Chicos en el subterráneo
10.46 Hora Diurna Central
En la Interestatal 70
Condado de Ellsworth, Kansas
A treinta y seis kilómetros al oeste de Salina, el viejo y destartalado Pontiac de Josh Hutchins emitió un silbido como un anciano con los pulmones llenos de flemas. Josh observó la aguja de la temperatura dispararse hacia la línea roja. A pesar de que llevaba bajadas todas las ventanillas, el interior del coche daba la impresión de ser un baño de vapor, y tanto la camiseta de algodón blanca como los pantalones azul oscuros se le pegaban al cuerpo a causa del sudor. «¡Oh, Señor! —pensó viendo subir la aguja de la temperatura—. ¡Esto está a punto de explotar!».
Había una salida a la derecha, y en ella se veía un cartel estropeado por el tiempo que decía: «¡PawPaw’s! ¡Gasolina! ¡Refrescos! ¡Un kilómetro!». El cartel mostraba un exagerado dibujo de un vejestorio sentado sobre una mula y fumando una pipa de mazorca de maíz.
«Espero poder hacer otro kilómetro más», pensó Josh dirigiendo el Pontiac hacia la rampa de salida. El coche siguió estremeciéndose y la aguja estaba ya en el punto rojo, pero el radiador no había explotado todavía. Josh condujo hacia el norte, siguiendo los letreros de PawPaw’s, y ante él, extendiéndose hacia el horizonte, había inmensos campos de maíz que alcanzaban la altura de un hombre y que se marchitaban bajo el terrible sol de julio. La carretera comarcal los atravesaba en línea recta, y no había un soplo de brisa que moviera los altos tallos, que se erguían a ambos lados de la carretera, como murallas impenetrables y poderosas que, por lo que Josh sabía, habrían podido continuar así durante cientos de kilómetros, tanto hacia el este como hacia el oeste.
El Pontiac volvió a emitir un silbido y se sacudió. «Vamos —le urgió Josh, con el sudor cayéndole por el rostro—. Vamos, no me dejes tirado ahora». No le gustaba nada la idea de tener que caminar un kilómetro con una temperatura de treinta y cinco grados; lo encontrarían fundido sobre el asfalto, como si fuera una mancha de tinta. La aguja continuaba subiendo, y en el panel de instrumentos había otras luces rojas que parpadeaban.
De repente, se escuchó un crujido que le hizo pensar en los Krispies de arroz que tanto le gustaban de niño. Y luego, en el instante siguiente, el parabrisas quedó cubierto con una masa marrón y serpenteante de «cosas».
Antes de que Josh pudiera emitir un suspiro de sorpresa, una nube marrón se introdujo por las ventanillas abiertas de la parte derecha del Pontiac, y se encontró cubierto por «cosas» que reptaban, aleteaban y castañeteaban, que se le metieron por el cuello de la camiseta, en la boca en la nariz y los ojos. Las escupió de la boca, se las apartó de los ojos a manotazos con una mano, mientras que con la otra seguía sujetando con fuerza el volante. Era el sonido más desagradable que hubiera escuchado jamás, una especie de zumbido ensordecedor de alas que se movían sin cesar. En cuanto se aclaró los ojos y pudo ver, se dio cuenta de que el parabrisas y el interior del coche estaban cubiertos por miles de langostas, que le cubrían casi por completo, y volaban a través del coche, saliendo por las ventanillas del lado izquierdo. Puso en marcha el limpiaparabrisas, pero el peso de la enorme masa de langostas impidió que se deslizara sobre el cristal.
Durante los pocos segundos siguientes, empezaron a apartarse del parabrisas. Primero fueron cinco o seis a la vez y luego, de repente, toda la masa, en un tornado amarronado y giratorio. El limpiaparabrisas se puso entonces en movimiento, aplastando a algunas de las más lentas. Y entonces empezó a surgir vapor de debajo del capó y el Pontiac Bonneville dio un brusco salto hacia adelante. Josh miró la aguja de la temperatura; había una langosta adherida al cristal, pero la aguja ya había llegado al tope del rojo.
