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Caballero del rey

23.50 Hora Diurna de las Montañas
Montaña Blue Dome, Idaho

Una caravana Ford Roamer, de color gris metalizado, subía la estrecha y tortuosa carretera que conducía a lo más alto de la montaña Blue Dome, a tres mil trescientos metros por encima del nivel del mar, y a noventa kilómetros al noroeste de Idaho Falls. A ambos lados de la carretera densos bosques de pinos se elevaban sobre duros costillares de piedra. Las luces de la caravana abrían agujeros en la neblina baja, y las luces del panel de instrumentos reflejaban su verdor sobre el rostro ojeroso y cansado del hombre de mediana edad sentado tras el volante. En el asiento reclinado de al lado, su esposa dormía con un mapa de Idaho desplegado sobre su regazo.

En la siguiente y amplia curva, los faros iluminaron un cartel levantado al lado de la carretera, que decía con brillantes letras luminiscentes de color naranja: «PROPIEDAD PRIVADA. SE DISPARARÁ CONTRA LOS INTRUSOS».

—¿Serían capaces de hacer eso, papá? —preguntó su hijo, con voz somnolienta, desde el asiento de atrás.

—¿Hacer qué?

—Disparar contra los intrusos. ¿Lo harían de veras?

—Ya lo sabes. No quieren por aquí a nadie que no esté debidamente autorizado.

Miró por el retrovisor y observó el rostro de su hijo, de color verdoso por la luz, flotando como una máscara de Todos los Santos por encima de su hombro. Padre e hijo se parecían bastante; ambos llevaban gafas de cristales gruesos, cabello fino y lacio, y eran delgados y huesudos. El cabello de Phil estaba surcado de gris y se hallaba en pleno proceso de caída, mientras que el de su hijo, de trece años, era moreno y estaba cortado de manera que ocultara la altura de su frente. El rostro del muchacho era todo un ejemplar de ángulos agudos, como el de su madre; la nariz, la barbilla y los pómulos parecían a punto de salírsele por la pálida piel, como si por debajo de su cara hubiera un segundo rostro que pugnara por revelarse. Sus ojos, ligeramente aumentados por las gafas, eran del color de las cenizas. Llevaba una camiseta de colores de camuflaje militar, unos pantalones cortos de color caqui y botas de excursionista.

Elise Croninger se removió en su asiento.

—¿Hemos llegado ya? —preguntó con tono somnoliento.

—Casi. No tardaremos en ver algo.

Había sido un largo y agotador viaje desde Flagstaff, y Phil había insistido en viajar de noche porque, según sus cálculos, la temperatura más fría era mejor para las ruedas y ahorraba gasolina. Era un hombre cuidadoso al que no le gustaba correr riesgos.

—Apuesto a que ahora nos están siguiendo por radar —dijo el muchacho mirando hacia los bosques—. Apuesto a que nos han detectado.

—Podría ser —asintió Phil—. Aquí arriba tienen todo lo que te puedas imaginar. Es un lugar impresionante. ¡Espera a verlo y lo comprobarás!

—Espero que allí haga frío —dijo Elise con irritación—. Sólo Dios sabe que no he recorrido todo este camino para asarme en el pozo de una mina.

—No es el pozo de una mina —le recordó Phil—. De todos modos, hace un frío natural y, además, tienen toda clase de sistemas de filtrado de aire y de seguridad. Ya lo verás.

—Nos están vigilando —insistió el muchacho—. Tengo la sensación de que nos están vigilando. —Extendió la mano, palpando debajo del asiento, sabiendo lo que se ocultaba allí, y luego la sacó, sosteniendo una Magnum 357—. ¡Bang! —exclamó, y apretó el gatillo hacia la oscuridad del bosque que había a su derecha. Luego, se volvió hacia la izquierda—. ¡Bang! —volvió a exclamar.

—¡Deja eso en seguida, Roland! —dijo su madre.

—Guárdala, hijo. No queremos sacarla.

