16

Fracaso

—Señora, yo en su lugar no bebería eso.

Asustada por la voz, la hermana Creep levantó la mirada del charco de agua negra sobre el que se había inclinado.

De pie a pocos metros de distancia se encontraba un hombre fuerte y de baja estatura que llevaba los andrajos quemados de un abrigo de visón. Por debajo de los andrajos llevaba un pijama de seda rojo; sus piernas, tan delgadas como las de un pájaro, aparecían desnudas, pero se había puesto un par de zapatos negros en los pies. Su rostro, redondo y pálido como la luna, mostraba los cráteres de las quemaduras, y todo el cabello se le había chamuscado, a excepción del gris que le quedaba en las sienes y en las cejas. Tenía el rostro muy hinchado, y su larga nariz y papada se le hinchaban hacia arriba, como si estuviera conteniendo la respiración, mostrando los hilos azulados de las venas rotas. En las ranuras donde tenía los ojos oscuros, estos se movían desde la cara de la hermana Creep hasta el charco de agua, para volver a mirarla a ella.

—Esa mierda es venenosa —dijo con calma—. La mataría inmediatamente.

La hermana Creep permaneció inclinada a cuatro patas sobre el charco, como una bestia dispuesta a defender el agua. Se había protegido de la lluvia en los restos de un taxi, y había intentado dormir allí durante la larga y miserable noche, pero sus pocos minutos de descanso se habían visto perturbados por alucinaciones de la cosa con el rostro derretido que había visto en el cine. En cuanto el cielo negro se había iluminado un poco, hasta adquirir el color de un río fangoso, abandonó su cobijo, tratando de no mirar el cadáver que había en el asiento delantero, y emprendió la búsqueda de comida y agua. La lluvia había amainado hasta convertirse en una llovizna ocasional de agujas, pero el aire se iba haciendo cada vez más frío; parecía como si se encontraran en el mes de noviembre y ella temblaba, envuelta en sus harapos desgarrados. El charco de agua que tenía delante de su rostro olía a cenizas y azufre, pero estaba tan reseca y tan sedienta que había estado a punto de hundir la cara en él y abrir la boca.

—Por ahí encontrará agua que sale de las cañerías principales como un géiser —dijo el hombre haciendo un gesto hacia lo que la hermana Creep creyó que era el norte—. Tiene el aspecto de ser potable.

Ella se apartó del charco contaminado. Los truenos gruñeron en la distancia como si pasara a lo lejos un tren de mercancías, y no había forma de ver el sol a través de las nubes, bajas y barrosas.

—¿Ha encontrado algo de comer? —preguntó con los labios hinchados.

—Un par de bolsas de cebollas en lo que supongo fue una tienda. Pero no pude digerirlas. Mi esposa dice que yo soy el tragón más delicado del mundo. —Se llevó una mano llena de ampollas al vientre—. Tengo úlceras y un estómago nervioso.

La hermana Creep se levantó. Era unos siete centímetros más alta que él.

—Tengo sed —le dijo—. ¿No podría acompañarme a donde está el agua?

El hombre levantó la mirada hacia el cielo, volviendo la cabeza hacia el lugar de donde procedían los truenos, y luego permaneció como aturdido, observando las ruinas que lo rodeaban.

—Estoy intentando encontrar un teléfono o un policía —dijo—. Me he pasado toda la noche buscando. Nunca se puede encontrar uno cuando más se los necesita, ¿verdad?

—Algo terrible ha sucedido —le dijo la hermana Creep—. No creo que haya más teléfonos o policías.

—¡Tengo que encontrar un teléfono! —dijo el hombre con urgencia—. Mire, mi esposa va a preguntarse qué ha sido de mí. Tengo que llamarla y decirle que… estoy… bien. —Su voz se fue apagando, y observó con mirada fija un par de piernas que sobresalían rígidamente de un montón de hierros retorcidos y cascotes de hormigón—. Oh —susurró.

