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La disciplina y el control hacen al hombre

10.17 Hora Diurna de las Montañas
Earth House

—¡Más artefactos a las diez! —exclamó Lombard cuando el radar volvió a completar el giro y los puntos verdes parpadearon en la pantalla—. Doce dirigiéndose hacia el sudeste, a cinco mil metros de altura. ¡Dios santo, cómo se mueven! —En apenas treinta segundos, los puntos parpadeantes ya habían quedado fuera del ámbito del radar—. ¡Se acercan otros cinco, coronel! —La voz de Lombard sonaba con una mezcla de horror y excitación. Su rostro, de fuerte mandíbula, estaba enrojecido y tenía los ojos muy abiertos tras unas gafas de estilo aviador—. Dirigiéndose hacia el noroeste, a las diecisiete, cero, tres. Esos son nuestros. ¡A por ellos, muchachos!

El sargento Becker elevó un brazo y lanzó el puño contra la palma de su mano abierta.

—¡Barred a Ivan del mapa! —gritó.

Detrás de él, el capitán Warner fumaba un cigarrillo con filtro, y observaba impasible la pantalla de radar con su único ojo sano. Otro par de técnicos uniformados controlaban el radar del perímetro. Al otro lado de la sala, el sargento Schorr se había derrumbado sobre una silla, con los ojos vidriosos e incrédulos, y de vez en cuando su torturada mirada se dirigía hacia la pantalla del radar principal, y luego la apartaba con rapidez, dirigiéndola hacia un punto fijo en la pared opuesta.

El coronel Macklin estaba de pie tras el hombro derecho de Lombard, con los brazos cruzados sobre el pecho y la atención fija en los puntos verdes y parpadeantes que habían estado moviéndose de un lado a otro de la pantalla durante los últimos cuarenta minutos. Resultaba fácil saber cuáles eran los misiles soviéticos, porque se dirigían hacia el sudeste, siguiendo trayectorias que los harían estallar en las bases de las Fuerzas Aéreas del Medio Oeste, y en los campos de misiles intercontinentales. Los misiles estadounidenses se dirigían hacia el noroeste, para su mortal encuentro con Moscú, Magadan, Tomsk, Karaganda, Vladivostok, Gorky y otras cien ciudades objetivo y bases de misiles. El cabo Prados tenía los auriculares puestos, controlando las débiles señales que seguían llegando de los operadores de onda corta diseminados por todo el país.

—La señal de San Francisco acaba de perderse —dijo—. Las últimas palabras venían de la KXCA en Sausalito. Hablaban de una bola de fuego y un relámpago azul… Todo lo demás quedó mutilado.

—¡Siete artefactos a las once! —dijo Lombard—. Cuatro mil quinientos metros. Dirección sudeste.

«Otros siete más —pensó Macklin—. ¡Dios santo!». Eso aumentaba a sesenta y ocho el número de artefactos detectados por el radar de Blue Dome, y sólo Dios sabía cuántos cientos más, posiblemente miles, habían quedado fuera del ámbito de detección del radar. A juzgar por los informes llenos de pánico de los radioaficionados, las ciudades estadounidenses estaban siendo incineradas en un asalto nuclear a escala total. Pero Macklin también había contado cuarenta y cuatro artefactos de salida, dirigidos hacia Rusia, y sabía que miles de misiles intercontinentales, de misiles crucero, de bombarderos B-l y de submarinos dotados con armas nucleares estaban siendo utilizados en aquellos momentos contra la Unión Soviética. No importaba cómo había empezado todo; las conversaciones ya habían quedado atrás. Lo único que importaba ahora era ver quién sería lo bastante fuerte como para resistir durante más tiempo los embates atómicos.