«Desde luego, hoy va a ser mi día», pensó de mal humor, apartándose las restantes langostas de los brazos y las piernas. Echaron a volar, en pos de la enorme nube que se movía sobre el maíz quemado por el sol, en dirección noroeste. Uno de aquellos bichos voló directamente contra su cara, y sus alas produjeron un sonido como si acabara de quedar aplastada contra el cristal de una ventana. En el coche sólo quedaban unas veinte, que se arrastraban perezosamente por el salpicadero y el asiento contiguo al del conductor.
Josh se concentró en el camino a seguir, rogando para que el motor le permitiera avanzar unos pocos metros más. A través de la nube de vapor vio una pequeña estructura, de techo plano, hecha a base de ladrillos de ceniza, que se elevaba un poco hacia la derecha. Delante había surtidores de gasolina, debajo de un toldo verde. Sobre el techo del edificio se levantaba un viejo carromato Conestoga en cuya parte lateral se había pintado con grandes letras rojas: «PAWPAW’S».
Emitió un suspiro de alivio y giró para tomar por el camino de gravilla, pero antes de que pudiera llegar a los surtidores de gasolina y a una manguera de agua, el Pontiac tosió, vaciló y petardeó, todo al mismo tiempo. El motor hizo un ruido como el de un cubo vacío al que se le pega una patada. Lo único que quedó después fue el fuerte siseo del vapor.
«Bueno —pensó Josh—, eso ha sido todo».
Empapado en sudor, bajó del coche y contempló el penacho de humo que se elevaba. Cuando se dispuso a abrir el capó, el metal le quemó la mano como si le hubiera mordido. Retrocedió, y mientras el sol le castigaba desde un cielo casi blanco a causa de la calina, Josh pensó que su vida había alcanzado su punto más bajo.
Una puerta mosquitera se cerró de golpe.
—¿Tiene algún problema? —preguntó una voz seca.
Josh levantó la mirada. Desde el edificio de ladrillos de ceniza se le acercaba un viejo pequeño y encorvado, que llevaba un ancho sombrero manchado de sudor, mono y botas vaqueras.
—Seguro que sí —contestó Josh.
El pequeño hombre, que quizá sólo medía uno cincuenta y cinco de estatura, se detuvo. El enorme sombrero, completado con una banda de piel de serpiente que lo rodeaba y una pluma de águila que sobresalía de él, casi le tragaba la cabeza por completo. Tenía el rostro tan curtido como la arcilla puesta al sol, y sus ojos morenos parecían dos puntos brillantes.
—¡Eeeeh! —exclamó—. Usted sí que es un tipo grande. Señor, no había visto a nadie tan corpulento como usted desde que pasó por aquí el circo. —Sonrió con una mueca, poniendo al descubierto unos pequeños dientes manchados de nicotina—. ¿Cómo está el tiempo por ahí arriba?
La sudada frustración de Josh se convirtió en una risotada. Luego sonrió ampliamente.
—Lo mismo que por ahí abajo —contestó—. Bastante calor.
El hombrecillo sacudió la cabeza, con expresión admirativa y caminó en círculo alrededor del Bonneville. Él también intentó levantar el capó, pero el calor le obligó a apartar los dedos.
—Ha reventado el manguito —decidió—. Sí, es el manguito. He visto muchos así últimamente.
—¿Tiene usted repuestos?
El hombre se rascó la nuca para levantar la mirada. Evidentemente, seguía sintiéndose impresionado por la altura de Josh.
—Ninguno —dijo—. Ni uno solo. Pero le puedo conseguir uno. Lo pediré a Salina y estará aquí dentro de… Oh, dos o tres horas.
—¿Dos o tres horas? ¡Pero si Salina sólo está a cuarenta y cinco kilómetros de aquí!
