El forzudo campeón del mundo
Roland Croninger se hallaba encogido en el suelo retorcido y cubierto de escombros de lo que había sido la cafetería de Earth House, y por encima de los gemidos y los gritos que escuchaba, percibió una tenebrosa voz interior diciéndole: «Un caballero del rey… Un caballero del rey… Un caballero del rey nunca llora…».
Todo estaba a oscuras, a excepción de ocasionales lenguas de fuego que se elevaban de donde antes había estado la cocina, y la espasmódica luz iluminaba las rocas caídas, las mesas y sillas rotas y los cuerpos humanos aplastados. Aquí y allá, alguien se tambaleaba en la penumbra, como un alma en pena de las cavernas del infierno, y los cuerpos destrozados se sacudían bajo las rocas macizas desprendidas que habían atravesado el techo.
Al principio, se percibió un temblor que había derribado a la gente de las sillas; las luces principales se habían apagado, pero luego se encendieron las de emergencia, y Roland se encontró en el suelo con toda la camisa manchada por los cereales con leche del desayuno. Su madre y su padre se habían arrastrado cerca de él, y había quizá otras cuarenta personas que se encontraban tomando el desayuno al mismo tiempo; algunas de ellas ya estaban pidiendo ayuda, pero la mayoría permanecía en un silencio atónito. Su madre le había mirado, con el cabello y el rostro chorreándole zumo de naranja.
—El próximo año iremos a la playa —le dijo.
Roland se había echado a reír, y también su padre; luego su madre también rio y, por un momento, los tres se sintieron unidos por la risa. Phil se las había arreglado para decir:
—¡Menos mal que no me he hecho cargo del seguro de este lugar! Tendría que hipotecar mi propia…
Y entonces su voz quedó ahogada por un monstruoso rugido y el sonido de la roca al partirse, y el suelo se había elevado y oscilado con movimientos alocados, con tanta fuerza que Roland salió despedido, lejos de sus padres, y chocó contra otros cuerpos. Una barrera de rocas y azulejos del techo se hundió, y algo le golpeó con fuerza en la cabeza. Ahora, mientras permanecía sentado, con las rodillas encogidas hasta la barbilla, se llevó una mano a la cabeza y sintió sangre pegajosa. También tenía partido y sangrando el labio inferior, y le dolía todo el cuerpo, como si se lo hubieran estirado como una goma elástica y lo hubieran soltado de repente, brutalmente. No sabía cuánto tiempo había durado el terremoto, ni cómo había logrado acurrucarse como un bebé, o dónde se hallaban sus padres. Deseaba gritar, y había lágrimas en sus ojos, pero un caballero del rey nunca llora, se dijo a sí mismo una y otra vez; eso era lo que decía el manual de el caballero del rey; era una de las reglas que él mismo había escrito y que formaban parte de la conducta apropiada de un guerrero. Un caballero del rey nunca llora, sino que se adapta.
Tenía algo apretado en el puño derecho, y lo abrió; eran sus gafas. La lente izquierda estaba agrietada, y la derecha había desaparecido por completo. Creyó recordar habérselas quitado cuando se encontraba tumbado debajo de la mesa, con el propósito de limpiarse la leche de las lentes. Se las puso y trató de levantarse, pero tardó un momento en poder coordinar los movimientos de sus piernas. En cuanto se irguió, la cabeza chocó contra un techo abombado que había estado por lo menos a dos metros y medio de altura cuando se iniciaron los temblores. Ahora tuvo que inclinarse para evitar los cables y las tuberías que colgaban, y las vigas de hierro que sobresalían.
—¡Mamá! ¡Papá! —gritó.
Pero no escuchó respuestas por encima de los gritos de las personas malheridas. Roland avanzó tambaleante sobre los escombros, llamando a sus padres, y tropezó con algo que cedió, como una esponja húmeda. Miró hacia abajo y vio lo que podría haber sido una enorme estrella de mar, atrapada entre dos grandes trozos de roca; el cuerpo no se parecía a nada ni remotamente humano, excepto que llevaba los jirones de una camisa ensangrentada.