La hermana Creep vio su mirada tan vidriosa como la niebla sobre el cristal de una ventana. «Está más loco que una cabra», pensó, y empezó a caminar hacia el norte, subiendo por un elevado montón de ruinas.

Al cabo de pocos minutos escuchó a su espalda la pesada respiración del hombrecillo, que la había alcanzado.

—Mire —le dijo—, yo no soy de por aquí. Soy de Detroit. Tengo una zapatería en el Eastland Shopping Center. He venido aquí para asistir a una convención, ¿comprende? Si mi esposa se entera de lo que ha ocurrido por las noticias de la radio, se va a sentir muy preocupada.

La hermana Creep le dirigió un gruñido por toda respuesta. Lo único en que pensaba era en encontrar agua.

—Me llamo Wisco —siguió diciendo el hombre—. Arthur Wisco, Artie abreviado. ¡Y tengo que encontrar un teléfono! Mire, he perdido la cartera, y las ropas, y todo lo que tenía. Yo y algunos compañeros estuvimos de parranda hasta bastante tarde la noche antes de que sucediera. Y esa mañana estuve vomitando por todo el cuarto. Me perdí las dos primeras reuniones de venta, y me quedé en la cama. Me había cubierto la cabeza con las sábanas y, de repente, hubo una luz terrible y un rugido, ¡y mi cama se cayó por el boquete que se abrió en el suelo! Demonios, todo el hotel quedó hecho pedazos y yo pasé por un hueco que había en el vestíbulo y terminé en el sótano. ¡Y todavía estaba en la cama! Cuando logré salir de allí, el hotel había desaparecido. —Emitió una pequeña risita de loco—. ¡Jesús, toda la manzana había desaparecido!

—Muchas manzanas han desaparecido.

—Sí. Bueno, el caso es que tenía cortes en los pies, y me sentía muy mal. ¿Qué le parece eso? Yo, Artie Wisco, sin zapatos en los pies. Así que tuve que quitarle un par de zapatos a… —la voz se desvaneció. Estaban subiendo y se encontraban cerca de la parte superior de la montaña de escombros—. Los bastardos siempre son demasiado pequeños —siguió diciendo—. Pero mis pies también están hinchados. Se lo aseguro, ¡los zapatos son lo más importante! ¿Adónde iría la gente sin zapatos? Fíjese en esas zapatillas que lleva usted. Son baratas, y no le van a durar…

La hermana Creep se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Quiere callarse? —le espetó.

Se volvió de nuevo y continuó subiendo. El hombre sólo consiguió permanecer callado durante unos cuarenta segundos.

—Mi esposa me dijo que no debía hacer este viaje. Me dijo que lamentaría haber gastado el dinero. No soy un hombre rico. Pero yo dije, demonios, sólo es una vez al año. Una vez al año en la Gran Manzana no es como para…

—¡Todo ha desaparecido! —le gritó la hermana Creep—. ¡Es usted un loco estúpido! ¡Mire a su alrededor!

Artie permaneció inmóvil, mirándola fijamente, y cuando volvió a abrir la boca su rostro tenso pareció a punto de desgarrarse.

—Por favor —susurró—. Por favor, no…

«El tipo se está sosteniendo con las puntas de los dedos —pensó—. Tampoco hay necesidad de aplastarle esos dedos». Meneó la cabeza. Lo más importante era no caer hecha pedazos. Todo había desaparecido, pero ella aún podía elegir: podía sentarse allí mismo, entre los escombros, y esperar la muerte, o bien podía dedicarse a encontrar agua.

—Lo siento —dijo—. Esta noche no he dormido muy bien.

La expresión del hombre volvió a registrar una cierta vitalidad.

—Está haciendo frío —observó—. ¡Mire! Puedo ver el aliento de mi respiración. —Y exhaló una bocanada de aire—. Tome, usted necesita esto más que yo. —Empezó a quitarse el abrigo de visón—. Escuche, si mi esposa llega a descubrir que yo me he puesto un abrigo de visón, nunca me dejará en paz. —Ella rechazó el abrigo cuando Artie se lo tendió, pero él insistió—. ¡Eh, no se preocupe! Hay muchos más allí donde he cogido este.

