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El hombre al que le gustaban las películas

17 de julio
4.40 Hora Diurna del Este
Ciudad de Nueva York

—Está todavía ahí dentro, ¿verdad? —preguntó con un susurro la mujer negra con el cabello de color naranja, y el muchacho hispano que estaba detrás del mostrador de los dulces asintió con un gesto.

—¡Escucha! —exclamó el muchacho, llamado Emiliano Sánchez, con los ojos negros muy abiertos.

Hasta ellos llegó una risa desde más allá de las descoloridas cortinas rojas que daban acceso al auditorio del Empire State Theater de la calle Cuarenta y dos. Era el sonido que podría haber emitido alguien con la garganta acuchillada. El sonido se hizo más fuerte y alto, y Emiliano se llevó las manos a las orejas; la risa le hizo pensar en el silbido de una locomotora y en un grito de niño y, por unos pocos segundos, retrocedió en el tiempo, cuando él tenía ocho años y vivía en ciudad de México, y contempló cómo su hermano era atropellado y muerto por un tren de mercancías.

Cecily le miró fijamente y a medida que aumentó el volumen de la risa también escuchó el grito de una joven, y se vio a sí misma, a los catorce años, en una mesa camilla donde le estaban practicando un aborto. La visión desapareció al instante de su mente, y la risa empezó a desvanecerse.

—¡Jesucristo! —se las arregló para decir Cecily, volviendo a hablar en susurros—. ¿Qué está fumando ese bastardo?

—Llevo escuchando lo mismo desde la medianoche —dijo el muchacho. Su turno había empezado por entonces, y continuaría hasta las ocho—. ¿Habías oído alguna vez algo así?

—¿Está él solo ahí dentro?

—Sí. Entra poca gente, pero los que entran no pueden soportarlo. ¡Deberías ver sus caras cuando salen! ¡Le dan a uno escalofríos!

—¡Mierda! —exclamó Cecily, que era la taquillera, habitualmente encerrada en la taquilla que daba al exterior—. Yo no podría soportar ni dos minutos de esa película, con tantos muertos y todo eso. Y a ese tipo le vendí la entrada hace ya tres sesiones.

—Salió un momento, me compró una Coca-Cola grande y un paquete de palomitas de maíz y me dio un dólar de propina. Pero, te lo aseguro, casi ni me atreví a tocar ese dinero. Parecía estar… grasiento o algo así.

—Probablemente, ese bastardo se la está meneando ahí dentro. Probablemente se dedica a mirar todos los muertos, todas las caras destrozadas y, mientras tanto, se la menea. Alguien debería entrar y decirle que…

La risa volvió a estallar. Emiliano se encogió. Ahora, el sonido le hizo pensar en el grito de un muchacho a quien en cierta ocasión él había pinchado en el vientre, durante una pelea a navajazos. La risa se interrumpió y se convirtió en un suave jadeo que le hizo pensar a Cecily en los sonidos que producían los adictos en la galería de tiro que ella frecuentaba. El rostro se le quedó helado hasta que la risa se desvaneció por completo. Luego dijo:

—Creo que tengo cosas que hacer.

Dio media vuelta y regresó apresurada a la taquilla, donde cerró la puerta con llave. Ya se había imaginado que aquel tipo era algo extraño en cuanto lo vio. Era un hombretón enorme, corpulento, de aspecto sueco, con el cabello rubio ensortijado, una piel blanca como la leche y ojos como puntas de cigarrillo encendidas. Al comprarle la entrada la miró de un modo tan penetrante que pareció atravesarla, y no dijo una sola palabra. A ella le pareció muy extraño, y luego tomó la revista People que había estado leyendo, con dedos temblorosos.