Roland Croninger vaciló y luego sonrió maliciosamente. Apuntó el arma hacia el centro de la cabeza de su madre, y apretó el gatillo.

—Bang —dijo tranquilamente. Luego giró el arma y apuntó a la nuca de su padre—. Bang —repitió.

—Roland —dijo su padre en lo que consideró como un firme tono de voz—. Deja de bromear ahora mismo y guarda el arma.

—¡Roland! —le advirtió su madre.

—¡Bueno, bueno! —exclamó el muchacho, volviendo a guardar el arma bajo el asiento—. Sólo me estaba divirtiendo un poco. ¡Vosotros dos os lo tomáis todo demasiado en serio!

Se produjo una sacudida repentina en cuanto Phil Croninger apretó el pie sobre el pedal del freno. Dos hombres con las cabezas cubiertas con cascos verdes y llevando uniformes de camuflaje estaban de pie en el centro de la carretera; los dos sostenían metralletas Ingram, y pistolas del calibre 45 colgando de las fundas sujetas a los cinturones. Las metralletas apuntaban directamente hacia el parabrisas de la caravana.

—¡Jesús! —susurró Phil.

Uno de los soldados le hizo señas para que bajara la ventanilla. Una vez que Phil lo hubo hecho, el soldado se hizo a un lado, encendió una linterna y dirigió el haz de luz hacia su rostro.

—Identificación, por favor —dijo el soldado.

Era un hombre joven, con un rostro duro y unos eléctricos ojos azules. Phil sacó la cartera, extrajo el carnet de identidad y se lo entregó al joven, quien examinó la fotografía del documento.

—¿Cuántos son, señor? —preguntó el soldado.

—Oh…, tres. Yo, mi esposa y mi hijo. Nos esperan.

El joven le entregó el carnet de Phil al otro soldado, quien se soltó un walkie-talkie del cinturón. Phil le escuchó decir:

—Central, aquí punto de control. Suben tres personas en una caravana. El nombre del carnet de identidad es Philip Austin Croninger, número cero, seis, siete, uno, cuatro, siete, dos, cuatro. Espero confirmación.

—¡Uau! —exclamó Roland con excitación—. ¡Esto es como en las películas de guerra!

—Ssssh —le amonestó su padre.

Roland admiró los uniformes de los soldados; observó que las botas relucían y que los pantalones de camuflaje todavía mostraban la raya. Por encima del corazón de cada uno de los dos hombres había cosida una tela que mostraba un puño armado sujetando un rayo, y por debajo del símbolo se había bordado en oro: «Earth House».

—Está bien. Gracias, central —dijo el soldado con el walkie-talkie.

Devolvió el carnet al otro y este se lo entregó a Phil.

—Aquí tiene, señor. Su cita era a las veintidós cuarenta y cinco.

—Lo siento. —Phil tomó la tarjeta y lo guardó en la cartera—. Nos detuvimos a cenar.

—Siga la carretera —explicó el joven—. A unos cuatrocientos metros verá un stop. Asegúrese de que las ruedas están alineadas con las marcas, ¿de acuerdo? Continúe.

Hizo un rápido movimiento con el brazo, y cuando el segundo soldado se apartó a un lado Phil aceleró, alejándose del punto de control. Al volver a mirar por el espejo retrovisor lateral, vio que los soldados se introducían de nuevo en el bosque.

—¿Es que todo el mundo tiene un uniforme, papá? —preguntó Roland.

—No, me temo que no. Sólo llevan uniforme los hombres que trabajan aquí.

—Ni siquiera los había visto —dijo Elise, todavía nerviosa—. Levanté la mirada, y allí estaban. ¡Y nos apuntaban con esas armas! ¿Y si se les hubieran disparado?

—Esos hombres son profesionales, cariño. No estarían aquí si no supieran lo que hacen, y estoy seguro de que todos ellos saben cómo manejar las armas. Eso sólo te demuestra lo seguros que vamos a estar durante las dos próximas semanas. Nadie puede subir aquí como no sea con la debida autorización, ¿correcto?