—Hace mucho calor —dijo el hombre encogiéndose de hombros—. A los chicos de la ciudad no les gusta. Están demasiado acostumbrados al aire acondicionado. Sí, con dos o tres horas será suficiente.
—¡Maldita sea! ¡Yo voy de camino a Garden City!
—Largo camino —comentó el hombre—. Bueno, será mejor que lo dejemos enfriar un poco. Tengo refrescos, si quiere tomar uno.
Le indicó con gestos que le siguiera y echó a andar hacia el edificio.
Josh esperaba ver una barahúnda de latas de aceite, baterías viejas y una pared llena de tapacubos, pero al entrar le sorprendió encontrar una típica tienda local de comestibles, de aspecto limpio y ordenado. Junto a la puerta se había colocado una alfombra basta, y detrás del mostrador y de la caja registradora había una pequeña alcoba donde el hombre había estado sentado en su mecedora, viendo la televisión en un Sony portátil. Ahora, sin embargo, la pantalla del televisor sólo mostraba estática.
—El aparato dejó de emitir en el momento en que llegó usted —explicó el hombre—. Estaba viendo ese programa sobre el hospital y los tipos que trabajan en él, que siempre andan metidos en problemas. Santo Dios, por estos andurriales les habrían metido en la cárcel por algunos de sus embustes. —Se echó a reír y se quitó el sombrero. El cuero cabelludo era pálido y tenía cabellos blancos y cortos que se elevaban en punta, humedecidos por el sudor—. Los demás canales también han dejado de emitir, así que supongo que tendremos que dedicarnos a hablar, ¿no le parece?
—Supongo que sí —asintió Josh, permaneciendo de pie frente a un ventilador situado sobre el mostrador, permitiendo que el delicioso aire frío le separara la húmeda camiseta de la piel.
El hombre abrió un frigorífico y sacó dos latas de Coca-Cola entregándole una a Josh, que abrió la tapa y bebió con avidez.
—Eso es gratis —dijo el hombre—. Tiene usted el aspecto de haber pasado una mañana muy mala. Me llamo PawPaw Briggs… Bueno, PawPaw no es mi verdadero nombre, pero así es como me llaman mis chicos. Y eso es lo que dice el cartel.
—Josh Hutchins. —Se estrecharon la mano y el hombrecillo volvió a sonreír y aparentó un gesto de dolor bajo la presión del apretón de manos de Josh—. ¿Trabajan sus chicos aquí, con usted?
—Oh, no —contestó PawPaw con una risita sofocada—. Ellos se han montado su propio negocio, a unos seis o siete kilómetros carretera arriba.
Josh se sintió agradecido de poder estar a cubierto del ardiente sol. Deambuló por la tienda, pasándose la fría lata por el rostro y sintiendo como se le tensaba la piel. De pronto, se dio cuenta de que, pese a ser una tienda local perdida en medio de un campo de maíz, las estanterías de PawPaw contenían una extraña variedad de artículos: hogazas de pan, pan de arroz, pan de uvas y bollos de canela; latas de judías verdes, remolacha, naranjas, melocotones, piñas y toda clase de frutas; unas treinta clases diferentes de sopas enlatadas; latas de carne de ternera, picadillo de carne, y filetes; toda una serie de utensilios diversos, incluyendo cuchillos de mondar, ralladores de queso, abrelatas, linternas y baterías; y una estantería llena de zumos enlatados, ponche hawaiano, zumos de uva Welch y agua mineral en botellas de plástico. En una barra situada en la pared había toallas, picos y palas, tijeras podaderas y una manguera. Cerca de la caja registradora había un puesto de revistas, con ejemplares de publicaciones como Flying, American Pilot, Time, Newsweek, Playboy y Penthouse. «¡Este lugar es el supermercado de las tiendas rurales!», pensó Josh.
—¿Vive mucha gente por los alrededores? —preguntó.
