14

El hacha sagrada

«Disciplina y control —dijo el soldado en la sombra, con una voz que restalló como el crujido de un cinturón sobre las piernas de un niño pequeño—. Eso es lo que hace a un hombre. Recuerda… Recuerda…».

El coronel James Macklin se encogió de miedo en el pozo lleno de barro. Sólo había una rendija de luz, a unos siete metros por encima de él, entre el suelo y el borde de la reja de metal retorcido que cubría el pozo. Era suficiente para que entraran las moscas, que zumbaban en círculo alrededor de su cara, precipitándose hacia los montones de porquería que le rodeaban. No recordaba cuánto tiempo llevaba allí; calculó que los Vietcong llegaban una vez al día, y que si eso era cierto llevaba treinta y nueve días en el pozo. Pero quizá vinieran dos veces al día, así que sus cálculos podían estar equivocados. Quizá se pasaban por alto un día o dos. Quizá acudían tres veces al día y luego no lo hacían durante los dos días siguientes. Quizá…

«Disciplina y control, Jimbo». El soldado en la sombra estaba sentado, con las piernas cruzadas, apoyado contra una pared del pozo, a unos dos metros de distancia. El soldado en la sombra llevaba un uniforme de camuflaje, y tenía el rostro amarillento surcado con pintura de camuflaje de color verde oscuro y negro. «Ponte erguido, soldado».

—Sí —dijo Macklin—. Hay que erguirse.

Levantó una mano huesuda y apartó las moscas de un manotazo.

Y entonces empezó el retumbar, y Macklin gimió y se apretó con más fuerza contra la pared. Los Vietcong estaban allá arriba, golpeando el metal con cañas de bambú y palos. El sonido producía ecos, doblados y triplicados en el fondo del pozo, hasta que Macklin se llevó las manos a las orejas; el golpeteo continuó, más y más fuerte, y Macklin sintió que un grito estaba a punto de surgir de su garganta.

«No —le advirtió el soldado en la sombra, con los ojos como cráteres en la cara de la luna—. No dejes que oigan tus gritos».

Macklin tomó con las manos un puñado de inmundicias y se lo metió en la boca. El soldado en la sombra tenía razón. El soldado en la sombra siempre tenía razón.

Los golpes cesaron y la rejilla de metal se apartó a un lado. Una neblinosa luz solar atravesó los ojos de Macklin; pudo verlos allá arriba, inclinados sobre el pozo, mirándole con muecas en las caras.

—¡Nel Macreen! —gritó uno de ellos—. ¿Tienes hambre, Nel Macreen?

Macklin asintió, con la boca llena de barro y porquería. Se sentó como un perro que mendiga un mendrugo. «Cuidado —le susurró el soldado en la sombra—. Cuidado».

—¿Tienes hambre, Nel Macreen?

—Por favor —dijo Macklin, con la porquería resbalándole por la boca y elevando los delgados brazos hacia la luz.

—¡Cógelo, Nel Macreen!

Un objeto cayó sobre el barro, a pocos pasos de distancia, cerca del cadáver en descomposición de un infante de marina llamado Ragsdale. Macklin se arrastró sobre el cadáver y se apoderó del objeto; era un trozo de pastel de arroz frito aceitoso. Empezó a morderlo ávidamente, con lágrimas de alegría brotándole de los ojos. Los Vietcong, allá arriba, se reían a carcajadas. Macklin se arrastró sobre los restos de un capitán de la Fuerza Aérea que los otros hombres habían llamado «Mississippi» debido a su forma de hablar; ahora «Mississippi» no era más que un silencioso fardo de ropas y huesos. En el rincón más alejado había un tercer cadáver, otro infante de marina, un muchacho de Oklahoma llamado McGee, fundiéndose lentamente en el barro. Macklin se encogió junto a McGee y masticó el arroz, casi sollozando de placer.

—¡Eh, Nel Macreen! ¡Eres un cerdo asqueroso! ¡Ha llegado la hora del baño!

Macklin gimió y se encogió, metiendo la cabeza entre los brazos, porque sabía muy bien lo que iba a ocurrir.

