4

El muchacho misterioso

23.48 Hora Diurna Central
Cerca de Wichita, Kansas

Estaban discutiendo de nuevo.

La niña pequeña cerró los ojos con fuerza y se puso la almohada sobre la cabeza, pero las voces llegaron de todos modos hasta ella, amortiguadas y distorsionadas, casi inhumanas.

—¡Estoy enfermo y cansado de tanta mierda, mujer! ¡Déjame en paz!

—¿Qué quieres que haga? ¿Que sonría cuando sales a beber y a jugarte el dinero que yo gano? Se supone que ese dinero era para pagar el alquiler de esta condenada caravana, y para comprar algo de comida, y ahora vas tú y lo tiras por ahí, así de sencillo, lo tiras…

—¡Te he dicho que me dejes en paz! ¡Anda, mírate! Pareces una vieja puta inservible. ¡Ya estoy harto de que siempre andes echándome mierda encima!

—Quizá debiera hacer algo, ¿no te parece? Quizá debiera recoger mis cosas y largarme de aquí.

—¡Lárgate entonces! ¡Lárgate y llévate contigo a esa cría horripilante!

—¡Lo haré! ¡No creas que no lo voy a hacer!

La discusión continuaba interminable, con sus voces cada vez más fuertes y amenazadoras. La pequeña tuvo que asomar la cabeza para respirar, pero mantuvo los ojos firmemente cerrados y se llenó la mente con la visión de su jardín, al otro lado de la ventana de la destartalada habitación. La gente acudía desde las caravanas contiguas para ver su jardín y comentar lo bien que estaban creciendo las flores. La señora Yeager, la vecina de al lado, decía que las violetas eran muy hermosas, pero que nunca las había visto florecer tan tarde y con un tiempo tan caluroso. Los narcisos, las bocas de dragón y las campánulas azules también crecían con fuerza, pero, por un tiempo, la pequeña las había escuchado morirse. Las había regado y había removido la tierra con los dedos, y luego había permanecido sentada en medio del jardín, a la luz del sol matinal, contemplando las flores con ojos tan azules como huevos de petirrojo, hasta que, finalmente, desaparecieron los sonidos de la muerte. Ahora, el jardín era una saludable mancha de color, y hasta la mayor parte de la hierba que rodeaba la caravana mostraba un verde rico y oscuro. La hierba de la señora Yeager, en cambio, era amarronada, a pesar de que ella la regaba casi cada día; pero la pequeña la había escuchado morir ya desde hacía tiempo, aunque no quería entristecer a la señora Yeager diciéndoselo. Quizá volviera a recuperarse cuando lloviera.

Una gran profusión de plantas en macetas llenaba la habitación, colocadas en estanterías hechas con bloques de carbonilla y situadas alrededor de la cama. La habitación contenía el aroma embriagador de la vida, y hasta de un pequeño cactus plantado en una maceta había surgido una flor blanca. A la pequeña le gustaba pensar en su jardín y en sus plantas cada vez que Tommy y su madre se peleaban; podía ver el jardín en su mente, visualizar todos los colores y los pétalos, y sentir la tierra entre sus dedos, y todo eso la ayudaba a alejarse de las voces.

—¡No me toques! —gritó su madre—. ¡Bastardo, no te atrevas a pegarme de nuevo!

—¡Te daré de patadas en el culo si quiero!

Se escuchó el sonido de un forcejeo, entre maldiciones, seguidas por el ruido de un bofetón. La pequeña se encogió, y las lágrimas humedecieron sus párpados cerrados.

«¡Dejad de pelearos! —pensó frenéticamente—. ¡Por favor, por favor, por favor, dejad de pelearos!».

—¡Apártate de mí!

Algo chocó contra la pared y se hizo añicos. La pequeña se tapó las orejas con las manos y permaneció rígidamente acostada en la cama, a punto de ponerse a gritar.

Hubo una luz.

Una luz suave, que parpadeó contra sus párpados.

La pequeña abrió los ojos y se sentó.

