Charter
13.31 Hora Diurna del Este
A bordo del avión de mando
El presidente de los Estados Unidos, con los ojos hundidos en los cráteres púrpura de su rostro ceniciento, miró a la derecha, a través de la ventanilla ovalada de plexiglás y observó un mar turbulento de nubes negras por debajo del Boeing E-4B. Relámpagos de luz amarillenta y anaranjada se estremecían a once mil metros más abajo, y las nubes parecían elevarse en monstruosas cabezas tormentosas. El avión se estremeció, fue absorbido trescientos metros más abajo y luego, con un chirrido de sus cuatro motores, se esforzó por recuperar altura. El cielo había adquirido el color del barro, y el sol quedaba bloqueado por las masivas nubes elevadas. Y entre aquellas nubes, arrojadas a once mil metros de altura de la superficie de la Tierra, se encontraban los restos de la civilización: árboles ardientes, casas enteras, secciones de edificios, fragmentos de puentes, autopistas y vías férreas, ardiendo con un rojo incandescente. Los objetos hervían como la vegetación podrida agitada desde el fondo de un pozo negro, y luego volvían a ser absorbidos hacia abajo, para ser sustituidos por una nueva oleada de restos de humanidad.
No podía soportar seguir observando todo aquello, pero tampoco podía dejar de mirarlo. Con una fascinación terrible e hipnótica, observó rayas azuladas de relámpagos atravesando las nubes. El Boeing se estremeció, se inclinó sobre el ala de babor y volvió a esforzarse por recuperar altura, cayó a plomo y se elevó como si se tratara de un viaje en montaña rusa. Algo enorme y llameante cruzó ante la ventanilla del presidente, y pensó que podría haber sido parte de un tren lanzado al aire por las tremendas ondas de choque y los vientos con la fuerza de un supertornado que arrasaban la chamuscada tierra, allá abajo.
Alguien se inclinó hacia adelante y bajó el visor de cristal ahumado de la ventanilla del presidente.
—No creo que necesite seguir mirando, señor.
Durante unos pocos segundos, el presidente hizo un esfuerzo por reconocer al hombre sentado en el sillón de cuero negro situado frente al suyo. Pensó que se trataba de Hans. El secretario de Defensa, Hannan. Miró a su alrededor, con la mente tratando de alcanzar el equilibrio. Se encontraba en el avión Boeing que constituía el centro de mando, en sus alojamientos, situados en la parte de cola del aparato. Hannan estaba sentado frente a él, y al otro lado del pasillo se sentaba un hombre con el uniforme de capitán del Servicio Especial de Inteligencia de la Fuerza Aérea; el hombre se mantenía erguido, con los hombros cuadrados, y llevaba puestas unas gafas de sol que le oscurecían los ojos. Su muñeca derecha aparecía rodeada por unas esposas, y el otro extremo se hallaba sujeto a un pequeño maletín negro que había dejado sobre la pequeña mesa de formica situada frente a él.
Más allá de la puerta del cubículo del presidente, el avión era un erizado centro nervioso de pantallas de radar, computadoras procesadoras de datos e instrumentos de comunicación conectados con el Mando Aéreo Estratégico, la Defensa Aérea de América del Norte, el mando del SHAPE en Europa, y todas las bases aéreas y navales de misiles intercontinentales existentes en Estados Unidos. Los técnicos encargados de operar el equipo habían sido elegidos por la Agencia de Inteligencia de la Defensa, que también había elegido y entrenado al hombre del maletín negro. A bordo del avión iban varios oficiales de la DIA y generales de la Fuerza Aérea y del Ejército, asignados en misión especial al avión de mando, y cuya responsabilidad consistía en configurar una imagen de informes a medida que los recibían desde los distintos teatros de conflicto.
El avión había estado volando en círculos sobre Virginia desde las seis de la mañana, y a las nueve cuarenta y seis llegaron los primeros y electrificantes informes del Centro Naval: se había establecido un contacto entre las fuerzas de ataque y una gran manada de lobos pertenecientes a los submarinos nucleares soviéticos, al norte de las Bermudas.
