Rodeando la zarza
«¡Estoy en el infierno! —pensó histéricamente la hermana Creep—. Estoy muerta y en el infierno, quemándome con todos los pecadores».
Otra oleada de dolor insoportable le recorrió el cuerpo. «¡Ayúdame, Jesús!», intentó gritar, pero sólo consiguió producir un gemido ronco y animal. Sollozó, rechinando los dientes, hasta que el dolor menguó de nuevo. Se encontraba envuelta por la más completa oscuridad, y creía poder escuchar los gritos de los pecadores que se quemaban, y que llegaban hasta ella desde las distantes profundidades del infierno, como débiles y horribles gemidos y gritos que llegaban flotando, al igual que los olores del azufre, el vapor y la carne chamuscada que le habían hecho volver a recuperar la conciencia.
«¡Querido Jesús, sálvame del infierno! —rogó—. ¡No dejes que me queme eternamente!».
El dolor feroz regresó, mordiéndole el cuerpo. Se contorsionó, adoptando una postura fetal, y el agua le chapoteó en la cara y le subió por la nariz. Medio escupió, medio gritó, y aspiró un aire acre y vaporoso. «Agua —pensó—. Agua. Estoy en el agua». Y los recuerdos empezaron a brillar en su mente febril, como carbones ardiendo en el fondo de una parrilla encendida.
Se sentó, con el cuerpo pesado e hinchado, y al levantar una mano hacia su rostro, las ampollas de sus mejillas y de su frente reventaron, arrojando fluidos.
—No, no estoy en el infierno —dijo con voz áspera—. No estoy muerta…, todavía.
Recordó entonces dónde se hallaba, pero no podía comprender lo que había sucedido, ni de dónde había surgido tanto fuego.
—No estoy muerta —repitió con un tono de voz más fuerte. Escuchó el eco de su voz en el túnel, y con los labios agrietados y llenos de ampollas gritó—: ¡No estoy muerta!
Sin embargo, un dolor angustioso seguía recorriéndole el cuerpo. En un momento parecía estar ardiendo, y en el siguiente se congelaba; estaba cansada, muy cansada, y sólo deseaba volver a tumbarse en el agua y dormir, pero tenía miedo de que, si lo hacía así, no pudiera despertar nunca. Extendió las manos en la oscuridad, buscando su bolsa de lona, y experimentó unos pocos segundos de pánico al no poder encontrarla. Luego, sus manos palparon una lona chamuscada y empapada y tiró de la bolsa hacia ella, abrazándola como si fuera un niño.
La hermana Creep intentó levantarse. Sus piernas se le doblaron casi al instante, así que permaneció sentada en el agua, soportando el dolor y tratando de recuperar algo de fuerzas. Las ampollas de la cara se le arrugaron de nuevo, tensándole el rostro como una máscara. Levantó una mano y se palpó la frente, y luego el cabello; la gorra le había desaparecido, y el cabello tenía el tacto de la hierba corta de un prado que se hubiera pasado todo el verano sin recibir una sola gota de agua. «¡Se me ha quemado el pelo!», pensó, y un sonido que era medio risa medio sollozo surgió de su garganta. Más ampollas se le reventaron en el cuero cabelludo y apartó la mano con rapidez, porque no quería saber nada más. Intentó ponerse en pie de nuevo, y esta vez lo consiguió.
Tocó el borde del suelo del túnel, a un nivel situado justo por encima de su estómago. Tendría que auparse reuniendo todas sus fuerzas. Los hombros aún le dolían, a causa del esfuerzo realizado al arrancar la parrilla, pero ese dolor no era nada comparado con el sufrimiento que le producía su piel llagada. La hermana Creep arrojó arriba la bolsa de lona; tarde o temprano reuniría las fuerzas para auparse y recuperarla. Colocó las palmas de las manos sobre el hormigón, y se tensó para elevarse, pero su fuerza de voluntad se evaporó, y permaneció donde estaba, pensando que alguien de mantenimiento bajaría por allí dentro de un año o dos, y encontraría un esqueleto donde en otro tiempo hubo una mujer viva.
