8

La bienvenida

8.31 Hora Diurna de las Montañas
Montaña Blue Dome, Idaho

El continuo zumbido del teléfono sobre la mesilla de noche, junto a su cama, despertó al hombre de un sueño sin sueños. «Lárgate —pensó—. Déjame tranquilo». Pero el zumbido continuó y finalmente se volvió, encendió la lámpara y, parpadeando por la luz, tomó el auricular.

—Macklin —dijo con voz indistinta y somnolienta.

—Eh… ¿Coronel? ¿Señor? —era el sargento Schorr—. Tengo a algunas personas en el cursillo de orientación. Le están esperando, señor.

El coronel James «Jimbo» Macklin miró la ventanilla verde del despertador que había junto al teléfono y se dio cuenta de que ya llevaba media hora de retraso para acudir a la sesión de orientación y bienvenida. «¡Maldita sea! —pensó—. ¡Había puesto el despertador a las seis y media!».

—Está bien, sargento. Entreténgalos durante otros quince minutos.

Colgó el teléfono y luego comprobó la parte posterior del despertador; observó que la pequeña clavija seguía apretada hacia abajo. O bien no había puesto el despertador, o lo había apagado en sueños. Se sentó en el borde de la cama, intentando encontrar la energía para levantarse, pero sentía el cuerpo flojo y abotargado; hace algunos años nunca había necesitado despertador para levantarse, pensó con una mueca. El sonido de un solo paso sobre la hierba húmeda habría sido suficiente para despertarlo, y en cuestión de segundos habría estado tan alerta como un lobo.

«El tiempo pasa —pensó—. Hace tiempo que eso ocurrió».

Se incorporó haciendo un esfuerzo de voluntad. También tuvo que hacerlo para cruzar el dormitorio, cuyas paredes estaban decoradas con fotografías de Phantom y Thunderchief en pleno vuelo, y se metió en el pequeño cuarto de baño. Encendió la luz y dejó correr el agua del lavabo, que salió con el color del metal oxidado. Se lavó la cara con el agua, se secó con una toalla y se quedó mirando fijamente, con ojos legañosos, al extraño que se reflejaba en el espejo.

Macklin medía un metro ochenta y ocho de altura y hasta hacía unos cinco o seis años su cuerpo había sido duro y enjuto, con las costillas cubiertas de músculo, los hombros fuertes y rectos, y el pecho erguido y tan recio como una armadura de acero. Ahora, las definiciones de su cuerpo incluían la carne floja, aunque su vientre seguía resistiendo las cincuenta flexiones de tronco que hacía cada mañana… cuando tenía tiempo. Detectó una ligera inclinación en los hombros, como si fuese inclinado por un peso invisible, y el pelo que le cubría el pecho aparecía salpicado de gris. Sus bíceps, que en otro tiempo habían sido duros como la roca, se habían deteriorado ahora y estaban flojos. En cierta ocasión le había roto el cuello a un soldado libio con el pliegue de su brazo; ahora no se sentía ni con fuerzas para romper una nuez con un martillo.

Enchufó la maquinilla de afeitar eléctrica y se la pasó por las mejillas. Llevaba el pelo moreno oscuro cortado al cepillo, y mostraba zonas grisáceas en las sienes; por debajo de una extensión cuadrada de frente tenía unos ojos de un frío azul, hundidos en profundos huecos producidos por la fatiga, como si fueran trozos de hielo flotando en agua embarrada. Mientras se afeitaba, Macklin pensó que su rostro había terminado por parecerse a uno de los cientos de mapas de campos de batalla en los que había estado hacía ya tanto tiempo: el sobresaliente risco de su mentón conducía al escabroso barranco de su boca, elevándose sobre la altiplanicie de unos pómulos agudos y la escarpada cresta de la nariz, para volver a bajar hacia las marismas de sus ojos y, desde allí, dar un salto para introducirse en los profundos bosques morenos de sus espesas cejas. También estaban allí todas las marcas del terreno: los cráteres dejados por los graves accesos de acné que había padecido durante la adolescencia, la pequeña trinchera de una cicatriz que le zigzagueaba por la ceja izquierda, recuerdo de las esquirlas de una bala en Angola. A través del hombro izquierdo le cruzaba otra cicatriz, más larga y profunda, esculpida por un cuchillo en Irak, y el recuerdo de una bala del Vietcong le arrugaba la piel sobre el costado derecho de su caja torácica. Macklin tenía cuarenta y cuatro años, pero a veces, al despertarse, se sentía como si ya tuviera setenta, con ramalazos de dolor que le cruzaban los brazos y las piernas a consecuencia de los huesos que se había roto en las batallas libradas en playas distantes.