—Alguna —contestó PawPaw golpeando el televisor con el puño, pero la estática permaneció—; aunque no mucha.
Josh sintió que algo se le arrastraba por debajo del cuello de la camiseta. Se metió la mano y sacó una langosta.
—Esos bichos son un infierno, ¿verdad? —preguntó PawPaw—. Se meten en todas partes, vaya que sí. Durante los dos o tres últimos días han estado saliendo de los campos a millares. Es algo muy extraño.
—Sí —asintió Josh.
Sostuvo el insecto entre los dedos y se dirigió a la puerta mosquitera. La abrió y arrojó la langosta, que aleteó durante unos segundos por encima de su cabeza, produciendo un suave sonido chirriante y luego echó a volar hacia el noroeste.
De pronto, un Camaro rojo apareció en el camino, rodeó el Bonneville estropeado de Josh y se detuvo ante los surtidores de gasolina.
—Más clientes —anunció Josh.
—Bueno, bueno, hoy parece que tenemos toda una convención, ¿no le parece? —dijo el hombre, que salió de detrás del mostrador y se detuvo junto a Josh, ante la puerta, llegándole apenas a la altura del esternón.
Las puertas del Camaro se abrieron y del vehículo bajaron una mujer y una niña de cabello rubio.
—¡Eh! —gritó la mujer hacia la puerta mosquitera. Iba embutida en un top rojo y en unos vaqueros muy ajustados que no parecían cómodos—. ¿Tienen aquí gasolina sin plomo?
—¡Pues claro que sí!
PawPaw salió al exterior para bombearle la gasolina. Josh terminó su Coca-Cola, aplastó la lata y la arrojó a una papelera. Al volver a mirar por la puerta mosquitera vio que la niña, que llevaba un vestido azul un tanto desvaído, estaba de pie bajo un sol de justicia, observando el avance de la nube de langostas. La mujer, con su cabello rubio pobremente teñido, enmarañado y húmedo por el sudor, tomó a la niña de la mano y la condujo hacia el interior de la tienda de PawPaw. Josh se apartó a un lado en cuanto llegaron ante la puerta, y la mujer, que tenía el ojo derecho ennegrecido, le dirigió a Josh una mirada de desconfianza, y luego se detuvo ante el ventilador para refrescarse un poco.
La niña se quedó observando a Josh como si estuviera mirando hacia las ramas más altas de una secoya. A Josh le pareció una muchachita muy bonita; sus ojos tenían una delicada y luminosa sombra de azul. El color le hizo pensar a Josh en el que tenía el cielo de verano cuando él mismo era un niño, con todas las mañanas del futuro ante él y sin ningún lugar adónde ir con ninguna prisa en particular. El rostro de la pequeña tenía forma de corazón y era de aspecto frágil; su complexión era casi translúcida.
—¿Es usted un gigante? —preguntó la niña.
—¡Calla, Swan! —dijo Darleen Prescott—. ¡No hablamos con extraños!
Pero la niña siguió mirando al hombretón, a la espera de una respuesta. Josh le sonrió.
—Supongo que lo soy.
—¡Compórtate, Wanda! —exclamó Darleen tomando a Swan por el hombro y apartándola de Josh.
—Hace un día muy caluroso —dijo Josh—. ¿Hacia dónde se dirigen ustedes?
Darleen permaneció en silencio durante un momento, dejando que el aire frío jugueteara sobre su rostro.
—A cualquier parte menos aquí —contestó finalmente, con los ojos cerrados y la cabeza ligeramente levantada para que el aire le diera en el cuello.
PawPaw regresó, limpiándose el sudor de la frente con un pañuelo demasiado usado.
—Ya tiene el depósito lleno, señora. Son quince dólares con setenta y cinco centavos, por favor.
Darleen se metió la mano en el bolsillo para buscar el dinero, y Swan le dio un tirón del brazo.