Roland se tropezó con otros dos cuerpos; sólo había visto cadáveres en las imágenes de las revistas de soldados mercenarios de su padre, pero estos eran diferentes. Ahora se trataba de cuerpos aplastados, sin rostros ni sexo, a no ser por los jirones de ropa. Pero Roland decidió que ninguno de ellos pertenecía a su padre o a su madre; no, su padre y su madre tenían que estar con vida, en alguna parte. Sabía que aún vivían, y continuó buscándolos. Un momento después se detuvo justo antes de caer por una desgarrada sima que había dividido la cafetería en dos, y miró hacia abajo, pero no vio el fondo.
—¡Mamá! ¡Papá! —gritó hacia el otro lado de la habitación, pero no obtuvo ninguna respuesta.
Roland permaneció de pie al borde de la sima, con el cuerpo temblándole. Una parte de él se hallaba paralizada por el terror, pero otra parte más profunda de sí mismo parecía estar fortaleciéndose por momentos, surgiendo hacia la superficie, temblando no a causa del temor sino de la más pura y fría excitación. Era algo que no había experimentado nunca. Rodeado por la muerte, experimentó ahora el latido de la vida en sus venas, con una fuerza que le hizo sentirse mareado y borracho.
«Estoy vivo —pensó—. ¡Vivo!».
Y, de pronto, las ruinas de la cafetería de Earth House parecieron estremecerse y cambiar; él se encontraba en medio de un campo de batalla cubierto de muertos, y el fuego se elevaba en la distancia desde la incendiada fortaleza enemiga. Llevaba un escudo dentado y una espada ensangrentada, y había estado a punto de caer por la sima, arrebatado por la conmoción, pero aún estaba allí, de pie, y seguía con vida, tras el holocausto de la batalla. Había dirigido a una legión de caballeros a la guerra, en este campo lleno de escombros, y ahora se encontraba solo porque era el último caballero del rey que quedaba.
Uno de los guerreros destrozados a sus pies extendió una mano y lo sujetó por el tobillo.
—Por favor —balbuceó la boca ensangrentada—. Ayúdeme, por favor…
Roland parpadeó, atónito. Miró hacia abajo y vio a una mujer de edad mediana, con la parte inferior del cuerpo atrapada bajo una gran roca.
—Ayúdeme, por favor —suplicó—. Mis piernas… Oh…, mis piernas…
«Se supone que en el campo de batalla no debe haber ninguna mujer —pensó Roland—. ¡Oh, no!». Pero entonces miró a su alrededor, recordó dónde se hallaba, liberó su tobillo y se alejó del borde de la sima.
Siguió buscando, pero no pudo encontrar ni a su padre ni a su madre. Pensó que quizá se hallaban enterrados, o que habían caído por la sima, hacia la oscuridad de allá abajo. Quizá había visto sus cuerpos, pero no los había reconocido.
—¡Mamá! ¡Papá! —volvió a gritar—. ¿Dónde estáis?
No hubo respuesta, sino sólo el sonido de alguien sollozando y las voces que gemían de dolor.
Una luz destelló a través del humo y encontró su cara.
—Tú —dijo alguien en un susurro de dolor—. ¿Cómo te llamas?
—Roland —contestó. ¿Cuál era su apellido? Durante unos pocos segundos fue incapaz de recordarlo. Luego, añadió—: Roland Croninger.
—Necesito tu ayuda, Roland —dijo el hombre de la linterna—. ¿Puedes caminar? —Roland asintió con un gesto—. El coronel Macklin está atrapado allá abajo, en la sala de control, en lo que ha quedado de ella —se corrigió «Teddybear» Warner.
