Empieza con un paso
—La ardilla está en el agujero —deliró PawPaw Briggs—. ¡Dios santo, qué cosecha!
Josh Hutchins no tenía ni la menor idea de la hora que era, ni de cuánto tiempo llevaban metidos allí; había dormido bastante y había tenido terribles pesadillas sobre Rose y los chicos corriendo delante de un tornado de fuego. Le extrañaba que aún siguiera respirando; el aire era escaso, pero respirable. Josh esperaba que muy pronto cerraría los ojos para no volver a abrirlos más. El dolor de las quemaduras era soportable mientras permaneciera quieto. Se quedó tumbado, escuchando el balbuceo del viejo, y pensó que, probablemente, morir sofocado no sería una forma tan mala de morir; quizá sólo fuera como tener un acceso de hipo justo antes de quedarse dormido, y uno no se daba cuenta de que los pulmones pugnaban por obtener oxígeno. Sentía mayor pena por la niña. Era tan pequeña. Ni siquiera había tenido la posibilidad de crecer.
«Bueno —decidió—. Ahora voy a volver a dormir. Quizá sea esta la última vez». Pensó en toda la gente que había acudido al ring en Concordia y se preguntó cuántos de ellos estarían muertos o muriéndose ahora mismo. ¡Pobre Johnny Lee Richwine! Se rompía la pierna un día, ¡y sucedía esto al día siguiente! «Mierda. No es justo… No es nada justo…».
Algo tiró de su camiseta. El movimiento le produjo pequeñas oleadas de dolor a través de los nervios.
—¿Señor? —preguntó Swan. Ella había escuchado su respiración, y se había arrastrado hasta donde estaba, en la oscuridad—. ¿Me oye, señor? —preguntó, volviendo a tirarle de la camiseta.
—Sí —contestó—. Te oigo. ¿Qué ocurre?
—Mi mamá está enferma. ¿Puede usted ayudarla?
—¿Qué le sucede? —preguntó Josh incorporándose.
—Está respirando de un modo muy extraño. Venga a ayudarla, por favor.
La voz de la niña era tensa, pero no se había dejado llevar por las lágrimas. «Es una pequeña bastante fuerte», pensó Josh.
—Está bien. Tómame de la mano y condúceme hasta donde está.
Extendió la mano en la oscuridad y al cabo de unos segundos la niña la encontró y agarró tres dedos de su mano.
Swan le condujo, y ambos avanzaron a rastras, a través del sótano, hacia donde estaba su madre, tumbada en el polvo. Swan se había quedado dormida, enroscada cerca de su madre, cuando la despertó un sonido que parecía el rasgueo de un gozne oxidado. El cuerpo de su madre estaba caliente y húmedo, pero Darleen se estremecía.
—¿Mamá? —susurró Swan—. Mamá, te he traído al gigante para que te ayude.
—Sólo necesito descansar, cariño —dijo la voz soñolienta—. Estoy bien. No te preocupes por mí.
—¿Le duele en alguna parte? —le preguntó Josh.
—Mierda, qué pregunta. Me duele en todas partes. Santo Dios, no sé qué me ha dado. Hace apenas un rato me sentía perfectamente bien…, sólo como si hubiera tomado demasiado el sol, pero eso era todo. ¡Mierda! ¡He tenido quemaduras solares mucho peores que esta! —Tragó con dificultad—. Seguramente, me vendría muy bien una cerveza.
—Es posible que por aquí abajo haya algo de beber.
Josh empezó a buscar, descubriendo más latas melladas. Pero al no disponer de luz, no sabía qué podían contener. Él mismo tenía hambre y sed, y sabía que a la niña debía ocurrirle lo mismo. Seguramente, a PawPaw le vendría muy bien un poco de agua. Encontró una lata de algo que se había abierto y de la que se derramaba líquido. Lo probó. Era un azucarado zumo de melocotón. Había encontrado una lata de melocotones.
—Tome —dijo extendiendo la lata hacia la boca de la mujer para que ella pudiera beber.
Darleen tomó un sorbo y luego la rechazó con un movimiento débil.
—¿Qué intenta hacer, envenenarme? ¡He dicho que necesito una cerveza!
—Lo siento. Esto es todo lo que puedo hacer por usted.
Le entregó la lata a Swan y le dijo que bebiera.
—¿Cuándo van a venir a sacarnos de este agujero de mierda? —preguntó Darleen.
—No lo sé. Quizá… —se detuvo y luego añadió—: Quizá pronto.
—¡Jesús! Me siento como… si tuviera un costado hirviendo y el otro congelado. Me ha dado de pronto.
—Se pondrá bien —dijo Josh. Era ridículo, pero no sabía qué más podía decir. Percibió a la niña cerca de él, silenciosa, escuchando. «Ella lo sabe», pensó—. Descanse y recuperará sus fuerzas.
—¿Lo ves, Swan? Ya te dije que iba a estar bien.
Josh no pudo hacer nada más. Le tomó a Swan la lata de melocotones y se arrastró hacia donde estaba PawPaw, delirando.