Y allí, sobre el cristal de la ventana, al otro lado de la habitación, había una masa pulsante de luz, un brillo amarillento pálido, como miles de diminutas velas de cumpleaños. La luz se desplazó, como los remolinos de una pintura incandescente, y mientras la niña los contemplaba fijamente, embobada, el ruido de la pelea amainó y pareció alejarse. La luz se reflejó en sus ojos muy abiertos, se movió sobre su rostro en forma de corazón, y bailoteó sobre el cabello rubio que le llegaba hasta los hombros. Toda la habitación quedó iluminada por el brillo de la criatura de luz que parecía estar colgada del cristal de la ventana.

Se dio cuenta de que se trataba de luciérnagas. Cientos de luciérnagas adheridas al cristal. Ya las había visto antes allí, pero nunca en tal cantidad y parpadeando todas al mismo tiempo. Palpitaban como estrellas que trataran de abrirse paso con su fuego a través del cristal, y mientras las observaba fijamente ya no escuchó las terribles voces de su madre y de «tío» Tommy. Las luciérnagas parpadeantes atraían toda su atención, y sus modelos de luz la hipnotizaban.

El lenguaje de la luz cambió, adoptando un ritmo diferente y más rápido. La niña recordó el salón de los espejos de la feria, y cómo las luces se habían reflejado de un modo deslumbrante en el bruñido cristal. Ahora se sentía como si se encontrara en el centro de miles de lámparas, y al tiempo que el ritmo se hacía más y más rápido, parecieron girar alrededor de ella con una velocidad mareante.

«Están hablando —pensó—. Están hablando en su propio lenguaje. Hablando de algo muy, muy importante…».

—¡Swan! ¡Despierta, cariño!

«… hablando de algo que está a punto de suceder…».

—¿Es que no me oyes?

«… algo malo que está a punto de suceder… muy pronto…».

—¡Swan!

Alguien la estaba zarandeando. Durante unos segundos, se sintió perdida en la sala de los espejos, y parpadeó ante las luces deslumbrantes. Luego recordó dónde se encontraba, y vio que las luciérnagas abandonaban el cristal de la ventana, elevándose en la noche.

—Malditos bichos. Están por toda la ventana —escuchó decir a Tommy.

Swan apartó la mirada de ellos haciendo un esfuerzo que puso en tensión su cuello. Su madre se hallaba junto a la cama y, a la luz de la puerta abierta, Swan observó la hinchazón púrpura que le rodeaba el ojo derecho. La mujer estaba delgada y ojerosa, y su cabello rubio enmarañado mostraba raíces morenas; desvió la mirada hacia la ventana, de donde ya desaparecían los últimos insectos, y luego volvió a mirar a su hija.

—¿Qué es lo que te pasa?

—Es un alma en pena —dijo Tommy con su cuerpo de anchos hombros bloqueando la puerta. Era un hombre robusto y desaseado, con una escuálida barba morena cubriéndole la mandíbula angular, el rostro con papada y carnoso. Llevaba una gorra de color rojo, una camiseta y un mono—. Está mal de la cabeza —añadió, tomando un trago de una botella.

—¿Mamá? —preguntó la niña, todavía mareada, con las luces parpadeando aún detrás de sus ojos.

—Cariño, quiero que te levantes y te vistas. Nos marchamos ahora mismo de este condenado basurero, ¿me oyes?

—Sí, mamá.

—Vosotras no vais a ninguna parte —espetó Tommy—. ¿Adónde vais a ir?

—Tan lejos como podamos. Fui una estúpida al instalarme aquí contigo. Y ahora levántate, cariño. Vístete. Saldremos en cuanto podamos.

—¿Vas a volver con Rick Dawson? ¡Sí, eso es lo que vas a hacer! ¡Él ya te pateó el culo una vez, y yo te recogí! ¡Anda, sigue y déjale que te pegue otra vez!

La mujer se volvió hacia él y le dijo fríamente:

—Apártate de mi camino o, a poco que me ayude Dios, te mataré.

Los ojos de Tommy estaban entrecerrados y eran peligrosos. Volvió a tomar un trago de la botella, se lamió los labios y se echó a reír.

—¡Claro! —Retrocedió e hizo con el brazo un exagerado gesto de invitación a pasar—. ¡Adelante! ¿Crees ser una condenada reina? ¡Está bien, pasa!