—¡Tengo que ir ahora mismo! —susurró la pequeña. Darleen dejó sobre el mostrador un billete de veinte dólares.
—¿Tiene usted lavabo de señoras?
—Nada de eso —contestó el hombre. Luego bajó la mirada hacia Swan, quien evidentemente se sentía incómoda, y se encogió de hombros—. Bueno, puede utilizar mi propio cuarto de baño. Espere un momento. —Se agachó y retiró la alfombra que había frente al mostrador. Debajo había una trampilla. PawPaw apartó un cerrojo y levantó la trampilla. Un aroma de tierra rica y oscura surgió del cuadrado abierto, desde donde un tramo de escalones de madera descendía hacia el sótano. PawPaw bajó unos pocos escalones, encendió una bombilla que colgaba del techo y luego volvió a subir—. El cuarto de baño está detrás de la pequeña puerta que hay a la derecha —le dijo a Swan—. Adelante.
La niña miró a su madre, quien se encogió de hombros y con una seña le dio permiso para que bajara. Swan pasó por la trampilla. El sótano tenía paredes de tierra dura, y gruesas vigas de madera cruzaban el techo. El suelo estaba formado por una capa de hormigón, y la habitación —que tenía unos siete metros de longitud, por tres de anchura y unos dos y medio de altura— contenía un camastro, un tocadiscos y una radio, una estantería con manoseados discos de Louis l’Amour y Brett Halliday, y un póster de Dolly Parton en una pared. Swan encontró la puerta y entró en un diminuto cubículo donde había un lavabo, un espejo y una taza de váter.
—¿Vive usted ahí abajo? —le preguntó Josh al viejo, mirando por la trampilla abierta.
—Claro que sí. Antes vivía en una granja que hay a unos tres kilómetros al este, pero la vendí después de la muerte de mi esposa. Mis chicos me ayudaron a excavar el sótano. No es mucho, pero es mi hogar.
—¡Agh! —exclamó Darleen arrugando la nariz—. Huele como si fuera una tumba.
—¿Por qué no vive con sus hijos? —preguntó Josh.
PawPaw le observó con curiosidad y la frente arrugada.
—¿Hijos? Yo no tengo hijos.
—Creí haberle oído decir que sus chicos le ayudaron a excavar el sótano.
—Sí, mis chicos lo hicieron. Los chicos del subsuelo. Me dijeron que me harían un bonito lugar donde vivir. Vienen por aquí de vez en cuando, porque esta es la tienda más cercana.
Josh no pudo encontrarle ningún sentido a lo que le estaba diciendo el viejo. Lo intentó de nuevo:
—¿De dónde vienen?
—Del subsuelo —contestó PawPaw.
Josh sacudió la cabeza. Evidentemente, el viejo estaba chiflado.
—Escuche, ¿podría echarle ahora un vistazo a mi radiador?
—Desde luego que sí. Espere un momento y veremos qué le ocurre.
PawPaw pasó detrás del mostrador, marcó el precio de la gasolina de Darleen en la caja registradora y le entregó el cambio de los veinte dólares. Swan empezó a subir los escalones del sótano. Josh se preparó para soportar el sofocante calor y salió al exterior, dirigiéndose hacia el Bonneville, que todavía arrojaba vapor.
Casi había llegado junto al coche cuando sintió que la tierra retemblaba bajo sus pies. Se detuvo de pronto. «¿Qué ha sido eso? —se preguntó—. ¿Un terremoto? ¡Sólo me faltaba eso para completar el día!».
El sol era brutal. La nube de langostas había desaparecido. Al otro lado de la carretera, el campo de maíz permanecía tan quieto como si fuera una pintura. Los únicos sonidos eran el silbido del vapor y el permanente tic…, tic…, tic…, del caliente motor del Pontiac.