Se había ordenado el cierre hermético de Earth House en cuanto Macklin vio los primeros puntos parpadeantes de misiles soviéticos en la pantalla de radar. Los guardias del perímetro habían entrado, la puerta de roca se había cerrado y encajado en su posición, se había activado el sistema de rejillas a modo de persianas, existente en los conductos de ventilación para impedir la entrada de polvo radiactivo. Sólo quedaba una cosa por hacer: comunicar a los civiles que se encontraban en el interior de Earth House que había empezado la tercera guerra mundial, que, posiblemente, sus hogares y parientes ya habían sido vaporizados y que todo aquello que habían conocido y amado había desaparecido probablemente en la ráfaga de una bola de fuego. Macklin había ensayado mentalmente aquel momento en muchas ocasiones; convocaría a todos los civiles en el Ayuntamiento, y les explicaría lo que estaba sucediendo con la actitud más serena posible. Todos comprenderían que deberían quedarse donde estaban, en el interior de la montaña Blue Dome, y que jamás podrían regresar de nuevo a sus hogares. Luego, les enseñaría disciplina y control, moldearía aquellos cuerpos civiles, blandos y holgazanes, transformándolos en duros cascarones de armadura, y les enseñaría a pensar como guerreros. Y desde esta fortaleza inexpugnable contendrían a los invasores soviéticos hasta el último aliento y la última gota de sangre, porque él amaba a Estados Unidos y ningún hombre le obligaría jamás a caer de rodillas y pedir clemencia.

—¿Coronel? —dijo uno de los jóvenes técnicos levantando la mirada de la pantalla de radar del perímetro—. Capto la aproximación de un vehículo. Parece una caravana. Sube por la carretera de la montaña a una endiablada velocidad.

Macklin se adelantó hacia la pantalla para observar el punto parpadeante que se aproximaba por la carretera de montaña. La caravana avanzaba tan de prisa que su conductor corría el peligro de lanzarla directamente contra Blue Dome.

Macklin seguía teniendo el poder para ordenar que se abriera la puerta frontal y permitir el paso de la caravana, utilizando un código que dejaría sin efecto el sistema de cierre computarizado. Se imaginó a una familia frenética dentro de aquel vehículo, quizá una familia de Idaho Falls, o de alguna de las pequeñas comunidades existentes al pie de la montaña. «Vidas humanas —pensó Macklin—. Vidas humanas esforzándose por evitar la extinción». Miró el teléfono. Marcar en él su número de identificación y pronunciar el código ante el receptor sería suficiente para que la computadora de seguridad abortara el cierre y la puerta se elevara. Si lo hacía así, salvaría las vidas de aquellas personas.

Extendió una mano hacia el teléfono.

Pero entonces, algo se agitó en su interior; algo pesado, oscuro e invisible que se elevó, como surgiendo de lo más profundo de una ciénaga.

«¡Alto! —susurró el soldado en la sombra—. Piensa en la comida. ¡A más bocas, menos comida!».

Macklin vaciló, con los dedos extendidos a pocos centímetros del teléfono.

«¡A más bocas, menos comida! ¡Disciplina y control! ¡Póngase erguido, señor!».

—Tengo que dejarles entrar —se escuchó decir Macklin en voz alta, y los demás hombres presentes en la sala de control lo miraron fijamente.

«¡No me replique, señor! ¡A más bocas, menos comida! Y sabes muy bien lo que le pasa a un hombre cuando tiene hambre, ¿verdad?».

—Sí —susurró Macklin.

—¿Señor? —preguntó el técnico de radar.

—Disciplina y control —replicó Macklin con voz de borracho.

—¿Coronel? —dijo Warner apretándole el hombro con una mano.

Macklin se sobresaltó, como si acabaran de despertarle de una pesadilla. Miró a los demás, y de nuevo al teléfono y luego dejó caer la mano, lentamente. Por un segundo, había vuelto a estar en aquel pozo, en el barro, la mierda y la oscuridad, pero ahora volvía a sentirse bien. Ahora sabía dónde estaba. Claro. El truco consistía en mantener la disciplina y el control. Macklin se libró de la mano del capitán Warner y observó el punto parpadeante en la pantalla de radar del perímetro, entrecerrando los ojos.