—¡Correcto! —exclamó Roland.

Había experimentado un escalofrío de excitación al observar los cañones de aquellas metralletas Ingram. «Si hubieran querido —pensó— nos habrían barrido con una sola ráfaga. Una ligera presión sobre el gatillo, y ¡zap!». Aquella sensación le había dejado en un estado extrañamente vigorizante, como si le hubieran arrojado agua fría sobre la cara. Eso era bueno, pensó. Muy bueno. Una de las cualidades de un caballero del rey era precisamente la de saber arrostrar el peligro.

—Ahí está el stop —dijo Phil en cuanto la luz de los faros lo iluminó.

El gran cartel aparecía sobre una pared de dura y escabrosa roca, donde terminaba la carretera de montaña. A su alrededor sólo había bosques oscuros y paredes rocosas; no existía la menor señal del lugar que habían venido a descubrir desde Flagstaff.

—¿Cómo se entra? —preguntó Elise.

—Ya lo verás. Esto fue una de las mejores cosas que me enseñaron.

Phil había estado allí el pasado mes de abril, después de haber leído un anuncio de la Earth House en la revista Soldado de fortuna. Hizo avanzar el Ford Roamer con lentitud hasta que las ruedas delanteras se hundieron en dos acanaladuras hechas en la tierra y dispararon dos pestillos. Casi inmediatamente, se escuchó un profundo sonido retumbante, el sonido de la maquinaria pesada, y el funcionamiento de engranajes y cadenas. Una grieta de luz fluorescente apareció en la base de la pared de roca, una parte de la cual empezó a elevarse con suavidad, como la puerta del garaje de la casa de los Croninger.

Pero, a Roland Croninger, aquello le pareció como si se abriera un portalón macizo en una fortaleza medieval. El corazón empezó a latirle con fuerza, y la grieta de luz fluorescente se reflejó en las lentes de sus gafas, a medida que se hacía más ancha y brillante.

—¡Dios santo! —exclamó Elise en voz baja.

La pared de roca se estaba abriendo para dejar al descubierto una plataforma de aparcamiento de hormigón, con el espacio lleno de coches y otras caravanas. Una hilera de luces colgaba de una parrilla de vigas de hierro situada en el techo. En la puerta había un soldado uniformado, haciéndole señas a Phil para que continuara; hizo avanzar el vehículo, cuyas ruedas se deslizaron por la rampa de hormigón hasta llegar a la plataforma de aparcamiento. En cuanto las ruedas hubieron abandonado las acanaladuras, la puerta empezó a cerrarse con el mismo sonido retumbante.

El soldado hizo señas a Phil para que situara el vehículo en un espacio vacío que quedaba entre otras dos caravanas, y luego hizo un gesto con un dedo sobre la garganta.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Elise, que se sentía inquieta.

—Nos está diciendo que apaguemos el motor —contestó Phil sonriendo. Así lo hizo—. Bien, ya hemos llegado.

La puerta de roca se cerró con un retumbar sólido que produjo ecos, y quedaron aislados por completo del mundo exterior.

—¡Ahora estamos en el ejército! —le dijo Phil a su hijo, y la expresión del muchacho era la de quien está teniendo un sueño asombroso.

En cuanto bajaron de la caravana se les acercaron dos vehículos eléctricos; en el primero iba montado un joven sonriente, con el cabello del color de la arena y cortado al cepillo, llevando un uniforme azul oscuro con la insignia de la Earth House sobre el bolsillo de la pechera. En el segundo vehículo iban dos hombres corpulentos, con trajes de faena azul oscuro, que arrastraban una plataforma para los equipajes, como las utilizadas en los aeropuertos.

El joven sonriente, cuyos dientes blancos parecían reflejar la iluminación fluorescente, comprobó la información sobre su tablilla de notas, para asegurarse de que el nombre estaba bien escrito.

—¡Encantado de saludarles! —dijo alegremente—. ¿El señor y la señora Philip Croninger?