Entrecerrando los ojos para protegerse de la fuerte luminosidad, Josh levantó la mirada hacia el cielo, que estaba blanco y no parecía tener ninguna característica, como si fuera un espejo empañado. El corazón empezó a latirle con más fuerza. La puerta mosquitera se cerró de golpe tras él y casi pegó un salto del susto. Darleen y Swan habían salido y se dirigían hacia el Camaro. De pronto, Swan se detuvo, pero Darleen siguió caminando unos pasos más antes de darse cuenta de que la niña no la había seguido.
—¡Vamos! ¡Volvamos a la carretera, cariño!
Swan dirigía la mirada hacia el cielo. «Está tan tranquilo —pensó—. Tan tranquilo». El pesado aire casi la presionó y la obligó a ponerse de rodillas. Tenía problemas incluso para respirar. Durante todo el día había observado enormes bandadas de pájaros en vuelo, caballos que se movían nerviosos en sus pastos, y perros que le ladraban al cielo. Tenía la sensación de que algo estaba a punto de suceder, algo horrible. Era lo mismo que había experimentado la noche anterior, cuando vio las luciérnagas. Pero la sensación se había ido haciendo más fuerte a medida que transcurría la mañana, desde que abandonaron el motel situado en las afueras de Wichita, y ahora le puso la carne de gallina en los brazos y las piernas. Percibió peligro en el aire, peligro en la tierra, peligro en todas partes.
—¡Swan! —restalló la voz de Darleen, irritada y nerviosa—. ¡Vamos, ahora mismo!
La niña miró hacia los amarronados campos de maíz que se extendían hacia el horizonte. «Sí —pensó—. Y también hay peligro ahí. Especialmente ahí».
La sangre parecía latirle en las venas y una urgencia de ponerse a gritar casi se apoderó de ella.
—Peligro —susurró—. Peligro… en el maíz.
El suelo volvió a estremecerse bajo los pies de Josh, y creyó haber escuchado un gruñido profundo, como el de la maquinaria pesada al ponerse en movimiento.
—¡Swan! —volvió a gritar Darleen—. ¡Ven en seguida!
«¡Pero qué diablos…!», empezó a pensar Josh.
Y entonces surgió un ruido penetrante y quejumbroso que se hizo más y más fuerte, y Josh se llevó las manos a las orejas y se preguntó si acaso iba a vivir lo suficiente para que le pagaran su cheque.
—¡Dios todopoderoso! —gritó PawPaw, de pie ante la puerta.
Una columna de polvo se elevó de pronto a unos ciento cincuenta metros de distancia, hacia el noroeste, en medio del campo de maíz, y cientos de panochas de maíz estallaron envueltas en fuego. Una lanza de fuego surgió, produjo un sonido como el del bacón chisporroteando en la sartén, y se lanzó hacia arriba a varios centenares de metros; luego se arqueó espectacularmente hacia el noroeste y se desvaneció en la calima. Otra lanza ardiente brotó de la tierra a poco más de medio kilómetro de distancia, y esta también siguió el camino de la primera. Más lejos, otras dos lenguas de fuego se elevaron al cielo y desaparecieron de la vista en cuestión de segundos; luego, las lanzas ardientes empezaron a surgir de todas partes, entre el vasto campo de maíz, la más cercana a apenas unos cien metros de distancia, mientras que los ardientes puntos más distantes aparecían a siete u ocho kilómetros, entre los campos. Géiseres de tierra explotaron a medida que aquellas lanzas ardientes se elevaban con una rapidez increíble, con sus colas llameantes dejando impresiones azuladas en la retina de Josh. Todo el campo de maíz había estallado en fuego y el viento caliente de las lanzas ardientes agitaba las llamas hacia el edificio de PawPaw.
