasillos. Los llevamos hasta el fondo de uno de ellos y los dejamos allí. Yo… quise rezar una oración por ellos, pero…
—Pero ¿qué?
—Me he olvidado de rezar —contestó Beth—. Rezar… ya no parece tener mucho sentido.
La hermana Creep gruñó y metió la mano en la bolsa para sacar el paquete de lonchas de jamón. Beth se inclinó y le ofreció la botella de ginger ale a la mujer hispana. El agua de lluvia le salpicó sobre la mano.
—Tome —le dijo—. Es algo para beber. Beber…
La mujer hispana emitió un sonido quejumbroso, en voz muy baja, pero no dijo nada.
—No quiere moverse de aquí —dijo Beth—. El agua la está empapando y ni siquiera quiere trasladarse a un lugar seco. ¿Quiere comida? —le preguntó a la mujer hispana—. ¿Comer, comer? ¡Cristo! ¿Cómo se puede vivir en la ciudad de Nueva York sin saber siquiera una palabra de inglés?
La hermana Creep consiguió arrancar la mayor parte del plástico que cubría las lonchas de jamón. Partió un trozo y se inclinó sobre sus rodillas, junto a Beth Phelps.
—Vuelva a utilizar su mechero. Quizá si ve lo que tenemos aquí podamos sacarla de donde se encuentra.
El mechero relumbró. La hermana Creep observó el rostro ampollado, pero todavía agraciado de la muchacha hispana, que quizá tendría unos veinte años. Su largo cabello negro mostraba las puntas chamuscadas, y había huecos aquí y allá sobre el cuero cabelludo, allí donde el pelo se le había caído a causa de las quemaduras. La mujer no prestó la menor atención a la luz. Sus grandes ojos oscuros y líquidos se hallaban fijados en lo que sostenía entre los brazos.
—Oh —exclamó suavemente la hermana Creep—. Oh…, no.
La niña debía de tener unos tres años de edad, con un brillante cabello negro, como su madre. No pudo distinguir el rostro de la pequeña, y tampoco quiso hacerlo. Pero una mano pequeña se hallaba rígidamente enroscada, como extendida hacia su madre, y la rigidez del cadáver que sostenían los brazos de la mujer le hizo comprender a la hermana Creep que la niña ya llevaba muerta algún tiempo.
El agua, que caía por un agujero del techo, resbalaba sobre el cabello y la cara de la mujer hispana como si fueran lágrimas de color negro. Ella empezó a canturrear suavemente, acunando cariñosamente el cadáver.
—Ha perdido la razón —dijo Beth—. Lleva así desde que la niña murió anoche. Si no se aparta de ese agua, ella también va a morir.
La hermana Creep sólo escuchó vagamente las palabras de Beth, como si le llegaran desde una gran distancia. Extendió los brazos hacia la mujer hispana.
—Aquí —dijo ella en lo que sonó como una voz extraña—. Yo la tomaré. Démela a mí.
El agua de lluvia corrió por sus manos y brazos en regueros de ébano. El canturreo de la mujer hispana se hizo más fuerte.
—Démela a mí. Yo la tomaré.
La mujer hispana empezó a acunar el cadáver con mayor furia.
—Démela a mí. —La hermana Creep escuchó su propia voz produciendo un eco demencial, y de repente hubo una relampagueante luz azulada en sus ojos—. Yo… la… tomaré…
La lluvia caía y el trueno retumbó como la voz de Dios. «¡Tú! ¡Pecadora! ¡Pecadora borracha! ¡Tú la has matado, y ahora tienes que pagar por ello…!».
Bajó la mirada. En sus brazos se encontraba el cadáver de una niña pequeña. Había sangre en el cabello rubio de la niña, cuyos ojos estaban abiertos y llenos de lluvia. La luz azulada del coche patrulla de la policía giraba sin cesar, y el policía envuelto en el impermeable amarillo que se inclinaba en la carretera, sobre ella, le estaba diciendo con suavidad: «Vamos. Tiene que dármela ahora». El hombre miró por encima del hombro, hacia el otro policía que estaba instalando luces de aviso cerca del montón de chatarra en que se había convertido el coche volcado. «Ha perdido la razón —dijo el policía a su compañero—. También huele a alcohol. Vas a tener que ayudarme».
Y luego, los dos se inclinaron sobre ella, ambos como demonios con impermeables amarillos, tratando de arrebatarle a su bebé. Ella retrocedió y se les enfrentó, gritando: «¡No! ¡No pueden llevársela! ¡No se lo permitiré!». Pero el trueno le ordenó: «Entrégasela, pecadora, entrégasela», y cuando ella se puso a gritar y se llevó las manos a las orejas para bloquear la voz del juicio, los hombres le arrebataron a su bebé muerto.
Y de la mano de la niña pequeña cayó un globo de cristal, la clase de chuchería que contiene en su interior un pequeño paisaje nevado, un aparente pueblecito en un escenario de cuento de hadas.
«Mamá —recordó ahora que le había dicho la niña con excitación—, ¡mira lo que he ganado en la fiesta! ¡Yo fui la mejor!».
La niña había agitado el globo de cristal y por un momento, sólo por un momento, su madre había apartado la mirada de la carretera para enfocarla sobre la visión nublada de un paisaje en el que la nieve caía sobre los tejados de un pueblecito perfecto.
Observó la caída del globo, en un terrible movimiento lento, y lanzó un grito porque sabía que estaba a punto de romperse sobre el asfalto y que, en cuanto se rompiera, todo habría desaparecido y quedado destruido.
Surgió delante de ella y cuando todo se destrozó en mil pedazos de chatarra, su grito se detuvo y se convirtió en un gemido estrangulado.