—¡Menuda cosecha! —balbuceó PawPaw—. Oh, Señor…, ¿has encontrado la llave? ¿Y cómo quieres que ponga en marcha el camión si no tengo la llave?
Josh pasó un brazo por debajo de la cabeza del viejo, levantándola ligeramente y luego le acercó la lata a los labios. PawPaw tenía estremecimientos de escalofríos al mismo tiempo que ardía de fiebre.
—Bébalo —dijo Josh, y el viejo se mostró tan obediente como un bebé con el biberón.
—¿Señor? ¿Vamos a poder salir de aquí?
Josh no se había dado cuenta de que la niña estaba cerca de él. Su voz seguía sonando serena, y había hecho la pregunta en un susurro, para que su madre no pudiera oírla.
—Claro —contestó él. La niña permaneció en silencio y, una vez más, Josh tuvo la sensación de que, incluso en la oscuridad, ella había percibido su mentira—. No lo sé —se corrigió—. Quizá sí, quizá no. Depende.
—¿De qué depende?
«No quieres soltarme del anzuelo, ¿verdad?», pensó.
—Supongo que eso depende de lo que haya quedado ahí fuera. ¿Comprendes lo que ha sucedido?
—Algo explotó —contestó ella.
—En efecto. Pero es muy posible que también haya explotado algo en otros muchos lugares. Ciudades enteras. Es posible que… —vaciló. «Adelante, dilo de una vez. Será mejor que lo digas»—. Es posible que haya millones de personas muertas, o atrapadas como lo estamos nosotros. Así que es posible que no quede nadie para venir a sacarnos de aquí.
La niña guardó silencio y al cabo de un momento dijo:
—No es eso lo que yo le he preguntado. Yo le he preguntado: ¿vamos a poder salir de aquí?
Josh comprendió que, en realidad, ella le preguntaba si iban a hacer algo para intentar salir por sí mismos, en lugar de esperar a que alguien acudiera para ayudarles.
—Bueno, si tuviéramos a mano un bulldozer, yo diría que sí. Pero no creo que podamos ir a ninguna parte en poco tiempo.
—Mi mamá está realmente enferma —dijo Swan, y esta vez su voz se quebró un tanto—. Tengo miedo.
—Yo también lo tengo —admitió Josh.
La niña sólo emitió un único sollozo y después se detuvo, como si hubiera conseguido controlarse con una tremenda fuerza de voluntad. Josh extendió una mano y encontró su brazo. Las ampollas reventaron en la piel de la niña. Josh vaciló y retiró la mano.
—¿Qué me dices de ti? —le preguntó—. ¿Te duele algo?
—Me duele la piel. La siento como si me pincharan agujas y clavos. Y también me duele el estómago. Hace un rato tuve que vomitar, pero lo hice en un rincón.
—Sí, yo también he tenido náuseas.
También sentía la urgente necesidad de orinar, e iba a tener que ingeniárselas para configurar un sistema sanitario artesanal. Disponían de muchas latas de alimentos y zumos, y no había forma de saber qué más había enterrado a su alrededor, entre los escombros. «¡Basta ya! —pensó, al darse cuenta de que se había permitido abrigar un hálito de esperanza—. ¡No tardará en acabarse el aire! ¡No hay forma de que podamos sobrevivir aquí abajo!».
Pero también sabía que se encontraban en el único lugar que podía haberles protegido de la explosión. Con toda aquella tierra por encima de ellos, cabía la posibilidad de que la radiación no llegara hasta allí. Josh estaba cansado y le dolían todos los huesos, pero ya no sentía la urgencia de tumbarse y dejarse morir; si lo hacía así, el destino de la pequeña habría quedado sellado. Pero si luchaba contra la debilidad y se ponía a trabajar y a organizar las latas de comida, quizá pudiera mantenerlos a todos con vida durante…, ¿cuánto tiempo?, se preguntó. ¿Un día más? ¿Tres días? ¿Una semana?
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó a la niña.
—Nueve —contestó ella.
—Nueve —repitió él con suavidad meneando la cabeza.
La rabia y la pena se entremezclaban en su alma, inundándola. «Una niña de nueve años debería estar jugando al sol del verano —pensó—. Una niña de nueve años no debería estar aquí abajo, en un sótano oscuro, con un pie en la tumba. ¡No es justo! ¡Condenado infierno, no es nada justo!».
—¿Cómo se llama?
Tardó un largo rato en encontrar la voz para contestar.
—Josh. Y tú eres Swan, ¿verdad?
—Sue Wanda. Pero mi mamá me llama Swan. ¿Cómo llegó usted a ser un gigante?
Josh tenía lágrimas en los ojos, pero, de todos modos, sonrió al escuchar la pregunta.
—Supongo que me comía el pan de centeno que mi mamá me daba cuando tenía tu misma edad.
—¿El pan de centeno le convirtió en un gigante?
—Bueno, siempre fui grande. Antes jugaba al fútbol…, primero en la Universidad Auburn, y luego con los New Orleans Saints.
—¿Y todavía juega?
—No. Ahora soy… un luchador. Lucha libre profesional. Soy el tipo malo.
