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Hermana Creep

23.19 Hora Diurna del Este
Ciudad de Nueva York

¡Pum!

Sintió que alguien golpeaba la parte lateral de la caja de cartón, y se agitó y arrebujó más en la tela de lona que la cubría. Estaba cansada y deseaba descansar. «Una mujer necesita que su belleza duerma», pensó, y volvió a cerrar los ojos.

—¡He dicho que salgas de aquí!

Unas manos la sujetaron por los tobillos y la sacaron con rudeza de la caja, arrojándola sobre el pavimento. Al mismo tiempo, ella empezó a gritar de indignación y a patear salvajemente.

—¡Bastardo hijo de puta! ¡Déjame sola, bastardo!

—¡Mierda, mira eso! —exclamó una de las dos figuras que estaban sobre ella, delineada por el neón rojo del cartel de un restaurante vietnamita, en la calle Treinta y seis Oeste—. ¡Pero si es una mujer!

El otro hombre, el que la había sujetado por los tobillos por encima de las sucias zapatillas, sacándola de la caja, gruñó con un tono de voz lúgubre y amenazador:

—Mujer o no, le voy a patear el culo.

Ella se sentó, con la tela de lona en la que conservaba sus pertenencias estrechamente apretada contra el pecho. Su rostro, de mandíbula cuadrada y fuerte, quedó profundamente delimitado bajo la luz rojiza del neón, surcado por la suciedad de la calle. Los ojos, hundidos en cuencas violáceas, eran de un azul pálido y acuoso, y relucían tanto de temor como de cólera. Sobre la cabeza llevaba una gorra azul que había encontrado el día anterior en una bolsa de basura abierta. Su vestimenta estaba compuesta por una sucia blusa de manga corta, de color grisáceo, y un desarrapado par de pantalones de hombre, con remiendos en las rodillas. Era una mujer de gran estructura ósea, carnosa, con el estómago y las caderas tensados contra el rudo material de la tela de los pantalones; tanto sus ropas como la bolsa de tela de lona que llevaba procedían de un amable representante del Ejército de Salvación. Bajo la gorra, su cabello moreno con hebras grises le colgaba suelto sobre los hombros, con algunas partes cortadas aquí y allá, allí donde ella le había metido las tijeras. En la bolsa de lona llevaba una mezcolanza de objetos: un rollo de hilo de pescar, un manoseado suéter de color naranja, un par de botas vaqueras con los tacones rotos, una bandeja mellada, vasos de papel y cubiertos de plástico, un ejemplar del Cosmopolitan que ya tenía un año, un trozo de cadena, varios paquetes de chicle, y otros objetos que hasta ella misma había olvidado que estaban allí. Mientras los dos hombres la miraban fijamente —uno de ellos con una amenazadora intensidad—, se apretó más la bolsa contra el pecho. Tenía el ojo y el pómulo izquierdos amoratados e hinchados, y le dolían las costillas allí donde se había golpeado tres días antes, al caer por un tramo de escalera, empujada por otra mujer indigente en el Asilo Cristiano. Ella se había incorporado, había subido la escalera de nuevo y le había roto dos dientes a la otra mujer de un certero derechazo.

—Estás en mi caja —dijo el hombre de voz lúgubre.

Era alto y delgado, y sólo vestía un par de vaqueros, dejando al descubierto el brillo de su pecho sudoroso. Llevaba barba, y sus ojos aparecían rodeados de sombras. El segundo hombre, más bajo y pesado, llevaba una sudada camiseta y unos pantalones verdes del ejército, con quemaduras de cigarrillos. Tenía un cabello oscuro y aceitoso, y no paraba de rascarse las ingles. El primer hombre la empujó en el costado con la punta de la bota, y ella hizo un gesto de dolor al sentir la presión sobre sus costillas.

—¿Estás sorda, zorra? ¡He dicho que estás en mi jodida caja!

La caja de cartón en la que ella se había tumbado a dormir se encontraba ahora a su lado, en medio de un montón de rezumantes bolsas de basura, un síntoma de la huelga de basureros, que abarrotaban las calles y callejones de Manhattan desde hacía dos semanas. Bajo un calor sofocante de treinta y cinco grados durante el día y treinta por la noche, las bolsas se habían hinchado y estallado. Las ratas estaban disfrutando de un verdadero festín, y las montañas de basura permanecían sin recoger, bloqueando el tráfico en algunas calles.