Finalmente, aunque sólo fuera para reemprender la marcha, la hermana Creep dejó que el hombre le pusiera el abrigo sobre los hombros y luego ella acarició la piel del chamuscado abrigo.

—Mi esposa dice que puedo ser un verdadero caballero cuando quiero serlo —le dijo Artie—. ¡Eh! ¿Qué le ha pasado en el cuello?

La hermana Creep se llevó una mano al cuello.

—Alguien me quitó algo que llevaba colgado —contestó, y luego se arrebujó en el abrigo de visón para protegerse del frío y continuó subiendo. Era la primera vez que llevaba una piel de visón. Una vez que llegó a lo más alto de la montaña de escombros, experimentó la urgente necesidad de gritar—: ¡Eh, pobres y mortales pecadores! ¡Venid aquí y echadle un vistazo a esta dama!

La ciudad diezmada se extendía en todas direcciones. La hermana Creep empezó a bajar por el otro lado, seguida de cerca por Artie Wisco, que seguía hablando de Detroit, de los zapatos y de su necesidad de encontrar un teléfono, pero ella ya no le hizo el menor caso.

—Enséñeme dónde está el agua —le dijo cuando llegaron al fondo.

Artie miró a su alrededor durante un rato, como si tratara de decidir cuál sería el mejor sitio para encontrar la parada del autobús.

—Por aquí —dijo finalmente.

Tuvieron que volver a subir por el terreno fragmentado de mampostería rota, los coches destrozados y el metal retorcido. Debajo de ellos había tantos cadáveres, en distintos grados de desfiguración, que la hermana Creep dejó de sobresaltarse cada vez que pisaba uno. Una vez en lo más alto, Artie señaló en una dirección.

—Ahí está.

Allá abajo, en el valle de ruinas había una fuente de agua que surgía hacia lo alto desde una fisura en el pavimento. En el cielo, hacia el este, una red de relámpagos rojos iluminaron las nubes, seguidos por una explosión apagada que produjo reverberaciones.

Descendieron hacia el valle y caminaron sobre lo que dos días antes habían sido los tesoros de la civilización: pinturas quemadas todavía en sus marcos dorados, aparatos de televisión y estéreos medio fundidos, los retorcidos restos de vajillas de plata y oro, cuencos, cuchillos y tenedores, candelabros, cajas de música y cubos de champaña; restos de lo que habían sido valiosos jarrones de porcelana, estatuas de art decó, esculturas africanas y cristal de Waterford.

Los relámpagos volvieron a iluminar el cielo, esta vez más cerca, y el brillo rojo se reflejó en miles de fragmentos de joyas diseminadas por entre los escombros: collares y brazaletes, anillos y diademas. Encontró un cartel sobresaliendo de entre los cascotes, y casi se echó a reír, pero temió que si empezaba ya no pudiera detenerse hasta que le estallara el cerebro. El cartel decía «Quinta Avenida».

—¿Lo ve? —dijo Artie levantando abrigos de visón con las dos manos—. ¡Ya le dije que había más!

Estaba de pie, hundido hasta las rodillas entre un montón de ennegrecidos objetos exquisitos: capas de piel de leopardo, estolas de armiño, chaquetones de piel de foca. Él eligió el mejor abrigo que pudo encontrar y se lo puso con gestos de dolor.

La hermana Creep se detuvo para revolver un montón de bolsos y carteras de cuero. Encontró un bolso grande, con una correa buena y sólida, y se lo deslizó sobre el hombro. Ahora ya no se sentía tan desnuda. Levantó la mirada hacia la fachada negra del edificio de donde habían salido disparados los objetos de cuero, y apenas pudo distinguir los restos de un cartel: «GUCCI». Probablemente, era el mejor bolso que había tenido nunca.