«¡Vamos, que lleguen ya las ocho!», rogó Emiliano para sus adentros. Comprobó la hora en su reloj de pulsera. Dentro de pocos minutos terminaría la proyección de The Face of Death. Part Four, y Willy, el viejo borracho que manejaba el proyector, cambiaría la cinta para poner Mondo Bizarro, que mostraba escenas de esclavitud y cosas por el estilo. Quizá el tipo se marchara en cuanto cambiara la película. Emiliano permaneció sentado en su taburete y continuó leyendo su cómic de Conan, intentando apartar de su mente los malos recuerdos que se habían agitado en ella a causa de la risa procedente del interior del cine.

Las cortinas rojas se movieron. Emiliano se encogió de hombros como si alguien estuviera a punto de golpearlo. Luego, las cortinas se abrieron y el hombre al que le gustaban las películas salió al sombrío vestíbulo. «¡Se marcha! —se dijo Emiliano casi con una mueca, con la mirada fija en el cómic—. ¡Se dirige hacia la puerta!».

Pero el hombre al que le gustaban las películas dijo con un tono de voz suave, casi infantil:

—Quisiera una Coca-Cola grande y un paquete de palomitas de maíz con mantequilla, por favor.

A Emiliano se le agarrotó el estómago. Sin atreverse a mirar al hombre a la cara, bajó del taburete, sirvió un vaso grande de Coca-Cola y colocó sobre el mostrador el paquete de palomitas de maíz con mantequilla.

—Póngale más mantequilla, por favor —pidió el hombre al que le gustaban las películas.

Emiliano puso más mantequilla en las palomitas y luego las deslizó sobre el mostrador, junto con la Coca-Cola.

—Tres pavos —dijo.

La mano del hombre empujó hacia él un billete de cinco dólares.

—Quédese con el cambio —dijo el hombre, y esta vez su voz sonó con acento del sur.

Asombrado, Emiliano levantó la mirada.

El hombre al que le gustaban las películas medía más de un metro noventa y llevaba una camiseta amarilla y unos pantalones de color caqui. Por debajo de las pobladas cejas negras sus ojos eran hipnóticamente verdes destacando contra el color ámbar de su piel. Emiliano ya se había imaginado que debía de ser latinoamericano, quizá con algo de sangre india. Su cabello era negro y ondulado, y lo llevaba muy corto. Miró fijamente a Emiliano.

—Quiero volver a ver la película —dijo serenamente, con una voz que podría haber tenido acento brasileño.

—Ah… Dentro de un par de minutos volverán a proyectar Mondo Bizarro. Probablemente, el del proyector ya ha colocado la primera cinta…

—No —dijo el hombre al que le gustaban las películas, sonriendo ligeramente—. Quiero volver a ver esa película. Ahora mismo.

—Sí, bueno, escuche, quiero decir… Yo no tomo las decisiones aquí, ¿sabe? Yo sólo trabajo detrás del mostrador. No tengo nada que decir…

Y entonces el hombre extendió una mano y tocó el rostro de Emiliano con unos dedos manchados de mantequilla, y la mandíbula del muchacho se quedó abierta como si hubiera quedado congelada.

El mundo pareció girar a su alrededor durante un segundo, y sintió como si sus huesos fueran una jaula de hielo. Luego parpadeó y le tembló todo el cuerpo. Y se encontró detrás del mostrador, exactamente donde había estado, y el hombre al que le gustaban las películas se había ido. «¡Maldita sea! —pensó—. ¡El bastardo me ha tocado!». Tomó una servilleta de papel y se limpió la cara, allí donde le habían tocado los dedos, pero aún podía sentir el frío que habían dejado. El billete de cinco dólares continuaba sobre el mostrador. Se lo metió en el bolsillo y salió de detrás del mostrador, asomándose al interior de la sala, mirando por entre las cortinas.

En la pantalla, con un color magnífico y ensangrentado, los bomberos extraían cadáveres carbonizados de un amasijo de coches retorcidos. El narrador estaba diciendo: «El rostro de la muerte no contiene trucos. Todo lo que verá es real. Si es usted una persona susceptible, será mejor que abandone ahora la sala…».