Miró aturdida a los dos hombres, con el contenido de media botella de Red Dagger filtrándose en su estómago. La última comida que había tomado había consistido en los restos de unos huesos de pollo y de una bandeja de cena precocinada.

—¿Eh?

—¡Mi caja! —Le gritó el de la barba delante de la cara—. ¡Este es mi lugar! ¿Estás loca o qué?

—No está en su sano juicio —dijo el otro hombre—. Seguro que está más loca que el diablo.

—Y parece igual de fea. ¿Eh, qué llevas en esa bolsa? ¡Déjame ver! —Agarró la bolsa y tiró de ella, pero la mujer emitió un aullido bajo y se negó a soltarla, con los ojos muy abiertos y aterrorizados—. ¿Tienes algo de dinero ahí? ¿Algo de beber? ¡Dámelo de una vez, zorra!

El hombre casi se la arrancó de entre las manos, pero ella gimió tratando de retenerla. La luz rojiza arrancó destellos de un ornamento que llevaba colgado alrededor del cuello, un pequeño y barato crucifijo que pendía de un collar hecho de piedras engarzadas.

—¡Eh! —exclamó el segundo hombre—. ¡Mira eso! ¡Sé quién es! La he visto en la calle Cuarenta y dos. Cree ser una condenada santa, y no hace más que predicarle a la gente. La llaman hermana Creep.

—¿Sí? Bueno, entonces quizá podamos conseguir algo empeñando ese collar.

Extendió la mano, para arrancarle el crucifijo del cuello, pero ella volvió la cabeza hacia un lado. El hombre la sujetó por la nuca, lanzó una maldición y levantó la otra mano para golpearla.

—¡Por favor! —imploró ella, a punto de sollozar—. ¡No me haga daño, por favor! ¡Tengo algo para usted! —dijo, y empezó a buscar a tientas en el interior de la bolsa.

—¡Sácalo ya de una vez, de prisa! Te voy a romper la crisma por dormir en mi caja. Le soltó la cabeza, pero mantuvo el puño preparado para golpear. Ella emitió ligeros y débiles gemidos, mientras seguía buscando.

—Está en alguna parte, aquí dentro —aseguró—. En alguna parte.

—¡Dámelo en seguida! —ordenó el otro presentándole la palma de la mano—. Y quizá no te dé una patada en el culo.

La mano de la mujer se cerró alrededor de lo que andaba buscando.

—Ya lo he encontrado —dijo—. Claro que sí.

—¡Bien, dámelo!

—Muy bien —replicó la mujer.

El gemido había desaparecido y su voz sonó tan correosa como el cuero curtido por el sol. Con un movimiento rápido y suave extrajo una navaja de afeitar, la abrió con un giro de la muñeca y trazó una cuchillada a través de la mano abierta del barbudo.

La sangre brotó de la herida. El rostro del hombre se puso blanco. Se sujetó la muñeca, su boca se contorsionó en una O y luego surgió el grito, como el sonido de un gato estrangulado. Inmediatamente, la mujer se puso en pie sobre sus fuertes piernas, volviendo a sostener la bolsa contra su pecho, como un escudo, al tiempo que lanzaba cuchilladas sobre los dos hombres, que retrocedieron tambaleantes y, tropezando el uno con el otro, resbalaron sobre el pavimento deslizante a causa de las basuras y terminaron por caer al suelo. El de la barba, con la sangre saliéndole a borbotones de la mano, se incorporó con un trozo de madera claveteada de clavos oxidados en la otra mano y una mirada de rabia en los ojos.

—¡Ya te enseñaré yo! —gritó—. ¡Ahora mismo sabrás lo que es bueno!

Se lanzó sobre ella, pero la mujer se agachó, evitando el golpe, y extendió hacia él la mano que sostenía con firmeza la navaja de afeitar. El hombre retrocedió de nuevo y por un momento permaneció incrédulo, contemplándose la línea de sangre que le brotaba del pecho.

La hermana Creep no se detuvo. Dio media vuelta y echó a correr, casi resbalando sobre los líquidos que rezumaban de las basuras, pero recuperando el equilibrio, seguida por los gritos de los dos hombres.