Se aupó, tirando de su cuerpo. Los tensos músculos de los hombros gritaron de dolor y uno de sus codos amenazó con ceder. Pero cuando ya empezaba a tambalearse hacia atrás, dentro del agujero, consiguió colocar una rodilla sobre el borde, y luego levantó la otra. Las ampollas se le reventaron en los brazos y las piernas, produciendo pequeñas detonaciones húmedas. Se arrastró sobre el borde como un cangrejo y quedó tumbada sobre el estómago, encima del suelo del túnel, mareada y respirando con dificultad, con las manos sujetando de nuevo la bolsa de lona.
«Levántate —pensó—. Muévete, holgazana, o te vas a morir aquí mismo».
Se incorporó, sosteniendo protectoramente la bolsa delante de ella, y empezó a caminar a trompicones a través de la oscuridad; tenía las piernas rígidas como trozos insensibles de madera, y en varias ocasiones se cayó sobre los escombros y los cables rotos. Pero sólo se detuvo el tiempo suficiente para recuperar la respiración y combatir el dolor. Luego, volvía a esforzarse por ponerse en pie y seguía su camino.
Tropezó con una escalera y subió por ella, pero el pozo estaba bloqueado por cables, trozos de hormigón y tuberías. Regresó al túnel y continuó andando, buscando una forma de salir de allí. En algunos lugares, el aire era caliente y tenue, y ella absorbía pequeñas bocanadas para no desvanecerse. Fue tanteando el camino a lo largo del túnel, llegó a callejones sin salida compuestos por escombros acumulados, y tuvo que regresar sobre sus pasos. Encontró otras escaleras que ascendían hacia pozos igualmente bloqueados o tapaderas que no lograba abrir. Su mente se agitaba de un lado a otro como un animal enjaulado. «Cada vez un paso —se dijo a sí misma—. Un solo paso, y luego el siguiente te llevará a donde vayas».
En la cara, los brazos y las piernas le surgieron ampollas y se reventaron. Se detuvo y se sentó a descansar un rato, con los pulmones respirando de un modo sibilante el pesado aire. No escuchó ningún sonido de trenes subterráneos, ni de coches o sirenas de bomberos. «Algo terrible ha debido de ocurrir allá arriba —pensó—. No el rapto, no la segunda venida…, sino algo realmente terrible».
La hermana Creep se obligó a sí misma a continuar. Un paso cada vez. Un paso y luego el siguiente.
Encontró otra escalera y miró hacia arriba. A unos siete metros por encima, en el extremo del pozo, distinguió una media luna de luz sombría. Subió los peldaños hasta que estuvo lo bastante cerca como para tocar una tapa. Había quedado unos pocos centímetros desencajada, a causa de la misma onda de choque que había hecho vibrar todo el túnel. Introdujo los dedos de una mano entre el hierro y el cemento y apartó la tapa.
La luz era del color de la sangre seca, y tan brumosa como si estuviera siendo filtrada a través de muchas capas de espesa gasa. Sin embargo, tuvo que parpadear hasta que sus ojos se acostumbraron de nuevo a la luz.
Levantó la mirada hacia el cielo, pero se trataba de una clase de cielo que no había visto nunca: unas sucias nubes marrones giraban sobre Manhattan, y de ellas surgían zarcillos de relámpagos azulados. Un viento caliente y amargo le azotó el rostro, y su fuerza estuvo a punto de derribarla de la escalera. Desde la distancia le llegó el sonido de los truenos, pero se trataba de una clase de truenos que ella no había escuchado nunca; parecían los de un martillo pilón golpeando el hierro. El viento produjo un ruido aullante al introducirse por el agujero del pozo, empujándola hacia atrás, pero ella tiró de sí misma y de su bolsa, subió los dos últimos tramos de escalera, y se arrastró de nuevo hacia el mundo exterior.
El viento le arrojó a la cara una tormenta de polvo y quedó cegada durante unos pocos segundos. Cuando su visión se aclaró de nuevo, vio que había salido del túnel en lo que parecía ser un parque de chatarra.