Dirigió a la niña una mirada que obligó a la mujer a pasar ante él, saliendo del dormitorio. Swan bajó de la cama, con su camisón de la Universidad de Wichita, propio de una niña de nueve años, corrió hacia la ventana y miró al exterior. Las luces se encontraban sobre la puerta de la caravana de la señora Yeager, y Swan supuso que el ruido había despertado a la mujer. Levantó la mirada y observó con respeto, boquiabierta.

El cielo estaba lleno de oleadas de estrellas parpadeantes que se movían. Ruedas de luz rodaban a través de la oscuridad del terreno donde estaban aparcadas las caravanas y cintas de fuego amarillo zigzagueaban hacia lo alto, en la neblina que oscurecía la luna. Miles y miles de luciérnagas pasaban sobre sus cabezas, como galaxias en movimiento, con sus señales formando cadenas de luz que se extendían de oeste a este en toda la extensión que Swan era capaz de observar. Desde alguna parte del terreno, un perro empezó a ladrar; el ruido fue percibido por un segundo perro, luego por un tercero y luego por otros perros en la subdivisión situada al otro lado de la Interestatal 15. Empezaron a encenderse las luces en las caravanas, y algunas personas salieron al exterior para ver qué sucedía.

—¡Dios todopoderoso, qué jaleo! —exclamó Tommy todavía de pie en la puerta—. ¡Cerrad el pico! —bramó, y luego apuró el resto de la cerveza con un trago ávido. Miró a Swan con una expresión siniestra—. Me alegraré mucho de librarme de ti, pequeña. Mira esta condenada habitación, toda llena de plantas y mierda. ¡Cristo! ¡Esto es una caravana, no un invernadero! —Lanzó una patada contra una maceta de geranios, y Swan se encogió. Pero se mantuvo en su sitio, con la barbilla levantada, esperando a que él se marchara—. ¿Quieres saber algo de tu mamaíta, pequeña? —preguntó él con una expresión maliciosa—. ¿Quieres que te hable de ese bar donde ella baila en las mesas y deja que los hombres le toquen los pechos?

—¡Cierra el pico, bastardo! —gritó la mujer.

Tommy se volvió a tiempo para detener el golpe con su antebrazo. Luego la apartó de un empujón.

—¡Vamos, Darleen! ¡Enséñale a esta pequeña de qué madera estás hecha! Háblale de todos los hombres con los que has estado, oh, sí, háblale de su papaíto. Dile que estabas tan atiborrada de LSD y de Dios sabe qué más que ni siquiera recuerdas su jodido nombre.

El rostro de Darleen Prescott se contorsionó de cólera; años atrás había sido una mujer bonita, con pómulos fuertes y oscuros ojos azules que comunicaban un desafío sexual a cualquier número de hombres, pero ahora su rostro aparecía cansado y ajado, y unas profundas líneas le cruzaban la frente y aparecían alrededor de la boca. Sólo contaba treinta y dos años, pero parecía por lo menos cinco años más vieja. Su cuerpo estaba embutido en unos apretados tejanos, y llevaba una blusa vaquera de color amarillo, con lentejuelas en los hombros. Se apartó de Tommy y entró en el dormitorio principal, haciendo resonar el suelo con sus botas vaqueras de piel de lagarto.

—¡Eh! —exclamó Tommy riendo—. ¡No te vuelvas loca ahora!

Swan empezó a sacar sus ropas de los cajones, y al instante su madre regresó con una maleta llena de alegres vestidos y botas, y metió en ella toda la ropa de Swan que pudo.

—¡Nos marchamos ahora mismo! —le dijo a su hija—. Vamos.

Swan se detuvo y contempló la habitación llena de flores y plantas. «¡No! —pensó—. ¡No puedo dejar aquí todas mis flores! ¡Y mi jardín! ¿Quién regará mi jardín?».

Darleen se apoyó sobre la maleta, la apretó con fuerza, la cerró y luego la tomó con una mano. Agarró con la otra la mano de Swan y dio media vuelta, dispuesta a marcharse. Swan sólo tuvo tiempo de atrapar una muñeca antes de verse arrastrada fuera de la habitación, en pos de su madre.

Tommy las siguió, con una nueva botella de cerveza en la mano.

—¡Sí, marchaos! ¡Mañana por la noche ya habrás vuelto, Darleen! ¡Espera y verás!

—Esperaré —replicó ella, abriendo la puerta.