Uno de los Vietcong volcó en el pozo un cubo de excrementos humanos y el contenido cayó sobre Macklin, resbalándole sobre la espalda, los hombros y la cabeza. Los Vietcong lanzaron risotadas, pero Macklin se concentró en el pastel de arroz. Una parte de la porquería lo había salpicado, y se detuvo para limpiarlo en los andrajos de su chaqueta de vuelo de la Fuerza Aérea.

—¡Ahí tienes! —gritó el Vietcong que le había arrojado el cubo de excrementos—. ¡Ahora ya eres un chico limpio!

Las moscas zumbaban alrededor de la cabeza de Macklin. «Hoy he tenido una buena comida», pensó. Aquella comida lo mantendría con vida un poco más, y mientras la masticaba el soldado en la sombra le dijo: «Muy bien, Jimbo. Cómete hasta el último bocado. No dejes ni una migaja».

—¡Ahora ya estás limpio! —repitió el Vietcong, volviendo a colocar la rejilla metálica en su lugar y cortando el paso de la luz del sol.

«Disciplina y control —dijo el soldado en la sombra, acercándose más—. Eso es lo que hace a un hombre».

—Sí, señor —contestó Macklin, y el soldado en la sombra le observó fijamente, con ojos que brillaban como el napalm en la oscuridad.

—¡Coronel!

Una voz lejana le estaba llamando. Resultaba difícil concentrarse en esa voz, porque el dolor se extendía por todos sus huesos. Había algo pesado sobre él, casi doblándole la espalda. «Un saco de patatas —pensó—. No, no. Más pesado que eso».

—¡Coronel Macklin! —insistió la voz.

«Lárgate —deseó Macklin—. Lárgate, por favor». Intentó levantar la mano derecha para apartarse las moscas de la cara, pero al hacerlo un ramalazo de ardiente dolor le recorrió el brazo y el hombro, y él gimió cuando el dolor continuó por la columna vertebral.

—¡Coronel! ¡Soy Ted Warner! ¿Me oye?

Warner. «Teddybear» Warner.

—Sí —contestó Macklin. El dolor le atravesó la caja torácica. Sabía que no había hablado lo bastante fuerte, de modo que lo intentó de nuevo—. Sí, le oigo.

—¡Gracias a Dios! ¡Tengo una linterna, coronel!

Una estela de luz penetró por debajo de los párpados cerrados de Macklin, y él se permitió intentar abrirlos.

El rayo de luz de la linterna exploró el lugar donde él se encontraba, desde una altura de unos tres metros por encima de su cabeza. El polvo y el humo aún eran muy espesos, pero Macklin se dio cuenta de que se encontraba tendido en el fondo de un pozo.

Volvió lentamente la cabeza, con el dolor a punto de hacerle perder de nuevo el conocimiento, y vio que la abertura apenas si era suficiente para permitir el paso de un hombre; no sabía cómo había podido quedar comprimido en un espacio tan estrecho. Las piernas de Macklin se hallaban elevadas, con la espalda doblada por el peso no de un saco de patatas, sino de un cuerpo humano. Un hombre muerto, aunque Macklin no sabía de quién se trataba.

Enredada en el pozo y encima de él había una maraña de cables y tuberías rotas. Intentó empujar el terrible peso, al menos para que sus piernas pudieran disponer de algo de espacio, pero el dolor desgarrador le mordió de nuevo en la mano derecha. Volvió la cabeza hacia el otro lado, y con la ayuda de la luz que se le enviaba desde arriba vio lo que consideró como un problema grave.

Su mano derecha había desaparecido en una grieta de la pared. La grieta tenía quizá unos tres centímetros de anchura, y unos regueros de sangre relucían sobre la roca.

«Mi mano», pensó aturdido. Recordó las imágenes de los dedos de Becker que explotaron a causa de la presión. Se dio cuenta de que su mano debió de haber quedado atrapada en una fisura en el momento de caer allí, y luego, cuando la roca volvió a desplazarse…

No sentía nada, a excepción de unas atroces esposas que le aprisionaban la muñeca. Su mano y sus dedos eran como carne muerta. «Voy a tener que aprender a ser zurdo», pensó. Y entonces, una toma de conciencia le golpeó con una fuerza que aún le dejó más aturdido: «Ha desaparecido el dedo de apretar el gatillo».