—Correcto —asintió Phil—. Y nuestro hijo, Roland.

—Hola, Roland. ¿Han tenido ustedes un buen viaje desde Flagstaff?

—Ha sido largo —dijo Elise observando la plataforma de aparcamiento y calculando que debía de haber más de doscientos vehículos—. Dios santo, ¿cuánta gente hay aquí?

—Estamos al noventa y cinco por ciento de nuestra capacidad, señora Croninger. Calculamos que estaremos al ciento por ciento durante el fin de semana. Señor Croninger, si entrega usted las llaves a estos dos caballeros, se harán cargo de su equipaje.

Así lo hizo Phil, y los dos hombres empezaron a descargar maletas y cajas del Ford Roamer.

—He traído equipo de computadora —le dijo Roland al joven—. No le pasará nada, ¿verdad?

—Desde luego que no. Sólo tienen ustedes que subir en este vehículo y les llevaré a sus alojamientos. ¿Cabo Mathis? —dijo, dirigiéndose a uno de los mozos—. Este equipaje va a la sección C, número dieciséis. ¿Están ustedes preparados, señores?

Phil se había acomodado en el asiento delantero, y su esposa e hijo en la parte de atrás. Phil asintió con un gesto, y el joven los condujo a través de la plataforma de aparcamiento, metiéndose luego por un pasillo, con el piso de cemento y luces en el techo. El pasillo se inclinaba con suavidad hacia abajo. Una brisa fría circulaba desde una plancha situada de vez en cuando en el techo, a distancias estratégicamente calculadas. Otros pasillos se ramificaban a partir del primero, y había flechas que señalaban las secciones A, B y C.

—Soy el sargento de recepción Schorr —dijo el joven ofreciéndole una mano a Phil, que este estrechó—. Nos alegra tenerles con nosotros, señor. ¿Hay alguna pregunta que quiera hacerme?

—Bueno, yo ya hice la visita en el mes de abril, y conozco algo de la Earth House —explicó Phil—, pero no creo que mi esposa y mi hijo lo hayan comprendido todo a partir de los folletos. Elise estaba preocupada por la circulación del aire aquí abajo.

—No hay nada de qué preocuparse, señora Croninger —dijo Schorr sonriendo—. Disponemos de dos sistemas de filtración de aire, uno en funcionamiento, y otro de apoyo. El sistema aumentaría su efectividad un minuto después de haber recibido la señal de código rojo. Eso se produce cuando…, bueno, cuando esperamos un impacto y sellamos las entradas de aire. En estos momentos, sin embargo, los ventiladores obtienen mucho aire del exterior, y le garantizo que el aire de la montaña Blue Dome es probablemente el más limpio que haya respirado nunca. Disponemos de tres zonas habitadas, las secciones A, B y C, que se encuentran en este nivel. Y por debajo de nosotros está el centro de mando y el nivel de mantenimiento. Allá abajo, casi veinte metros por debajo de nosotros, se encuentra la sala de generadores, la armería, los suministros de alimentos y agua de emergencia, la sala de radar y el alojamiento de los oficiales. Y, a propósito, tenemos la política de guardar todas las armas de fuego en nuestra armería. ¿Ha traído usted alguna consigo?

—Oh…, una Magnum tres, cinco, siete —contestó Phil—. Está bajo el asiento de atrás del coche. No sabía nada acerca de esa política.

—Bueno, estoy seguro de que lo ha pasado por alto en el contrato que firmó, pero estará usted de acuerdo conmigo en que es mejor guardar las armas, por seguridad de todos los residentes en Earth House, ¿verdad? —le dirigió una sonrisa a Phil y esté asintió con un gesto—. Le asignaremos un código y le entregaremos un recibo; dentro de dos semanas, cuando usted nos deje, se la devolveremos limpia y reluciente.

—¿Qué clase de armas tienen ustedes aquí? —preguntó Roland con avidez.