Según los primeros informes, los submarinos soviéticos habían disparado misiles balísticos a las nueve cincuenta y ocho, pero informes posteriores indicaban que, impulsado por la tensión del momento, el comandante de un submarino estadounidense podría haber lanzado misiles crucero sin esperar la debida autorización. A estas alturas resultaba difícil saber quién había disparado primero. De todos modos, ahora ya no importaba. El primer ataque soviético había alcanzado Washington D. C. con tres cabezas nucleares que barrieron el Pentágono, una cuarta que alcanzó el Capitolio y una quinta que arrasó la base aérea de Andrews. Dos minutos más tarde, los misiles lanzados contra Nueva York alcanzaron Wall Street y Times Square. En una rápida sucesión, los misiles nucleares lanzados desde submarinos fueron cayendo a lo largo de toda la costa oriental, pero para entonces los bombarderos B-l ya volaban hacia el corazón de Rusia, los submarinos estadounidenses que rodeaban a la Unión Soviética ya estaban disparando sus armas, y los misiles de la OTAN y del Pacto de Varsovia cruzaban Europa de una a otra parte. Submarinos soviéticos apostados frente a la costa occidental dispararon misiles nucleares contra Los Angeles, San Francisco, San Diego, Seattle, Portland, Phoenix y Denver y luego los misiles intercontinentales rusos de largo alcance y cabezas múltiples —los verdaderos y sucios bastardos— cruzaron los cielos por encima de Alaska y del polo y alcanzaron las bases de la fuerza aérea y las instalaciones de misiles del Medio Oeste, incinerando en cuestión de minutos las ciudades del centro del país. Omaha había sido uno de los primeros objetivos, junto con el cuartel general del Mando Aéreo Estratégico. A las doce y nueve llegó a los auriculares de los técnicos la última señal borrosa procedente del NORAD: «Disparados los últimos pájaros».
Y con ese último mensaje, que significaba que desde alguna parte del oeste de Estados Unidos se habían disparado unos pocos Minuteman III o misiles de crucero más, desde silos ocultos, el NORAD dejó de transmitir.
Hannan llevaba puestos un par de auriculares, a través de los cuales había estado controlando los informes, a medida que estos iban llegando. El presidente se había quitado los auriculares una vez que el NORAD dejó de emitir. Tenía un sabor a cenizas en la boca, y no podía soportar la idea de lo que había en aquel maletín negro que estaba al otro lado del pasillo.
Hannan escuchaba las voces distantes de comandantes de submarinos o pilotos de bombarderos, que seguían a la caza de objetivos o tratando de evitar la destrucción en rápidos y furiosos enfrentamientos desarrollados en medio mundo. Las fuerzas navales de ambos bandos habían quedado eliminadas y la Europa occidental estaba siendo martilleada ahora por los ejércitos de tierra de las dos alianzas. Él seguía con la mente fija en las voces distantes y fantasmagóricas que le llegaban a través de la tormenta de estática, porque pensar en cualquier otra cosa que no fuera el trabajo inmediato podría haberle vuelto loco. No en vano se le conocía con el nombre de el Acerado Hans, y sabía que no debía permitir ninguna muestra de debilidad a causa de los recuerdos y las lamentaciones.
El avión de mando fue alcanzado por la turbulencia, que lo elevó violentamente y luego lo dejó caer de nuevo, con una velocidad que produjo náuseas. El presidente se agarró a los brazos del sillón. Sabía que jamás volvería a ver a su esposa y a su hijo. Washington se había convertido en un paisaje lunar de restos incendiados, y la Declaración de Independencia y la Constitución se habrían convertido en cenizas en el arrasado edificio de Archivos; los sueños de millones de mentes habrían quedado destruidos en el infierno de la Biblioteca del Congreso. Y había sucedido todo tan rápido…, tan rápido.