Estaba levantado como un jorobado, y se apoyaba en un trozo de barra de refuerzo que utilizaba como muleta. Algunos de los pasillos habían quedado completamente bloqueados por los deslizamientos de rocas, mientras que otros se habían inclinado en ángulos inverosímiles, o habían quedado partidos por fisuras abiertas como bocas. Los gritos invocando a Dios y los gemidos producían ecos en toda la Earth House, y algunas de las paredes estaban ensangrentadas, allí donde los cuerpos habían sido lanzados contra ellas por las ondas expansivas. Sólo había encontrado entre las ruinas a media docena de civiles con capacidad para mover sus cuerpos, y de esos sólo había dos que no se hubieran vuelto rematadamente locos: un anciano y una niña. Pero el viejo tenía la muñeca rota y a través de ella le sobresalían los huesos; en cuanto a la niña, no quería abandonar la zona por donde había desaparecido su padre. Así que Warner continuó hasta la cafetería, buscando a alguien que pudiera ayudarle, imaginándose también que en la cocina encontraría toda clase de cuchillos.
Ahora, Warner dirigió el haz de luz hacia el rostro de Roland. La frente del muchacho mostraba una hendidura, y los ojos parecían ausentes a causa de la conmoción, pero por lo visto había escapado no sólo con vida, sino sin haber sufrido heridas graves. A excepción de la sangre, el rostro del muchacho aparecía pálido y polvoriento, y su camiseta de algodón azul oscuro estaba desgarrada, mostrando más arañazos en el pecho hundido y flaco. «No es gran cosa —pensó Warner—, pero tendrá que hacerlo».
—¿Dónde están tus padres? —preguntó Warner, y Roland meneó la cabeza con un gesto negativo—. Está bien, escúchame: hemos sido arrasados. Todo el jodido país ha sido arrasado. No sé cuántos muertos hay aquí, pero nosotros estamos con vida, y también lo está el coronel Macklin. Pero para seguir con vida tenemos que poner las cosas en orden en la medida en que podamos hacerlo, y para eso tenemos que ayudar al coronel. ¿Comprendes lo que te estoy diciendo?
—Creo que sí —contestó Roland.
«Arrasados —pensó—. Arrasados… Arrasados… Arrasados. —Sus sentidos se tambalearon—. Dentro de unos minutos me despertaré en mi cama de Arizona».
—Muy bien. Y ahora quiero que te quedes conmigo, Roland. Vamos a ir a la cocina para intentar encontrar algo afilado: un cuchillo de carnicero, un hacha de cortar carne, cualquier cosa. Luego volveremos a la sala de control.
«Si es que puedo encontrar el camino de regreso», pensó Warner, aunque no se atrevió a decirlo.
—Mi mamá y mi papá —dijo Roland débilmente—. Están aquí…, en alguna parte.
—No se van a marchar a ningún sitio. Ahora mismo, el coronel Macklin te necesita más que ellos. ¿Comprendes?
Roland asintió. «¡El caballero del rey!», pensó. El rey estaba atrapado en una mazmorra y necesitaba su ayuda. Sus padres habían desaparecido, arrastrados por el cataclismo, y la fortaleza del rey había sido arrasada. «Pero yo estoy vivo —pensó—. Estoy vivo y soy un caballero del rey». Miró con los ojos entrecerrados hacia la luz de la linterna.
—¿Tengo que ser un soldado? —le preguntó al hombre.
—Pues claro. Y ahora quédate cerca de mí. Vamos a encontrar un camino para entrar en la cocina.
Warner tuvo que moverse con lentitud, inclinando todo su peso sobre la barra de hierro. Se abrieron paso hasta la cocina, donde lenguas de fuego seguían surgiendo vorazmente. Warner se dio cuenta de que el incendio procedía de los restos de la despensa; docenas de latas habían explotado, y el material incendiado se había pegado a las paredes. Todo había desaparecido: leche en polvo, huevos, jamón, todo. Pero Warner sabía que aún quedaba el almacén de alimentos de emergencia, y el estómago se le encogió al pensar que podrían haberse visto atrapados aquí abajo, en la oscuridad, sin comida ni agua.