—¡Ya te cogeremos! —gritó tras ella el barbudo—. ¡Te encontraré, zorra! ¡Espera y verás!

No les esperó. Siguió corriendo, con las zapatillas golpeando el pavimento, hasta que llegó ante una barrera de miles de bolsas de basura abiertas. Ascendió a rastras sobre ellas, tomándose incluso el tiempo necesario para apoderarse de un par de cosas interesantes que vio en su camino, como un salero roto y un empapado ejemplar del National Geographic, que metió en la bolsa. Luego, se encontró al otro lado de la barrera y siguió caminando, con la respiración aún entrecortada y el cuerpo temblándole. «Eso ha estado muy cerca —pensó—. ¡Casi me atrapan los demonios! Pero loado sea Jesús, y cuando él llegue en su platillo volante desde el planeta Júpiter, yo estaré ahí, en la dorada costa, para besarle la mano».

Estaba en la esquina de la calle Treinta y ocho con la Séptima Avenida, recuperando el ritmo normal de su respiración y observando el tráfico que pasaba a su lado como una manada de ganado en estampida. La neblina amarillenta causada por el vapor desprendido de las basuras y por los tubos de escape de los automóviles, se agitaba como la materia estancada de la superficie de una charca, y un calor húmedo parecía presionar sobre la hermana Creep; gotas de sudor brotaron y se deslizaron por su rostro. Tenía las ropas humedecidas; deseó poder disponer de desodorante, pero eso ya se había terminado. Miró a su alrededor, observando los rostros de personas extrañas, del color de las heridas bajo el brillo de las luces intermitentes de neón. No sabía adónde ir, y difícilmente recordaba dónde había estado. Pero sabía que no podía quedarse en esta esquina durante toda la noche; sabía desde hacía tiempo que permanecer así hacía que los condenados rayos X le acuchillaran la cabeza, tratando de revolverle el cerebro. Empezó a caminar hacia el norte, con la cabeza baja y los hombros hundidos, en dirección a Central Park.

Tenía los nervios a flor de piel como consecuencia de la experiencia con aquellos dos paganos que habían intentado robarle. ¡El pecado estaba en todas partes!, pensó. En la tierra, en el aire y en el agua. Allí no había más que pecado malvado y negro. Y también estaba en las caras de la gente, ¡oh, sí! Podía distinguir el pecado reflejado en los rostros de la gente, escondido en sus ojos, haciendo que sus bocas parecieran criminales. Ella sabía que era el mundo y los demonios lo que hacía que la gente inocente se volviera loca. Nunca antes habían estado tan ocupados los demonios, ni tan ávidos por apoderarse de las almas inocentes.

Pensó en el lugar mágico, allá, en la Quinta Avenida, y el duro y preocupado ceño de su rostro se suavizó. Acudía allí a menudo para contemplar las hermosas cosas que había en los escaparates; los delicados objetos expuestos allí tenían el poder de tranquilizar su alma, y aunque el guarda de la puerta no la dejaba pasar, ella se contentaba con permanecer en el exterior y mirar. Recordaba haber visto una vez un ángel de cristal en el escaparate; era una figura poderosa, con el largo cabello ondeando hacia atrás, como un fuego santo y resplandeciente, y con las alas a punto de desplegarse, surgiendo de un cuerpo fuerte y delgado. Y en el hermoso rostro de ese ángel, los ojos brillaban con maravillosas luces multicolores. Durante un mes, la hermana Creep había viajado cada día sólo para ver ese ángel, hasta que lo sustituyeron por una ballena de cristal, que surgía de un tormentoso mar de cristal de color azul verdoso. Claro que en la Quinta Avenida también había otros lugares que contenían tesoros, y la hermana conocía sus nombres: Saks, Fortunoff’s, Cartier, Gucci, Tiffany, pero ella se sentía atraída por las esculturas expuestas en los escaparates de la Steuben Glass, el lugar mágico de sueños que le serenaban el alma, donde el brillo sedoso del cristal pulido relucía bajo las suaves luces, haciéndole pensar en lo maravilloso que iba a ser el cielo.