Casi habían llegado ya junto al géiser de agua cuando un relámpago hizo que unos objetos relucieran en el suelo como si fueran rescoldos. La hermana Creep se detuvo, se inclinó y tomó uno de aquellos objetos. Era una pieza de cristal del tamaño de su puño; se había fundido configurando una masa informe, e incrustadas en el interior se veían una serie de pequeñas joyas: rubíes, con un ardiente color rojizo. Miró a su alrededor y vio que las masas informes de cristal estaban desparramadas por todas partes, entre los escombros, todas ellas formando figuras caprichosas por el calor, como si las hubiera realizado un maniaco soplador de vidrio. No quedaba nada del edificio que había ante ella, excepto un fragmento de pared de mármol, de color verdoso. Pero observó las ruinas de las estructuras que se levantaban a la izquierda, y entrecerró los ojos para ver a la poca luz. Sobre un arco de mármol maltrecho leyó las letras: «TIF ANY».

La hermana Creep se dio cuenta de que aquello había sido Tiffany’s. Y si aquello había sido Tiffany’s… quería decir que se encontraba justo delante de…

—Oh, no —susurró al tiempo que las lágrimas le brotaban de los ojos—. Oh, no… Oh, no…

Se encontraba delante de lo que había sido su lugar mágico, la Steuben Glass, y todo lo que quedaba de las hermosas esculturas de cristal eran los desfigurados amasijos que tenía ante sus pies. El lugar al que había acudido tantas veces para soñar ante la exposición de cristal tallado había desaparecido por completo, desgarrado de sus fundamentos, y todo su contenido esparcido por entre los escombros. La visión de aquella ruina, al contrastar con el recuerdo de lo que había sido, le conmocionó tanto como si los cielos hubieran cerrado de golpe sus puertas delante de su cara.

Permaneció inmóvil y sólo las lágrimas se movieron, bajando por entre sus mejillas llenas de ampollas.

—¡Mire esto! —gritó Artie. Recogió del suelo un deformado octógono de cristal lleno de diamantes, rubíes y zafiros—. ¿Había visto antes una cosa así? ¡Mire! ¡Están esparcidos por todo el lugar! —Metió la mano entre los escombros y sacó montones de cristales fundidos llenos de joyas preciosas—. ¡Eh! —se echó a reír como el rebuzno de una mula—. ¡Somos ricos, señora! ¿Qué es lo primero que vamos a comprar? —Sin dejar de reír, arrojó los trozos de cristal al aire—. ¡Cualquier cosa que quiera, señora! —gritó—. ¡Le compraré cualquier cosa que quiera!

El relámpago destelló a través del cielo y la hermana Creep vio explotar los restos de la pared de Steuben Glass en extrañas llamaradas de color: rojo rubí, esmeralda profundo, azul zafiro, topacio humo y blanco diamante. Se aproximó a la pared, con las zapatillas machando los cascotes, extendió una mano y la tocó; la pared aparecía llena de joyas, y se dio cuenta de que los tesoros de Tiffany’s, Fortunoff’s y Cartier debían de haber salido volando de los edificios, formando un fantástico huracán de piedras preciosas a lo largo de la Quinta Avenida, mezclándose con las esculturas de cristal derretido del lugar mágico. Los cientos de joyas incrustadas en el chamuscado mármol verde conservaron la luz durante unos segundos más, y luego el brillo se desvaneció como lámparas multicolores que se apagaran.

«Oh, qué derroche —pensó—. Qué terrible derroche».

Retrocedió, con los ojos quemándole a causa de las lágrimas y uno de sus pies resbaló sobre un cristal. Cayó sentada sobre el trasero y se quedó allí, sin voluntad para volver a levantarse.

—¿Está bien? —preguntó Artie caminando con cuidado hacia ella—. ¿Se ha hecho daño, señora?

Ella no contestó. Estaba cansada y harta, y decidió que se iba a quedar allí, entre las ruinas del lugar mágico, y quizá descansaría un rato.

—¿Es que no va a levantarse? El agua está ahí, al otro lado.

—Déjeme sola —le dijo con indiferencia—. Márchese.

—¿Que me marche? Señora… ¿adónde diablos voy a ir?