A su alrededor se encontraban los montones aplastados de coches, taxis y camiones, algunos de ellos fundidos para formar extrañas esculturas de metal. Las ruedas de algunos de los vehículos seguían humeando, mientras que otras se habían disuelto en charcos negros. Fisuras boqueantes se habían abierto en el pavimento, algunas de hasta dos metros de anchura, y por muchas de ellas surgían bocanadas de vapor, o agua como géiseres borboteantes. Miró a su alrededor, aturdida, sin comprender nada, con los ojos entrecerrados para protegerse del polvo que levantaba el viento. En algunos lugares, la tierra se había colapsado, y en otros había montones de escombros, como Everest en miniatura formados por metal, piedra y vidrio. Entre ellos, el viento aullaba y giraba, elevándose alrededor de los fragmentos de edificios, muchos de los cuales se habían sacudido tanto que sólo les quedaba el esqueleto de las vigas de acero, las cuales se veían combadas y torcidas como palos de regaliz. Las cortinas de humo denso procedentes de los edificios incendiados y de los montones de escombros aleteaban de un lado a otro arrastradas por las ráfagas de viento, y los relámpagos arañaban la tierra desde el corazón negro de inmensas nubes giratorias. No podía ver el sol y ni siquiera sabía dónde se encontraba en aquel cielo tan turbulento. Buscó con la mirada el edificio Empire State, pero ya no quedaban rascacielos; todos los edificios que podía ver habían quedado destrozados, aunque no sabía si el Empire State aún se mantenía en pie o no, debido al humo y el polvo. Aquello ya no era Manhattan, sino una enorme chatarrería llena de montañas de escombros y gargantas humeantes.
«Es el Juicio Final —pensó—. Dios ha castigado a una ciudad malvada, ha barrido a todos los pecadores para que se quemen en el fuego eterno del infierno». Una risa alocada pugnó por surgir de su interior y al levantar el rostro hacia las sucias nubes, los fluidos de las ampollas reventadas descendieron por sus mejillas.
La lanza de un relámpago alcanzó la estructura expuesta de un edificio cercano, y las chispas bailotearon alocadamente en el aire. Más allá de la altura de una enorme montaña de escombros, la hermana Creep pudo ver el embudo de un tornado en la distancia, y otro más girando alocadamente a su derecha. Allá arriba, entre las nubes, feroces objetos eran arrojados de un lado a otro, como bolas rojas en manos de un prestidigitador. «Todo ha desaparecido —pensó—. Todo ha quedado destruido. Esto es el fin del mundo. ¡Alabado sea Dios! ¡Loado sea el bendito Jesús! Es el fin del mundo y todos los pecadores se achicharran en…».
Se llevó las manos a las orejas y gritó. En su cerebro, algo crujió como un espejo que deforma y que sólo existía para reflejar un mundo distorsionado, y cuando los fragmentos del espejo se hicieron añicos, otras imágenes quedaron al descubierto por detrás: ella misma como una mujer mucho más joven y atractiva, empujando un carrito en un supermercado; una casa de ladrillo en una barriada suburbana, con un pequeño jardín verde y un coche aparcado en el camino de entrada; una pequeña ciudad con una calle principal y una estatua elevándose en la plaza; rostros, algunos de ellos oscuros e indistintos, otros apenas en el borde de la memoria; y luego las relampagueantes luces azules y la lluvia, y el demonio en un impermeable amarillo, extendiendo las manos y diciendo: «Démela a mí, señora. Todo está bien, sólo démela a mí…».
¡Todo desaparecido! ¡Todo destruido! ¡El juicio de Dios! ¡Alabado sea Jesús!
—Sólo démela a mí…
«¡No! —pensó—. ¡No!».
¡Todo desaparecido! ¡Todo destruido! ¡Todos los pecadores achicharrándose en el infierno!
«¡No! ¡No! ¡No!».
Y luego abrió la boca y gritó, porque todo había desaparecido y quedado destruido, envuelto en el fuego y la ruina, y en ese preciso instante se dio cuenta de que ningún Dios de la Creación destruiría a sus piezas maestras con una sola llamarada, como un niño malhumorado. Esto no era el día del Juicio Final, ni el rapto, ni la segunda venida. Esto no tenía nada que ver con Dios; esto era la más profunda, la más malvada destrucción sin sentido, sin propósito o cordura algunos.