Alguien la empujó por la espalda, haciéndola volver a la realidad. Parpadeó bajo el calor que se desprendía del neón. «¡Chicas! ¡Chicas vivas!», anunciaba el letrero. ¿Es que los hombres desearían chicas muertas?, se preguntó. Y el anuncio de la marquesina de un cine decía: Nacido erecto. Los letreros palpitaban desde cada nicho y portal. ¡Libros de sexo! ¡Ayudas sexuales! ¡Cajas de municiones! ¡Armas de artes marciales! El retumbar de una pesada música de bajo surgía de la puerta de un bar, y otros ritmos palpitantes y discordantes emanaban de los altavoces colocados sobre una hilera de librerías, bares, espectáculos y teatros porno. A las veintitrés treinta, la calle Cuarenta y dos, cerca de Times Square, era un permanente desfile de humanidad. Un joven muchacho hispano que estaba cerca de la hermana Creep levantó las manos y empezó a gritar:

—¡Coca! ¡Crack! ¡Aquí mismo!

No lejos, otro vendedor de drogas se abrió la chaqueta para mostrar las bolsitas de plástico que llevaba colgadas en el interior.

—¡Tome una dosis! —gritó—. ¡Verá cómo vuela! ¡Barato, barato, barato!

Otros vendedores gritaban hacia los coches que pasaban lentamente por la Cuarenta y dos. Las chicas en sujetadores, vaqueros, bragas o pantalones de cuero, permanecían apoyadas contra las puertas de las librerías y locales, o les hacían señas a los conductores para que se acercaran. Algunos así lo hacían, y la hermana Creep veía cómo las jóvenes mujeres eran tragadas por la noche, alejándose en compañía de extraños. El ruido era casi ensordecedor, y al otro lado de la calle, delante de un local de espectáculo porno, había dos jóvenes negros peleándose en la acera, rodeados por un grupo de otros jóvenes que reían y los incitaban a aumentar la violencia. El vaporoso aroma de los tubos de escape flotaba en el aire.

—¡Navajas! —gritaba otro vendedor—. ¡Navajas aquí mismo!

La hermana Creep siguió avanzando, desviando la mirada a uno y otro lado. Conocía esta calle, esta guarida de demonios; había venido muchas veces a este lugar, para predicar. Pero sus prédicas nunca servían de nada, y su voz quedaba ahogada por el retumbar de la música, los gritos de la gente que vendía algo. Tropezó con el cuerpo de un hombre negro, tendido sobre la acera; tenía los ojos abiertos, y le brotaba sangre de la nariz. Ella siguió su camino, tropezando con la gente, siendo desplazada y maldecida, mientras el brillo del neón la cegaba. Abrió la boca y se puso a gritar:

—¡Salvad vuestras almas! ¡El fin está cercano! ¡Que Dios tenga piedad de vuestras almas!

Pero nadie la miró siquiera. La hermana Creep intentó abrirse paso entre los cuerpos en movimiento y, de pronto, delante de su rostro apareció un hombre viejo y nudoso, con restos de vómito en la pechera de la camisa; la maldijo y le agarró la bolsa, extrayendo algunos de los objetos que contenía, echando luego a correr entre la gente, antes de que ella pudiera golpearle.

—¡Irás al infierno, hijo de puta! —le gritó.

Y entonces, una oleada de frío se apoderó de sus huesos y se inclinó. Por su mente cruzó la imagen de un tren de mercancías que se abalanzaba sobre ella.

No vio quién la golpeó, sino que simplemente percibió que estaba a punto de ser golpeada. Un hombro duro y huesudo la arrojó a un lado con tanta facilidad como si su cuerpo fuera de paja, y en ese segundo de contacto se grabó en su cerebro una imagen indeleble: una montaña de muñecos rotos y chamuscados. Mientras era lanzada hacia la calle, se dio cuenta de que no eran muñecos; los muñecos no poseían intestinos que surgieran por entre las costillas desgarradas, ni cerebros que rezumaran por las orejas, ni dientes que se apretaran en el rictus congelado de la muerte. Golpeó contra el bordillo de la acera, y un taxi maniobró para evitarla, con el taxista gritando, apoyado sobre el claxon. Ella estaba bien, sólo había sentido como si le faltara el aire, y el palpitar de su costado dolorido. Hizo esfuerzos por incorporarse y ver quién la había golpeado de aquella manera, pero nadie le prestaba la menor atención. Sin embargo, los dientes de la hermana Creep castañeteaban del frío que de repente se había apoderado de ella, en medio de la más calurosa noche de verano, y se palpó el brazo buscando lo que sabía sería un moratón allí donde aquel bastardo la había golpeado.