—No —dijo—. No. Han llegado demasiado tarde. Es demasiado tarde. La Earth House continuará cerrada.

Y se sintió condenadamente orgulloso de sí mismo por haber tomado una decisión masculina. Había más de trescientas personas en Earth House, sin incluir a los oficiales y técnicos. A más bocas, menos comida. Estaba seguro de haber hecho lo más correcto.

—¿Coronel Macklin? —llamó Lombard con un tono de voz quebrado—. ¡Mire esto!

Inmediatamente, Macklin se situó a su lado, observando la pantalla. Vio un grupo de cuatro puntos parpadeantes que acababan de ser captados por el radar. Pero uno de ellos parecía avanzar más despacio que los demás, hasta que los tres más rápidos se desvanecieron sobre la montaña Blue Dome.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó.

—Ese artefacto está a siete mil metros de altura —contestó Lombard—. Hace unos pocos segundos estaba a siete mil ochocientos. Creo que está cayendo.

—¡No puede estar cayendo! ¡No hay un solo objetivo militar a menos de cien kilómetros a la redonda! —espetó el sargento Becker, adelantándose hacia la pantalla para ver mejor.

—Compruébelo de nuevo —ordenó Macklin a Lombard con la voz más serena con que pudo expresarse.

El brazo del radar siguió girando con una lentitud angustiosa.

—Siete mil doscientos, señor. Es posible que funcione mal. ¡El bastardo está cayendo!

—¡Mierda! ¡Deme un punto de impacto!

Se desplegó un mapa plastificado de la zona que rodeaba la montaña Blue Dome, y Lombard se puso a trabajar en seguida con el compás y el transportador, calculando una y otra vez ángulos y velocidades. Le temblaban las manos, y tuvo que empezar los cálculos más de una vez.

—Va a pasar por encima de Blue Dome, señor —dijo finalmente—, pero no sé qué podrá hacerle la turbulencia allá arriba. He calculado que el impacto se producirá justamente aquí —y colocó el dedo sobre un punto situado aproximadamente a quince kilómetros al oeste de Little Lost River. Luego volvió a comprobar la pantalla—. Ha bajado a seis mil quinientos, señor. Cae como una flecha rota.

El capitán «Teddybear» Warner lanzó un gruñido.

—Ahí tenemos la tecnología de Ivan —dijo—. Está toda jodida.

—No, señor —dijo Lombard girando en su silla—. No es un misil ruso. Es uno de los nuestros.

Se produjo un silencio eléctrico que llenó la sala. El coronel Macklin lo rompió al expeler el aire de sus pulmones.

—Lombard, ¿qué demonios está usted diciendo?

—Es uno de los nuestros —repitió—. Se estaba moviendo hacia el noroeste antes de que perdiera el control. Por el tamaño y la velocidad, supongo que es un Minuteman III, quizá un Mark doce o doce-A.

—Oh… Jesús —susurró Ray Becker, con su rudo rostro del color de la ceniza.

Macklin observó fijamente la pantalla de radar. El parpadeo parecía aumentar de tamaño. Sintió los intestinos como agarrotados por bandas de hierro, y supo lo que sucedería si un Minuteman III Mark 12-A impactaba en cualquier parte a menos de setenta kilómetros de la montaña Blue Dome; el Mark 12-A portaba tres cabezas nucleares de 335 kilotones, una potencia suficiente para allanar setenta y cinco ciudades como Hiroshima. Los Mark 12, que portaban también tres cabezas nucleares, pero de 170 kilotones, serían casi tan devastadores, pero, de repente, Macklin se encontró rezando para que sólo fuera un Mark 12, pues quizá, sólo quizá, la montaña podría resistir esa clase de impacto sin estremecerse y hacerse añicos.

—Cayendo a cinco mil trescientos, coronel.