Por primera vez desde que saliera a rastras del túnel, la hermana Creep observó sus brazos y manos llagados, los andrajos desgarrados en que se habían convertido sus ropas. Tenía la piel manchada con feas quemaduras rojas y las ampollas se tensaban dolorosamente con un fluido amarillento. La bolsa apenas si se sostenía de una pieza, con hilachas de lona, y sus pertenencias se le salían por los agujeros producidos por las quemaduras. Y entonces, a su alrededor, entre la palidez del polvo y el humo, vio otras cosas que su mente no había visto al principio: cosas aplastadas y carbonizadas que sólo remotamente podían reconocerse como restos humanos. Había un montón de ellos casi a sus pies, como si hubieran sido amontonados por alguien que hubiese estado barriendo una carbonera. Cubrían la calle, se encontraban en los coches y taxis aplastados, con medio cuerpo fuera y medio dentro; aquí había uno rodeado por los restos de una bicicleta, allí había otro con los dientes asomando asombrados por entre un rostro crispado y sin rasgos. Estaba rodeada por cientos de ellos, con sus huesos fundidos para formar figuras de un horror surrealista.
Los relámpagos restallaron y el viento ululó con la voz de la muerte en los oídos de la hermana Creep.
Y entonces echó a correr.
El viento le azotó el rostro, cegándola con humo, polvo y cenizas. Encogió la cabeza, subiendo por la ladera de una montaña de escombros, y se dio cuenta de que había dejado la bolsa tras de sí, pero no pudo soportar la idea de regresar a aquel valle de los muertos. Se encaramó sobre los escombros, produciendo una avalancha de cascotes que cayó alrededor de sus piernas: televisores y equipo estéreo destrozados, la masa fundida de las computadoras personales, radios, los trajes de seda de los hombres y los vestidos de las mujeres, fragmentos rotos de mobiliario de todo tipo, libros chamuscados, antiguas piezas de vajilla de plata reducidas a trozos de metal. Y por todas partes había más vehículos destrozados y aplastados, y cuerpos enterrados entre los escombros, cientos de cuerpos y fragmentos de cuerpos, brazos y piernas sobresaliendo por entre los cascotes, tan rígidos como los maniquíes de los grandes almacenes. Llegó a lo más alto de la montaña, donde el viento cálido era tan feroz que tuvo que arrodillarse para que no se la llevara. Miró en todas direcciones y observó la extensión total del desastre: hacia el norte, los pocos árboles que quedaban de Central Park aún estaban ardiendo, y los incendios se extendían a todo lo largo de lo que había sido la Octava Avenida, brillando como rubíes de color rojo sangre por detrás de la cortina de humo; hacia el este, no quedaba la menor señal del Rockefeller Center o de la estación Grand Central, a excepción de quebrantadas estructuras que se elevaban como huesos podridos surgiendo de una mandíbula enferma; hacia el sur, el edificio del Empire State también había desaparecido, y el embudo de un tornado bailoteaba cerca de Wall Street; hacia el oeste, los montículos de escombros señalaban todo el camino hacia el río Hudson. El panorama de destrucción era tanto un pináculo de horror, como algo que paralizaba, porque su mente había llegado al límite de su capacidad para aceptar y procesar la conmoción, y empezaba a despertar recuerdos de tebeos y tiras cómicas que había visto de niña: Jetsons, Huckleberry Hound, Mickey Mouse y los Tres Cerditos. Se acurrucó en lo más alto de la montaña, envuelta por un viento aullante y contempló estúpidamente las ruinas que la rodeaban, mientras una horripilante sonrisa fija se extendía por su boca, y sólo un único pensamiento coherente lograba llegar a su conciencia: «Oh, Jesús mío, ¿qué ha ocurrido con el lugar mágico?».
Y la única respuesta era: todo ha desaparecido. Todo ha quedado destruido.
—Levántate —dijo en voz alta, aunque el viento se llevó su voz—. Levántate. ¿Crees que te vas a quedar aquí? ¡No puedes quedarte aquí! Levántate y da un paso cada vez. Un sólo paso, y luego el siguiente te llevará a donde quieras ir.
Pero transcurrió un largo rato antes de que pudiera moverse de nuevo. Después, descendió tambaleándose por el otro lado de la montaña de escombros, como una vieja, murmurando para sí misma.
No sabía adónde ir, pero tampoco le importaba eso en particular. La intensidad de los relámpagos aumentó y los truenos hicieron retemblar el suelo; desde las nubes empezó a caer una llovizna negra, de aspecto nauseabundo, que el viento aullante azotaba convirtiendo las pequeñas gotas en diminutas agujas. La hermana Creep avanzó a trompicones de una montaña de escombros a la siguiente. A lo lejos, en la distancia, creyó haber escuchado el grito de una mujer, y ella misma gritó, pero nadie le respondió. La lluvia empezó a ser más fuerte, y el viento le azotaba la cara como una bofetada.
