El Frankenstein Negro
20.22 Hora Diurna Central
Concordia, Kansas
—¡Mátalo, Johnny!
—¡Hazlo pedazos!
—¡Arráncale el brazo y cómetelo!
Las vigas del caluroso gimnasio de la Escuela Superior de Concordia, lleno de humo, vibraban con los gritos combinados de más de cuatrocientas personas, mientras que en el ring que ocupaba el centro del gimnasio había dos hombres enzarzados en un combate de lucha libre, uno de ellos blanco, y el otro negro. Por el momento, el luchador blanco —un joven local llamado Johnny Lee Richwine— tenía contra las cuerdas al monstruo conocido como Frankenstein Negro, y estaba dándole una paliza con llaves de judo, mientras la multitud gritaba, pidiendo sangre. Pero Frankenstein Negro, que medía más de un metro noventa, pesaba más de ciento treinta kilos y llevaba una máscara de ébano, cubierta con «muescas» de cuero rojo y «pernos» de goma, hinchó su pecho corpulento; lanzó un retumbante rugido y atrapó en el aire la mano de Johnny Lee Richwine, retorciéndosela hasta que el joven se vio obligado a ponerse de rodillas. El Frankenstein Negro gruñó y le golpeó un lado de la cabeza con una de sus botas de tamaño enorme, dejándolo espatarrado sobre la lona.
El árbitro iba de un lado a otro sin saber muy bien qué hacer, y al mostrar un dedo de advertencia ante el rostro de Frankenstein Negro, el monstruo lo apartó a un lado con la facilidad con que se quita uno una brizna de hierba; Frankenstein Negro se situó sobre el cuerpo caído e hinchó el pecho, haciendo girar la cabeza como un maniaco, mientras el público gritaba de rabia. Vasos aplastados de Coca-Cola y bolsas de palomitas de maíz empezaron a caer sobre el ring.
—¡Estúpidos borricos! —gritó Frankenstein Negro con un tono bajo que se impuso al ruido producido por la multitud—. ¡Mirad lo que hago yo con vuestro héroe local!
El monstruo pegó un salto y se dejó caer alegremente sobre las costillas de Johnny Lee Richwine. El joven se contorsionó, mostrando en su rostro una profunda expresión de angustia, mientras el árbitro intentaba apartar a un lado a Frankenstein Negro. Con un solo empujón, el monstruo arrojó al árbitro contra un rincón del ring, donde este cayó de rodillas. Ahora, el público se había puesto en pie, arrojando toda clase de objetos, y los policías locales asignados para mantener el orden durante el combate permanecieron en actitud nerviosa alrededor del ring.
—¿Queréis ver la sangre de un granjero de Kansas? —gritó Frankenstein Negro levantando el pie, dispuesto a aplastarle el cráneo a su oponente.
Pero Johnny pareció recobrar la vida; sujetó el tobillo del monstruo y le hizo perder el equilibrio, librándose luego de su otra pierna con una patada. Frankenstein Negro trató de recuperar el equilibrio balanceando los brazos, pero cayó sobre la lona con una fuerza que hizo vibrar el suelo, y el rugido de la multitud pareció capaz de echar el techo abajo.
Frankenstein Negro se puso de rodillas, levantó las manos y rogó clemencia, al tiempo que el joven avanzaba sobre él. Entonces, Johnny se volvió para ayudar al árbitro caído y, acompañado por un grito de la multitud, Frankenstein Negro se levantó de un salto y se lanzó sobre Johnny por la espalda, con las dos manos entrelazadas para propinarle un golpe de martillo.
El grito de sus partidarios hizo que Johnny Lee Richwine se volviera en el último instante, y detuviera al monstruo propinándole una patada sobre el rollo de grasa que le rodeaba el diafragma. El sonido del aire expelido por los pulmones de Frankenstein Negro fue como el silbido de un barco de vapor; se tambaleó alrededor del ring, con pasos de borracho, tratando de escapar a su destino.