Oleadas de calor nauseabundo envolvieron a Josh, Darleen y Swan. La mujer seguía gritándole a Swan que acudiera al coche. La niña observaba con reverencia horrorizada las docenas de lanzas ardientes que seguían estallando en medio del campo de maíz. La tierra se estremeció en oleadas bajo los pies de Josh. Haciendo un esfuerzo por recuperar los sentidos, se dio cuenta de que aquellas lanzas ardientes eran misiles, que surgían rugiendo de entre los silos ocultos en los campos de maíz de Kansas, en medio de ninguna parte.
«Los chicos del subsuelo», pensó Josh, y no tardó en comprender a quiénes se había referido PawPaw Briggs.
La vivienda de PawPaw se encontraba al borde de una base camuflada de misiles, y los «chicos del subsuelo» eran los técnicos de la Fuerza Aérea que ahora estaban sentados en sus casamatas subterráneas, dedicados a apretar botones.
—¡Dios todopoderoso! —gritó PawPaw, con la voz perdida entre el rugido—. ¡Mirad cómo vuelan!
Los misiles seguían surgiendo de entre los campos de maíz, cada uno de ellos siguiendo a los otros hacia el noroeste, y desvaneciéndose en el aire estremecido. «La Unión Soviética —pensó Josh—. Oh, Dios santo…, ¡se dirigen a la Unión Soviética!».
Recordó de pronto todas las noticias que había escuchado y las historias que había leído durante los últimos meses, y en ese terrible instante se dio cuenta de que acababa de empezar la tercera guerra mundial.
El aire abrasador que giraba en torbellinos estaba lleno de panochas de maíz incendiadas, que caían como una lluvia sobre la carretera y el tejado de la vivienda de PawPaw. El toldo verde echaba humo, y el toldo de la carreta Conestoga ya se había incendiado. Una tormenta de maíz en llamas avanzaba a través de los campos destrozados, y cuando las ondas de choque colisionaron, impulsadas por vientos de ochenta kilómetros por hora, las llamas emergieron en una muralla sólida y móvil de fuego de casi diez metros de altura.
—¡Ven aquí! —gritó Darleen tomando a Swan en sus brazos.
Los ojos azules de la niña estaban muy abiertos, y miraban fijamente, como hipnotizados por el espectáculo de fuego. Darleen empezó a correr hacia su coche, llevando a Swan en los brazos, y en el momento en que una onda de choque la hizo caer al suelo, los primeros zarcillos rojos empezaron a extenderse hacia los surtidores de gasolina.
Josh se dio cuenta de que el fuego estaba a punto de traspasar la carretera. Los surtidores iban a estallar. Y entonces se sintió como si hubiera regresado al campo de fútbol, ante una rugiente multitud dominguera, y echó a correr hacia la mujer y la niña como si fuera un tanque humano en el momento en que las manecillas del reloj del estadio estaban a punto de dar por concluido el partido. Una onda de choque le alcanzó, haciéndole perder el equilibrio, mientras las ardientes mazorcas de maíz caían sobre él, pero en ese momento logró agarrar a la mujer, pasándole un fornido brazo por la cintura. Ella sostenía con fuerza a la niña, cuyo rostro se había quedado petrificado de terror.
—¡Suélteme! —gritó Darleen.
Pero Josh dio media vuelta y echó a correr con toda rapidez hacia la puerta mosquitera, donde PawPaw aún permanecía observando el vuelo de las lanzas ardientes, con la boca abierta de asombro.
Josh ya casi había llegado junto a él cuando se produjo un relámpago incandescente como el de una enorme bombilla de cientos de millones de vatios de potencia. En ese instante, Josh estaba de espaldas al campo de maíz, pero pudo ver su sombra proyectada sobre PawPaw Briggs, y en el espacio de un milisegundo vio las órbitas de los ojos de PawPaw estallar en una llamarada azulada. El anciano gritó, se llevó las manos a la cara y cayó hacia atrás, contra la puerta, arrancándola de sus goznes.
—¡Oh, Dios, oh, Jesús, oh, Dios! —balbuceaba Darleen.
La niña permaneció en silencio.