Y entonces, sin tener ninguna noción del tiempo transcurrido, bajó por una ladera de escombros y se detuvo de repente junto a los restos aplastados de un taxi amarillo. Cerca había un letrero de una calle, doblado hasta casi formar un nudo, y decía: «Cuarenta y dos». De todos los edificios que se habían elevado a lo largo de la calle, sólo quedaba uno en pie.
La marquesina situada encima del cine Empire State seguía parpadeando, anunciando The Face of Death, Part Four y Mondo Bizarro. A ambos lados del edificio del teatro, las estructuras habían quedado reducidas a escombros quemados, pero el cine ni siquiera aparecía chamuscado. Recordó haber pasado por allí delante la noche anterior, así como el empujón brutal que la había derribado al suelo. El humo se desplazaba entre donde ella estaba y el cine, y casi esperaba que el edificio desapareciera en cualquier instante, como si se tratara de un espejismo; pero cuando el humo fue arrastrado por el viento, el cine seguía allí, y el anuncio de la marquesina continuaba parpadeando alegremente.
«Da media vuelta —se dijo a sí misma—. ¡Lárgate en seguida de aquí!».
Pero dio un paso hacia adelante, y luego el siguiente la llevó hacia donde quería ir. Se detuvo ante las puertas del cine y desde el interior le llegó el olor de las palomitas de maíz con mantequilla. «¡No! —pensó—. ¡No es posible!».
Pero tampoco era posible que la ciudad de Nueva York se hubiera transformado en un terreno devastado y azotado por los tornados en apenas un puñado de horas. Al mirar fijamente las puertas del cine, la hermana Creep supo que las reglas de este mundo habían sido cambiadas repentina y drásticamente por una fuerza que ella ni siquiera podía empezar a comprender.
—Estoy loca —se dijo en voz alta.
Pero el cine era real, y también el aroma de las palomitas de maíz con mantequilla. Miró en el cubículo de la taquilla, pero estaba vacío. Luego, reunió todo su valor, se tocó la cadena y el crucifijo que le colgaban del cuello, y entró en el cine.
No había nadie detrás del mostrador de golosinas, pero la hermana Creep pudo escuchar el sonido de la película que seguía proyectándose en el local, por detrás de una descolorida cortina roja; escuchó el sonido chirriante de un accidente de circulación, y luego la voz de un narrador, que decía: «Y aquí, ante sus ojos, le ofrecemos el resultado de una colisión frontal a ciento veinte kilómetros por hora».
La hermana Creep rodeó el mostrador, tomó dos barritas de chocolate de la estantería y estaba a punto de morder una de ellas cuando escuchó el gruñido de un animal.
El sonido se elevó, hasta alcanzar el registro de una risa humana. Pero en ella la hermana Creep escuchó también el gemido de las ruedas al frenar sobre un pavimento mojado por la lluvia, y el grito desgarrador de una niña: «¡Mamá!».
Se llevó las manos a las orejas hasta que se desvaneció el grito de la niña, y permaneció allí, temblando, hasta que también se hubo desvanecido el recuerdo de aquel grito. La risa también había dejado de sonar, pero quien la hubiera emitido seguía sentado allí, viendo una película, en medio de una ciudad destrozada.
Se metió media barrita de chocolate en la boca, la masticó y la tragó. Por detrás de la cortina roja, el narrador estaba hablando ahora de violaciones y asesinatos, con una profesionalidad fría y clínica. Aquella cortina la atraía. Se comió la otra mitad del chocolate y se chupó los dedos. «Si esa horrible risa vuelve a sonar —pensó—, puedo volverme loca». Pero tenía que ver quién la había emitido. Se dirigió hacia la cortina y lenta, muy lentamente, la apartó a un lado.
Sobre la pantalla vio el rostro amoratado y mortal de una mujer joven, pero aquella visión ya no tenía capacidad para conmocionar a la hermana Creep. Distinguió el perfil de una cabeza, alguien sentado en una de las filas delanteras, con el rostro levantado hacia la pantalla. El resto de los asientos estaba vacío. La hermana Creep observó fijamente aquella cabeza. No podía verle el rostro, y tampoco lo deseaba porque fuera quien fuese, o lo que fuese, no era posible que fuera humano.
De pronto, la cabeza se volvió hacia ella.