—Oh, pistolas, rifles automáticos, metralletas, morteros, lanzallamas, granadas, minas anticarro y antipersona, cohetes de señales, y prácticamente todo lo que se pueda imaginar. Y desde luego, también tenemos aquí nuestras máscaras antigás y trajes antirradiación. Cuando se construyó este lugar, el coronel Macklin quiso que fuera una fortaleza inexpugnable, y eso es precisamente lo que es.

«El coronel Macklin —pensó Roland—. El coronel James “Jimbo” Macklin». Roland estaba familiarizado con el nombre gracias a los artículos publicados en revistas de supervivencia y armamento a las que estaba suscrito su padre. El coronel Macklin tenía una larga hoja de servicios como piloto de un Thunderchief 105-D sobre Vietnam del norte, había sido derribado en 1971 y fue prisionero de guerra hasta el final; luego, regresó a Vietnam e Indochina, y también había combatido como mercenario en Sudáfrica, Chad y Líbano.

—¿Conoceremos al coronel Macklin?

—El cursillo de orientación empieza exactamente a las ocho de la mañana, en el Ayuntamiento. Él estará presente.

Vieron un cartel que decía «SECCIÓN C», con una flecha que señalaba hacia la derecha. El sargento Schorr abandonó el pasillo principal, y las ruedas traquetearon sobre unos trozos de hormigón y roca que cubrían el suelo. El agua goteaba desde lo alto y había formado un amplio charco, mojándoles a todos antes de que Schorr pudiera detener el vehículo. Schorr miró hacia atrás, ya sin sonreír. Detuvo el vehículo y los Croninger vieron que una parte del techo se había desmoronado, dejando al descubierto un agujero del tamaño de una persona. Por entre el agujero se veían barras de hierro y cables. Schorr tomó un walkie-talkie del tablero de mandos del vehículo, apretó un botón y dijo:

—Aquí Schorr, cerca del cruce entre los pasillos central y C. Tengo aquí un problema de drenaje, y necesito inmediatamente un equipo de limpieza. ¿Comprendido?

—Comprendido —replicó una voz, debilitada por la estática—. ¿Hay problemas otra vez?

—Eh…, estoy con unos recién llegados, cabo.

—Lo siento, señor. El equipo de limpieza sale inmediatamente.

Schorr apagó el walkie-talkie y volvió a sonreír, aunque sus ojos, ligeramente marrones, mostraban una expresión de inquietud.

—Sólo es un pequeño problema. Earth House dispone de un sistema de drenaje de primera calidad, pero a veces tenemos estas pequeñas filtraciones. El equipo de limpieza se hará cargo de ello.

Elise señaló hacia arriba. Había observado una serie de grietas y parches en el techo.

—Eso no tiene aspecto de ser muy seguro. ¿Y si todo eso se cae? —preguntó, mirando a su esposo con los ojos muy abiertos—. ¡Dios santo, Phil! ¿Vamos a quedarnos dos semanas aquí dentro, bajo una montaña que gotea?

—Señora Croninger —dijo Schorr con su tono de voz más encantador—. Earth House no estaría ocupada al noventa y cinco por ciento de su capacidad si no fuera segura. Estoy de acuerdo en que el sistema de drenaje necesita ser reparado, pero el equipo se va a poner a trabajar en seguida, y no existe el menor peligro. Hemos sido inspeccionados por ingenieros estructurales y especialistas en tensiones de materiales, y todos ellos han dado su aprobación. Esto es un condominio de supervivencia, señora Croninger. No estaríamos aquí si no quisiéramos sobrevivir al próximo holocausto, ¿verdad?