Johnny Lee Richwine lo atrapó, lo dobló y lo levantó, colocándoselo encima de los hombros, al tiempo que lo hacía girar. Los espectadores quedaron boquiabiertos durante un instante, mientras todo aquel peso abandonaba la lona, y luego volvieron a rugir cuando Johnny empezó a hacer girar el cuerpo en el aire. Frankenstein Negro gritaba como un niño que está siendo azotado.
Se produjo entonces un sonido, como el disparo de una pistola. Johnny Lee Richwine lanzó un grito y empezó a caer sobre la lona. Antes de apartarse de un salto de los hombros del joven, Frankenstein Negro tuvo tiempo de darse cuenta de que el joven se había roto una pierna. Conocía muy bien el sonido que producían los huesos al romperse; se había mostrado contrario a que el muchacho intentara con él aquella maniobra giratoria, pero Johnny había querido impresionar a su público. Frankenstein Negro cayó de costado sobre la lona, y al sentarse en ella vio al joven luchador local tumbado a unos pocos pasos de distancia, sujetándose la rodilla y gimiendo, esta vez con verdadero dolor.
El árbitro también se había levantado, sin saber qué hacer. Se suponía que Frankenstein Negro debía estar tumbado en la lona y que Johnny Lee Richwine debía haber ganado la pelea; eso era lo que decían las instrucciones, y todo se había desarrollado bien hasta el momento.
Frankenstein Negro se levantó. Sabía que el muchacho estaba malherido, pero tenía que seguir representando su papel. Levantó los brazos sobre la cabeza, resistiendo el torrente de vasos de papel y bolsas de palomitas que le arrojaban, acercándose al boquiabierto árbitro, y diciéndole en voz baja, con un tono muy distinto a sus rugidos anteriores:
—¡Descalifíqueme y lleve a ese muchacho a un médico!
—¿Eh?
—¡Hágalo ahora mismo!
El árbitro, un hombre que dirigía una ferretería en la cercana localidad de Belleville, efectuó finalmente un movimiento de cruce con las manos levantadas, que significaba la descalificación de Frankenstein Negro. El enorme luchador continuó la pantomima, saltando de un lado a otro, aparentemente furioso, mientras el público le gritaba y maldecía, y luego bajó con rapidez del ring para ser escoltado a los vestuarios por una falange de policías. Durante ese largo trayecto, tuvo que soportar las palomitas de maíz que le arrojaron a la cara, los escupitajos, trozos de hielo y gestos obscenos, tanto de los niños como de los adultos. Sentía un temor especial ante las abuelas, ya que, un año antes, una de ellas le había atacado en Wayeross, Georgia, con una larga aguja para sujetarse el sombrero, y hasta había tratado de patearle en los genitales.
Una vez en el «vestuario», que estaba compuesto por un banco y un armario metálico existente en la habitación del equipo de fútbol, extendió los músculos todo lo que pudo. Algunos de los dolores que sentía eran permanentes, y le parecía tener los hombros tan duros como trozos de madera. Se quitó la máscara de cuero y se miró en el agrietado y pequeño espejo que colgaba dentro del armario.
No era en modo alguno un tipo elegante. Llevaba el cabello al rape para permitir que la máscara le encajara bien, y tenía el rostro cubierto por las cicatrices de innumerables accidentes sufridos en el ring. Recordaba con exactitud dónde se había producido cada una de aquellas cicatrices: un golpe mal calculado en Birmingham, un giro de silla demasiado convincente en Winston-Salem, un impacto con el borde de la esquina del ring en Sioux Falls, una caída sobre el suelo de hormigón en San Antonio. Los errores de cronometraje producían verdaderas heridas en la lucha libre profesional. Johnny Lee Richwine no se había situado en una posición lo bastante bien equilibrada como para soportar el peso de su cuerpo, y su pierna rota había pagado el error. Se sintió mal por ello, pero ahora ya no podía hacer nada. El espectáculo tenía que continuar.