—Oh —susurró—. Oh…, no.
La hermana Creep miró fijamente a la niña muerta en los brazos de la mujer hispana. «Mi pequeña niña está muerta —recordó—. Yo estaba borracha, y fui a recogerla a una fiesta de cumpleaños, y me salí de la carretera y choqué contra una zanja. Oh, Dios… Oh, querido Jesús. Soy una pecadora. Una pecadora borracha y malvada. Yo la maté. Maté a mi pequeña niña. Oh, Dios…, oh, Dios, perdóname».
Las lágrimas brotaron de sus ojos y resbalaron por sus mejillas. En su mente danzaban agitados fragmentos de recuerdos, como las hojas muertas bajo un fuerte viento; su esposo, ciego de rabia, maldiciéndola y diciéndole que no quería volver a verla nunca más; su propia madre mirándola con una expresión de asco y pena, y diciéndole que jamás volvería a tener un hijo; el médico del hospital, asintiendo con la cabeza y mirando su reloj; las paredes del hospital, donde unas mujeres grotescas, temblorosas y dementes parloteaban y gritaban, y luchaban entre sí por la posesión de los peines; y la alta verja por la que ella había subido, en lo más oscuro de la noche, bajo una ventisca de nieve, para alcanzar los bosques que había más allá.
«Mi pequeña hija está muerta —pensó—. Muerta y desaparecida hace ya mucho tiempo».
Las lágrimas casi la cegaron, pero aún conservaba la suficiente lucidez como para comprender que su pequeña no había sufrido tanto como la que aquella mujer hispana sostenía entre sus brazos. Su pequeña había sido enterrada bajo la sombra de un árbol, en lo alto de una colina; esta, en cambio, permanecería para siempre en un sótano frío y húmedo, en la ciudad de los muertos.
La mujer hispana levantó la cabeza y miró a la hermana Creep con unos ojos dementes. Parpadeó y, lentamente, extendió una mano a través de la lluvia para tocarla en la mejilla; una lágrima se balanceó sobre la punta de su dedo, antes de resbalar y caer.
—Démela a mí —susurró la hermana Creep—. Yo la tomaré.
La mujer hispana volvió a mirar cariñosamente el cadáver y luego las lágrimas brotaron de sus ojos y se mezclaron con la lluvia negra que le corría por el rostro; besó la frente de la niña muerta, la acunó contra ella durante un instante más y luego le tendió el cadáver a la hermana Creep.
Ella tomó el cuerpo como si estuviera aceptando un valioso regalo y empezó a levantarse.
Pero la mujer hispana volvió a extender la mano hacia ella y tocó la herida en forma de crucifijo que tenía la hermana Creep en el cuello.
—Bendito —dijo en español con un tono de voz reverente—. Muy bendito.
La hermana Creep se levantó y la mujer hispana salió lentamente a gatas del agua y luego se quedó sentada en el suelo seco, acurrucada y temblando.
Jack Tomachek se hizo cargo del pequeño cadáver y desapareció en la oscuridad.
—No sé cómo lo ha hecho —dijo Beth—, pero lo ha conseguido.
Se inclinó sobre la mujer hispana para ofrecerle la botella de ginger ale, quien la tomó y terminó de beberse su contenido.
—Dios santo —dijo Artie Wisco, de pie detrás de la hermana Creep—. Acabo de darme cuenta de que… ni siquiera sé su nombre.
—Es… —«¿Qué? ¿Cuál es mi nombre? ¿De dónde vengo? ¿Dónde está la sombra de ese árbol bajo el que descansa mi pequeña?». No supo encontrar respuesta a ninguna de sus preguntas—. Puede llamarme… —Vaciló. «Soy una mala mujer. No soy más que una mujer con una bolsa y sin nombre, y no sé adónde voy, pero al menos sé cómo he llegado hasta aquí»—. Hermana —dijo—. Puede llamarme… Hermana.
Y entonces se le ocurrió pensar, como un grito que sonara en el interior de su cabeza: «Ya no estoy loca».
—Hermana —repitió Artie—. Eso no es un nombre, pero supongo que será suficiente. Me alegro de conocerla, Hermana.
Ella asintió con un gesto, mientras los tenebrosos recuerdos seguían revoloteando en su mente. Aún sentía el dolor de lo que acababa de recordar, un dolor que nunca desaparecería del todo, pero eso había sucedido hacía ya mucho tiempo, y le había ocurrido a una mujer mucho más débil e impotente que ella.
—¿Qué vamos a hacer? —le preguntó Beth—. No podemos quedarnos aquí sentados, ¿verdad?
—No, no podemos. Mañana, Artie y yo vamos a cruzar el túnel Holland, si es que no se ha hundido. Nos dirigimos hacia el oeste. Si ustedes tres quieren venir con nosotros, serán bienvenidos.
—¿Abandonar Nueva York? ¿Y qué pasará… si ya no queda nada más allá? ¿Y si todo ha desaparecido?
—No será fácil —dijo Hermana con firmeza—. Será condenadamente duro y peligroso. No sé qué va a pasar con el tiempo, pero podemos empezar por dar un paso y esa es la única forma que conozco de llegar a alguna parte. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —repitió Artie—. Tiene usted buenos zapatos, Beth. Esos zapatos la llevarán muy lejos.
«Tenemos un largo camino que recorrer —consideró Hermana—. Un camino muy largo…, y sólo Dios sabe qué encontraremos allí. O qué nos encontrará a nosotros».
—Está bien —decidió Beth—. Está bien. Iré con ustedes.
Y volvió a apagar la llama del encendedor para ahorrar combustible. Pero esta vez a nadie le pareció que la oscuridad fuera tan intensa.