Había utensilios diseminados por todas partes, arrojados por los temblores. Revolviendo los escombros con la punta del bastón improvisado, Warner descubrió un hacha de carnicero. La hoja estaba serrada.
—Toma esto —le dijo al muchacho, y Roland lo cogió.
Abandonaron la cocina y la cafetería, y Warner condujo a Roland hacia las ruinas de Town Square. Grandes fragmentos de piedra habían caído desde lo alto, y toda la zona aparecía desequilibrada y recorrida por profundas grietas. La arcada de vídeo todavía ardía, con el aire denso a causa del humo.
—Aquí —dijo Warner, haciendo un gesto con la luz hacia el interior de la enfermería.
Entraron y encontraron la mayor parte del equipo destrozado e inservible, pero Warner siguió buscando, hasta que descubrió una caja de torniquetes y una botella de plástico que contenía alcohol. Le dijo a Roland que tomara un torniquete y la botella, y luego echó un vistazo al armario, donde se habían guardado los medicamentos. Las píldoras y las cápsulas crujieron bajo sus pies como palomitas de maíz. La luz de la linterna iluminó el rostro muerto de una de las enfermeras, aplastada por un trozo de roca del tamaño de un yunque. No había el menor rastro del doctor Lang, el médico residente de Earth House. La improvisada muleta de Warner descubrió frascos enteros de Demerol y Percodan, y le pidió a Roland que se los recogiera; Warner se los metió en los bolsillos para llevárselos al coronel.
—¿Sigues conmigo? —preguntó Warner.
—Sí, señor.
«Me despertaré dentro de un momento —pensó Roland—. Será el domingo por la mañana, y me levantaré de la cama y encenderé el ordenador».
—Tenemos que recorrer un largo camino —le dijo Warner—, y durante una parte del mismo tendremos que arrastrarnos. Pero quédate siempre conmigo, ¿de acuerdo?
Roland lo siguió y salieron de la enfermería; hubiera querido seguir buscando a sus padres, pero sabía que el rey le necesitaba mucho más. Él era un caballero del rey, y era un gran honor que su majestad lo necesitara precisamente a él. Una vez más, una parte de él se encogió ante el horror y la destrucción que le rodeaban, gritándole: «¡Despierta! ¡Despierta!», con el tono de voz quejumbroso de un escolar angustiado; pero la otra parte de sí mismo, la que se iba fortaleciendo poco a poco, miraba a su alrededor, contemplaba los cuerpos expuestos a la luz de la linterna, y sabía que los débiles tenían que morir para que los fuertes pudieran seguir viviendo.
Avanzaron por los pasillos derrumbados, pasando sobre los cuerpos, e ignorando los gritos de los heridos.
Roland no supo cuánto tiempo tardaron en llegar a la arrasada sala de control. Miró su reloj de pulsera a la luz de un montón de escombros incendiados, pero el cristal se había agrietado y la hora se había detenido a las diez treinta y seis. Warner se arrastró hacia arriba, hasta llegar al borde del pozo y dirigió la luz de la linterna hacia abajo.
—¡Coronel! —gritó—. ¡He traído ayuda! ¡Vamos a sacarlo de ahí!
Tres metros más abajo, Macklin se agitó y volvió el rostro sudoroso hacia la luz.
—Dese prisa —dijo con voz ronca, y luego volvió a cerrar los ojos.
Roland se arrastró hasta el borde del pozo. Vio dos cuerpos allá abajo, uno sobre el otro, encajados en el espacio del tamaño de un ataúd. El cuerpo de abajo respiraba, y su mano desaparecía en una grieta de la pared. De pronto, Roland comprendió para qué era el hacha de cocina; miró el arma y a la luz de la linterna observó su rostro reflejado en la hoja; era un rostro distorsionado y no el que él recordaba. Tenía los ojos muy abiertos y relucientes, y la sangre se le había secado sobre una herida en forma de estrella que tenía en la frente. Tenía toda la cara llena de cardenales e hinchada como la de un sapo, y su aspecto era incluso mucho peor que el día en que Mike Armbruster le había dado una paliza por no haberle permitido copiar durante un examen de química. «¡Mariconcete! ¡Mariconcete de cuatro ojos!», le había gritado Armbruster, y todos los compañeros que les rodeaban rieron y jalearon, al tiempo que Roland trataba de escapar, siendo arrojado una y otra vez sobre el polvo. Roland había empezado a sollozar, encogido en el suelo, y Armbruster se había inclinado sobre él y le había escupido en la cara.