Tenía treinta y cinco años, y se había pasado los diez últimos luchando en el circuito profesional de lucha libre, recorriendo las autopistas y carreteras comarcales entre los auditorios, los gimnasios de las escuelas superiores y las ferias locales de las distintas ciudades. En Kentucky se le conocía como Jones Relámpago, en Illinois como Mazazo Perkins, y en una docena de estados con nombres igualmente terribles y parecidos. En realidad, se llamaba Joshua Hutchins y esta noche se encontraba muy lejos de su hogar, en Mobile, Alabama.
Se había roto tres veces la nariz, ancha y achatada; la última vez ni siquiera se había molestado en que se la arreglaran. Por debajo de las espesas cejas negras mostraba unos ojos profundos de un color gris pálido. Otra pequeña cicatriz se curvaba alrededor de la barbilla, como si fuera un signo de interrogación con el punto abajo, y las duras líneas y ángulos de su rostro le daban el aspecto de un rey africano de la guerra. Era corpulento hasta ser casi monstruoso, una especie de curiosidad que la gente observaba cuando caminaba por las calles. Los haces de músculos se abultaban en sus brazos, hombros y piernas, pero el estómago empezaba a estar flojo; era el resultado de demasiadas cajas de donuts, consumidas en la solitaria habitación de cualquier motel. A pesar de todo, mostraba una notable musculatura alrededor del diafragma. Josh Hutchins se movía con gracia y potencia, dando la impresión de ser un muelle contenido a punto de saltar. Eso era lo que le quedaba de la fuerza explosiva que había acumulado mientras fue defensa de línea de los New Orleans Saints, hacía ya muchos años.
Josh se duchó y enjabonó, librándose del sudor. La noche del día siguiente tendría que luchar en Garden City, Kansas, lo que significaba tener que recorrer un largo y polvoriento camino a través del estado. Y también sería un viaje caluroso, porque el aire acondicionado de su coche se había estropeado unos pocos días antes, y no podía permitirse hacer que lo arreglaran. Recibiría su siguiente cheque al final de la semana, en Kansas City, donde tendría que participar en un combate de lucha libre de siete hombres. Salió de la ducha, se secó y se vistió. Mientras guardaba su material apareció el promotor del combate para decirle que Johnny Lee Richwine había sido trasladado al hospital y que se encontraba bien. Le advirtió a Josh que llevara cuidado cuando abandonara el gimnasio porque las gentes de la ciudad podrían mostrarse un tanto duras. Josh le dio las gracias con su voz serena, cerró la cremallera de su bolsa de viaje y se despidió.
Su abollado Pontiac gris, que ya tenía seis años, se hallaba estacionado en el aparcamiento de un supermercado que funcionaba las veinticuatro horas del día. Gracias a la experiencia de numerosas ruedas pinchadas, había aprendido a no aparcar cerca de los locales donde se celebrara el combate de lucha libre. Como estaba tan cerca del supermercado, entró y pocos minutos más tarde salió con un paquete de donuts, algunas pastas y un cartón de leche. Se metió en el coche y se dirigió hacia el sur por la Interestatal 81, hacia el motel «Descanse bien».
Su habitación daba a la carretera y el zumbido de los camiones que pasaban sonaba como bestias lanzadas a la búsqueda de presas en la oscuridad. Encendió el televisor, para ver el programa Esta noche, y luego se quitó la camisa, extendiéndose una capa de oloroso Ben Gay sobre los doloridos hombros. Había transcurrido ya mucho tiempo desde que dejara de trabajar en un gimnasio, aunque se decía una y otra vez que debía empezar a correr de nuevo para hacer algo de ejercicio. Tenía el estómago tan blando como un merengue; sabía que si sus oponentes no contenían las patadas y los puñetazos que le dirigieran a esa zona, podrían hacerle bastante daño. Pero decidió dejar esas preocupaciones para el día siguiente —siempre había un día siguiente—, se puso el pijama de color rojo brillante y se tumbó en la cama para ver la televisión y comer lo que había comprado.