El hombre al que le gustaban las películas estaba sentado en una de las filas delanteras. Emiliano distinguió el perfil de su cabeza contra la pantalla. Empezó a sonar la risa, y al retirarse de las cortinas Emiliano miró de nuevo su reloj y se dio cuenta, atónito, de que casi veinte minutos de su vida se habían transformado en un agujero negro del que no recordaba nada. Cruzó una puerta, subió un tramo de escalera y entró en la cabina de proyección, donde Willy estaba sentado sobre un sofá, con las piernas espatarradas, leyendo un ejemplar de Hustler.

—¡Eh! —exclamó Emiliano—. ¿Qué es lo que pasa, hombre? ¿Cómo es que has vuelto a proyectar otra vez esa mierda?

Willy se lo quedó mirando por un momento, fijamente, por encima del borde de la revista.

—¿Has perdido la chaveta, muchacho? —preguntó—. Tú y tu amigo acabáis de subir aquí para pedirme que lo hiciera así. Hace apenas quince minutos de eso. Así que he vuelto a proyectar la misma película. De todos modos, a mí no me importa una mierda. Y no tengo por costumbre discutir con viejos pervertidos.

—¿Viejos pervertidos? ¿De qué estás hablando, hombre?

—De tu amigo —dijo Willy—. Ese tipo debe de tener por lo menos setenta años. La barba le hace parecer como Rip van Winkle. ¿De dónde vienen todos estos pervertidos?

—Estás… loco —susurró Emiliano.

Willy se encogió de hombros y volvió a su lectura.

En el exterior, Cecily levantó la mirada cuando Emiliano salió corriendo a la calle. Él la miró y le gritó:

—¡No voy a quedarme ahí! ¡De ningún modo! ¡Renuncio!

Y echó a correr por la calle Cuarenta y dos, perdiéndose en la oscuridad. Cecily se cruzó de brazos, comprobó de nuevo la cerradura de la puerta de la taquilla y rezó para que amaneciera.

En su asiento de la fila delantera, el hombre al que le gustaban las películas introdujo una mano en el paquete de palomitas de maíz y se llevó un puñado a la boca. Ante él aparecían escenas de cuerpos destrozados que estaban siendo extraídos de entre los escombros de un edificio de Londres, volado por los terroristas irlandeses. Ladeó la cabeza, apreciando la visión de los huesos aplastados y la carne. La cámara, desenfocada y temblorosa, enfocó el rostro angustiado de una mujer joven que acunaba a un niño muerto en sus brazos.

El hombre al que le gustaban las películas se echó a reír como si estuviera contemplando una comedia. Puntuando el sonido de su risa, se escuchó el crujido de las bombas de napalm, los cohetes incendiarios y los misiles Tomahawk, que resonaron como un eco por todo el cine, como si hubiera presentes más personas y cada una de ellas se hubiera agitado con el recuerdo de algún terror privado.

Y a la luz reflejada desde la pantalla, el rostro del hombre experimentaba una transformación. Ya no tenía aspecto de sueco, de brasileño o de Rip van Winkle barbudo; sus rasgos faciales parecían encogerse como si llevara una máscara de cera que se estuviera derritiendo lentamente, y los huesos se estuvieran moviendo por debajo de la piel. Los rasgos de cien rostros se elevaron y cayeron como pústulas supurantes. Cuando la pantalla mostró una autopsia en primer plano, el hombre palmeó las manos con gran alegría.

«¡Ya casi ha llegado el momento! —pensó—. ¡Ya casi ha llegado el momento para que empiece el espectáculo!».

Había esperado durante mucho tiempo a que se levantara el telón, había llevado muchas pieles y muchos rostros, y el momento llegaría pronto, muy pronto. Había observado el tambaleante progreso hacia la destrucción a través de muchos ojos, había olido el fuego, el humo y la sangre en el aire, como perfumes intoxicantes. El momento llegaría pronto, y ese momento le pertenecería a él.

«¡Oh, sí! ¡Ya casi ha llegado el momento para que empiece el espectáculo!».