A poco más de dos mil metros por encima de la montaña Blue Dome. Sintió las miradas de los demás hombres, esperando a ver si él estaba hecho de acero o de arcilla. Ahora, ya nada podía hacer, excepto rezar para que el misil cayera mucho más allá de Little Lost River. Una sonrisa amarga apareció en sus labios. El corazón le latía con fuerza, pero su mente se mantenía firme. «Disciplina y control —pensó—. Esos son los límites que hacen a un hombre».

Earth House había sido construida aquí porque no había cerca ningún objetivo militar, y todos los mapas gubernamentales demostraban que los vientos radiactivos se dirigirían hacia el sur. Ni en la más alocada de sus imágenes se le había ocurrido pensar que Earth House pudiera ser alcanzada por un arma estadounidense. «¡Eso no es justo!», pensó, y exclamó casi con una risita:

—¡Oh, no, no es nada justo!

—Cuatro mil cuatrocientos —dijo Lombard con un acento tenso en la voz.

Hizo rápidamente otro cálculo sobre el mapa, pero no dijo lo que había descubierto, y Macklin no se lo preguntó. Macklin sabía que iban a sufrir una terrible sacudida, y estaba pensando en las grietas de los techos y las paredes de Earth House, aquellas grietas y zonas débiles de las que los hijos de puta de los hermanos Ausley tendrían que haberse ocupado antes de inaugurar esta mazmorra. Pero ahora ya era demasiado tarde. Sí, demasiado tarde. Macklin miró fijamente la pantalla, con los ojos entrecerrados, y confió en que los hermanos Ausley hubieran escuchado el sonido de su piel al achicharrarse, antes de morir.

—Cuatro mil metros, coronel.

Schorr emitió un quejido de pánico y se levantó las rodillas hacia el pecho; se quedó con la vista fija en el aire, como un hombre que estuviera contemplando el tiempo, el lugar y las circunstancias de su propia muerte en una bola de cristal.

—Mierda —dijo Warner con voz suave. Dio una última calada a su cigarrillo y luego lo aplastó sobre un cenicero—. Creo que será mejor que nos pongamos cómodos, ¿no les parece? Los pobres bastardos de allá arriba van a verse arrojados por todas partes como muñecos de trapo.

Se acurrucó en un rincón, abrazándose contra el suelo con manos y pies.

El cabo Prados se quitó los auriculares y se abrazó contra la pared. Tenía gotitas de sudor en las mejillas. Becker permaneció de pie junto a Macklin, que seguía observando el parpadeo que se aproximaba en la pantalla de radar de Lombard, contando los segundos que faltaban para el impacto.

—Tres mil setecientos —dijo Lombard, al mismo tiempo que encogía los hombros—. ¡Ha dejado atrás Blue Dome! ¡Sigue hacia el noroeste! ¡Creo que logrará pasar el río! ¡Adelante, bastardo, continúa!

—Sigue —murmuró Becker.

—Sigue —dijo Prados, y cerró los ojos, apretándolos—. Sigue, sigue.

El parpadeo había desaparecido de la pantalla.

—¡Lo hemos perdido, coronel! ¡Ha caído por debajo del campo de captación del radar!

Macklin asintió con un gesto. Pero el misil seguía cayendo hacia el bosque, a lo largo de Little Lost River, y Macklin seguía contando.

Todos ellos escucharon un zumbido, como un distante y enorme enjambre de avispones.

Luego, un silencio.

—Ha caí… —empezó a decir Macklin.

Y en ese instante la pantalla de radar explotó con un destello de luz, y los hombres que estaban a su alrededor gritaron y levantaron las manos para protegerse los ojos. Macklin quedó momentáneamente cegado por el destello, y supo que el radar situado en lo más alto de Blue Dome acababa de quedar incinerado. Las otras pantallas de radar se iluminaron como soles verdes y quedaron cortocircuitadas al captar el relámpago. El ruido de los avispones llenó la sala, y chispas azuladas empezaron a brotar de los paneles de control, a medida que se incendiaban los cables.

—¡Protéjanse! —gritó Macklin.