Terminó de afeitarse y apartó la cortina de la ducha para dejar correr el agua. Se detuvo entonces, porque el suelo de la pequeña ducha estaba cubierto de azulejos y cascotes caídos del techo. El agua goteaba por una serie de agujeros allí donde el techo se había desprendido. Mientras contemplaba el agua que se filtraba, dándose cuenta de que se le hacía tarde y de que no podría ducharse, la cólera se encendió repentinamente en su interior como el hierro en un horno de fundición; lanzó el puño contra la pared una vez, y luego otra; la segunda vez, la fuerza del golpe dejó una red de diminutas grietas.

Se inclinó sobre el lavabo para dejar que pasara el acceso de cólera, como solía sucederle. «Mantente firme —se dijo a sí mismo—. Disciplina y control. Disciplina y control». Repitió varias veces más las mismas palabras, como si se tratara de un mantra, luego respiró profundamente y se irguió. «Ya va siendo hora de marcharme —pensó—. Me están esperando». Se pasó la barra de desodorante por las axilas, y luego se dirigió al armario del dormitorio y eligió su uniforme.

Escogió un par de pantalones azul oscuro perfectamente planchados, una camisa azul claro y su chaqueta ligera de popelín beige, con parches de cuero en los codos y su nombre bordado sobre el bolsillo de la pechera. Extendió la mano hacia el estante superior, donde guardaba un estuche que contenía su Ingram y algunas municiones, y tomó cariñosamente la gorra de coronel de la Fuerza Aérea; limpió una imaginaria mota de polvo de la visera y se puso la gorra sobre la cabeza. Luego comprobó su aspecto en el espejo que cubría toda la parte interior de la puerta del armario: botones brillantes, comprobado; la raya de los pantalones, comprobado; zapatos relucientes, comprobado. Se enderezó el cuello de la camisa y estuvo preparado para salir.

Su coche eléctrico privado estaba aparcado fuera de su alojamiento, en el nivel del centro de mando; cerró la puerta con una de las numerosas llaves que llevaba colgadas de una cadena metida en el bolsillo del pantalón y luego subió al vehículo y lo condujo a lo largo del pasillo. Detrás de él, más allá de su propio alojamiento, se encontraba la puerta metálica sellada de la armería y de los suministros de emergencia de alimentos y agua. Más abajo, al otro extremo del pasillo, más allá de los alojamientos de los otros técnicos y empleados de Earth House, se encontraba la sala del generador y los controles del sistema de filtrado de aire. Pasó ante la puerta de la sala de control del perímetro, donde estaban las pantallas de los pequeños radares portátiles de vigilancia desde los que se controlaba la entrada a Earth House, así como la pantalla principal del disco de radar aéreo situado en lo más alto de la montaña Blue Dome. Dentro de la sala de control del perímetro se encontraba también el sistema hidráulico que sellaba la ventilación del aire exterior, y la puerta recubierta de plomo para el caso de que se produjera un ataque nuclear. Las diversas pantallas de radar eran manejadas con toda exactitud.

Macklin hizo subir el vehículo por una rampa, penetrando en el nivel superior y dirigiéndose después hacia el Ayuntamiento. Pasó junto a las puertas abiertas del gimnasio, donde en aquellos momentos se llevaba a cabo una sesión de aerobic, y Macklin saludó a los presentes con un gesto, acelerando. Luego se encontró en el amplio pasillo de la Plaza Municipal de Earth House, que era un gran cruce de comunicaciones, con un jardín de rocas en el centro. La plaza estaba ocupada por distintas «tiendas», cuyos escaparates se parecían a los de cualquier otra pequeña ciudad. La Plaza Municipal de Earth House contenía un salón de bronceado, un teatro donde se proyectaban películas en vídeo, una biblioteca, una enfermería atendida por un médico y dos enfermeras, una sala de juegos y una cafetería. Macklin percibió el aroma de los huevos con jamón al pasar ante las puertas de la cafetería, y deseó haber podido disponer de tiempo para desayunar. No tenía por costumbre llegar tarde. «Disciplina y control», pensó. Aquellas eran las dos cosas que a uno le hacían hombre.