Él era una criatura paciente, pero ahora apenas si podía contener sus ganas de bailar. Quizá le sentara bien el papel de un pequeño watusi, y luego aplastaría al mocoso que estaba detrás del mostrador. Era como esperar una fiesta de cumpleaños, y en cuanto se encendieran las velas, echaría la cabeza hacia atrás y lanzaría un rugido lo bastante fuerte como para estremecer al mismo Dios.

«¡Ya casi ha llegado el momento! ¡Ya casi ha llegado el momento!».

Pero ¿dónde empezaría?, se preguntó. ¿Quién sería el primero en apretar el botón? No importaba. Casi podía escuchar ya el crujido de las toberas y las llamas acercándose. Era la música de los Altos del Golán, de Beirut y Teherán, de Dublín y Varsovia, de Johanesburgo y Vietnam, sólo que esta vez la música terminaría en un crescendo final y ensordecedor.

Volvió a llevarse un puñado de palomitas de maíz a la boca, que se abrió ávidamente en su mejilla derecha. «¡Empieza la fiesta!», pensó, y se echó a reír con un ruido parecido al del cristal que se resquebraja.

La noche anterior había bajado de un autobús procedente de Philadel­phia y mientras caminaba por la calle Cuarenta y dos, había visto el anuncio de esta película. Aprovechaba la oportunidad para admirar sus actuaciones en The Face of Death, Part Four, cada vez que se le presentaba. Siempre al fondo, claro, formando parte de la multitud, pero él siempre se podía reconocer a sí mismo. Se veía una buena vista de él, de pie sobre un montón de cadáveres después de un atentado con bomba en un campo de fútbol italiano; su aspecto era adecuadamente conmocionado; en otro fotograma se le veía, con un rostro diferente, en una masacre en el aeropuerto de París.

Luego había emprendido viaje, conducido en autobús de ciudad en ciudad, para ver Estados Unidos. Había tantos grupos terroristas y tantas bandas armadas en Europa que allí apenas si se necesitaba su influencia, aunque había ayudado a colocar aquella bonita y potente bomba en Beirut. Permaneció durante un tiempo en Washington, pero en ninguno de sus cines se proyectaba The Face of Death, Part Four. Sin embargo, Washington ofrecía tantas posibilidades, y cuando uno se mezclaba con los muchachos del Pentágono y con los miembros del gabinete en alguna de aquellas fiestas, nunca se sabía qué era lo que se podía agitar.

Ahora, todo se acercaba con rapidez. Percibía los dedos nerviosos inclinándose sobre botones de color rojo, por todo el mundo. Los pilotos de los aviones ya estarían dispuestos, los comandantes de los submarinos estarían escuchando sus sonars, y los viejos leones estarían ávidos por hincar el diente. Y lo más divertido de todo era que lo iban a hacer ellos mismos. Eso casi le hacía sentirse inútil, pero no tardaría en surgir su papel de estrella.

Su única preocupación era que, a pesar de todo, el trabajo aún no quedaría terminado, ni siquiera con todos aquellos relámpagos que estaban a punto de estallar. Aún podían quedar bolsas de humanidad, y pequeñas ciudades que se esforzarían por sobrevivir en la oscuridad, como ratas en un sótano desmoronado sobre sus cabezas. Comprendía muy bien que las tormentas de fuego, los remolinos de radiación y de lluvia negra destruirían a la mayoría de ellos, y que los que quedaran habrían deseado morir mil veces.

Y al final, él también bailaría una danza watusi sobre sus tumbas.

«Ya casi había llegado el momento. Tictac, tictac —pensó—. ¡Nada detiene nunca el reloj!».

Él era una criatura muy paciente, pero había resultado ser una larga espera. Unas pocas horas más no acrecentarían su apetito, y ya estaba muy, muy hambriento. Por el momento, disfrutaba viéndose a sí mismo en esta estupenda película.

«¡No tardará en levantarse el telón!», pensó, y la boca existente en el centro de su frente sonrió con una mueca, antes de desaparecer en la carne, como un gusano gris en un terreno húmedo.

«¡Ha llegado el momento del espectáculo!».