—No me importa. No me importa una mierda. Ni una sola… y podrida… mierda. —Tomó un puñado de cristal hecho añicos y cenizas y lo dejó caer por entre los dedos. ¿De qué servía dar un solo paso más? Aquel hombre tenía razón. No había ningún sitio adónde ir. Todo había desaparecido, se había quemado y estaba en ruinas—. No hay esperanza —susurró, e introdujo la mano entre las cenizas que la rodeaban—. No hay esperanza.

Sus dedos se cerraron alrededor de un objeto de cristal y lo extrajo para ver de qué clase de basura habían estado hechos sus sueños.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Artie.

En la mano de la hermana Creep había un anillo de cristal con forma de buñuelo, con un hueco en el centro de unos doce o catorce centímetros de diámetro. El anillo tenía unos cinco centímetros de espesor y quizá unos veinte de diámetro. Sobresaliendo de la parte superior del anillo y a intervalos regulares había cinco puntas de cristal, una tan delgada como un carámbano, una segunda tan ancha como la hoja de un cuchillo, una tercera en forma de garfio, y las otras dos simplemente aplanadas. Atrapados dentro del cristal había cientos de óvalos y cuadrados oscuros de distintos tamaños. Extrañas líneas, como telas de araña, se interconectaban dentro del cristal.

—Es mierda —murmuró ella, y se dispuso a arrojarlo entre el montón de ruinas cuando un relámpago volvió a destellar.

De repente, el anillo de cristal explotó en una luz feroz y, por un instante, la hermana Creep creyó que se había encendido en su mano. Lanzó un grito y lo dejó caer.

—¡Jesús! —exclamó Artie.

La luz se apagó.

A la hermana Creep le temblaba la mano. Se miró la palma y los dedos para asegurarse de que no se los había quemado; no había habido calor, sino sólo un fogonazo de luz cegadora. Aún podía verla, latiendo por detrás de los globos de sus ojos.

Extendió la mano hacia el objeto y volvió a retirarla. Artie se acercó más y se inclinó, a unos pocos pasos de distancia.

La hermana Creep pasó los dedos por el cristal, antes de retirar de nuevo la mano, con una sacudida. El cristal era suave, como un terciopelo frío. Puso los dedos sobre él, con recelo, y finalmente lo tomó con la mano y lo levantó de las cenizas.

El círculo de cristal permaneció oscuro.

La hermana Creep se lo quedó mirando fijamente, al mismo tiempo que el corazón le latía con violencia.

En lo más profundo del círculo de cristal había un parpadeo carmesí.

Empezó a crecer, como si fuera una llama, para extenderse hacia otros puntos del anillo, latiendo, latiendo, haciéndose más fuerte y brillante a cada segundo que transcurría.

Un rubí del tamaño de la uña del dedo gordo de la hermana Creep resplandeció con un rojo brillante; otro más pequeño parpadeó con luz, como una cerilla encendida en la oscuridad. Un tercer rubí se incendió como un cometa, y luego un cuarto y un quinto, incrustados en lo más profundo del cristal tallado, y todos ellos empezaron a cobrar vida. La incandescencia roja latía, latía… y la hermana Creep se dio cuenta de que su ritmo se acompasaba con el de los latidos de su corazón.

Más rubíes brillaron, flamearon, relucieron como carbones encendidos. De pronto, un diamante emitió un claro color blanco azulado, y un zafiro de cuatro quilates explotó en un extraño fuego de color cobalto. A medida que se aceleraban los latidos del corazón de la hermana Creep, también lo hacían los estallidos de luz de los cientos de joyas atrapadas dentro del círculo de cristal. Una esmeralda brilló con un verde frío, un diamante en forma de pera emitió un blanco caliente e incandescente, un topacio latió con un marrón oscuro rojizo, y ahora los rubíes, zafiros, diamantes y esmeraldas parecían despertar con la luz, que viajaba a lo largo de las líneas de la telaraña que atravesaban todo el cristal. Las líneas eran hilos de metales preciosos: oro, plata y platino, que también se habían fundido y quedado atrapados, y al ponerse incandescentes como fusibles fulminantes, arrancaron más explosiones de luz de las esmeraldas, los topacios y las amatistas.