Los suelos y paredes de roca se estremecieron y un rompecabezas de grietas surcó el techo. El polvo y los guijarros desprendidos cayeron en la sala, con las piedras más grandes repiqueteando con fuerza sobre los paneles de control. El suelo se abombó violentamente, lo suficiente como para arrojar de rodillas a Macklin y Becker. Las luces parpadearon y se apagaron, pero unos segundos después se encendió el sistema de iluminación de emergencia, y volvió a hacerse la luz, más dura, más brillante, arrojando sombras más profundas que antes.

Hubo un último y débil temblor, y otra lluvia de polvo y piedras, y luego el suelo quedó inmóvil.

Macklin tenía el cabello blanco a causa del polvo, y el rostro arenoso y arañado. Pero el sistema de filtrado de aire palpitaba, absorbiendo el polvo por las rejillas de ventilación.

—¿Están todos bien? —gritó tratando de enfocar la mirada más allá de la borrosa visión verde que aún le quedaba en los ojos. Escuchó el sonido de una tos y el sollozo de alguien, que debía de ser Schorr—. ¿Están todos bien? —preguntó de nuevo.

Obtuvo una respuesta de todos, excepto de Schorr y de uno de los técnicos.

—¡Ha pasado! —exclamó—. ¡Lo hemos conseguido! ¡Estamos bien!

Sabía que habría huesos rotos, contusiones y casos de conmoción entre los civiles que se encontraban en el nivel superior, y que, probablemente, ahora estaban poseídos por el pánico, pero las luces funcionaban, y el sistema de filtración seguía bombeando, y Earth House no se había desmoronado como un castillo de naipes bajo el viento. «¡Ha pasado! ¡Lo hemos conseguido!». Parpadeando aún para poder ver algo a través de la neblina verde extendida sobre sus ojos, se puso en pie haciendo un esfuerzo. Una especie de ladrido breve y hueco que quiso ser una risa, se le escapó por entre los dientes apretados, y luego la risa borboteó desde su garganta y se encontró riendo más y más fuerte porque estaba vivo y su fortaleza aún se hallaba en pie. Sentía la sangre caliente y cantarina, como la había sentido en las humeantes junglas y en las llanuras de los campos de batalla extranjeros; en aquellos campos de fuego, el enemigo tenía el rostro de un diablo, y no se ocultaba tras la máscara de psiquiatras de la Fuerza Aérea, recaudadores de impuestos, ex esposas que se confabulaban o socios que le engañaban en los negocios. Él era el coronel «Jimbo» Macklin, y caminaba como un tigre, delgado y fuerte, llevando a su lado al soldado en la sombra.

Una vez más había logrado vencer a la muerte y el deshonor. Sonrió con una mueca y con los labios blancos de polvo.

Pero entonces se escuchó un sonido como el de una tela rasgada por unas manos crueles. La risa del coronel Macklin se detuvo bruscamente.

Se frotó los ojos, esforzándose por ver a través de la neblina verde y pudo ver al menos de dónde procedía aquel sonido.

La pared que había delante de él se había fracturado en miles de diminutas grietas interconectadas. Pero en la parte superior, allí donde la pared se unía con el techo, una enorme grieta se movía a saltos, zigzagueando, y riachuelos de agua oscura y maloliente descendían por la pared como si fuera la sangre de una herida monstruosa. El sonido de rasgamiento se duplicó y triplicó. Miró a sus pies y distinguió una segunda grieta enorme que zigzagueaba por el suelo. Una tercera grieta serpenteó por la pared opuesta.

Escuchó a Becker gritar algo, pero la voz fue balbuceante y sonó con lentitud, como si se escuchara en medio de una pesadilla. Trozos de roca cayeron desde lo alto, desgarrando el techo, y más corrientes de agua sucia cayeron chapoteando. Macklin percibió el olor nauseabundo del agua de cloaca, y en el momento en que el líquido caía a raudales sobre él se dio cuenta de lo que había ocurrido: en alguna parte de la red de tuberías el sistema de cloacas había reventado —quizá ya había ocurrido hacía semanas, o incluso meses—, y las aguas residuales bombeadas hacia el sistema se habían acumulado no sólo por encima del primer nivel, sino también entre los niveles uno y dos, erosionando aún más la roca inestable y sobretensada que sostenía la madriguera en que se había convertido Earth House.