Pero aún se sentía enojado por el desmoronamiento del techo de la ducha. Daba la impresión de que, últimamente, se estaban agrietando y cediendo las paredes y techos de distintas zonas de Earth House. Había llamado muchas veces a los hermanos Ausley, pero ellos le habían dicho que, según los informes estructurales, se esperaba un cierto asentamiento.

—¿Asentamiento? ¡Y una mierda! —había exclamado Macklin—. Aquí tenemos un problema de drenaje de agua. El agua se acumula sobre los techos y luego se filtra.

—No se ponga nervioso, coronel —le había dicho Donny Ausley desde San Antonio—. Si usted se pone nervioso, los demás también lo harán, ¿no le parece? Y no tiene ningún sentido ponerse nervioso, porque esa montaña existe desde hace unos pocos miles de años, y no se va a ir a ninguna parte.

—¡No es la montaña! —había dicho Macklin, con la mano tensamente apretada sobre el auricular—. ¡Son los túneles! ¡Mis equipos de limpieza encuentran grietas nuevas a cada día que pasa!

—Es una cuestión del asentimiento, eso es todo. Y ahora escuche, Terry y yo hemos metido unos diez millones de los grandes en ese lugar, y lo hemos construido para que dure. Si no tuviéramos prisa, estaríamos inmediatamente con usted. A la profundidad en la que se encuentran es inevitable que se produzcan algunos movimientos de asentamiento y que haya alguna que otra gotera. No hay forma de evitarlo. Y le pagamos cien mil dólares al año para que haga funcionar Earth House y viva ahí abajo, puesto que es usted un gran héroe de guerra y todo eso. Así que limítese a arreglar las grietas y todo el mundo estará tan contento.

—Escúcheme usted a mí, señor Ausley: si no se presenta un ingeniero estructural para hacerse cargo de este sitio dentro de una semana, me marcho. Mi contrato no me importa lo más mínimo. ¡No estoy dispuesto a animar a la gente para que se aloje aquí abajo si esto no es seguro!

—Creo que sería mucho mejor que se calmara, coronel —le había dicho Donny Ausley con su acento de Texas un tanto más frío—. Supongo que no querrá usted romper un trato de negocios. Eso no estaría bien. Sólo tiene que recordar cómo le encontramos Terry y yo, y le trajimos por nuestra cuenta para que iniciara el vuelo, ¿de acuerdo?

«¡Disciplina y control! —había pensado Macklin, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho—. ¡Disciplina y control!». Y luego había escuchado a Donny Ausley asegurándole que le enviaría un ingeniero desde San Antonio, en el término de dos semanas, para que repasara todo Earth House con un fino cepillo de dientes.

—Pero, mientras tanto, mantenga usted el lugar en condiciones. Si se encuentra con un problema, soluciónelo, ¿de acuerdo?

Y de eso hacía ya casi un mes. El ingeniero estructural no había aparecido.

El coronel Macklin detuvo su vehículo cerca de un par de puertas dobles. Por encima de las puertas se veía un letrero que decía con letras ornamentadas y antiguas: «AYUNTAMIENTO». Antes de entrar, se apretó el cinturón otro agujero más, aunque ya llevaba muy ceñidos los pantalones; luego, se incorporó en toda su altura, se irguió y entró en el auditorio.

Había aproximadamente una docena de personas sentadas en las sillas rojas de vinilo situadas frente al podio, desde donde el capitán Warner contestaba preguntas y señalaba características de Earth House en el mapa mural desplegado tras él. El sargento Schorr, que estaba preparado para contestar las preguntas más difíciles, vio entrar al coronel y se adelantó con rapidez hacia el micrófono del podio.