Elise miró a su marido y luego de nuevo al joven. Su esposo había pagado cincuenta mil dólares para ser miembro del plan de ocupación parcial de Earth House, lo que les permitía vivir allí durante dos semanas al año, en lo que los folletos describían como «una lujosa fortaleza de supervivencia en las montañas del sur de Idaho». Claro que ella también creía que el holocausto nuclear se estaba aproximando; Phil tenía estanterías repletas de libros sobre guerra nuclear, y estaba convencido de que sucedería este mismo año, y que Estados Unidos se vería obligado a arrodillarse ante los invasores rusos. Según le dijo, había querido encontrar un lugar desde donde ofrecer «una última resistencia». Ella había intentado quitarle aquella idea de la cabeza, diciéndole que estaba apostando cincuenta mil dólares a que el desastre nuclear se produciría durante una de las dos semanas en que tenían derecho a permanecer allí, y que eso era un juego de locos. Él le explicó entonces la «opción de protección de Earth House» lo que significaba que, por cinco mil dólares extra al año, la familia Croninger podría encontrar refugio en Earth House en cualquier momento, veinticuatro horas después de la detonación de algún misil nuclear disparado por el enemigo en el territorio continental de Estados Unidos. Según le dijo, se trataba de una especie de seguro contra el holocausto; todo el mundo sabía que las bombas iban a caer, y que sólo era cuestión de saber cuándo sucedería. Y Phil Croninger era muy consciente de la importancia de los seguros, ya que era el propietario de una de las agencias de seguros independientes más importantes de Arizona.

—Supongo —dijo ella finalmente.

Pero se sentía preocupada por aquellas grietas y parches, y por la visión de los endebles cables que se veían a través del agujero.

El sargento Schorr aceleró el vehículo eléctrico. Pasaron por puertas de metal, a ambos lados del pasillo.

—Ha tenido que costar mucho dinero construir este lugar —dijo Roland, y Schorr asintió con un gesto.

—Unos cuantos millones —dijo Schorr—. Algo que no se puede contar con calderilla. Un par de hermanos de Texas invirtieron el dinero. Son también aficionados a la supervivencia, y se hicieron ricos con pozos de petróleo. Este lugar fue una mina de plata en las décadas de los años cincuenta y sesenta, pero la veta se agotó, y todo quedó abandonado, hasta que los Ausley lo compraron. Ya hemos llegado, ahí adelante. —Aminoró la velocidad y se detuvo frente a una puerta de metal marcada con el número dieciséis—. Su hogar dulce hogar durante las dos próximas semanas.

Abrió la puerta con una llave que colgaba de una cadena con la insignia de Earth House, entró y encendió las luces.

Antes de cruzar el umbral, para seguir a su esposo y a su hijo, Elise Croninger escuchó el sonido del goteo del agua, y observó otro charco extendido en el pasillo. El techo goteaba por tres lugares distintos, y había una grieta larga, de cinco centímetros de anchura. «¡Jesús!», pensó, inquieta. Pero, a pesar de todo, entró en la habitación.

Su primera impresión fue la de la solidez de unos barracones militares. Las paredes estaban compuestas por ladrillos de ceniza, pintados de beige, decorados con unas pocas pinturas al óleo. La alfombra era bastante gruesa, y su color rojo oxidado no era feo, pero el techo le pareció excesivamente bajo. Aunque superaba a Phil en unos quince centímetros, y él tenía uno ochenta de estatura, la aparente falta de altura en la «zona habitable» de la suite, como la denominaban los folletos, la hizo sentirse casi…, sí, pensó, casi encerrada en una tumba. Un detalle bonito, sin embargo, era que la pared del fondo mostraba un mural fotográfico de montañas cubiertas de nieve, lo que proporcionaba un poco más de espacio a la habitación, aunque sólo se tratara de una ilusión óptica.

Había dos dormitorios, conectados por un solo cuarto de baño. El sargento Schorr tardó unos minutos en enseñárselo todo, demostrándoles el funcionamiento del lavabo a presión, que enviaba su contenido hacia arriba, a un tanque que, según les dijo, «derivaba los materiales de desecho hacia el suelo del bosque, contribuyendo así al crecimiento de la vegetación». Los dormitorios también eran de ladrillos de ceniza pintados de beige, y los techos de azulejos que, probablemente, pensó Elise, ocultaban vigas de hierro y barras de refuerzo.