En el exterior, entre el bochorno de la noche, los ladridos de los perros flotaban en todas direcciones. Cintas de luz recorrían el cielo. Darleen levantó la mirada hacia ellas, pero no dudó en continuar su largo paso hacia el brillante Camaro rojo aparcado detrás del destartalado camión Chevy de Tommy. Darleen arrojó la maleta en el asiento de atrás y luego se sentó ante el volante, mientras Swan, vestida todavía con el camisón, se sentaba a su lado.

—Bastardo —gruñó Darleen por lo bajo al tiempo que trasteaba con las llaves—. ¡Ya le enseñaré yo a esa mierda!

—¡Eh, miradme! —gritó Tommy.

Swan miró. Quedó horrorizada al ver que él estaba bailoteando en su jardín, con las puntas de las botas pateando montones de tierra y los tacones aplastando sus flores. Se llevó las manos a las orejas, porque escuchó los sonidos de dolor de las flores elevándose en el aire como el tañido de las cuerdas de una guitarra eléctrica. Tommy reía maliciosamente, haciendo cabriolas. Se quitó la gorra y la lanzó al aire. Una ardiente cólera blanca resplandeció en el interior de Swan, y le deseó la muerte al tío Tommy por haberle hecho daño a su jardín, pero el ramalazo de cólera pasó con rapidez, dejándole una sensación de náusea en el estómago. Lo vio claramente como lo que era: un completo estúpido gordinflón, cuyas únicas posesiones en el mundo eran una destartalada caravana y un camión. Aquí envejecería y moriría, sin que nadie le amara, porque era un hombre que tenía miedo de acercarse demasiado a los demás, lo mismo que su madre. Vio todo eso y lo comprendió en apenas un segundo, y supo que el placer que sentía ese hombre por destruir su jardín, terminaría, como siempre, llevándolo al lavabo, de rodillas sobre la taza, y que cuando hubiera terminado de vomitar dormiría solo y al despertar seguiría estando solo. Ella, en cambio, siempre podría cultivar otro jardín, y así lo haría en el siguiente lugar al que fueran, sin que le importara dónde.

—¿Tío Tommy? —dijo ella. Él dejó de bailotear, con la boca abierta y una maldición en los labios—. Te perdono —dijo Swan con suavidad, y el hombre se la quedó mirando boquiabierto, como si la niña le hubiera propinado un bofetón en la cara.

—¡Qué te jodan! —gritó Darleen Prescott al tiempo que ponía en marcha el motor del Camaro, que sonó como el rugido de un cañón.

Darleen hundió el pie sobre el acelerador, dejando una estela de diez metros sobre el pavimento, antes de que las ruedas giraran a toda velocidad, sacándolas para siempre del aparcamiento de caravanas de la Interestatal 15.

—¿Adónde vamos? —preguntó Swan, acunando a la muñeca una vez que se hubo desvanecido el ruido chirriante de las ruedas.

—Bueno, supongo que encontraremos un motel donde pasar la noche. Mañana iré al bar e intentaré que Frankie me dé algo de dinero. —Se encogió de hombros—. Quizá consiga cincuenta pavos.

—¿Vas a volver con tío Tommy?

—No —contestó Darleen con firmeza—. He terminado con él. Es el hombre más mezquino que he conocido jamás, y por Cristo que no comprendo lo que pude haber visto en él.

Swan recordó que su madre había dicho más o menos lo mismo tanto del «tío» Rick, como del «tío» Alex. Reflexionó, tratando de decidir si debía hacer o no la siguiente pregunta. Finalmente, suspiró con profundidad y preguntó:

—¿Es cierto, mamá? ¿Es cierto lo que dijo Tommy de que tú no sabías quién era mi padre?

—¡No digas eso! —espetó ella, volviendo a dirigir la atención sobre la larga cinta de la carretera—. ¡No se te ocurra pensar nunca una cosa así, jovencita! Ya te lo dije antes: tu padre es una famosa estrella del rock. Tiene el cabello rubio y ensortijado, y unos ojos azules como los tuyos. Son como los ojos de un ángel dejado caer sobre la Tierra. ¡Y cómo toca la guitarra y canta! ¿Pueden volar los pájaros? ¡Dios santo, claro que sí! Te he dicho una y otra vez que en cuanto se divorcie de su esposa, nos vamos a ir todos a vivir a Hollywood, en California. ¿Verdad que será grandioso? ¿Tú y yo viviendo en Sunset Strip?