—Discúlpeme, capitán —dijo, interrumpiendo una explicación acerca del sistema de fontanería y de filtrado de agua—. Señores, deseo presentarles a alguien que, sin duda alguna, no necesita presentación: el coronel James Barnett Macklin.

El coronel continuó avanzando con paso resuelto a lo largo del pasillo central, mientras el público presente lo aplaudía. Ocupó su lugar detrás del podio, enmarcado por una bandera estadounidense y la bandera de Earth House, y observó a los presentes. Los aplausos continuaron, y un hombre de edad media vestido con una chaqueta de combate con colores de camuflaje se levantó, imitado por su esposa, vestida de modo similar; inmediatamente, todos se levantaron, sin dejar de aplaudir, y Macklin los dejó así durante otros quince segundos, antes de darles las gracias y rogarles que se sentaran.

El capitán «Teddybear» Warner, un corpulento ex boina verde, que había perdido el ojo izquierdo a causa de una granada en Sudán y que ahora llevaba un parche negro cubriéndolo, tomó asiento detrás del coronel, y Schorr se sentó a su lado. Macklin hizo una pausa, tratando de recordar lo que iba a decir; habitualmente, recibía con el mismo discurso de bienvenida a todos los que llegaban por primera vez a Earth House, les hablaba de lo seguro que era aquel lugar, y de cómo se convertiría en la última fortaleza estadounidense cuando se produjera la invasión de los rusos. Después, contestaba sus preguntas, les estrechaba la mano y firmaba unos cuantos autógrafos. Por eso era por lo que le pagaban los Ausley.

Los miró a los ojos. Estaban acostumbrados a camas buenas y limpias, a cuartos de baño que olían bien, y a comer carne de ternera los domingos. «Zánganos», pensó. Vivían para procrear, comer y cagar, y creían saberlo todo sobre libertad, lealtad y valor, pero desconocían lo primordial acerca de esos atributos. La mirada del coronel recorrió sus rostros, y no vio en ellos nada más que blandura y debilidad. «Son personas que creen estar dispuestas a sacrificar a sus cónyuges, niños, hogares y todas sus posesiones como el precio a pagar para mantener a los rusos alejados de nuestras costas, pero no están realmente dispuestos, porque sus espíritus son débiles y sus cerebros se hallan corrompidos por alimentos mentales enlatados». Y allí estaban ahora, como todos los demás, esperando a que él les dijera que eran verdaderos patriotas.

Hubiera querido abrir la boca y decirles que salieran pitando de Earth House, que aquel lugar no era estructuralmente seguro, y que ellos, los perdedores de débil voluntad, debían regresar a sus casas y esconderse en los sótanos. «¡Santo Dios! —pensó—. ¿Qué diablos estoy haciendo aquí?».

Entonces, una voz mental, como el sonido de un látigo restallante, le dijo: «¡Disciplina y control! ¡Póngase erguido, señor!».

Era la voz del soldado en la sombra. Macklin cerró los ojos durante un segundo. Al volver a abrirlos se encontró mirando fijamente el rostro huesudo de un muchacho huesudo, de aspecto frágil, sentado en la segunda fila, entre su padre y su madre. Decidió que una buena ráfaga de viento sería capaz de derribar a ese muchacho al suelo, pero se detuvo un momento y examinó sus ojos de un color gris pálido. Creyó reconocer algo en aquellos ojos —determinación, astucia, fuerza de voluntad—, algo que recordaba de las fotografías de sí mismo a su misma edad, cuando él no era más que un mocoso grueso y torpe a quien su padre, capitán de las Fuerzas Aéreas, le pegaba una patada en el trasero a cada oportunidad que se le presentaba.

«De todos los que están sentados delante de mí —pensó—, ese muchacho huesudo podría tener una oportunidad. Los otros no son más que carne de perro».

Cruzó los brazos y empezó a pronunciar el discurso de orientación, con el mismo entusiasmo que si estuviera limpiando unas letrinas.