La hermana Creep retrocedió. Sus piernas deseaban echar a correr, pero ella no se lo permitió. La figura de la fila delantera la miraba fijamente, mientras la película continuaba mostrando primeros planos de personas tendidas en las mesas de autopsia. Entonces, la figura se levantó del asiento, y la hermana Creep escuchó el sonido de las palomitas de maíz al ser aplastadas por los zapatos. «¡Corre! —le gritó una voz interior—. ¡Lárgate de aquí!». Pero ella permaneció donde estaba, y la figura avanzó, deteniéndose antes de que su rostro quedara revelado por la luz procedente del mostrador de golosinas.
—Está usted toda quemada.
Se trataba de la voz suave y agradable de un hombre joven. Era alto y delgado, de un metro noventa o poco más, vestido con unos oscuros pantalones caqui y una camiseta amarilla. En los pies llevaba brillantes botas de combate.
—Supongo que ahí fuera ya ha terminado todo, ¿verdad?
—Ha desaparecido todo —murmuró ella—. Ha quedado todo destruido.
Se sintió estremecida por un escalofrío, lo mismo que había experimentado la noche anterior delante de aquel mismo cine. Luego se le pasó. Distinguió la más débil impresión de unos rasgos en la cara del hombre, y creyó haberle visto sonreír, pero fue una sonrisa terrible; su boca no parecía estar exactamente donde debiera.
—Creo que… todos han muerto —le dijo ella.
—No, no todos —le corrigió él—. Usted no está muerta, ¿verdad? Y creo que ahí fuera también quedan otros con vida. Probablemente escondidos en alguna parte. Esperando morir. Sin embargo, no tardarán mucho. Usted tampoco tardará mucho.
—Todavía no estoy muerta.
—Es como si lo estuviera. —El pecho del hombre se expandió al respirar profundamente—. ¡Huela este aire! ¿No es dulce? —La hermana Creep empezó a dar un paso hacia atrás. El hombre dijo entonces, casi con amabilidad—: No.
Y ella se detuvo, como si la cosa más importante del mundo, la única cosa importante fuera obedecer.
—Ahora es cuando viene mi mejor escena —dijo, señalando hacia la pantalla, donde las llamas brotaban de un edificio y los cuerpos destrozados yacían en camillas—. ¡Ese soy yo! ¡El que está de pie junto al coche! Bueno, no dije que fuera una escena muy larga. —Volvió su atención hacia ella—. Oh —dijo con suavidad—. Me gusta su collar.
Su mano pálida, con unos dedos largos y delgados, se extendió hacia su cuello.
Ella hubiera deseado salir corriendo de allí, porque no podía soportar la idea de que aquella mano la tocara, pero se sentía transfigurada por su voz, que resonaba de un lado a otro de su mente. Se encogió cuando los dedos fríos tocaron el crucifijo. Tiró de él, pero tanto el crucifijo como la cadena estaban pegados a la piel.
—Se ha quemado —dijo el hombre—. Vamos a arreglar eso.
Con un rápido tirón de la muñeca arrancó el crucifijo y la cadena, desgarrando la piel de la hermana Creep. Un aguijonazo de dolor le atravesó el cuerpo como una sacudida eléctrica, rompiendo al mismo tiempo el eco de la orden del hombre y aclarándole la cabeza. Las lágrimas ardientes trazaron feroces regueros sobre sus mejillas.
El hombre extendió la mano, con la palma hacia arriba, dejando que el crucifijo y la cadena colgaran ante la cara de la hermana Creep. Y entonces, con la voz de un niño pequeño, empezó a cantar:
—Allá vamos, rodeando la zarza, la zarza, la zarza…
La palma de la mano se incendió, y las llamas se arrastraron a lo largo de los dedos. Mientras la mano del hombre se transformaba en un guante de fuego, el crucifijo y la cadena empezaron a fundirse y a gotear sobre el suelo.
—Allá vamos, alrededor de las zarzas, tan temprano por la mañana.
La hermana Creep le miró a la cara. A la luz de la mano llameante pudo ver los huesos movedizos, las mejillas y los labios que se fundían, los ojos de diferentes colores surgiendo allí donde no había cuencas.
La última gota de metal fundido salpicó sobre el suelo. Una boca se abrió a través de la mandíbula del hombre, como una herida abierta ribeteada de rojo. La boca hizo una mueca.