—¡Paganos de mierda! —gritó sin dirigirse a nadie en particular.

Pero en el fondo de sus ojos permaneció la visión de una montaña de cadáveres que se fundían, y una garra de pavor pareció apoderarse de su estómago. Se preguntó quién habría podido ser, mientras subía de nuevo a la acera. ¿Qué clase de monstruo vestido con piel humana? Vio ante ella la marquesina de un cine, anunciando la doble sesión de The Face of Death, Part Four y Mondo Bizarro. Se acercó más y vio que el cartel de The Face of Death, Part Four prometía escenas extraídas de la mesa de autopsia. ¡Víctimas de accidentes de coche! ¡Muerte por el fuego! ¡Sin cortes y sin censuras!

Un frío mortal parecía llenar el aire alrededor de la puerta cerrada del cine. «¡Entre!», decía un cartel junto a la puerta. «¡Tenemos aire acondicionado!». Pero llegó a la conclusión de que aquel frío era algo más que producto del aire acondicionado. Se trataba de un frío húmedo y siniestro: el frío de las sombras donde crecían sapos venenosos, con sus crudos colores atrayendo a un niño que se acercaba: «Ven, anda y toma un pedazo del pastel».

Se estaba desvaneciendo ahora, disipándose en el calor sofocante. La hermana Creep permaneció de pie delante de la puerta, y aunque sabía que el dulce Jesús era su misión, que él la protegería, también sabía que no entraría en aquel teatro ni por una botella entera de Red Dagger…, ¡ni siquiera por dos!

Se apartó de la puerta, tropezó con alguien, que la maldijo y la empujó a un lado, y luego reanudó su camino, sin saber adónde ir, y sin que eso le preocupara lo más mínimo. Tenía las mejillas enrojecidas por la vergüenza. Había sentido miedo, se dijo a sí misma, aun sabiendo que el dulce Jesús estaba a su lado. Tuvo miedo de mirar la maldad cara a cara, y había vuelto a pecar.

Dos manzanas más allá del cine prohibido vio a un niño negro arrojar una botella de cerveza en medio de unos cubos de basura abarrotados, apoyados contra la puerta de un destartalado edificio. Ella aparentó buscar algo en el interior de su bolsa, hasta que él pasó a su lado, y luego entró en el portal y empezó a buscar la botella, con la garganta reseca anhelando un sorbo, aunque sólo fuera una gota, algo de líquido.

Las ratas chillaron y se deslizaron sobre sus manos, pero a ella no le importó; veía ratas todos los días, y mucho más grandes que estas. Una de ellas se encaramó sobre el borde de una lata y se la quedó mirando con una furiosa indignación. Ella le arrojó una agujereada zapatilla de tenis, y el animal salió huyendo.

El olor de la basura era pútrido. Era el olor de la carne corrompida desde hacía mucho tiempo. Encontró la botella de cerveza y se alegró al comprobar, en la penumbra, que aún quedaban unas pocas gotas. Se la llevó rápidamente a los labios, metiendo la lengua en la botella para captar el sabor de la cerveza. Sin hacer caso del corretear de las ratas, se sentó con la espalda apoyada contra la áspera pared de ladrillo. Al apoyar la mano en el suelo para sostenerse, tocó algo húmedo y blando. Miró hacia un lado, y al darse cuenta de lo que era se llevó la mano a la boca para sofocar un grito.

Había estado envuelto en unas pocas páginas de periódico, pero las ratas lo habían desgarrado. Luego, habían empezado a trabajar en la carne. La hermana Creep no sabía qué edad podía tener, ni si era niño o niña, pero el diminuto rostro aún tenía los ojos abiertos, como si el pequeño hubiera estado a punto de quedarse dulcemente dormido. Estaba desnudo; alguien lo había arrojado entre el montón de cubos, bolsas de basura y chorreantes inmundicias como si se tratara de un juguete roto.

—Oh —susurró.

Pensó en una carretera azotada por la lluvia y en una luz azul giratoria. Y escuchó la voz de un hombre, diciendo: «Déjeme sostenerla ahora, señora. Tiene que dejar que la sostenga».