Mientras el coronel Macklin hablaba, Roland Croninger lo examinó con profundo interés. El coronel era bastante más pesado de lo que aparentaba en las fotografías que Soldado de fortuna había publicado de él, y parecía somnoliento y aburrido. Roland se sintió desilusionado; había esperado conocer a un elegante y hambriento héroe de guerra, y no a un avejentado vendedor de coches, vestido con falsos ornamentos militares. Resultaba difícil creer que este hombre fuera el mismo que había abatido tres Migs sobre el puente de Thanh Hoa para salvar el aparato tocado de un compañero, y que luego se había lanzado en el asiento de eyección, abandonando un avión que se estaba desintegrando.

«Es un farsante», decidió Roland. El coronel Macklin era un farsante, y él empezaba a pensar que Earth House también era una completa farsa. Aquella mañana, al despertarse, había descubierto una oscura mancha de agua sobre su almohada; el agua se filtraba por una grieta de cinco centímetros de anchura existente en el techo. En la ducha no encontró agua caliente, y la fría estaba llena de impurezas y óxido. Su madre había protestado porque no se pudo lavar el cabello, y su padre dijo que le mencionaría el problema al sargento Schorr.

Roland tenía miedo de poner en marcha su computadora porque el aire de su habitación era muy húmedo y ya empezaba a desvanecerse su primera impresión de Earth House como una limpia fortaleza de tipo medieval. Claro que se había traído libros para leer —unos tomos sobre Maquiavelo y Napoleón y un estudio sobre las guerras medievales de sitios—, pero había calculado programar algunas variaciones en su juego el caballero del rey, que constituía una creación propia: 128 Kb de mundo imaginario, destrozados en reinos feudales en guerra los unos con los otros. Ahora, tenía la impresión de que allí no podría hacer otra cosa más que pasarse todo el tiempo leyendo.

Observó al coronel Macklin, cuyos ojos eran perezosos y cuyo rostro le parecía demasiado grueso. Parecía como un viejo toro que hubiera sido destinado a pastar porque ya no podía ni levantarse. Pero cuando la mirada de Macklin se encontró con la suya, y la sostuvo durante un par de segundos, Roland recordó una imagen que había visto de Joe Louis, cuando el campeón de boxeo estuvo en la bienvenida del hotel de Las Vegas. En esa fotografía, Joe Louis parecía fláccido y cansado, pero su mano maciza se cerraba alrededor de la mano blanca y frágil de una turista, y los ojos del campeón eran duros y oscuros; parecía hallarse muy lejos de allí, quizá de vuelta en el ring, recordando la sensación producida por un golpe lanzado contra el estómago de otro hombre, hasta tocarle casi la columna vertebral. Roland pensó que en los ojos del coronel Macklin se percibía esa misma mirada distante, del mismo modo que uno sabía que Joe Louis podría haber triturado los huesos de la mano de la turista con un simple apretón. Roland percibió que el guerrero existente dentro del coronel Macklin aún no había muerto.

Mientras el coronel Macklin seguía hablando, sonó el teléfono situado junto al mapa de orientación. El sargento Schorr se levantó y contestó; escuchó durante unos segundos, colgó y cruzó el podio, dirigiéndose de nuevo hacia el coronel. Roland pensó que en el rostro de Schorr se había alterado algo durante el breve tiempo que estuvo atendiendo el teléfono; ahora, parecía más viejo, y había un ligero rubor en sus mejillas.

—Discúlpeme, coronel —dijo, y colocó la mano sobre el micrófono. Macklin volvió la cabeza con rapidez, con una expresión de cólera en los ojos por haber sido interrumpido—. Señor —continuó Schorr tranquilamente—, el sargento Lombard dice que se le necesita a usted en la sala de control del perímetro.

—¿Qué ocurre?

—No ha querido decirlo, señor. Creo… parecía condenadamente conmocionado.

«¡Maldición! —pensó Macklin—. Lombard se “conmociona” cada vez que el radar detecta una bandada de patos o un avión comercial que pasa sobre nosotros». En cierta ocasión, habían llegado a cerrar por completo Earth House porque Lombard creyó que un grupo de cometas eran paracaidistas enemigos. Sin embargo, Macklin tendría que comprobarlo. Le hizo una seña al capitán Warner para que lo siguiera, y luego le indicó a Schorr que diera por terminada la charla de orientación, una vez que ellos se hubieran marchado.