—Sí, mamá —dijo Swan sin escucharla.

Ya le había oído contar otras veces la misma historia. Todo lo que Swan deseaba era vivir en un mismo lugar durante más de cuatro o cinco meses, para de ese modo poder hacer amigos que luego no temiera perder, y poder ir a la misma escuela durante todo un año. Como no tenía amigos, dirigía toda su atención y su energía a las flores y las plantas, y se pasaba horas enteras creando jardines en la dura tierra de los aparcamientos para caravanas, las pensiones y los moteles baratos.

—Pongamos algo de música en la radio —dijo Darleen.

La encendió, y por los altavoces brotó una música de rock. El volumen estaba tan fuerte que Darleen no tuvo que pensar siquiera en la mentira que había vuelto a contarle a su hija; en realidad, sólo sabía que él era un hombretón alto y rubio cuyo preservativo se había roto en plena acometida. No había importado en ese momento; se estaba celebrando una fiesta y en la habitación de al lado todo el mundo estaba condenadamente alegre, mientras que Darleen y el tipo rubio volaban con una mezcla de LSD, polvo de ángel y opio. Eso había sucedido unos diez años antes, cuando ella vivía en Las Vegas y trabajaba con un mafioso. Después, ella y Swan habían recorrido todo el Oeste, siguiendo a los hombres que prometían un poco de diversión durante un tiempo, o aceptando trabajos como bailarina topless allí donde pudiera encontrarlos.

Ahora, sin embargo, Darleen no sabía a dónde se dirigían. Estaba harta de Tommy, pero también le tenía miedo; él era demasiado loco, demasiado despreciable. Si no se alejaba lo suficiente, lo más probable es que las siguiera al cabo de uno o dos días. Frankie, del High Noon Saloon donde ella bailaba, quizá pudiera adelantarle algo de dinero de su próxima paga. Pero ¿adónde irían después?

«A casa», pensó. Su hogar estaba en un pequeño villorrio llamado Blakeman, en el condado de Rawlins, en la esquina noroccidental de Kansas. Se había escapado de allí cuando sólo tenía dieciséis años, después de que su madre muriera de cáncer, y su padre hubiera empezado a volverse loco con las cosas de la religión. Sabía que el viejo la odiaba, y esa fue la razón por la que se marchó. Se preguntó cómo sería ahora su antiguo hogar. Se imaginó que a su padre se le caería la baba en cuanto supiera que tenía una nieta. «¡Demonios, no! ¡No puedo regresar allí!».

Pero ya estaba calculando la ruta que tomaría por si acaso decidía regresar a Blakeman: al norte por la 135 hasta Salina; luego al oeste, por los ondulantes campos de trigo y maíz cruzados por la Interestatal 70, y luego de nuevo al norte, por angostas carreteras comarcales. Conseguiría de Frankie el dinero necesario para pagar la gasolina.

—¿Qué te parece si emprendemos un viaje mañana por la mañana?

—¿Adónde? —preguntó la niña apretando la muñeca con más fuerza.

—Oh, a un sitio. Es un pequeño pueblo llamado Blakeman. La última vez que estuve allí no es que pasaran grandes cosas. Quizá podamos ir y descansar unos cuantos días. Aclararnos la cabeza y pensar. ¿De acuerdo?

—Supongo —contestó Swan encogiéndose de hombros, aunque, en el fondo, no le importaba que fuera de un modo u otro.

Darleen apagó la radio y pasó un brazo alrededor de los hombros de su hija. Levantó la mirada y creyó ver un resplandor de luz en el cielo, pero luego desapareció. Apretó contra sí el hombro de Swan.

—Sólo tú y yo frente al mundo, muchacha —dijo—. ¿Y sabes una cosa? Si continuamos luchando, vamos a salir adelante.

Swan miró a su madre y deseó… creerla con todas sus fuerzas.

El Camaro continuó su camino, envuelto por la noche, a lo largo de la carretera que se desplegaba ante él, y en las nubes, a varios centenares de metros de altura, vívidas cadenas de luz parecían entrelazarse en los cielos.