Hubiera querido ponerse a llorar y a gritar, pero él era el presidente de Estados Unidos. Sus gemelos portaban el sello presidencial. Recordó, como desde una distancia vasta y terrible, haberle preguntado a Julianne qué tal le sentaba la camisa azul con este traje de color bronce. Ni siquiera había podido elegir una corbata porque le parecía una decisión demasiado complicada. Ya no podía pensar, ni calcular nada; sentía su cerebro como una masa informe de sal. Julianne le había elegido la corbata, le había puesto los gemelos en la camisa. Y luego, él la besó y abrazó a su hijo, y los hombres del servicio secreto se los llevaron, junto con otros miembros del equipo, a los refugios subterráneos.
«Todo ha desaparecido —pensó—. Oh, Jesús… Todo ha desaparecido». Abrió los ojos y volvió a levantar el visor de la ventanilla. Nubes negras, brillando con centros rojos y anaranjados, elevándose alrededor del avión. Desde el centro de ellas surgían bocanadas de fuego y relámpagos que se elevaban hacia arriba, alcanzando incluso alturas superiores a las del vuelo del avión.
«Hubo una vez —pensó— en que mantuvimos una relación amorosa con el fuego».
—¿Señor? —dijo Hannan con serenidad, quitándose los auriculares. El rostro del presidente estaba gris, y la boca mostraba un rictus extraño. Hannan pensó que se iba a marear—. ¿Se encuentra bien, señor?
Los ojos aterrorizados se movieron en un rostro pálido.
—Estoy bien —susurró, y le dirigió una ligera sonrisa.
Hannan escuchó más voces por los auriculares.
—Los últimos B-l acaban de cruzar el Báltico. Los soviéticos han alcanzado Frankfurt hace ocho minutos, y hace seis alcanzaron Londres con un misil intercontinental de cabeza múltiple —le comunicó al presidente.
El otro hombre permaneció sentado, como petrificado.
—¿Cuáles son las estimaciones de bajas? —preguntó débilmente.
—Aún no disponemos de estimaciones. Las voces nos llegan tan debilitadas que ni siquiera las computadoras son capaces de eliminar toda la estática.
—Siempre me gustó París —susurró el presidente—. Julianne y yo pasamos nuestra luna de miel en París, ¿sabe? ¿Qué ha pasado allí?
—No lo sé. No hemos recibido ninguna noticia de Francia.
—¿Y de China?
—Siguen en silencio. Creo que los chinos están esperando su momento.
El avión volvió a elevarse y descender. Los motores gimieron a través del aire sucio, luchando por recuperar altitud. Un reflejo de relámpago azulado cruzó el rostro del presidente.
—Está bien —dijo—. Aquí estamos. ¿Adónde vamos desde aquí?
Hannan se dispuso a contestar, pero no supo qué decir. La garganta se le había cerrado. Se inclinó para volver a cerrar el visor de la ventanilla, pero el presidente le dijo con firmeza:
—No. Déjela como está. Quiero ver. —Volvió lentamente el rostro hacia Hannan—. Todo ha terminado, ¿verdad?
Hannan asintió con un gesto.
—¿Cuántos millones han muerto ya, Hans?
—No lo sé, señor. No quisiera atreverme a…
—¡No me trate protectoramente! —gritó de pronto el presidente, con un tono de voz tan fuerte que hasta el rígido capitán de la Fuerza Aérea pegó un salto en su asiento—. Le he hecho una pregunta, y quiero una respuesta… La mejor estimación que pueda hacer, ¡cualquier cosa! ¡Ha estado usted escuchando todos esos informes! ¡Dígamelo!
—En… el hemisferio norte —contestó temblando el secretario de Defensa, con su fachada de hierro empezando a agrietarse como si fuera plástico barato—, yo diría… entre trescientos y quinientos cincuenta. Millones.
El presidente cerró los ojos.
—¿Y cuántos van a morir en el término de las semanas siguientes? ¿Dentro de un mes? ¿De seis meses?
—Probablemente… otros doscientos millones dentro del próximo mes, a causa de las heridas y la radiación. Más allá…, nadie lo sabe, excepto Dios.
—Dios —repitió el presidente. Una lágrima se le saltó de los ojos y bajó por la mejilla—. Dios me está mirando ahora, Hans. Tengo la sensación de que me está mirando. Sabe que yo he asesinado al mundo. Yo. Yo he asesinado al mundo. —Se llevó las manos a la cara y gimió. «Estados Unidos ha desaparecido. Desaparecido para siempre», pensó—. Oh… —sollozó—. Oh…, no…
—Creo que ha llegado el momento, señor —dijo la voz de Hannan con un tono casi amable.
