El Día del Juicio
10.16 Hora Diurna del Este
Ciudad de Nueva York
Una luz azul estaba girando. Caía una lluvia refrescante y un hombre joven cubierto con un impermeable amarillo extendió sus brazos.
«Démela a mí, señora —dijo, con un tono de voz tan hueco como si estuviera hablando desde el fondo de un pozo—. Vamos, démela a mí».
—¡No! —gritó la hermana Creep, y el rostro del hombre se hizo añicos como si se acabara de romper un espejo.
Ella extendió las manos para apartarlo, pero entonces se encontró sentada, y la pesadilla se alejaba, fragmentada, como murciélagos plateados. El sonido de su grito produjo un eco, que restalló de un lado a otro, entre las toscas paredes de ladrillo gris, y por un momento permaneció sentada, sin ver nada mientras los nervios le sacudían todo el cuerpo.
«Oh —pensó cuando se le aclaró la cabeza—, ¡eso sí que ha sido una mala pesadilla!». Se tocó la frente, fría y húmeda, y retiró los dedos mojados. «Eso ha estado muy cerca —pensó—. El joven demonio del impermeable amarillo estaba otra vez ahí, muy cerca, y casi ha estado a punto de…».
Frunció el ceño. «Dios santo, ¿de qué?». Ahora, el pensamiento había desaparecido; fuera cual fuese, se había deslizado hacia la parte más oscura de su memoria. A menudo soñaba con el demonio del impermeable amarillo, y él siempre quería que ella le entregara algo. En el sueño siempre veía una luz azul giratoria, que le dañaba los ojos, y la lluvia le golpeaba el rostro. A veces, lo que la rodeaba le parecía terriblemente familiar y otras veces casi sabía, casi llegaba a conocer lo que él deseaba. Pero lo cierto es que era un demonio, o probablemente el mismo diablo tratando de apartarla de Jesús, porque una vez pasada la pesadilla, la cabeza le palpitaba terriblemente.
No sabía qué hora era, ni si era de día o de noche, pero el estómago se le retorcía de hambre. Había tratado de dormir en un banco del metro, pero el ruido de unos chicos que gritaban la había asustado, así que continuó su camino, con la bolsa a cuestas, buscando un lugar más seguro. Lo encontró al fondo de una escalera que descendía en una sección oscura del túnel del metro. A unos diez metros por debajo del túnel principal había una tubería de drenaje, lo bastante grande como para que ella cupiera si se encogía. El agua sucia corría junto a sus zapatillas, y el túnel estaba iluminado por alguna que otra lámpara azul de servicio gracias a la cual se observaba la red de cables y tuberías que corría por la parte de arriba. El túnel se estremeció con el estruendo de un tren que pasaba, y la hermana Creep se dio cuenta entonces de que se encontraba bajo los raíles; pero mientras seguía caminando por el túnel el ruido de los trenes se desvaneció, hasta quedar convertido en un gruñido distante y soportable. No tardó en descubrir pruebas de que aquel era un lugar bastante popular entre los miembros de la Nación de los Desarrapados: un destartalado y viejo colchón embutido en un cubículo de servicio, un par de botellas de vino vacías y algunos excrementos humanos secos. No le importó; había visto cosas mucho peores. Así que había dormido en el colchón hasta que la pesadilla del demonio con el impermeable amarillo la había despertado; ahora tenía hambre, y decidió que volvería a subir al andén de la estación para buscar restos en las papeleras y los cubos de basura y quizá intentara encontrar también un periódico, para ver si Jesús había llegado mientras ella estaba durmiendo.
La hermana Creep se incorporó, se pasó la correa de la bolsa de lona por el hombro y abandonó el cubículo. Empezó a recorrer el túnel en sentido inverso, apenas alumbrado por el débil brillo azulado de las bombillas de servicio, confiando en encontrar hoy un perrito caliente. Siempre le habían gustado los perritos calientes, con mucha mostaza picante…
El túnel retembló de repente.
Escuchó el sonido del hormigón al resquebrajarse. Las bombillas azules parpadearon, se apagaron y luego se volvieron a encender. Escuchó un sonido, como el aullido del viento, o un tren pasando a toda velocidad sobre su cabeza. Las bombillas azules siguieron encendidas, aumentando su luminosidad, hasta que la luz casi resultó cegadora, y la hermana Creep parpadeó ante el brillo. Dio otros tres pasos inseguros hacia adelante y las bombillas de servicio empezaron entonces a explotar. Levantó las manos para protegerse la cara, y sintió trozos de diminuto cristal acribillándole los brazos. Entonces pensó con una repentina claridad: «¡Denunciaré a alguien por esto!».
En el instante siguiente, todo el túnel se estremeció violentamente hacia un lado, y la hermana Creep cayó sobre la corriente de agua sucia. Trozos de hormigón y de polvo se desprendieron del techo. El túnel se estremeció entonces en la otra dirección, con una fuerza que hizo pensar a la hermana Creep que se le desgarraban los intestinos, y los trozos de hormigón le golpearon la cabeza y los hombros, mientras que las narices se le llenaban de polvo.
—¡Jesús santo! —gritó, a punto de quedar sofocada—. ¡Oh, Jesús!
