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Todavía no son las tres

—¡La casa se nos cae encima, mamá! —gritó Josh Hutchins mientras se esforzaba por liberarse del polvo, los cascotes y los fragmentos de vigas rotas que le cubrían la espalda—. ¡Ya ha pasado! —Su madre no le contestó, pero la escuchó llorando—. ¡Todo está bien, mamá! Vamos a estar…

El recuerdo de un tornado en Alabama que había obligado a Josh, su hermana y su madre a refugiarse en el sótano de su casa, cuando él tenía siete años, surgió de pronto y luego se deshizo en su mente. El campo de maíz, las lanzas ardientes y el tornado de fuego aparecieron en su conciencia con una horripilante claridad, y se dio cuenta de que la mujer que lloraba era la madre de la pequeña niña.

Estaba a oscuras. Un peso seguía presionando a Josh, y mientras intentaba desprenderse de él se libró de un alud de cascotes, compuesto en su mayor parte por polvo y maderos rotos. Se sentó, con el cuerpo muy dolorido.

Sentía una sensación extraña en la cara, la notaba tan tensa que parecía a punto de desgarrarse. Levantó los dedos para tocarse la frente y una docena de ampollas reventaron, resbalando los fluidos por su rostro. Más ampollas reventaron en sus mejillas y mandíbula. Se tocó la carne que rodeaba sus ojos y descubrió que estaban hinchados y convertidos en hendiduras. El dolor era cada vez más agudo, y sentía la espalda como si se la hubieran rociado con agua hirviendo. «Quemado —pensó—. Quemado por todas partes». Percibió el olor del jamón frito, y estuvo a punto de vomitar, pero se hallaba demasiado ocupado tratando de descubrir la gravedad de sus heridas. En su oreja derecha percibió una clase diferente de dolor. Se la tocó con suavidad. Sus dedos rozaron un muñón de carne y sangre reseca allí donde antes había estado su oreja. Recordó la explosión de los surtidores de gasolina, y se imaginó que un fragmento de metal ardiente le había arrancado limpiamente la mayor parte de la oreja.

«Estoy en muy buena forma —pensó, y casi se echó a reír en voz alta por el pensamiento—. ¡Preparado para apoderarme del mundo!». Sabía que si alguna vez volvía a subir a un ring de lucha libre, no necesitaría una máscara de Frankenstein para parecerse de verdad a un monstruo.

Y entonces vomitó, con el cuerpo pesado y estremecido y un fuerte olor a jamón frito en las narices. Una vez que le hubieron pasado las náuseas, se alejó del vómito, arrastrándose. Debajo de sus manos palpó suciedad, trozos de madera, cristales rotos, latas aplastadas y mazorcas de maíz.

Escuchó gemir a un hombre, recordó las órbitas de los ojos de PawPaw incendiadas, y se imaginó que el hombre estaba tumbado en alguna parte, a su derecha, a pesar de que no tenía oreja en esa parte. Por los sollozos de la mujer calculó que debía de hallarse a pocos metros de distancia, frente a él; la niña, si es que continuaba con vida, permanecía en silencio. El aire aún estaba caliente, pero al menos era respirable. Los dedos de Josh se cerraron alrededor de un palo de madera y lo siguió hasta que se dio cuenta de que era una azada. Cavando en la suciedad que lo rodeaba, encontró una variedad de objetos: una lata tras otra, algunas de ellas abiertas, rajadas y rezumando; un par de cosas fundidas que antes podrían haber sido botellas de plástico; un martillo; algunas revistas chamuscadas y paquetes de cigarrillos. Todo el contenido de la tienda había caído sobre ellos, desparramando todo lo que había estado en las estanterías de PawPaw, y Josh llegó a la conclusión de que se trataba de una reserva. Los chicos del subsuelo tuvieron que haber sabido que podría necesitarlas algún día.

Josh intentó ponerse en pie, pero se golpeó la cabeza antes de poder enderezarse desde una posición a gatas. Percibió sobre él un techo de suciedad compacta, planchas de madera y posiblemente cientos de mazorcas de maíz amontonadas casi metro y medio sobre el suelo del sótano. «¡Oh, Jesús! —pensó—. ¡Tiene que haber toneladas de tierra por encima de nuestras cabezas!». Se imaginó que allí sólo les quedaba una pequeña bolsa de aire, y que cuando este se hubiera consumido…

—Deje de llorar, señora —dijo—. El viejo está mucho más gravemente herido que usted.

Ella boqueó con asombro, como si no se hubiera dado cuenta de que había alguien más con vida.

—¿Dónde está la niña? ¿Está bien? —preguntó Josh, notando cómo las ampollas le estallaban en los labios.

—¡Swan! —gritó Darleen. Extendió una mano, palpando a su alrededor, buscando a Sue Wanda—. ¡No la encuentro! ¿Dónde está mi pequeña? ¿Dónde está Swan? —Entonces, su mano izquierda tocó un pequeño brazo. Aún estaba caliente—. ¡Aquí está! ¡Oh, Dios, está enterrada!

Darleen empezó a excavar frenéticamente.

Josh se arrastró hasta su lado y palpó la zona con sus manos para encontrar a la niña. Pero sólo tenía enterradas las piernas y el brazo izquierdo; la cara estaba libre, y respiraba. Josh puso al descubierto las piernas de la niña, y Darleen abrazó a su hija.

—¡Swan! ¿Estás bien? ¡Dime algo, Swan! ¡Vamos, háblale a mamá!

Sacudió a la niña hasta que esta levantó una de las manos y la empujó débilmente, como si tratara de apartarla.