Todo el anillo de cristal relucía como un círculo multicolor de fuego, pero no había ningún calor bajo los dedos de la hermana Creep, y los colores vibrantes y asombrosos seguían brillando cada vez más.

Nunca había visto nada igual, nunca, ni siquiera en las vitrinas de ninguna de las tiendas que hubo a lo largo de la Quinta Avenida. Dentro del cristal habían quedado atrapadas joyas de un increíble color y claridad, algunas de ellas de más de cinco y seis quilates, y otras como diminutos puntos que, a pesar de todo, brillaban con una feroz energía. El círculo de cristal latía…, latía…, latía…

—¿Señora? —susurró Artie, con los ojos hinchados brillando ante la luz—. ¿Puedo… cogerlo?

Ella era reacia a dejárselo, pero él lo miraba con tal expresión maravillada y anhelante que no se lo pudo negar.

Los dedos quemados de Artie se cerraron sobre el objeto y, al cambiar de manos, el latido del círculo de cristal cambió, pulsando al ritmo de los latidos del corazón de Artie Wisco. Los colores también cambiaron sutilmente, ya que aumentó la intensidad de los verdes y los azules profundos, mientras que se apagó un poco el brillo de los diamantes y rubíes. Artie lo acarició, y su superficie aterciopelada le hizo pensar en el tacto de la piel de su esposa cuando era joven y de recién casados. Pensó en lo mucho que amaba a su esposa, en lo mucho que la anhelaba. Y en ese instante se dio cuenta de que había estado equivocado. Había algún sitio adónde ir. «A casa —pensó—. Tengo que regresar a casa».

Al cabo de unos minutos le devolvió cuidadosamente el objeto a la hermana Creep. El objeto volvió a cambiar, y ella permaneció sentada, sosteniéndolo entre sus manos y contemplando sus hermosas profundidades.

—A casa —susurró Artie, y la mujer levantó la cabeza para mirarlo. La mente de Artie ya no dejaría escapar el recuerdo de la suave piel de su esposa—. Tengo que regresar a casa —dijo con un tono de voz algo más fuerte. De pronto, parpadeó como si le hubieran abofeteado, y la hermana Creep vio lágrimas asomando a sus ojos—. Ya no hay… más teléfonos, ¿verdad? —preguntó—. Y tampoco hay policías.

—No —contestó ella—. No lo creo.

—Oh. —Él asintió con un gesto, la miró y luego desvió la mirada hacia los colores que latían—. Usted… también debería regresar a casa.

—No tengo ningún sitio adonde ir —dijo ella con una dura sonrisa.

—Entonces, ¿por qué no se viene conmigo?

—¿Ir con usted? —preguntó ella echándose a reír—. Señor, ¿es que no se ha dado cuenta aún de que los autobuses y los taxis andan hoy un tanto atrasados?

—Llevo zapatos en mis pies. Y usted también. Mis piernas aún me funcionan, y las suyas también. —Apartó la mirada del anillo de feroz luz y contempló la destrucción que les rodeaba, como si la viera con claridad por primera vez—. Santo Dios. Oh, santo Dios, ¿por qué?

—No creo que… Dios tuviera mucho que ver con esto —dijo la hermana Creep—. Recuerdo… que recé para que me llevara con él, y para que llegara el día del Juicio Final…, pero nunca recé para que sucediera nada como esto. Nunca.

Artie asintió con un gesto, señalando el anillo de cristal.

—Debe usted conservar eso, señora. Usted lo ha descubierto, así que supongo que es suyo. Es posible que algún día valga algo. —Meneó la cabeza con una expresión de reverencia—. Eso no es basura, señora. No sé lo que es, pero desde luego no es basura. —De repente, se incorporó y se levantó el cuello del abrigo de visón alrededor de la nuca—. Bueno…, espero que todo le vaya bien, señora. —Y dirigiendo una última mirada melancólica al anillo de cristal, se volvió y empezó a caminar.