—¿Sabes cómo atar un torniquete? —le preguntó el jorobado con el parche en el ojo. Roland meneó la cabeza—. Yo te indicaré cómo hacerlo cuando llegues ahí abajo.
Alumbró el espacio a su alrededor y distinguió varias cosas con las que podría hacer un buen fuego: trozos de mesa y de sillas, las ropas de los cadáveres. Podrían encender el fuego con los escombros ardientes junto a los que habían pasado en el pasillo, y Warner aún tenía su encendedor en el bolsillo.
—¿Sabes lo que tienes que hacer?
—Creo… que sí —contestó Roland.
—Muy bien. Y ahora préstame atención. Yo no puedo bajar por ese agujero para llegar a donde está él. Tú sí que puedes hacerlo, le vas a apretar ese torniquete bien fuerte alrededor del brazo, y luego yo te pasaré el alcohol. Lo viertes sobre su muñeca. Él estará preparado cuando tú lo estés. Probablemente, tendrá la muñeca aplastada, de modo que no será demasiado difícil pasar la cuchilla a través de los huesos. ¡Y ahora escúchame, Roland! No quiero que te pases ahí abajo cinco jodidos minutos cortando. Hazlo con fuerza y con rapidez, y termina de una vez. Y una vez que hayas empezado ni siquiera pienses en detenerte hasta que no hayas terminado. ¿Me has oído?
—Sí, señor —contestó Roland, y pensó: «¡Despierta! ¡Tengo que despertarme!».
—Si has atado bien el torniquete, tendrás tiempo para cerrar la herida antes de que empiece a sangrar. Dispondrás de algo con lo que quemar el muñón, y asegúrate de que le aplicas el fuego, ¿me oyes? Si no lo haces así, se desangrará y morirá. Por la forma en que está atascado ahí abajo, él no se resistirá mucho y, de todos modos, sabe lo que se tiene que hacer. Y ahora, mírame, Roland. —Roland levantó la mirada hacia la luz—. Si haces lo que se supone que debes hacer, el coronel Macklin vivirá. Si la jodes, morirá. Así de sencillo. ¿Lo has comprendido?
Roland asintió con un gesto; la cabeza le daba vueltas, pero el corazón le latía con fuerza. «El rey está atrapado —pensó—. Y de entre todos los caballeros del rey, yo soy el único que puede liberarlo». Pero no, no, esto no era un juego. Esto era la vida real y su madre y su padre se encontraban allá arriba, en alguna parte. Y Earth House había quedado arrasada, todo el país había sido arrasado, todo había quedado destruido…
Se llevó una mano a la ensangrentada frente y se la apretó hasta que de su mente desaparecieron todos los malos pensamientos. «¡Caballero del rey! ¡Soy sir Roland!». Y ahora estaba a punto de bajar a la más profunda y oscura de las mazmorras para salvar al rey, armado con fuego y acero.
«Teddybear» Warner se alejó a rastras para encender un fuego, y Roland lo siguió como un autómata. Apilaron los fragmentos de mesa, sillas y las ropas desgarradas de los cadáveres, dejándolo todo en un rincón, y utilizaron unos trozos de cable ardiendo del pasillo para encender el fuego. «Teddybear», moviéndose con lentitud y dolor, apiló algunos de los azulejos caídos del techo, y añadió a las llamas algo de alcohol. Al principio sólo se produjo mucho humo, pero luego el brillo rojizo empezó a fortalecerse.