Casi se había terminado ya la caja de donuts cuando un boletín de noticias de la NBC interrumpió el programa que se estaba emitiendo. Un locutor de rostro adusto apareció en la pantalla, con una imagen de la Casa Blanca al fondo, y empezó a hablar de una «reunión de alta prioridad» que acababa de mantener el presidente con el secretario de Defensa, el jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, el vicepresidente y otros consejeros, añadiendo que las fuentes confirmaban que la reunión había tratado acerca del SAC y del NORAD. Las bases aéreas estadounidenses podían ser puestas en el más alto grado de alerta, según dijo el locutor con un acento de urgencia en la voz. Se ofrecerían nuevos boletines en cuanto se dispusiera de más noticias.
—No voléis el mundo hasta el domingo —dijo Josh con la boca llena de donut—. Antes tengo que pasar a recoger mi cheque.
En las noticias se hablaba cada noche acerca de los hechos o los rumores de guerra. Josh veía los noticiarios y leía los periódicos siempre que podía, y comprendía que las naciones estaban celosas, paranoicas y completamente locas, pero no comprendía cómo era posible que unos líderes cuerdos no levantaran los teléfonos y hablaran los unos con los otros. ¿Qué había de malo en hablar?
Josh empezaba a creer que todo aquel asunto era como lo que sucedía en la lucha libre profesional: las superpotencias se ponían las máscaras e iban de un lado a otro del ring, rugiendo amenazas y lanzándose salvajemente contra el oponente, pero aquello no era más que un juego entre machos, una pavoneante fanfarronada. No podía ni imaginarse cómo sería el mundo después de que cayeran las bombas nucleares, pero sabía que sería condenadamente difícil encontrar una caja de donuts entre las cenizas, y estaba seguro de que, si eso sucedía, los echaría mucho de menos.
Había empezado con las pastas una vez que miró el teléfono que estaba junto a su cama y pensó en Rose y en los chicos. Su mujer se había divorciado de él después de que abandonara el fútbol americano y pasara a ejercer la lucha libre; ella había obtenido la custodia de los dos chicos, y aún seguía viviendo en Mobile; Josh los visitaba siempre que el circuito le permitía acercarse por allí. Rose tenía un buen trabajo como secretaria judicial, y la última vez que la vio ella le dijo que se había prometido en matrimonio con un abogado negro, y que se casarían a finales de agosto. Josh echaba mucho de menos a sus hijos, y a veces, en el ring, distinguía entre el público los rostros de muchachos que le hacían pensar en ellos; pero aquellos rostros siempre estaban gritándole e insultándole. Sabía que no compensaba pensar demasiado en las personas a las que uno amaba; no servía de nada permitir que el dolor fuera demasiado profundo. Le deseaba lo mejor a Rose; a veces sentía ganas de llamarla por teléfono, pero tenía miedo de que le contestara un hombre.
«Bueno —pensó abriendo otra pasta para comerse el relleno cremoso—, de todos modos yo no estaba hecho para ser un hombre de familia. ¡No señor! Me gusta demasiado mi propia libertad, y por Dios que eso es lo que he conseguido».
Estaba cansado. Le dolía el cuerpo y mañana sería un largo día. Quizá pasara por el hospital, antes de marcharse, para ver cómo le iban las cosas a Johnny Lee Richwine. A partir de lo que había aprendido esta noche, ese chico sería más inteligente la próxima vez.
Josh dejó el televisor encendido porque le gustaba el sonido de las voces humanas, y se quedó adormilado con el paquete de pastas balanceándose sobre la boca del estómago. «Mañana será un gran día —pensó—. Tengo que volver a estar bien y sentirme fuerte». Luego se durmió, roncando sonoramente, con los sueños llenos por el ruido de una multitud que gritaba, pidiendo su cabeza.
Llegó el momento del programa religioso. Un sacerdote habló sobre las rejas de arado convertidas en espadas. Luego se interpretó el himno Barras y estrellas con un fondo de majestuosas montañas con picos cubiertos de nieve, campos enormes y ondulantes de trigo y maíz, rugientes corrientes de agua, verdes bosques y poderosas ciudades; terminó con una imagen de la bandera estadounidense, extendida e inmóvil sobre un mástil hundido en la superficie de la Luna.
La imagen se congeló, permaneció así durante unos segundos y luego la estática llenó la pantalla cuando la estación local dejó de emitir.