—Deja —dijo la voz de Swan, que sonó ronca, como un débil susurro—. Quiero dormir… hasta que lleguemos allí.

Después, Josh se arrastró hasta el lugar de donde procedían los gemidos del hombre. Encontró a PawPaw enroscado en sí mismo y medio enterrado. Cuidadosamente, Josh lo extrajo de entre los escombros. La mano de PawPaw se agarró a los jirones de la camiseta de Josh y el anciano murmuró algo que aquel no pudo comprender.

—¿Qué? —preguntó, inclinándose sobre él.

—El sol —repitió PawPaw—. Oh, Señor… Vi estallar el sol.

Empezó a murmurar algo más, algo sobre las zapatillas de su dormitorio. Josh se dio cuenta de que no resistiría mucho tiempo más y regresó a donde estaban Darleen y Swan.

La pequeña lloraba, con un sonido tranquilo, como de animal profundamente herido.

—Ssssh —dijo Darleen—. Sssssh, cariño. Van a encontrarnos. No te preocupes. Nos sacarán de aquí.

Aún no comprendía bien lo que había sucedido; todo era borroso a partir del momento en que Swan señaló el letrero de «PAWPAWS» en la interestatal, y dijo que iba a estallar si no podía ir al lavabo.

—No puedo ver, mamá —dijo la niña sin hacer caso de sus palabras.

—Vamos a estar bien, cariño. Nos van a encontrar… —Había levantado una mano para acariciar el cabello de su hija, pero la apartó con una sacudida. Sus dedos no habían encontrado más que rastrojos—. Oh, santo Dios. Oh, Swan, oh, cariño…

Tenía miedo de tocarse ella misma el cabello y el rostro, pero no experimentaba nada más incómodo que el dolor de una moderada quemadura solar. «Yo estoy bien —se dijo a sí misma—. Y Swan también está bien. Sólo ha perdido algo de cabello, eso es todo. ¡Las dos vamos a estar bien!».

—¿Dónde está PawPaw? —preguntó Swan—. ¿Dónde está el gigante?

Tenía como un dolor de muelas en todo el cuerpo y olía a desayuno recién preparado.

—Estoy aquí —contestó Josh—. El viejo no está muy lejos. Nos encontramos en el sótano, y todo este lugar ha sido cavado en…

—¡Vamos a salir de aquí! —le interrumpió Darleen—. ¡No pasará mucho tiempo antes de que alguien nos encuentre!

—Señora, es posible que eso tarde algún tiempo en producirse. Vamos a tener que instalarnos y ahorrar el aire del que disponemos.

—¿Ahorrar el aire? —repitió con el pánico aflorando de nuevo—. Estamos respirando, ¿no?

—Ahora mismo, sí. No sé de cuánto espacio disponemos aquí, pero me imagino que el aire empezará a escasear. Y es posible que tengamos que permanecer en este lugar durante… mucho tiempo.

—¡Está loco! No le escuches, cariño. Apuesto a que no tardarán en venir a sacarnos —dijo ella empezando a acunar a Swan como si fuera un bebé.

—No, señora —insistió Josh. No servía de nada engañarse—. No creo que acuda nadie a sacarnos de aquí, al menos no pronto. Lo que vimos salir de ese campo de maíz eran misiles. Misiles nucleares. No sé si alguno de ellos estalló, pero sólo hay una razón para que dispararan esos condenados armatostes. Es muy posible que todo el mundo se esté lanzando misiles en estos precisos momentos.

La mujer se echó a reír, con un sonido rayano en la histeria.

—¡No tiene usted el menor sentido! ¡Alguien tiene que haber visto todo ese fuego! ¡Nos enviarán ayuda! ¡Nosotras tenemos que llegar a Blakeman!

—Muy bien —dijo Josh.

No quería seguir discutiendo, y estaba utilizando un aire precioso. Se alejó un poco, arrastrándose, y encontró un lugar en el que encajar su cuerpo. Sentía una sed intensa, pero también tenía que hacer sus necesidades. Demasiado cansado para moverse, pensó que lo haría más tarde. El dolor volvía a acosarle. Su mente empezó a desplazarse más allá del sótano de PawPaw, más allá del quemado campo de maíz, hacia lo que pudiera quedar del mundo exterior, si es que, de hecho, había empezado la tercera guerra mundial. Ahora ya podía haber terminado todo. Era posible que los rusos estuvieran invadiendo el país, o que los estadounidenses estuvieran haciendo lo mismo en Rusia. Pensó en Rose y en los chicos; ¿estarían muertos o vivos? Posiblemente, nunca llegaría a saberlo.

—Oh, Dios —susurró en la oscuridad; enroscó su cuerpo y se quedó mirando fijamente hacia la nada.

—Ah… Ah… Ah… —era PawPaw que emitía un sonido balbuceante. Luego dijo en voz alta—: ¡Hay una ardilla en el agujero! ¡Amy! ¿Dónde están mis zapatillas?

La niña emitió otro sonido de dolor, sollozante, y Josh apretó los dientes para contener un grito de rabia. «Una niña tan pequeña —pensó—. Y ahora se está muriendo… como todos nosotros. Ya estamos en nuestras tumbas. Estamos acabados, y sin embargo, seguimos esperando».

Tenía la sensación de haber sido claveteado sobre un tablón por parte de un enemigo al que no había tenido intención de enfrentarse. Casi podía escuchar la voz del árbitro, al tiempo que su mano golpeaba la lona: «Uno…, dos…».

Josh irguió los hombros. «Todavía no llega el tres. No tardará mucho, pero todavía no».

Y se deslizó hacia un sueño torturado, con el sonido de los quejidos de dolor de la niña acosándole el alma.