Unas chispas saltaron sobre su cabeza cuando los cables empezaron a desgarrarse y liberarse. Percibió el calor húmedo del vapor y escuchó un ruido retumbante, como las pisadas de un enorme monstruo que caminara por encima de su cabeza. Mientras el túnel se elevaba y oscilaba, la hermana Creep sostuvo la bolsa con fuerza, conteniendo las ondulaciones que le retorcían los intestinos, reprimiendo el grito que pugnaba por salirle entre sus dientes firmemente apretados. Una oleada de calor pasó sobre ella, quitándole la respiración. «¡Qué Dios me ayude!», gritó mentalmente, esforzándose por llevar aire a sus pulmones. Escuchó reventar algo y percibió el sabor de la sangre bajándole por la nariz. «No puedo respirar. ¡Oh, dulce Jesús, no puedo respirar!». Se llevó una mano a la garganta, abrió la boca y escuchó su propio y estrangulado grito alejándose de ella por el túnel estremecido. Finalmente, sus pulmones torturados lograron captar una bocanada de aire abrasador, y permaneció encogida sobre sí misma, tumbada de costado, en la oscuridad, con el cuerpo recorrido por los espasmos y el cerebro conmocionado y aturdido.
El violento movimiento del túnel se había detenido. La hermana Creep osciló entre la conciencia y la inconsciencia, y a través de esa bruma llegó de nuevo hasta ella el rugido de aquel tren.
Sólo que esta vez era mucho más fuerte.
«¡Levántate! —se ordenó a sí misma—. ¡Levántate! Es el día del Juicio Final, y el Señor ha llegado en su carruaje para llevarse consigo a los justos en su éxtasis».
Pero desde el fondo más oscuro de su memoria una voz más calmada y clara le dijo: «¡Mierda! ¡Algo terrible está sucediendo allá arriba!».
«¡Éxtasis! ¡Éxtasis! ¡Éxtasis!», pensó, reprimiendo la debilitada voz. Se sentó, se limpió la sangre de la nariz y aspiró una bocanada de aire polvoriento y caliente. El ruido del tren se acercaba. La hermana Creep se dio cuenta de que el agua sobre la que se había sentado se estaba calentando. Tomó la bolsa y se incorporó lentamente. Todo estaba a oscuras, y cuando tanteó las paredes del túnel sus dedos encontraron una enmarañada red de grietas y fisuras.
El rugido era mucho más fuerte, y el aire se estaba calentando. El hormigón que tocaban sus dedos era como el alquitrán de la ciudad al mediodía de un día de agosto, listo para freír huevos sobre él.
Allá lejos, al fondo del túnel, percibió un parpadeo de luz anaranjada, como si fuera el faro de cabecera de un tren lanzado a toda velocidad. El túnel había empezado a retemblar de nuevo. La hermana Creep miró fijamente, con el rostro tenso, mientras la luz naranja se hacía más y más brillante, mostrando rayas de rojo y púrpura incandescente.
Se dio cuenta entonces de lo que era, y gimió como un animal atrapado.
Una oleada de fuego avanzaba rugiendo hacia ella a lo largo del túnel, y ya sentía que el aire estaba siendo absorbido hacia ella, como si se tratara de un vacío. En menos de un minuto le habría caído encima.
La hermana Creep abandonó su estado de trance. Dio media vuelta y echó a correr, sosteniendo la bolsa, con las zapatillas chapoteando sobre el agua humeante. Saltó por encima de tuberías rotas y apartó cables caídos con el frenesí de los que están condenados. Miró hacia atrás y vio que las llamas extendían zarcillos rojos que azotaban el aire como látigos. La succión del vacío la atrapó, tratando de arrastrarla hacia el fuego, y cuando gritó el aire le chamuscó las ventanas de la nariz y el fondo de la garganta.
El aire olía a quemado, y sintió la espalda y los brazos llenársele de ampollas. En apenas treinta segundos más se habría unido para siempre a su Señor y Amo, y le sorprendió darse cuenta de que no estaba ni preparada ni dispuesta para marcharse.
Con un atónito grito de terror, tropezó de pronto y cayó sobre el suelo, con la cabeza por delante.
Al empezar a incorporarse, se dio cuenta de que había tropezado con una rejilla por la que se filtraba la corriente de agua. Por debajo de la rejilla sólo había oscuridad. Miró la bola de fuego que se abalanzaba sobre ella, chamuscándole las cejas, y en el rostro también le aparecieron ampollas. El aire era irrespirable. No tenía tiempo para levantarse y echar a correr. El fuego se le echaba encima.
Agarró las barras de la rejilla y tiró de ella. Uno de los tornillos oxidados que la sujetaban cedió, pero el segundo se mantuvo firme.
Las llamas ya estaban a menos de veinte metros de distancia, y el cabello de la hermana Creep se encendió.
«¡Que Dios me ayude!», gritó en su interior. Tiró con tal fuerza de la rejilla que casi sintió que se le desprendían los hombros de las axilas.
El segundo tornillo saltó.
La hermana Creep arrojó la rejilla a un lado, aún dispuso de un segundo para agarrar la bolsa y luego se echó de cabeza por el agujero.
Cayó poco más de un metro en un espacio del tamaño de un ataúd, donde había unos veinte centímetros de agua.
Las llamas pasaron sobre su cabeza, absorbiéndole el aire de los pulmones y chamuscándole cada centímetro de la piel expuesta. Se le encendieron las ropas, y ella se removió frenéticamente en el agua. Durante unos pocos segundos no hubo más que rugido y agonía, y luego percibió el hedor de los perritos calientes asados en un puesto ambulante.
El muro de fuego siguió moviéndose como un cometa y en su estela arrastró una ráfaga de aire exterior que trajo consigo el espeso olor a carne quemada y metal fundido.
Allí abajo, en el agujero que dirigía las aguas de drenaje hacia una tubería, el cuerpo de la hermana Creep se contorsionó. Unos ocho centímetros de agua se habían evaporado embotando la plena fuerza del fuego. Su cuerpo, quemado y maltrecho, se esforzó por encontrar aire, y finalmente boqueó y balbuceó, mientras las manos, llenas de ampollas, sostenían con firmeza la deshecha bolsa de lona.
Luego, su cuerpo quedó muy quieto.