El presidente levantó la mirada. Sus ojos, húmedos y vidriosos, se volvieron hacia el maletín negro que descansaba sobre la mesita, al otro lado del pasillo. Apartó la mirada y volvió a dirigirla hacia la ventanilla. «¿Cuántos podrán seguir aún con vida en medio de todo ese holocausto?», se preguntó. Pero no, habría sido mucho mejor preguntarse: ¿cuántos desearían seguir con vida? Porque en los informes e investigaciones realizados sobre la guerra nuclear una cosa había quedado clara para él: los cientos de millones que perecerían durante las primeras horas serían los afortunados. Serían los supervivientes los que se verían condenados a mil formas distintas de condenas.
«Sigo siendo el presidente de Estados Unidos —se dijo a sí mismo—. Sí. Y aún me queda por tomar una última decisión».
El avión vibró como si avanzara por un camino vecinal lleno de guijarros. Unas nubes negras envolvieron el avión durante unos pocos segundos y, en aquel espacio ennegrecido, las llamas y los relámpagos lamieron las ventanillas. Luego, el avión giró a estribor y continuó volando en círculos, avanzando en zigzag entre los penachos negros.
Pensó en su esposa y en su hijo. Desaparecidos. Pensó en Washington, y en la Casa Blanca. Desaparecidos. Pensó en la ciudad de Nueva York y en Boston. Desaparecidos. Pensó en los bosques y las autopistas de la tierra situada allá abajo, pensó en los jardines, las praderas y las playas. Todo, todo había desaparecido.
—Vayamos allí —dijo.
Hannan abrió uno de los brazos del sillón y dejó al descubierto una pequeña consola de control. Apretó un botón que abría la línea de intercomunicación entre el cubículo y la cabina del piloto, dio su nombre de código y repitió las coordenadas para seguir un nuevo curso. El avión trazó un nuevo círculo y empezó a volar hacia el interior, alejándose de las ruinas de Washington.
—Estaremos en contacto dentro de quince minutos —dijo.
—¿Quiere usted… rezar conmigo? —susurró el presidente.
Y ambos inclinaron la cabeza.
Una vez que hubieron terminado de rezar, Hannan dijo:
—¿Capitán? Ahora estamos preparados.
Se levantó y dejó que su asiento fuera ocupado por el oficial con el maletín.
El oficial se sentó frente al presidente y se colocó el maletín sobre las rodillas. Abrió las esposas con un pequeño láser que parecía una linterna de bolsillo. Luego, tomó un sobre sellado del bolsillo interior de la chaqueta y lo desgarró, extrayendo una pequeña llave dorada. Insertó la llave en una de las dos cerraduras del maletín y la hizo girar a la derecha. La cerradura se abrió produciendo un chirriante sonido electrónico. A continuación, el oficial giró el maletín, colocándolo frente al presidente, quien también extrajo un sobre sellado del bolsillo de la chaqueta, lo desgarró y sacó una llave plateada. La insertó en la segunda cerradura del maletín, la hizo girar hacia la izquierda y volvió a escucharse otro sonido, esta vez elevado, ligeramente distinto al primero.
El capitán de la Fuerza Aérea levantó la tapa del maletín.
En el interior había un pequeño teclado de computadora, con una pantalla plana que se elevó al levantarse la tapa. En el teclado había tres pequeños círculos: verde, amarillo y rojo. El verde había empezado a parpadear.
Junto al asiento del presidente, fijada al mamparo de estribor del avión, por debajo de la ventanilla, había una pequeña caja negra con dos cordones anudados bajo ella, uno rojo y el otro verde. El presidente desanudó los cordones, con movimientos lentos y deliberados; en los extremos de cada uno de ellos había clavijas, que él insertó en los enchufes apropiados, situados en la parte lateral del teclado de la computadora. La caja negra de energía conectó el teclado con una de las antenas retráctiles de siete kilómetros de longitud arrastrada por el avión de mando.