—¡Eh! —exclamó la hermana Creep levantándose también—. ¿Adónde cree que va?

—Ya se lo he dicho —contestó él sin volverse a mirarla—. Tengo que regresar a casa.

—¿Está loco? Detroit no se encuentra precisamente a la vuelta de la esquina.

Él no se detuvo. «¡Está loco! —pensó—. ¡Está más loco que yo!». Se guardó el círculo de cristal en su nuevo bolso Gucci, y en cuanto apartó la mano de él, dejó de latir y los colores se desvanecieron instantáneamente, como si aquella cosa se dispusiera a dormir de nuevo. Echó a caminar detrás de Artie.

—¡Eh! ¡Espere! ¿Qué va a hacer con respecto a la comida y el agua?

—¡Supongo que la encontraré cuando la necesite! Y si no puedo encontrarla, pasaré sin ella. ¿Qué otra alternativa tengo, señora?

—No muchas —admitió ella.

El hombre se detuvo y se volvió hacia ella.

—Muy bien. Demonios, no sé si lograré llegar allí. ¡Ni siquiera sé si conseguiré salir de esta chatarrería! Pero este no es mi hogar. Si una persona tiene que morir, debería hacerlo intentando regresar a casa, junto a alguien a quien ama, ¿no le parece? —Se encogió de hombros—. Quizá encuentre a más gente. Quizá encuentre un coche. Si quiere usted quedarse aquí, es asunto suyo, pero Artie Wisco lleva zapatos en los pies, y Artie Wisco va a caminar.

Y, tras decir esto, dio media vuelta y empezó a caminar de nuevo.

«Ahora ya no está loco», pensó ella.

Empezó a caer una fría lluvia, con gotas negras y aceitosas. La hermana Creep volvió a abrir el bolso y tocó el desfigurado círculo de cristal con un solo dedo, para ver qué sucedía.

Un único zafiro cobró vida y ella recordó la luz azulada y giratoria que había brillado ante su cara. Había un recuerdo cercano, muy cercano, pero antes de que pudiera tomar conciencia de él volvió a desvanecerse. Se trataba de algo que ella sabía, y que aún no estaba preparada para recordar.

Levantó el dedo y el zafiro se oscureció.

«Un paso —se dijo a sí misma—. Un paso y luego el siguiente te lleva a donde quieras ir… Pero ¿y si no sabes adónde ir?».

—¡Eh! —le gritó a Artie—. Busque al menos un paraguas. Y trate de encontrar una bolsa como la que yo he conseguido. Así podrá guardar alimentos y lo que desee.

«¡Cristo! —pensó—. Este tipo no será capaz ni de recorrer un kilómetro». Decidió que debería acompañarlo, aunque sólo fuera para impedir que se rompiera la crisma.

—¡Espéreme! —gritó.

Caminó los pocos metros que la separaban del géiser de agua y se metió bajo él, dejando que el agua le lavara el polvo, las cenizas y la sangre. Abrió la boca y bebió hasta que el estómago se le hinchó. Ahora, el hambre ocupó el lugar de la sed. Quizá pudiera encontrar algo que comer, o quizá no. Pero al menos, ahora ya no tenía sed. «Un paso —pensó—. Un paso cada vez».

Artie la estaba esperando. El instinto de la hermana Creep la indujo a recoger unos pocos trozos más pequeños de cristal con joyas incrustadas. Los envolvió en una desgarrada bufanda azul y se los guardó en la bolsa Gucci. Deambuló un rato por entre los escombros, que eran un verdadero paraíso para cualquier mujer, y encontró una bonita caja de jade, pero tocaba una melodía cuando se le levantaba la tapa, y la dulce música en medio de tanta muerte la entristeció. Dejó la caja sobre el hormigón quebrado.

Luego echó a caminar hacia donde estaba Artie Wisco, a través de la fría llovizna, y dejó atrás las ruinas del lugar mágico.