El suelo se inclinó en un ángulo que hizo perder el equilibrio a Macklin. Las placas de roca se frotaron unas contra otras con el ruido de unas potentes mandíbulas, y cuando las grietas zigzagueantes se conectaron, un torrente de aguas sucias y de rocas se desprendió del techo. Macklin cayó sobre Becker y se golpeó contra el suelo; escuchó el grito de Becker, y al volverse vio a Ray Becker caer por una enorme grieta que se había abierto en el suelo. Los dedos de Becker se agarraron al borde y luego las dos partes de la grieta volvieron a cerrarse, y Macklin observó horrorizado cómo los dedos del hombre explotaban como si fueran salchichas demasiado llenas.

Toda la sala se encontraba barrida por un movimiento violento, como una cámara de feria que se moviera de un lado a otro. Trozos de suelo se colapsaron, dejando cráteres boqueantes llenos de oscuridad. Schorr gritó y avanzó hacia la puerta, saltando sobre un agujero que se abrió a sus pies, y, en el momento en que el hombre salió precipitadamente al pasillo, Macklin se dio cuenta de que las paredes del pasillo también estaban recorridas por una red de fisuras. Enormes trozos de roca caían con estrépito. Schorr desapareció entre la polvareda, dejando atrás únicamente su grito de agonía. El pasillo se estremeció y se retorció, con el suelo elevándose y descendiendo como si las vigas de hierro no fueran más que de goma. Y en medio de todo, a través de las paredes, el suelo y el techo se produjo un continuo golpeteo, como el martillo de un herrero sobre el yunque, junto con el desgarro de la roca y el sonido de las vigas de refuerzo saltando como notas de guitarra desafinada. Por encima de la cacofonía, un coro de gritos surgió y llenó todo el pasillo. Macklin sabía que los civiles del nivel superior estaban siendo zarandeados hasta la muerte. Permaneció sentado y encogido en un rincón, en medio del ruido y el caos, dándose cuenta de que las ondas de choque de aquel misil fuera de control estaban destrozando Earth House.

Las aguas sucias caían a chorro sobre él. Una tormenta de polvo y cascotes se precipitó sobre el pasillo, y con ella vio caer lo que pudo haber sido un destrozado cuerpo humano; los escombros y la rocalla bloquearon la puerta de la sala de control. Alguien —creyó que Warner— lo agarró por el brazo y trató de ponerlo en pie. Escuchó los aullidos de Lombard, como los de un perro herido. «¡Disciplina y control! —pensó—. ¡Disciplina y control!».

Las luces se apagaron. Los conductos de aire exhalaron una boqueada de muerte. Y un instante después el suelo que aún quedaba debajo de Macklin se colapsó. Cayó y escuchó su propio grito. Su hombro chocó contra una roca protuberante, y luego se golpeó contra el fondo, con una fuerza que le cortó la respiración, y dejó de gritar.

Envueltos en la más completa oscuridad, los pasillos y habitaciones de Earth House se iban desmoronando, uno tras otro. Los cuerpos quedaban atrapados y retorcidos entre las pinzas de las rocas cortantes. Grandes fragmentos de roca se desprendían de arriba, hundiendo el ya debilitado suelo. Las aguas sucias llegaban ya a la altura de la rodilla en aquellas partes de Earth House que aún se mantenían en pie, y en la oscuridad la gente se empujaba desesperada, en una lucha a muerte por encontrar una salida. Los gritos, los sollozos y las invocaciones a Dios se mezclaban en un pandemónium infernal y, mientras tanto, las ondas de choque continuaban conmocionando la montaña Blue Dome, que se desmoronaba sobre sí misma, destruyendo la fortaleza inexpugnable excavada en sus entrañas.