—Es fantástico, ¿verdad? —le preguntó Phil—. ¿No te parece fantástico?

—Aún no estoy muy segura —contestó ella—. Todavía me siento como si estuviera en el pozo de una mina.

—Oh, eso se le pasará —le dijo Schorr en un tono amable—. Algunos de los que llegan por primera vez tienen un poco de claustrofobia, pero eso se pasa. Permítanme entregarles esto —dijo, y le dio a Phil un mapa de Earth House, que desplegó para mostrarles la cafetería, el gimnasio, la enfermería y el salón de juegos—. El Ayuntamiento está aquí —dijo, señalando un lugar en el mapa—. Se trata, en realidad, de un auditorio, pero aquí abajo nos imaginamos que formamos una comunidad, ¿verdad? Por eso lo llamamos Ayuntamiento. Permítanme mostrarles el camino más rápido para llegar allí desde aquí…

En su habitación, la más pequeña de las dos, Roland había encendido la lámpara de la mesilla de noche y andaba buscando un enchufe eléctrico adecuado para su computadora. La habitación era pequeña, pero a él le pareció bien; lo importante era la atmósfera, y tenía verdaderas ganas de asistir a los seminarios sobre «armas mejoradas», «supervivencia en tierra», «gobiernos en caos» y «tácticas de guerrilla», que prometían los folletos.

Encontró un buen enchufe, lo bastante cerca de la cama como para recostarse sobre las almohadas al mismo tiempo que programaba en su computadora el juego el caballero del rey. Durante las dos próximas semanas iba a inventar mazmorras y monstruos que rugieran, que incluso harían temblar a un caballero del rey tan experto y curtido como él.

Roland se acercó al armario y abrió la puerta para ver de cuánto espacio disponía para guardar sus cosas. El interior estaba cubierto con un pobre panel de madera; había unas pocas perchas de alambre colgando de la barra. Pero, en el fondo del armario, algo pequeño y amarillo aleteó de repente como una hoja de otoño. Instintivamente, Roland extendió una mano para atraparlo y cerró los dedos. Luego se acercó a la luz y abrió cuidadosamente la palma de la mano.

Aturdida en su mano se hallaba una frágil mariposa amarilla con las alas surcadas de rayas verdes y doradas. Sus ojos eran como cabezas de alfiler de color verde oscuro que parecían relucientes esmeraldas. La mariposa aleteó, débil y aturdida.

«¿Cuánto tiempo llevas ahí?», se preguntó Roland. No había forma de saberlo. Probablemente había llegado en el coche o la caravana de alguien, o incluso metida entre sus ropas. Se acercó la mano a la cara y, durante unos segundos, observó atentamente los diminutos ojos de la criatura.

Y luego apretó a la mariposa en su mano, percibiendo cómo el cuerpo se aplastaba bajo el poder de su garra. «¡Zap! —pensó—. ¡Superzap!». No había recorrido todo el camino que le separaba de Flagstaff para compartir una habitación con un jodido insecto amarillo.

Dejó caer los restos en una papelera de mimbre, luego se limpió la mancha amarilla iridiscente de la mano en los pantalones y regresó al salón. Schorr se estaba despidiendo, y los otros dos hombres acababan de llegar con el equipaje y la computadora de Roland.

—¡Cursillo de orientación a las ocho! —les recordó Schorr—. ¡Les veré allí!

—Estupendo —dijo Phil Croninger con excitación.

—Estupendo —repitió la voz de Elise con un matiz sarcástico.

El sargento Schorr abandonó la número dieciséis con la sonrisa todavía en el rostro. Pero la sonrisa desapareció en cuanto subió al vehículo eléctrico, y su boca se transformó en una línea rígida y ceñuda. Hizo girar el vehículo y regresó con rapidez a la zona donde había descubierto los escombros en el suelo. Les dijo a los del equipo de limpieza que se movieran con rapidez para tapar aquellas grietas, y para que esta vez se mantuvieran tapadas, antes de que toda aquella maldita sección se desmoronara sobre ellos.