—¡Luces fuera! —susurró.
La película se detuvo y el fotograma se desvaneció en la pantalla. La cortina roja, que la hermana Creep seguía sosteniendo, estalló en llamas y ella lanzó un grito y apartó las manos. Una oleada de calor nauseabundo se extendió por todo el cine, con las paredes llameantes.
—¡Tic-tac, tic-tac! —siguió diciendo la voz del hombre con un ritmo alegre, como si cantara—. ¡Nada detiene nunca el reloj!
El techo resplandeció y se combó. La hermana Creep se protegió la cabeza con los brazos y retrocedió a través de las cortinas en llamas, mientras él avanzaba sobre ella. Ríos de chocolate se desprendían del mostrador de las golosinas. Echó a correr hacia la puerta y aquella cosa que la seguía bramó:
—¡Corre! ¡Corre, cerda!
Se plantó de tres zancadas en la puerta y salió al exterior, antes de que el cine se convirtiera en una bola de fuego. Luego echó a correr alocadamente por entre las ruinas de la calle Cuarenta y dos. Cuando se atrevió a mirar hacia atrás, vio que todo el cine era una sola llamarada rugiente, y que el tejado del edificio estallaba como si hubiera sido derribado por un puño brutal.
Se lanzó detrás de un bloque de cemento en el momento en que un torbellino de cristales y ladrillos caía a su alrededor. Todo ocurrió en unos pocos segundos, pero la hermana Creep permaneció acurrucada, temblando de terror, hasta que dejaron de caer ladrillos. Luego, se asomó recelosa desde detrás del bloque protector.
Ahora, las ruinas del cine ya no se distinguían de ninguno de los demás montones de cenizas. El local había desaparecido y con él, afortunadamente, aquella terrible cosa con la mano llameante.
Se tocó el círculo en carne viva que rodeaba su cuello y al apartar los dedos vio que estaban ensangrentados. Tardó un momento más en comprender que el crucifijo y la cadena habían desaparecido realmente. No podía recordar dónde los había conseguido, pero se trataba de algo de lo que se había sentido orgullosa. También había pensado que la protegían, y ahora se sintió desnuda e indefensa.
Sabía que en aquel cine barato había estado mirando de frente el rostro del diablo.
La lluvia negra caía con mayor fuerza. La hermana Creep se acurrucó, con la mano apretada sobre su cuello ensangrentado, cerró los ojos y rezó para que le sobreviniera la muerte.
Después de todo, Jesucristo no había acudido en su platillo volante. El día del Juicio Final había destruido en las mismas llamas al inocente y al culpable, y el rapto no era más que un sueño lunático.
Un sollozo de angustia brotó de su garganta. «Por favor, Jesús —rezó—, llévame a casa, por favor, ahora mismo, en este instante, por favor, por favor…».
Pero cuando abrió los ojos seguía cayendo la lluvia negra.
El viento adquiría una mayor fuerza y ahora traía consigo un frío invernal. Ella estaba empapada, sentía fuertes náuseas en el estómago, y los dientes le castañeteaban.
Débilmente, se incorporó. Jesús no iba a venir hoy. Y decidió que tendría que morirse más tarde. No servía de nada permanecer allí, tumbada bajo la lluvia, como una estúpida.
«Un paso —pensó—. Un paso y luego el siguiente te llevarán a donde quieras ir».
No sabía dónde sería, pero a partir de ahora tendría que llevar mucho cuidado, porque aquella cosa maligna sin rostro y con todos los rostros podría estar esperándola en cualquier parte. En cualquier parte. Las reglas habían cambiado. La tierra prometida se había convertido en un osario, y el propio infierno había surgido a través de la superficie de la tierra.
No tenía ni la menor idea de lo que había provocado toda aquella destrucción, pero se le ocurrió pensar algo terrible: ¿Y si todo era lo mismo en todas partes? Dejó que el pensamiento desapareciera, antes de que le quemara el cerebro, y luego hizo un esfuerzo por ponerse de pie.
El viento la hizo tambalearse. La lluvia caía tan fuerte que no podía ver nada más allá de un par de metros. Decidió dirigirse hacia lo que creía era el norte, porque allí podría haber un árbol bajo el que descansar, en Central Park.
Inclinó la espalda para resistir los elementos, y empezó por dar un paso hacia adelante.