—Señoras y caballeros —dijo Macklin a través del micrófono—. Voy a tener que dejarles para hacerme cargo de un pequeño problema, pero espero verles más tarde, durante la recepción que se dará a los recién llegados. Gracias por su atención.

Bajó del podio y caminó enérgicamente por el pasillo central, seguido por el capitán Warner.

Montaron en el coche eléctrico y recorrieron a la inversa el mismo camino que había seguido Macklin, quien se pasó todo el rato murmurando acerca de la estupidez de Lombard. En cuanto entraron en la sala de control del perímetro hallaron a Lombard observando atentamente la pantalla que reflejaba lo que captaba el radar situado encima de Blue Dome. Junto a él estaban el sargento Becker y el cabo Prados, también mirando fijamente la pantalla. La sala estaba llena de equipo electrónico, otras pantallas de radar y una pequeña computadora donde se almacenaban las fechas de llegada y salida de los residentes en Earth House. En una estantería situada sobre una hilera de pantallas de radar, una voz vociferaba algo en una radio de onda corta, casi oscurecida por los crujidos de la estática. La voz expresaba pánico, y hablaba con tal rapidez que Macklin no pudo comprender qué era lo que decía. Pero a Macklin no le gustó el sonido y sus músculos se tensaron al instante, y el corazón empezó a latirle con fuerza.

—Apártense —les dijo a los otros hombres.

Se situó allí donde pudiera echarle un buen vistazo a la pantalla.

La boca se le secó y casi pudo escuchar el zumbido de los circuitos en su propia cabeza, en pleno funcionamiento.

—Santo Dios —susurró.

La voz que emitía la radio de onda corta estaba diciendo:

—«Nueva York ha sido alcanzada…, arrasada… Los misiles siguen llegando sobre la costa Este… Alcanzadas Washington… Boston… Veo las llamas desde aquí…»

Otras voces surgieron en una tormenta de estática, con fragmentos de información emitidos por la red de operadores de radioaficionados de Estados Unidos, y captados por las antenas de la montaña Blue Dome. Otra voz con acento sureño interrumpió, gritando:

—«¡Atlanta acaba de ser destruida! ¡Creo que Atlanta ha sido alcanzada!»

Las voces se superponían, subían de tono y se desvanecían, mezcladas en un extraño lenguaje de sollozos y gritos, de susurros débiles y alejados, pero entre los que se escuchaban los nombres de las ciudades estadounidenses, repetidos como una letanía de muerte: Philadel­phia…, Miami…, Newport News…, Chicago…, Richmond…, Pittsburgh…

La atención de Macklin, sin embargo, se hallaba fija en lo que mostraba la pantalla de radar. No cabía la menor duda acerca de lo que era aquello. Miró al capitán Warner y empezó a decir algo, pero, durante un instante, no pudo encontrar la voz. Finalmente logró decir:

—Haga entrar a los guardias del perímetro. Sellen la puerta. Estamos bajo ataque. ¡Muévase!

Warner tomó un walkie-talkie y empezó a dar órdenes.

—Díganle a Schorr que baje inmediatamente —dijo Macklin.

El sargento Becker, un hombre leal y digno de fiar que había servido con Macklin en el Chad, tomó en seguida el teléfono y empezó a pulsar botones. Desde la radio de onda corta una voz frenética dijo:

—«¡Aquí la KKTZ de St. Louis! ¡Llamando a todo el mundo! ¡Estoy contemplando un fuego en el cielo! ¡Está por todas partes! ¡Dios todopoderoso, nunca había visto una…!»

Un desgarrador quejido de estática y otras voces distantes irrumpieron en el hueco vacío dejado por St. Louis.

—Esto es —dijo Macklin con un susurro. Tenía los ojos resplandecientes y había un ligero brillo de sudor en su cara—. Preparados o no, esto es.

Y en lo más profundo de sí mismo, allí donde no había brillado ninguna luz desde hacía muchísimo tiempo, el soldado en la sombra lanzó un grito de alegría.