El presidente sólo vaciló unos segundos. La decisión ya estaba tomada.
Tecleó su código de identificación de tres letras.
«HOLA SEÑOR PRESIDENTE», se leyó en la pantalla de la computadora.
El presidente se reclinó en el asiento, dispuesto a esperar, con un tic nervioso en la comisura de la boca. Hannan consultó su reloj.
—Estamos al alcance, señor.
Lentamente, con precisión, el presidente tecleó: «Aquí Belladonna, la dama de las Rocas, la dama de las situaciones».
La computadora replicó: «AQUÍ EL HOMBRE CON TRES ESTROFAS, Y AQUÍ LA RUEDA».
El avión se zarandeó y sacudió. Algo pasó arañando la parte de babor del avión, como uñas que arañaran una pizarra.
El presidente tecleó: «Y aquí el comerciante de un solo ojo, y esta tarjeta…».
«QUE ESTÁ EN BLANCO Y ES ALGO QUE ÉL LLEVA EN LA ESPALDA», replicó la computadora.
«Que yo tengo prohibido ver», tecleó el presidente. El círculo amarillo se iluminó.
El presidente emitió un profundo suspiro, como antes de lanzarse a bucear en unas aguas profundas, sin fondo. Tecleó: «No encuentro al hombre ahorcado». «TEMOR MORTAL POR AGUA», fue la respuesta. El círculo rojo se iluminó. Inmediatamente la pantalla se aclaró. Luego, la computadora informó: «GARRAS ARMADAS, SEÑOR, DIEZ SEGUNDOS PARA ABORTAR».
—Que Dios me perdone —susurró el presidente y su dedo se movió hacia la tecla N.
—¡Jesús! —exclamó en ese momento el capitán de la Fuerza Aérea.
Estaba mirando por la ventanilla, con la boca abierta.
El presidente miró.
A través de un tornado de casas incendiadas y restos achicharrados, una figura feroz se elevó como un meteoro hacia el avión de mando. El presidente tardó dos segundos preciosos en comprender de qué se trataba: un aplastado y retorcido autobús de la compañía Greyhound, con las ruedas ardiendo, de cuyas ventanillas y parabrisas rotos colgaban cadáveres calcinados.
El letrero de destino por encima del parabrisas aún se podía leer. Decía: CHARTER.
El piloto tuvo que haberlo visto al mismo tiempo, porque los motores chirriaron al ser forzados al límite y la proa se elevó con tal violencia que la fuerza de gravedad aplastó al presidente contra el asiento como si de pronto pesara doscientos kilos. El maletín y el teclado de la computadora cayeron de las rodillas del capitán, y las dos clavijas se desprendieron; el maletín cayó en el pasillo y se deslizó a lo largo de él hasta chocar con otro asiento. El presidente vio el destrozado autobús girando de costado, escupiendo cadáveres por las ventanillas. Cayeron como hojas incendiadas. Y entonces el autobús chocó contra el ala de estribor con un estrépito estremecedor y el motor del ala estalló.
La mitad del ala fue desgajada al instante, mientras que el segundo motor de estribor empezaba a soltar penachos de llamas, como si fueran fuegos artificiales. Desgarrado por el impacto, los trozos chamuscados del autobús Greyhound cayeron de nuevo en el torbellino y fueron absorbidos hacia abajo, perdiéndose de vista.
Dañado, el avión del centro de mando intentó elevarse sobre su ala de babor, vibrando con fuerza los dos motores que aún le quedaban, a punto de soltarse a causa de la tremenda tensión. El presidente escuchó su propio grito. El avión quedó fuera de control, descendiendo unos dos mil metros, mientras el piloto pugnaba por controlar el aparato. Un torbellino que se elevaba lo atrapó y lanzó el avión a cuatrocientos metros de altura, y luego lo absorbió hacia abajo, haciéndolo descender otros tres mil metros. El avión giró sobre el ala desgarrada y finalmente se inclinó con la proa dirigida hacia la asolada Tierra.
Las nubes negras se cerraron a su paso, y el presidente de Estados Unidos también desapareció.