—¡El cabo Prados está aquí arriba conmigo, coronel! —gritó Warner—. Tiene una pierna rota, pero está consciente. Los otros están en peores condiciones… o muertos.

—¿Y usted? —preguntó Macklin.

—Tengo la espalda hecha polvo —contestó Warner, cuya voz sonaba como si tuviera problemas para respirar—. Tengo la sensación de estar hecho pedazos, si no fuera porque me sostienen mis cojones. También escupo algo de sangre.

—¿Queda alguien para dar un informe de daños?

—El sistema de intercomunicación está fuera de servicio. Por las rejillas de ventilación entra humo. Escucho los gritos de la gente en alguna parte, de modo que algunos han logrado sobrevivir. ¡Jesús, coronel! ¡Tiene que haberse movido toda la montaña!

—He de salir de aquí —dijo Macklin—. Tengo el brazo atrapado, Teddy. —Al pensar en el amasijo de carne de su mano volvió a sentir dolor, y tuvo que apretar los dientes y esperar a que pasara—. ¿Puede ayudarme a salir de aquí?

—¿Cómo? No puedo llegar hasta usted, y si tiene el brazo atrapado…

—Tengo la mano aplastada —le dijo Macklin con voz serena. Se sentía como si se encontrara en un estado de ensoñación, como si todo flotara a su alrededor y no fuera real—. Arrójeme un cuchillo. El más afilado que pueda encontrar.

—¿Qué? ¿Un cuchillo? ¿Para qué?

Macklin expresó una mueca salvaje en su rostro.

—Haga lo que le digo. Luego, encienda un fuego ahí arriba y ponga a chamuscar un trozo de madera. —Se sentía extrañamente disociado de lo que estaba diciendo, como si lo que se tuviera que hacer se refiriera a la carne de otro hombre—. La madera tiene que estar al rojo vivo, Teddy. Lo bastante caliente como para cauterizar un muñón.

—¿Un… muñón? —repitió, atónito, comprendiendo poco a poco la idea. Tras una pausa, añadió—: Quizá podamos sacarle de ahí de alguna otra…

—No hay ninguna otra manera. —Para poder abandonar aquel pozo, tendría que dejar allí su mano. Pensó que tendría que desprenderse de medio kilo de carne—. ¿Me comprende?

—Sí, señor —contestó Warner, siempre obediente.

Macklin apartó la cara de la luz de la linterna.

Warner se alejó a rastras del borde del agujero que se había abierto en el centro de la sala de control. Toda la habitación había quedado inclinada en un ángulo de treinta grados, de modo que se arrastraba ligeramente hacia abajo, sobre el equipo destrozado, las rocas caídas y los cuerpos inertes. La luz de la linterna iluminó al cabo Prados, apoyado contra una pared agrietada e inclinada; el rostro del hombre estaba desfigurado, y un hueso le brillaba húmedamente en el muslo. Warner continuó hacia lo que había quedado del pasillo. Enormes agujeros se habían abierto en el techo y en las paredes, y el agua chorreaba desde arriba, cayendo sobre el revoltijo de rocas y tuberías. Seguía escuchando gritos en la distancia. Iba a tener que encontrar a alguien que le ayudara a liberar al coronel Macklin, porque sin el liderazgo del coronel estaban todos acabados. Y no había forma de que su espalda herida le permitiera bajar por el agujero hasta donde se hallaba atrapado el coronel. No, iba a tener que encontrar a alguien más, alguien lo bastante pequeño como para que pudiera bajar por el hueco, pero lo bastante duro como para llevar a cabo el trabajo. Sólo Dios sabía qué encontraría cuando subiera a rastras al nivel uno.

El coronel contaba con él, y no lo dejaría en la estacada.

Lenta y dolorosamente, fue abriéndose paso sobre los escombros, arrastrándose en la dirección de donde procedían los gritos.