La hermana Creep tomó la cabeza del pequeño muerto y la acunó en sus brazos. Desde la distancia llegó hasta ella el palpitante sonido de la música y los gritos de los vendedores de la calle Cuarenta y dos. Y la hermana Creep canturreó con una voz ahogada:

—Duérmete, duérmete, pequeño niño, no llores…

Ya no pudo recordar el resto de la canción.

La luz azul giratoria y la voz del hombre flotando a través del tiempo y la distancia: «Déjeme sostenerla, señora. La ambulancia llega en seguida».

—No —susurró la hermana Creep. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija, y una lágrima le resbaló por la mejilla—. No, no… le dejaré…

Se apretó al pequeño contra el hombro, y la diminuta cabeza quedó colgando. El cuerpo estaba frío. Alrededor de la hermana Creep las ratas chillaban y se removían, llenas de frustración.

—Oh, Dios santo —se escuchó decir a sí misma. Levantó la cabeza hacia un fragmento de cielo y sintió que el rostro se le contorsionaba, y que la cólera surgía de su interior como una oleada, al tiempo que gritaba—: ¿Dónde estás?

Su voz resonó a lo largo de la calle, y quedó ahogada por los vivos gritos de los comerciantes, a un par de manzanas de distancia. «El dulce Jesús ha llegado tarde —pensó—. Ha llegado tarde, tarde, tarde, en una fecha clave, clave, clave». Empezó a reír y a llorar histéricamente, hasta que surgió de su garganta un gemido como el de un animal herido.

Transcurrió mucho tiempo hasta que se dio cuenta de que tenía que seguir su camino, y que no podía llevarse al niño con ella. Lo envolvió cuidadosamente en el suéter de color naranja que llevaba en la bolsa, y luego lo introdujo en el fondo de uno de los cubos de basura, apilando sobre él todo lo que pudo. Una gran rata gris se le acercó, enseñando los dientes, y ella la alcanzó de pleno con la botella de cerveza vacía.

No encontró fuerzas para incorporarse, y salió del portal a gatas, con la cabeza inclinada y el rostro surcado por ardientes lágrimas de vergüenza y rabia. Sentía náuseas. «No puedo seguir —se dijo—. ¡Ya no puedo seguir viviendo en este oscuro mundo! ¡Querido y dulce Jesús, baja en tu platillo volante y llévame contigo!». Apoyó la frente contra la acera y deseó estar muerta y en el cielo, donde se lavaban todos los pecados.

Algo tintineó sobre la acera, sonando como notas de música. Levantó la cabeza; sus ojos estaban hinchados y veía borroso a causa de las lágrimas, pero pudo distinguir a alguien alejándose de ella. La figura dobló la esquina y desapareció.

La hermana Creep vio que había varias monedas sobre el pavimento, a poca distancia de donde se encontraba: tres monedas de veinticinco centavos, dos de diez y un centavo suelto. Se dio cuenta de que alguien había creído que ella estaba mendigando. Extendió el brazo y recogió las monedas, antes de que se las arrebataran.

Se sentó, intentando pensar en lo que debía hacer. Se sentía enferma, débil y cansada, y tenía miedo de echarse en la calle, a cielo abierto. «Tengo que encontrar un lugar donde esconderme —decidió—. Hallar un lugar donde abrir un agujero y esconderme».

Su mirada descubrió el tramo de escalera que, desde el otro lado de la calle Cuarenta y dos, descendía hacia el metro.

Ya había dormido en el metro en otras ocasiones; sabía que los policías la sacarían de la estación o, lo que era peor, la llevarían de nuevo al refugio. Pero también sabía que el metro disponía de una segura red de túneles de mantenimiento y pasos subterráneos inacabados que se apartaban de las rutas principales y se introducían profundamente por debajo de Manhattan. Tan profundamente, que ninguno de los demonios con piel humana podría encontrarla nunca, y ella podría hacerse un ovillo en medio de la oscuridad y olvidar. Su mano se cerró sobre el dinero; era suficiente para pagarse el billete, y luego se apartaría del mundo lleno de pecado al que el dulce Jesús había dado la espalda.

La hermana Creep se incorporó, cruzó la calle Cuarenta y dos y descendió hacia el mundo subterráneo.