—Oh. —Swan pensó un rato en aquello. Recordó que a uno de sus muchos tíos, el tío Chuck, le gustaba ir a ver los combates de lucha libre en Wichita, y verlos cuando los retransmitían por televisión—. ¿Y eso le gustaba? ¿Quiero decir, ser el malo?
—En realidad, es como un juego. Yo sólo actuaba como si fuera el tipo malo. Y no sé si me gustaba o no. Sólo fue algo que empecé a hacer…
—¡La ardilla está en el agujero! —dijo PawPaw—. ¡Señor, mírala marchar!
—¿Por qué no hace más que hablar de una ardilla? —preguntó Swan.
—Está herido. Y no sabe lo que se dice.
PawPaw continuó balbuceando acerca de sus zapatillas, y de algo referente a que las plantas necesitaban lluvia. Luego, volvió a quedar en silencio. El calor irradiaba del cuerpo del anciano como si de una estufa abierta se tratara, y Josh sabía que no podía durar mucho más tiempo. Sólo Dios sabía lo que mirar aquella explosión le había producido en el interior de su cráneo.
—Mamá dijo que íbamos a marcharnos a Blakeman —intervino Swan, apartando su atención del viejo. Sabía que se estaba muriendo—. Dijo que íbamos a regresar a casa. Y usted, ¿adónde iba?
—A Garden City. Se supone que debía participar allí en un combate de lucha libre.
—¿Tiene allí su hogar?
—No. Mi hogar está en Alabama, muy lejos de aquí.
—Mamá dijo que íbamos a ver a mi abuelo. Él vive en Blakeman. ¿Y su familia, vive en Alabama?
Pensó en Rose y en sus dos hijos. Pero, ahora, ellos formaban parte de la vida de otra persona…, si es que estaban con vida.
—Yo no tengo familia —contestó.
—¿No tiene a nadie que le quiera?
—No, no lo creo. —Escuchó gemir a Darleen y añadió—: Será mejor que vayas a ver cómo está tu madre, ¿eh?
—Sí, señor. —Swan empezó a alejarse a rastras, pero entonces se volvió a mirar hacia la oscuridad, donde se encontraba el gigante negro—. Yo sabía que algo terrible iba a ocurrir —dijo—. Lo supe la misma noche que abandonamos el tráiler del tío Tommy. Intenté decírselo a mi mamá, pero ella no comprendió.
—¿Cómo lo sabías?
—Las luciérnagas me lo dijeron —contestó—. Lo vi en sus luces.
—¿Sue Wanda? —la llamó Darleen con voz débil—. ¿Swan? ¿Dónde estás?
—Aquí, mamá —contestó la niña, y siguió gateando hasta llegar al lado de su madre.
«Las luciérnagas se lo dijeron», pensó Josh. Muy bien. Al menos la pequeña tenía una fuerte imaginación. Eso era bueno. A veces, la imaginación podía ser un lugar muy útil donde ocultarse cuando las cosas se ponían feas.
Pero, de repente, recordó la nube de langostas que había volado casi a través de su coche. Y PawPaw le había dicho: «Han estado saliendo de los campos a miles durante dos o tres días. Es algo muy extraño».
«¿Acaso las langostas sabían que iba a suceder algo en aquellos campos de maíz? —se preguntó Josh—. ¿Habían sido capaces de percibir el desastre, quizá olerlo en el viento, o en la tierra misma?».
Volvió su atención hacia cosas más importantes. En primer lugar, tenía que encontrar un rincón donde pudiera orinar antes de que le estallara la vejiga. Hasta entonces, nunca había tenido que permanecer a gatas y orinar al mismo tiempo. Pero si el aire estaba bien y lograban resistir un tiempo, tendrían que hacer algo con sus excrementos. No le gustaba la idea de arrastrarse por encima de los suyos, y mucho menos si eran de los demás. El suelo era de cemento, pero se había resquebrajado y abierto durante los temblores; recordó haber percibido una azada entre los escombros y pensó que eso le sería útil para cavar una letrina.
Y decidió registrar el sótano de un extremo a otro, avanzando sobre sus manos y pies, para recoger todas las latas y todo aquello que pudiera encontrar. Evidentemente, disponían de mucha comida, y las latas contendrían agua y zumos suficientes para mantenerlos durante un tiempo. Lo que más deseaba encontrar era una luz. Nunca se había dado cuenta de lo mucho que podía llegar a echar de menos la electricidad.
Gateó hasta un rincón alejado para orinar. «Va a pasar mucho tiempo antes de que puedas tomar un baño —pensó—. Y tampoco necesitarás gafas de sol con urgencia».
Hizo una mueca de dolor. La orina le quemaba como si de él estuviera saliendo el ácido de una batería.
«¡Pero estoy vivo! —se tranquilizó a sí mismo—. Es posible que no logremos vivir por mucho más tiempo, pero ahora estoy vivo. Es posible que mañana esté muerto, pero hoy estoy vivo y me estoy orinando en las rodillas».
Y por primera vez desde que se produjera la explosión, se permitió soñar que, de algún modo, de alguna forma, podría vivir para volver a ver el mundo exterior.