La luz aún se hizo más intensa, y Josh sintió una oleada de calor sobre su espalda, suave al principio, como el sol durante un bonito día de verano. Pero luego el calor aumentó hasta el nivel de una estufa, y antes de que pudiera alcanzar la puerta escuchó el sonido de la piel de su espalda y sus hombros al chisporrotear. La luz era tan intensa que ni siquiera podía ver adónde se dirigía, y el rostro se le hinchaba ahora con tanta rapidez que temió que fuera a explotar como un globo. Se tambaleó hacia adelante, tropezó con algo, el cuerpo de PawPaw, encogido de agonía ante la puerta. Josh olió a cabello quemado y carne chamuscada, y pensó alocadamente: «¡Soy un hijo de puta a la parrilla!».
Aún pudo ver algo a través de las rendijas de sus ojos hinchados; el mundo se había transformado en algo horripilante de color azul blanquecino, el color de los fantasmas. Delante de él estaba la trampilla abierta. Con la mano libre, Josh tanteó el suelo, agarró el brazo del anciano y lo arrastró, junto con la mujer y la niña, hacia el cuadrado abierto. Una fuerte explosión envió trozos de metal contra la pared exterior. Josh se dio cuenta de que debían de ser los surtidores, que habían explotado, y un fragmento de metal ardiente pasó volando a la derecha de su cabeza. Sangraba por todas partes, pero no tenía tiempo para pensar en nada, excepto en llegar como fuera al sótano, porque tras él escuchó una salvaje cacofonía de vientos, como una sinfonía de ángeles caídos, y no se atrevió a mirar para ver lo que estaba surgiendo de aquel campo de maíz. Todo el edificio se estremecía, y las latas y botellas saltaban de las estanterías. Josh arrojó a PawPaw Briggs por los escalones como si fuera un saco de grano, y luego empezó a bajar él mismo, desgarrándose el trasero en la madera, pero sin soltar ni a la mujer ni a la niña. Rodaron sobre el suelo, con la mujer gritando con voz entrecortada y estrangulada. Josh volvió a subir a gatas los escalones, para cerrar la trampilla.
Y entonces miró por la puerta abierta y vio lo que se les venía encima. Un tornado de fuego.
Llenaba todo el cielo, y enviaba por delante puntiagudas lanzas rojas y azules, arrastrando consigo toneladas de tierra ennegrecida absorbida de los campos. En ese instante, supo que el tornado de fuego avanzaba sobre la tienda de PawPaw, trayendo consigo la mitad de la tierra de los campos, y que se echaría sobre ellos en cuestión de segundos.
Y, sencillamente, todos ellos morirían o se salvarían.
Josh levantó una mano, agarró la trampilla y la bajó, encajándola. Luego, se dejó caer escalones abajo. Aterrizó de costado sobre el suelo de hormigón.
«¡Vamos! —pensó con los dientes apretados y las manos cubriéndose la cabeza—. ¡Vamos, maldita sea!».
El sótano se llenó con el ruido ensordecedor del tornado, el crujido del fuego y el aullido de la tormenta de viento, arrebatando de la mente de Josh Hutchins todo lo que no fuera un terror frío y abrumador.
De pronto, el suelo de hormigón del sótano se estremeció, luego se elevó casi un metro y finalmente se hizo añicos como si se tratara de un plato caído al suelo. Se derrumbó con una fuerza brutal. El dolor latió en los tímpanos de Josh. Abrió la boca y supo que estaba gritando, pero no pudo escuchar su grito.
Y luego el techo del sótano se hundió, las vigas se partieron como huesos retorcidos entre ávidas manos. Josh recibió un golpe en la cabeza; tuvo la sensación de ser elevado y de girar, como arrastrado por un avión en barrena, al mismo tiempo que las narices parecían llenársele de un algodón espeso y húmedo, y todo lo que deseó fue salir de aquel condenado ring de lucha libre y regresar a su casa.
Luego, ya no supo nada más.