El cabo Prados seguía sentado, apoyado contra la pared opuesta, viéndoles trabajar. Tenía el rostro húmedo por el sudor, y balbuceaba algo febrilmente, pero Warner no le prestó ninguna atención. Ahora, los trozos de mesa y de sillas empezaron a chisporrotear, y el humo se elevó, desapareciendo por los agujeros y las grietas del techo.
Warner cojeó hasta el fuego y tomó la pata de una de las sillas rotas; el otro extremo del madero ardía, y la madera había transformado su color negro en un gris ceniza. La volvió a meter en la hoguera y se volvió a Roland.
—Muy bien —dijo—. Terminemos de una vez.
Aunque apretando los dientes a causa de la presión que sentía en la espalda, Warner sujetó a Roland por la mano y lo ayudó a bajar al pozo. Roland saltó sobre el cuerpo muerto. Warner dirigió el haz de la linterna hacia el brazo atrapado de Macklin, y dirigió a Roland para que aplicara el torniquete por encima de la muñeca del coronel. Roland tuvo que tumbarse en una posición contorsionada sobre el cadáver para llegar hasta el brazo herido y vio que la muñeca de Macklin se había puesto negra. De pronto, el coronel se removió y trató de levantar la cabeza, sin conseguirlo.
—Más fuerte —se las arregló para decir Macklin—. ¡Átale nudos al bastardo!
Roland necesitó cuatro intentos para apretar el torniquete lo suficiente. Warner dejó caer la botella de alcohol y Roland roció con su contenido la muñeca ennegrecida. Macklin tomó la botella con la mano libre y finalmente volvió la cabeza para mirar a Roland.
—¿Cómo te llamas?
—Roland Croninger, señor.
Macklin sabía que era un muchacho por el peso y por la voz, pero no podía distinguir su rostro. Algo resplandeció y ladeó la cabeza para mirar el hacha de carnicero que sostenía el muchacho.
—Roland, tú y yo vamos a tener que conocernos muy bien durante los próximos dos minutos. ¡Teddy! ¿Dónde está el fuego?
La luz de Warner se desvaneció un minuto, y Roland se quedó en la oscuridad, con el coronel.
—Ha sido un mal día —dijo Macklin—. Seguro que nunca habías visto nada peor, ¿verdad?
—No, señor —contestó Roland con la voz estremecida.
La luz regresó. Warner sostenía la pata ardiente de la silla como si fuera una antorcha.
—¡Ya la tengo, coronel! Roland, voy a dejarla caer hacia ti. ¿Preparado?
Roland tomó la antorcha y volvió a inclinarse sobre el coronel Macklin, quien, con los ojos nublados por el dolor, distinguió el rostro del muchacho a la luz parpadeante y creyó haberlo visto antes en alguna otra parte.
—¿Dónde están tus padres, hijo? —preguntó.
—No lo sé. Los he perdido.
Macklin observó el extremo ardiente de la pata de la silla y rezó para que fuera lo bastante caliente como para hacer bien el trabajo.
—Estarás bien —dijo—. Yo mismo me ocuparé de eso. —Apartó la vista de la antorcha y la fijó en la hoja del hacha de carnicero. El muchacho se acurrucó extrañamente sobre él, montado a horcajadas sobre el cadáver, y miró fijamente la muñeca de Macklin, allí donde se unía con el muro de roca—. Bien, ha llegado el momento. Vamos, Roland, hagámoslo de una vez antes de que uno de los dos se cague en los pantalones. Voy a intentar resistir todo lo que pueda. ¿Estás preparado?
—Él está preparado —dijo «Teddybear» Warner desde el borde del pozo.
Macklin sonrió tristemente y una gota de sudor le corrió por el puente de la nariz.
—Da el primer golpe con fuerza, Roland —le pidió.
Roland empuñó la antorcha con la mano izquierda y levantó el hacha con la derecha por encima de su cabeza. Sabía exactamente dónde iba a golpear, justo donde la piel ennegrecida era tragada por la grieta. «¡Hazlo! —se dijo a sí mismo—. ¡Hazlo ahora!». Escuchó a Macklin hacer una profunda inspiración. La mano que sostenía el hacha permaneció en alto, por encima de su cabeza. «¡Hazlo ahora! —Sintió que el brazo se le ponía tan rígido como si fuera una barra de hierro—. ¡Hazlo ahora!».
Contuvo la respiración y descendió el hacha con toda su fuerza sobre la muñeca del coronel Macklin.
El hueso crujió. Macklin se sacudió, pero no emitió ningún sonido. Roland creyó que el hacha lo había cortado todo, pero se dio cuenta con una renovada conmoción que sólo había penetrado unos tres centímetros en la gruesa muñeca del hombre.
—¡Termínalo! —le gritó Warner. Roland extrajo el hacha.
Los ojos de Macklin, rodeados de color púrpura, se cerraron y luego se abrieron de golpe.
—Termínalo —susurró.
Roland levantó el brazo y volvió a golpear. La muñeca, sin embargo, no se separó. Roland volvió a golpear una tercera vez, y una cuarta, cada vez con mayor fuerza. Escuchó al jorobado tuerto gritándole que se apresurara, pero Macklin permaneció en silencio. Roland extrajo el hacha y golpeó una quinta vez. Ahora había mucha sangre, pero aún quedaban los tendones. Roland empezó a serrar, llevando el hacha adelante y atrás; el rostro de Macklin era de un pastoso color blanco amarillento, y tenía los labios tan grises como la ceniza de una tumba.
Tenía que terminarlo antes de que la sangre empezara a salir a borbotones. En cuanto eso sucediera, Roland sabía que el rey moriría. Volvió a levantar el hacha por encima de su cabeza, con el hombro palpitándole por el esfuerzo, y de pronto ya no fue un hacha de carnicero, sino un hacha sagrada, y él se había transformado en sir Roland del Reino, llamado a liberar al rey atrapado en su sofocante mazmorra. Él era el único en todo el reino capaz de hacerlo, y este era su momento. El poder de la justicia latía con él y al bajar el hacha sagrada y centelleante, se escuchó gritar a sí mismo, con una voz ronca, casi inhumana.
Lo que quedaba del hueso crujió. Los tendones se partieron bajo el poder del hacha sagrada. Y el rey empezó a retorcerse de dolor, y una cosa grotesca y sangrante, con una superficie como una esponja, se elevó hacia la cara de Roland. La sangre le salpicó en la mejilla y la frente, cegándole.
—¡Quémalo! —gritó Warner.
Roland aplicó la antorcha a aquella cosa esponjosa y sangrante, que se apartó de él con una sacudida, pero Roland la sujetó mientras Macklin se retorcía salvajemente. Apretó la antorcha sobre la herida, allí donde antes había estado la mano del coronel. Con una horripilante fascinación vio humear el muñón, vio como la tremenda herida se ennegrecía y se arrugaba, y escuchó el siseo producido por la sangre quemada de Macklin. El cuerpo del hombre se debatía involuntariamente, y los ojos le giraban en el fondo de sus cuencas, pero Roland mantuvo la antorcha apretada sobre el brazo herido. Olió a sangre y carne quemadas, un olor que penetró profundamente en sus pulmones, como un incienso que le limpiara el alma, y continuó cauterizando la herida, apretando el fuego contra la carne. Finalmente, Macklin dejó de luchar y de su boca surgió un gemido bajo y angustioso, como si lo hubiera emitido la garganta de una bestia herida.
—¡Muy bien! —gritó Warner desde arriba—. ¡Ya está hecho!
Roland estaba como hipnotizado por la visión de la carne derretida. La manga desgarrada de la chaqueta de Macklin se había incendiado y el humo se elevaba por las paredes del pozo.
—¡Ya está bien! —gritó Warner. ¡El chico no se detenía!—. ¡Roland! ¡Ya está bien, maldita sea!
Esta vez, la voz del hombre le hizo volver a la realidad con una sacudida. Roland soltó el brazo del coronel y vio que el muñón había quedado completamente quemado, y que tenía un aspecto negro y brillante, como si se lo hubiera recubierto de alquitrán. Las llamas de la manga de la chaqueta de Macklin se apagaron por sí solas. Y entonces se dio cuenta de que todo había terminado. Apretó el trozo de madera contra la pared del pozo, hasta que el fuego se apagó, y luego lo tiró.
—Voy a intentar encontrar alguna cuerda para sacaros —gritó Warner—. ¿Estás bien?
Roland no se sintió con ánimos para contestar. La luz de la linterna de Warner se alejó, y Roland quedó en la más completa oscuridad. Escuchó la dificultosa y dura respiración del coronel, y se arrastró hacia atrás, sobre el cadáver que había estado interpuesto entre ellos, hasta que su espalda tocó la roca; luego, levantó las piernas y se apretó el hacha sagrada contra su cuerpo. Por su rostro, manchado de sangre, se extendía una mueca fija, pero sus ojos eran círculos llenos de conmoción.
El coronel gimió y balbuceó algo que Roland no pudo comprender. Luego, volvió a decirlo, con un acento de dolor en su voz.
—Erguido —dijo, hizo una pausa y repitió—: Erguido…, erguido, soldado… —La voz era delirante, se hacía más fuerte y luego se desvanecía en un susurro—. Erguido…, sí, señor… Sí, señor…, sí, señor… —La voz del coronel Macklin empezó a sonar como la de un niño que se recuperara de una llantina—. Sí, señor… Por favor…, sí, señor… Sí, señor…
Terminó con un sonido que fue medio gemido, medio sollozo estremecido.
Roland lo había estado escuchando con cuidado. Esa no había sido la voz de un héroe triunfante; había sonado más bien como la de alguien que lloriquea y suplica, y Roland se preguntó qué habría en la mente del rey. «Un rey no debería suplicar —pensó—. Ni siquiera en sus peores pesadillas. Es peligroso que un rey muestre debilidad».
Más tarde, sin que Roland supiera cuánto tiempo había transcurrido, algo le empujó la rodilla. Extendió la mano en la oscuridad y tocó un brazo. Macklin había recuperado el conocimiento.
—Te debo la vida —dijo el coronel Macklin, y ahora su voz volvió a sonar como el duro héroe de guerra que era.
Roland no dijo nada, pero se le ocurrió pensar que necesitaría protección para sobrevivir a lo que le esperara en el futuro. Sus padres podrían estar muertos, probablemente lo estaban, y sus cuerpos se habrían perdido para siempre. Iba a necesitar un escudo que le protegiera de los peligros del futuro, no sólo de los que pudiera haber en el interior de Earth House, sino también de los que hubiera más allá, si es que volvían a salir alguna vez al mundo exterior, se dijo. Pero, a partir de ahora, tenía la intención de permanecer cerca del rey; posiblemente, esa sería la única forma de salir con vida de aquellas mazmorras.
Y, en cualquier caso, deseaba vivir para ver lo que había quedado del mundo más allá de Earth House. Un día detrás de otro, pensó, y si había logrado sobrevivir al primer día, podría conseguirlo el segundo y el tercero. Él siempre había sido un superviviente, eso formaba parte de la tarea de ser un caballero del rey, y ahora haría todo lo que fuera necesario para mantenerse con vida.
«El viejo juego ha terminado —pensó—. ¡El nuevo está a punto de empezar!». Y podía ser el juego más grande de caballero del rey que hubiera experimentado jamás, porque, además, iba a ser muy real.
Roland meció contra su pecho el hacha sagrada y esperó el regreso del jorobado tuerto, mientras se imaginaba escuchar el sonido de los dados repiqueteando en un cubilete de hueso blanqueado.